La plaza (9 page)

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Authors: Luis Spota

Tags: #Drama

—Grupos de alborotadores trataron de establecerse en el Zócalo, habiéndose desalojado por tropas del Ejército… no siendo necesario que la tropa hiciera uso de sus armas de fuego en ninguna forma contra esos grupos…

El Jefe de la Policía explica:

—Se actuó en estricto apego a la función que tiene asignada para preservar y mantener el orden…

Los oportunistas Veteranos-de-la-Revolución ratifican su:

—…
fe en las instituciones que el Pueblo de México se ha dado, su fe en el tino con que el Presidente de la República conduce los destinos nacionales y su decisión de defender hasta el último aliento las leyes de la Revolución y de la Patria…

Las palabras que he puesto a vivir dentro de la cinta terminan aquí, pero no los sonoros efectos que las subrayan. De los viejos discos de don Guillermo (esas valiosísimas reliquias de la
Deutsche. Grammophon
que oía inacabablemente) he extraído los pasajes que me parecieron más adecuados para concluir, a manera de gran final wagneriano, el relato de esas horas intensamente vividas la tarde, la noche del 27 de agosto; la madrugada, la mañana y la tarde del 28. Complejo trabajo de tornamesa, logré hilvanar, en espeluznante mescolanza, discursos de Hitler, estentóreos
Heil
gritados por las bocas de sus multitudes, retumbo de cañones, valses vieneses, aullidos de bombas, pasajes del
Rosenkavalier,
truenos de V-l, cancioncillas bávaras que se danzan con el estómago encharcado de cerveza y la lengua saturada del sabor a carne cruda;

y

a sabiendas de que alteraré los valores, de que haré más espantosa la deliberadamente espantosa confusión del estrépito, hago llegar al tope, a lo máximo, la llave del volumen y echo sobre el hombre que he estado mirando recorrer como chimpancé enfurecido el círculo de su jaula, la andanada de ruidos

el frotar de pies que huyen delante

de los tanques, los ayes

de los que son clareados por las balas;

los ecos de la muchedumbre que se desparrama,

hoy como otras noches idénticas,

gritando por el oscurecido laberinto

de la ciudad

MÉXICO-LIBERTAD MÉXICO-LIBERTAD MÉXICO-LIBERTAD

MÉXI-CO LIBER-TAD

MÉXI-CO LIBER-TAD

Lo condeno ahora a la oscuridad y a lo que la hace aún más terrible: el silencio: un silencio que de lo súbito ha de estar rompiéndole los tímpanos. ¿Le pertenecen los sollozos, esos quejidos como de niño asustado o enfermo, que se anotan en la cinta infatigable de la grabadora? En esta sección de mi hábitat he improvisado una alcoba, aunque mi recámara se halla en la casa, en esa casa que ya rara vez frecuento porque me asusta, me deprime, su soledad; esa en la que no cabemos, sobre todo de noche, los recuerdos y yo. Ha estado lloviznando. Me lo indica así el olor a yerba húmeda que se filtra, con los ladridos de Hänsel y Gretel, por debajo de la puerta. Decido salir un rato; apaciguarlos; escapar de lo que ha sido, por años, mi reclusorio: lugar de juegos, primero; de tristeza, después. Hoy lugar de venganza.

Ha llovido, en efecto. Refresca el aire el aroma del césped que el meticuloso Félix debió podar temprano por la tarde. Rodeado de un arriate de flores, que acumula todas las de la estación y el rosal de botones amarillos y las dalias suntuosas y los lirios de extrañísimo tinte violeta, está el árbol que sembró don Guillermo cuando nació Mina; el que se ha llamado siempre Árbol-de-Mana, y toco su corteza y siento su rugosidad en la punta de los dedos, y veo a Mina, los ojos secos, el gesto inalterable, la noche que velamos a mamá, la noche en que empecé yo a ser viudo y la niña de diez años, la huérfana;

la noche en que Mina empezó a ser ella

y después de que volvimos del cementerio, la casa conoció que había una nueva ama: la nueva Frau que impondría su disciplina, su modo de ser, a la vida de los dos hombres que ahora la cuidarían, amarían y considerarían parte vital de sus respectivas existencias; un viejo, el abuelo; uno menos viejo, el padre, yo, cuya autoridad, de un modo u otro, desafiaría siempre, porque Mina decidió obedecerse sólo a sí misma, y rechazaba todo consejo, desoía toda orden, se enfrentaba a gritos a esa señora Emma, la viuda Hoffer, vestida siempre de azul, que dos veces por semana, los martes y los viernes, viene a desempolvar la casa, a ordenar lo que necesita ser ordenado, a levantar el inventario de los víveres que es indispensable reponer;

decidió que no tenía caso continuar los estudios. Además del castellano, hablaba tres idiomas más, y durante un tiempo tuvo curiosidad de aprender griego antiguo y latín. Las chicas hijas del pastor le aburrían, y más le aburrían los chicos, alemancitos criollos del rumbo, que la rondaban con sus motocicletas ruidosas, sus bogeys de fibra de vidrio, sus serenatas de acordeón y falsete;

a los tres días que murió don Guillermo sin preámbulo de dolor o enfermedad, Mina me anunció mientras cenábamos (ella, en un extremo de la mesa; yo, en el otro: el vacío del nogal pulimentado entre ambos) que había resuelto ser actriz;

y a partir de entonces la casa de convirtió en asilo, casi permanente, de sujetos estrafalarios, de hombres y mujeres que devastaban el refrigerador, que despoblaban la cueva de los vinos, que discutían interminablemente «en el salón de ensayo» del quinto piso, ténicas y anti-técnicas, que barajaban ionesco-absurdo-alexandro-adamov; gurdjieff-brecht-beckett, y la mecánicadinámicadelaacciónconceptualdelapantomimademarceauoloqueeslormismolaemocióndelapalabraquesemiraperoquenoseescuchalapalabraenestadodepuridadabsolutagrafíasilencioayelocuente;

y después, cuando los mimos/actores/actrices se marcharon tan abundantemente como habían llegado, Mina quiso ser pintora y la casa se convirtió en asilo, casi permanente, de sujetos estrafalarios, de hombres y mujeres que devastaban el refrigerador, que despoblaban la cueva de los vinos; que discutían interminablemente, en el «estudio» del quinto piso al que le habían improvisado ventanas para que se asomara a la luz del norte, técnicas y antitécnicas, que barajaban picasso y dubuffet; rivera y de könig, jasper-jones y marcel duchamp, warhol-tamayo-gironella, y la expresiónplásticodinámicadelbinomiotiempcespacioyla-interaccióndelosvolúmenescomounmedioderepresentarloirrepresentableestoesloriguros-amenteobjetivo;

y a poco que se largaron tan abundantemente como habían llegado los genios/pintores/esteticistas la casa se convirtió en asilo, casi permanente, de sujetos estrafalarios, de hombres que parecían mujeres, de mujeres que parecían hombres, tipos/tipas que parecían ser lo-uno-y-lo-otro-al-mismo-tiempo, que devastaban el refrigerador, que despoblaban la cueva de los vinos, que discutían interminablemente, en el ahora «salón de danza» del quinto piso, que dudaban de la validez de Los Ilustres Apellidos y que barajaban martha graham y gloria contreras; josé limón y paul taylor; merce cunningham y xavier francis; bodil genkel y anna sokolov, y que insistían en subrayar (Mina lo discutía conmigo con tal ardor que podía pensarse en un pleito personal entre ella y yo) la superioridadindiscutibleenloqueaexpresiónplásticaserefiere entrela danzaentendidacomoformaritualyeternadedeciryesasimulaciónacartonadaquees elclásicotradicional;

y una noche que llego temprano, porque a última hora se ha suspendido la junta en el Salón Fotográfico, escucho la música que trasciende los límites de la casa, se esparce por la calle (como hoy los ladridos de mis perros), me sale al encuentro en la avenida, y decido asomarme para ver quiénes son, más bien: cómo son, ahora, los amigos de entusiasmo de mi hija: esos muchachos, esbeltos, amanerados y morenos, y esas chicas con algo de andróginas, que he visto de lejos, pasando rápidamente como si se escondieran; y la música que tienen sonando al máximo en el tocadiscos portátil encubre mis pisadas, disimula el rechinar de los peldaños de madera, y nadie advierte mi presencia; nadie, abstraídos todos como están en su tarea, se da cuenta de que estoy mirando, estupefacto, a Mina;

sí,

a una Mina desconocida, hermosa, flexible y transpirante que se revuelca en el suelo, que somete sus músculos a la tensión que les exige el que ha de ser su maestro; que está, así me parece, casi desnuda, cubierta apenas con un calzoncito y un sostén pequeñísimos;

una Mina que no es ya, y me asusta admitirlo, la nenita que tropezaba en las mazurcas de los festivales del kindargarten; que sobresalía en la competencia de valses de la secundaria; que es, y reconocerlo remueve dentro de mí no sé qué secretas memorias, una mujer, una joven, apetecible mujer de dieciocho años que se agita como si estuviera copulando intensamente; que debe gozar el deleite de sentirse deseada, violada por los muchachos y las muchachas que la rodean y que sin enmarcarla, la enmarcan; que no sabe, porque no me ha visto, que la miro a ella con los mismos ojos con que miro a las jovencitas que van a dejarse ver, desnudar, sobar, en los cafés de la Zona Rosa a los que asisto, un par de veces por semana, a practicar con cierta hipocresía ese juego de
window-fucking
al que se nos destina a cierta edad;

y me irrita (señal de subdesarrollo moral, habrá de decirme ella cuando discutamos el asunto) que mi hija, que Mina, olvide el pudor que le fue inculcado, la austeridad luterana en que su madre y su abuelo con palabras y ejemplo la criaron, y se muestre, se entregue así, impúdica y lujuriosa, a la curiosidad, ¿de quién, si no de mí, el único que la envuelve con ojos lúbricos?

—Lo que pasa —me lo dice desde la distante otra cabecera de la mesa— es que te hace falta, como ya te he dicho otra vez, casarte de nuevo; o tener una amiga
steady…
Estás joven, eres guapo, tu cuerpo necesita
todavía
ciertos alivios…

Me escandalizo. Descargo el puño en el nogal de la mesa. Tintinean copas y platos:

—Niña… Mina, ¡qué palabras!

La veo levantarse. No quiero mirarle los senos que se le mueven dentro de la camisa de muselina blanca; no quiero mirarle los pezones que me apuntan a los ojos como índices, cuando se echa sobre mis piernas, igual que lo hacía en sus tiempos de bebita.

—Eres un viejo lindo, papá. Y no veo por qué has de privarte de lo que la vida tiene para ti… ¿Sabes? Si no fueras mi padre…

Detengo sus palabras con la mano. Siento en la palma una suave mordida. Cuando le permito hablar:

—Te han visto en la Zona, pillín; y te han visto comiéndote a las nenas… A una amiga mía la seguiste cuatro cuadras la otra tarde. ¿La recuerdas? Minifalda de cuero blanco, camisa magenta unisex, muy untada al pecho. ¿Te dice algo…?

Sé ahora, positivamente, que el rubor me enciende; el rubor que traiciona mi seriedad. Sí; era una muchacha con una minifalda de cuero blanco, pechos crecidos, nalgas provocadoras. No fueron cuatro, sino seis las cuadras sobre las que arrastré mi libido siguiéndola.

—Es normal que te gusten las muchachas, papá. Me alarmaría, créeme, que no… —Me pone el pulgar bajo el mentón; me alza la cara; me exige mirarla—. ¿Acaso no de cuando en cuando te descarrías un poco, eh?

—Mina, quiero advertirte…

y pienso en la sofocada alcoba de ese departamento casi-burdel al que asisto, una o dos veces cada mes, para hacerme servir por jovencitas no mayores que Mina; chicas con las que juego una media hora al cunnilingus; de las que recibo, si la promesa de la propina es crecida, la manipulación inhábil, dolorosa a veces, de la fellatio intentada sin experiencia ni entusiasmo; y rechazo esas representaciones de lo que Mina llama mis «descarriadas» y me pongo la máscara de padre adusto, de hombre que ve anulado su rango por la familiaridad con que su interlocutor lo aborda:

—Sería bueno que anduvieras menos desnuda delante de…

y ella me interrumpe, salta de mis rodillas, se aparta unos pasos; se unta las manos a los flancos, sensual, lentamente, con la manifiesta intención de una bailarina de burlesque:

—¿No soy bonita, papá? Anda, dímelo. ¿Soy bonita?

—Sí.

—¿No te parece que es mucho egoísmo, si me hiciste como soy, impedir que otros me vean? —Torpe, no quiero seguir su broma. Me endurezco—. ¿Por qué ese horror a la desnudez, papá?

No tengo argumentos con qué rebatir los suyos. Apelo a mi autoridad:

—Te ordeno que… ya lo sabes…

Lanzo la servilleta sobre la soledad del nogal de la mesa y corro a esconder mi confusión y todo lo que Mina ha sacado a flote en el pantano que soy, a la zona secreta donde nadie, ni ella, accede; a estos cuartos de fotografía, de radio, de mecánica, en los que habré de vivir desde esa noche (comienza mi primer torneo de ajedrez a control remoto) en los que sigo viviendo ésta, en que Mina es sólo un recuerdo, lo que duele en el centro de la herida.

Me aparto del árbol. En la perrera, al sentirme, gruñen, ladran, juguetean los Doberman. Recojo en las manos el calor de su aliento, el golpe húmedo y repetido de sus lenguas. La ciudad está mojada; la respiro así, limpia, pura, vegetal: un olor, el de esta noche, que ya rara vez se recupera. Camino, despacio por los senderitos de grava púrpura que se entretejen en el jardín. Desde que salí, desde que me encuentro en este silencio, han estado pulsando como lo hacen a partir del oscurecer, las luces verde y roja del emblema que corona el edificio de oficinas que han plantado, no lejos de aquí, sobre terrenos que pertenecieron en años ya remotos a don Guillermo; y no quiero mirar esas luces, ese rojo que sucede al verde, ese verde que atropella al rojo, porque si las mirara ¿entiendes, Mina?, tendría que darles un sentido, tendría que recordar otras luces, una, roja; otra, verde, que chisporrotean en el cielo de la tarde, que son una señal… Y no quiero, Mina, no quiero, créeme, pensar en eso, todavía; sobrará tiempo para los recuerdos amargos, para el rencor;

prefiero, hoy, esta noche,

hacer lo que ya casi nunca hago: visitar la casa; penetrar en su soledad que de noche se agranda; que de noche, como hoy, asusta; y estoy aquí, en el comedor, y los ruidos que picotean el silencio son los de los tacones de tus zapatos que se dirigen a la puerta por la que acabo de entrar, y es tu voz la que anuncia, con el desenfado que me enojaba y me vencía:

—No me esperes, papá, volveré tarde; hay ensayo, ¿sabes?, y después iremos al café a discutir las cosas…

y yo, que hubiera querido acompañarte, recomendaba que te cuidaras, que no te expusieras a ningún peligro, y lo que estaba diciéndote, queriendo decirte, Mina, era que no fueras a buscar con algún muchacho el peligro que las chicas encuentran siempre en la soledad; y veía, ¿cómo evitarlo?, la provocación de tus esbeltas caderas, la alegría con que te marchabas moviéndote, y te pensaba como te estoy inventando en este momento,

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