La plaza

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Authors: Luis Spota

Tags: #Drama

 

Un padre de familia, dolido por la muerte de su hija en La Plaza de Tlatelolco durante la represión del 2 de octubre, busca venganza, ¿de quién? del sistema en general, del podrido sistema que causó la muerte de su hija. Para ello diseña un plan: lo primero que había que hacer era personificar al «sistema», ponerle rostro, nombre y apellido (buscar alguien de quien vengarse).

Un militar retirado, que participó en los sucesos del 2 de octubre, fue el objeto de mira para ejecutar la venganza.

Después, conformar un equipo, gente que estuviera en la misma situación que él, es decir que tuvieran sed de venganza por lo sucedido en Tlatelolco.

Así, recluta a seis personas, cada uno identificado en clave por un día de la semana. Una vez entrados en operación, deciden, no vengarse del señalado, sino, mejor aún, enjuiciarlo. «Matarlo sin escucharlo, sería tanto como hacer lo mismo que hicieron con nuestros familiares…» —dice uno de los miembros del «jurado».

La Plaza
fue escrita, porque así lo exigía el tema, utilizando materiales del conocimiento público, relacionados con el Movimiento estudiantil que surgió el 23 de julio de 1968, y fue reprimido con una brutal masacre la noche del 2 de octubre en la plaza de las tres culturas, en Tlatelolco.

Una novela con un final sorprendente, como ésta, requirió ser escrita por muchas manos, contada por muchas voces, inventada por muchas mentes, pero
recreada
por un autor. LUIS SPOTA narra, con la fluidez del maestro en su oficio, la convulsión de una sociedad y el intenso drama de un hombre que es todos los hombres.

La Plaza
, novela que marcó una pauta en el problema estudiantil de 1968, desvela un pasaje de la historia mexicana reciente que fue un verdadero aldabonazo en la conciencia de todos.

Luis Spota

La plaza

ePUB v1.0

gosubUSK
12.09.12

Título original:
La plaza

Luis Spota, 1972.

Editor original: gosubUSK (v1.0)

ePub base v2.0

A Carla, mi hija,

para que no olvide

Novela-cantata, la ha definido el crítico Eliú Martí.
La Plaza
fue escrita, porque así lo exigía su tema, utilizando materiales, ya de conocimiento público, relacionados con el Movimiento Estudiantil que la ciudad de México vio nacer el 23 de julio de 1968 y morir espectacularmente, entre quince mil balas disparadas en Tlatelolco, la noche del 2 de octubre. En su versión original, la obra conoció el éxito instantáneo de tres ediciones; pero, cuando la tercera se agotaba, sucedió que tres autores cuyos textos, como los de tantos más, había usado en el montaje de la narración se inconformaron por ello y demandaron al editor el retiro de lo que reclamaban suyo, por más que en esto suyo ellos hayan utilizado también, en buena parte, material ajeno.

Como, afortunadamente, ni siquiera lo importante es imprescindible, decidí reescribir la novela, purgar de ella los textos en litigio y sustituirlos por otros, lo que me enseñó que las combinaciones que pueden lograrse manejando lo publicado a propósito de Tlatelolco son infinitas, como lo son los celos o el ego de algunos. La que se leerá ahora es, pues, una nueva versión, la misma aunque diferente, según podrá descubrir el lector atento, de La Plaza.

En estas páginas quiero dejar constancia de mi gratitud a quienes, siendo mis amigos, me permitieron utilizar porciones de trabajos suyos sobre Tlatelolco, y a la elegancia de otros que, sin serlo, no se rehusaron a que lo hiciera;

los materiales de creación original de María Luisa Mendoza fueron espigados de su luminosa novela
Con Él, conmigo, con nosotros tres
(Ed. Joaquín Mortiz, México, Marzo, 1971); los de Edmundo Domínguez Aragonés, en
Argón 18 inicia
(Editorial Diógenes, México, Abril, 1971); Juan Bañuelos me facilitó su espléndido poema «No consta en actas», tan citado; Víctor Villela, además de algunos versos, contribuyó con la reseña de sus vicisitudes como víctima de un arma de fuego en la Ciudad Universitaria;

Francisco Martínez de la Vega me autorizó a que aprovechara párrafos significativos de sus artículos o ensayos publicados en el periódico
El Día
o en la revista
Siempre!
; José Alvarado aportó palabras hermosas que habían sido vistas, antes, en
Siempre!
(Octubre 16, 1968); reconozco mi deuda, por haber usado parte de lo que sobre El Movimiento Estudiantil 1968 y en ocasión del Dos de Octubre en Tlatelolco, escribieron o dijeron, para con Victor Flores Olea, Javier Barros Sierra, Ifigenia M. de Navarrete, Heberto Castillo, José Revueltas, Ricardo Garibay, Jorge de la Vega Domínguez, Félix Fuentes, Leonardo Femat, Manuel Moreno Sánchez, Margarita García Flores, Guillermo Ochoa, Horacio Quiñones, José Luis Mejías, Oriana Fallaci, Rodolfo Rojas Zea, Sotero Garcíarreyes Miguel Reyes Razo, Miguel Angel Martínez Argis;

(quiero insistir en mi agradecimiento hacia la antropóloga Mercedes Olivera y hacia la profesora María Alicia Martínez Medrano, que aprobaron el uso de las palabras con las que refieren los incidentes que vieron producirse la noche del Dos de Octubre en Tlatelolco y que mantengo por expreso consentimiento de ambas, en esta nueva versión de La Plaza);

en ella aprovecho, asimismo, boletines oficiales, desplegados, «volantes», leyendas (alguna de Julio Cortázar) pintadas en bardas, mantas o pancartas durante el periodo julio/octubre 1968; declaraciones de funcionarios, e innumerables notas, con firma o anónimas, que difundieron
El Heraldo de México, Excelsior, Novedades, La Voz de México, Siempre! El Sol de México, La Prensa, El Universal, Ovaciones, El Día, Diario de la Tarde, Look, El Universal Gráfico, Últimas Noticias de Excelsior
(1a. y 2a. ediciones)
, El Nacional y la Revista de la UNAM;

finalmente deseo mencionar que con frecuencia acudí a los poetas Rosario Castellanos, Octavio Paz, Ángel María Garibay y José Carlos Becerra, porque consideré que versos aislados o porciones mayores de poemas suyos añadían tonos de color al relato;

nada tengo que agradecer, en cambio, a quienes pretenden ostentarse como propietarios de giros idiomáticos, letras de canciones populares, comentarios, tesis políticas, coros, consignas, parodias
et al
que expresaron en su momento individuos, grupos y organizaciones que de un modo u otro se relacionan con los hechos reales que proporcionan su matiz de autenticidad a la ficción de La Plaza;

corresponderá al que la lea, ¿re-lea?, decidir si esta versión, que inaugura un nuevo ciclo de reediciones, es mejor, más auténtica, de mayor «garra», que la inicial, y hasta qué punto tiene sentido que se haya reescrito para que otras voces, y la misma imaginación que la inventó por primera vez, refieran nuevamente los hechos que culminaron en Tlatelolco con tan graves consecuencias para el futuro de una parte considerable de la juventud del país.

L.S.

¡Onzas de sangre,

metros de sangre líquidos de muerte,

sangre a caballo, a pie, mural sin diámetro,

sangre de cuatro en cuatro, sangre de agua

y sangre muerta de la sangre viva!

CÉSAR VALLEJO

Muchas veces basta reunir una cantidad de hechos muy simples y naturales, tomados por separado, para obtener un conjunto monstruoso.

ANDRÉ GIDE

Lo que ha empezado va muy lejos:

con su cabeza sin reposo, siempre

llega el futuro derribando puertas
.

JUAN BAÑUELOS

…El cristianismo, en cuanto tal, debe condenar cualquier forma de injusticia, particularmente cuando la injusticia se hace institución y se impone aún a los mismos hombres que la cometen.

SERGIO MÉNDEZ ARCEO

Recuerdo, recordemos

hasta que la justicia se siente con nosotros.

ROSARIO CASTELLANOS

Jueves me cede los prismáticos y se pone a fumar. Resopla humo quizá porque no atina a proporcionarle una postura más cómoda a su cuerpo de largas piernas metidas en bluejeans. Tengo la impresión de que la espera empieza a fastidiarlo; y no sólo la espera de este día. Supongo que procede así porque, joven, aún no está adiestrado en la paciencia que describe el carácter de policías y vengadores.

—El muy cabrón no tiene prisa hoy.

—¿Cuándo la tiene?

Durante diez minutos me corresponderá vigilar un paisaje que recito de memoria, sin mirarlo: el hoyo 18, manso río de pasto verde interrumpido por blanquísimas caries de arena; el cubo de la casa-club que levanta, entre árboles de oscuras frondas rojizas, su fachada de cristales negros que repiten las nubes del atardecer de junio; el angosto departamento de baños, en una de cuyas marmóreas criptas estará él sometiendo su cuerpo a las rudezas del masajista.

—Hijo de puta, cómo quisiera…

—No es necesario que digas groserías.

Lo que debo escudriñar minuciosamente es el parque de estacionamiento, vertedero que recibe, a partir de las seis de la mañana y hasta que la noche madura, los centenares de automóviles que llegan a él por el camino bordeado de pinos y altos fresnos en que se convierten los viaductos (del sur uno, del norte otro) que permiten el acceso al campo de juego. El gran Masserati rojo sigue ahí, en el lugar que ocupa siempre que el Hombre viene al club. Es un largo coágulo, cuya importación sólo le es permitida a los que son poderosos o a quienes, como él, lo fueron,
y con el sol la sangre encandilaba, y si se cerraban los ojos se podía fácilmente, así nada más, echar marcha atrás y volverse otra vez a aquella noche y escuchar desde lejos, desde el jardín de San Marcos de Tlatelolco, ese aullido de guerra, ese subir de los gritos de los hombres jóvenes que estaban peleando la vida, y estremecerse al oír cómo el fragor bajaba y volvía a subir otra vez, durante horas y horas corno en aquellas noches y ésta era la peor y yo miraba por la ventana y miraba la sangre expanderse en la piedra filosofal de la banqueta y miraba correr a los que sobrevivían, irse hormigueando entre los rosales, con niños cargados en los brazos, con libros aferrados como una última posesión, con greñas al aire, con los ojos perdidos en el terror.

—De todos modos, se está tardando demasiado.

De soslayo, miro a Jueves: tiene el cigarro pegado al labio y si el humo le irrita los ojos, no lo demuestra. El informe lo detalla de veinte años, estudiante de ingeniería mecánica, huérfano de padre, 1,86 de estatura; 72 kilogramos de peso, «centrado, serio y con un IQ normal». Yo podría agregar que Jueves se ha dejado crecer, como lo hacen en esta época la mayoría de los jóvenes de su edad, las patillas y el bigote.

—Lleva adentro apenas veinte minutos; le faltan diez, ya lo sabes, para que aparezca y se vaya.

Los siete meses que hemos invertido en seguirlo nos permiten calificar al individuo cuyo secuestro organizamos, como persona que ajusta sus actos, ahora ya todos privados pues la nueva administración no utiliza sus servicios, a un rígido esquema de rutina que sólo ocasionalmente, como hoy, varía. Los jueves son sus días de golf; los martes, de visitar a la amiga que tiene instalada en la mansión del Pedregal; los miércoles, de ir al cine, con la esposa nunca, con los nietos y uno o dos edecanes siempre; el cuarteto del dominó lo reclama los viernes en el Jockey Club; los sábados recorre a caballo, seguido por una pequeña escolta de sargentos, solitarias hondonadas del sur de la ciudad; los domingos recibe en casa, de la hora del desayuno a la de la cena, a quienes fueron sus colaboradores o a los que aún buscan la ayuda de su influencia. Quizá muy pocos sepan (exceptuando a Jueves y a mí y a los otros cinco que componen el grupo) que posee, escondida en un valle de muy difícil acceso pero cercano a los lugares donde en el 68 ocurrieron los fastuosos juegos olímpicos, una especie de castillo secreto; una fortaleza de elevados muros de piedra volcánica; un útero al que va a esconder no sabemos si nada más su soledad o también sus remordimientos. En ocasiones, las puertas permiten el paso de una limusina, negra y larga, misteriosa y tal vez blindada, en la que han de viajar personajes o mujeres, o mujeres y personajes invitados a las orgías que confirman los antiguos rumores de su afición a los desórdenes eróticos. El 26 de julio, día de la Revolución Cubana, un grupo de estudiantes se enfrenta a los granaderos, alertas desde 72 horas antes cuando dos pandillas de preparatorianos tuvieron una batalla campal que fue aplacada con porras, gases y culatazos,
y recordé cuando los granaderos se nos echaron encima con su ruido y sus máscaras de elefante y cómo corrí gritando oraciones y cómo se desvanecía la gente macaneada a mi lado, y seguí oyendo los gritos de Tlatelolco

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