LA PUERTA DEL CAOS - TOMO III: La vengadora (35 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

Bajó la cabeza y se quedó mirando el suelo.

—Perdonadme —susurró—. Yo… No era nada, nada importante.

Tarod la miró durante unos segundos. Luego se dio la vuelta, bruscamente; su cabellera y su capa se agitaron como una malévola ola negra, y se alejó sin decir nada más, dejándola sola y con la sensación de ser insignificante e inservible.

Capítulo XVII

H
abía seis personas en la biblioteca: tres adeptos estudiantes, su tutor y dos maestros seglares. La súbita aparición de Tarod en el umbral los hizo ponerse a todos en pie sobresaltados. Sabían quién era, aunque ninguno de ellos se había tropezado directamente con él antes, y sus expresiones se congelaron en una mezcla de asombro y consternación.

La mirada implacable del señor del Caos barrió la cámara abovedada; luego pronunció una seca palabra:

—Fuera.

No vacilaron. Dejaron los libros, los apuntes y las discusiones y salieron a toda prisa de la sala para subir la escalera de caracol. Al cerrarse la puerta tras el último de ellos, Tarod miró las antorchas en la pared, que instantáneamente se apagaron, y se dirigió a la pequeña puerta que conducía al Salón de Mármol. Aquel asunto era demasiado urgente y demasiado serio para que bastaran sus métodos normales de contacto con Yandros. Para aquello debía regresar en persona al Caos.

La puerta de plata del Salón se abrió sin hacer ruido al acercarse él, y la cruzó para entrar en la difuminada y conocida atmósfera de las neblinas cambiantes de tonos pastel. Hizo caso omiso de las siete grandes estatuas, excepto por una breve y cínica mirada a la escultura de Aeoris, y se acercó al mosaico negro en el suelo que señalaba el emplazamiento de la Puerta del Caos. Sintió que nadie había entrado en el Salón desde su última visita; el nexo de protección que había establecido para que le avisara de cualquier intento de forzar la Puerta seguía intacto, y parecía que hasta el momento tanto Ygorla como su progenitor no tenían ni el deseo ni el valor para hacer investigaciones por su cuenta.

Tarod entró en el círculo negro. La unión entre la Puerta y sus creadores era constante, por lo que no necesitaba ritual ni formalidad alguna. Sencillamente ejerció su voluntad, y las nieblas en tonos pastel temblaron brevemente cuando su alta figura desapareció del mundo de los mortales.

Al entrar en el reino del Caos, alguien estaba esperándolo. Vio un brillo de cabellos de un blanco dorado, y luego unas manos pequeñas y pálidas se extendieron hacia él y unos ojos de ámbar lo miraron con cariño; una boca sensual sonrió.

—Cyllan… —El mal humor de Tarod desapareció cuando vio a su consorte, quien había adoptado la forma que tenía cuando era una mujer mortal, un siglo atrás, la forma que sabía que a él más le gustaba. Se abrazaron efusivamente, y una nota pura y única vibró con claridad en el aire durante un segundo antes de desvanecerse.

—Yandros me dijo que volvías —dijo ella, cogiéndolo de la mano. Se alejaron del extraño árbol de hojas metálicas que era la manifestación actual de la Puerta del Caos en aquel mundo. Bajo sus pies crujía una hierba negra, que se convertía en plateada allí donde pisaban.

—Sólo durante un rato —advirtió él, y sonrió disculpándose—. Tengo noticias urgentes para Yandros y necesito conferenciar con él de manera más privada de lo que es posible en el Castillo.

Cyllan lo miró a los ojos.

—Ha sucedido algo, ¿verdad?

La sonrisa de Tarod se endureció un tanto.

—Algo ha sucedido, amor, sí. Aunque no es más que lo que hemos estado esperando. —Miró adelante, donde altos árboles de un verde negruzco se curvaban para formar una avenida sobre la explanada de hierba. En la avenida había una presencia que sólo sus sentidos podían detectar, y Tarod le hizo un gesto de reconocimiento—. Yandros me espera. En cuanto hayamos terminado, me reuniré contigo.

Sus labios se posaron en los de Cyllan con la suavidad y la entrega que ella conocía y había apreciado durante tanto tiempo; otra vieja herencia de sus orígenes humanos. Luego, oscuro y silencioso como una sombra, Tarod se alejó por la avenida.

El paisaje inestable y siempre cambiante del reino del Caos reflejaba a menudo los estados de ánimo de sus señores supremos, y, al acercarse Tarod a su hermano mayor, grandes nubes negras se acumularon en los cielos, ocultando el deslumbrante rayo de luz que llegaba desde el lejano horizonte y sumergiendo la avenida en la oscuridad. Luego los relámpagos surcaron con silenciosa violencia el cielo, iluminando fugazmente la severa silueta de Yandros. Su rostro estaba sombrío, y en sus ojos, de un color negro azabache, había una expresión mortífera.

—Tarod —se estrecharon las manos con un gesto serio pero lleno de afecto, aunque Tarod sintió la ira contenida que bullía en su hermano—. Cuéntame todo lo que ha sucedido.

La avenida de árboles se fundió en los muros de un enorme túnel petrificado y abovedado. Chorros de agua, que resplandecían con una luz propia de color rojo sangre, comenzaron a correr por las paredes y formaron torrentes impetuosos a ambos lados de los dioses. Un lejano sonido, como el avance de una distante marea, susurraba entre las fantásticas formaciones rocosas. Avanzaron por los espacios vacíos y llenos de ecos, y Tarod le comunicó lisa y llanamente su enfrentamiento con Ygorla y el pacto que ella había propuesto. Yandros escuchó toda la historia sin decir nada y, cuando Tarod acabó, se detuvo, con la mirada fija en la distancia. Bajo el resplandor sangriento de los torrentes su rostro resultaba infernal.

—Ella propone esto…, exige lo otro… —Fijó la vista en el techo muy por encima de ellos, y una enorme sacudida azotó todo el túnel al explotar hacia arriba incontables toneladas de roca. Un centenar de voces demenciales chillaron una respuesta enloquecida; gritos de rabia, de agonía, de otras emociones que ninguna mente humana podría haber comprendido. En lo alto, por encima de los perfiles astillados y rotos de los restos de las paredes, seis enormes prismas de luz flotaban sobre la escena, girando lentamente sobre sus ejes y latiendo en perfecta secuencia y en perfecta simetría. Seis, donde antes había habido siete…

Yandros se rió. Ni siquiera Tarod había escuchado antes una risa tan cargada de amargura, de negra y triste autocensura; y de repente las paredes destrozadas desaparecieron y se encontraron en una llanura interminable de hielo puro, sin un solo accidente que interrumpiera su monotonía. Los prismas, solitarios en un cielo desierto, derramaban un brillo tan frío y corrosivo como el ácido, y miles de reflejos de arco iris se agitaban incansables bajo la superficie del hielo.

—La usurpadora exige —dijo Yandros, en voz tan baja que apenas resultó audible—, y somos incapaces de oponernos a ella, Tarod. ¡Somos incapaces!

Tarod no contestó. No podía decir nada.

—Nunca he creído —prosiguió Yandros al cabo de unos instantes— que seamos invencibles. A diferencia de Aeoris hace un siglo, nunca he cometido ese error. —Comenzó a pasearse por el hielo—. De hecho, me enorgullecía de poseer la sabiduría para reconocer la existencia de trampas en las que incluso los dioses pueden caer. —Se detuvo, se dio la vuelta y miró a Tarod, con ojos que lanzaban destellos de una docena de colores distintos—. Algunos de los mortales más píos sostienen que el orgullo es una cualidad indeseable y que debería ser erradicada porque conduce a la perdición. Tienen una palabra antigua para designarlo… ¿La conoces?


Hybris
—dijo Tarod.


Hybris
—repitió Yandros; luego sus finos labios se torcieron en una sonrisa cínica que no tenía ni rastro de diversión—. Supongo que es una palabra tan buena como cualquier otra para describir a un estúpido arrogante.

Tarod sacudió su oscura cabeza.

—¿Cómo ibas a saberlo, Yandros? ¿Cómo iba ninguno de nosotros a suponer…?

—¡No intentes calmarme con perogrulladas! —lo cortó Yandros.

El cielo se partió en dos, haciendo que los seis prismas se lanzaran a un loco frenesí de reflejos fragmentados, y la llanura de hielo desapareció, dejándolos en un vacío de oscuridad total. Una bola de fuego ardía en el espacio que separaba a los dos dioses. Yandros habló de nuevo.

—Perdóname, Tarod. No quería faltarte al respeto. —Un suspiro rompió el silencio—. Por el bien de los dos, busquemos un paraje más amable.

Conociendo el estado de ánimo de su hermano, Tarod ejerció su voluntad brevemente sobre la sustancia del Caos, y se encontraron juntos en el torreón de una torre de piedra gris que presidía un cambiante paisaje a unos siete kilómetros más abajo. Yandros recorrió la cámara circular con la mirada y, abandonando por fin su rabia se echó a reír.

—Lees mi mente con demasiada claridad. Una escena sobria e inocua para engendrar un estado de ánimo sobrio e inocuo. Ah, bien, supongo que nos servirá tan bien como cualquier otra cosa. —Recorrió el suelo y una neblina de color pastel, que recordaba a la del Salón de Mármol, se agitó alrededor de sus pies—. Podría ir al mundo mortal y destrozarlo, junto con todo lo que hay en él; y lo haría si con ello consiguiera mi deseo. Pero ¿de qué serviría, Tarod? Nos enfrentamos a una terrible elección: o capitulamos ante la usurpadora, o nuestro hermano morirá. —Dejó de pasearse y se volvió; sus ojos ardían de dolor—. No puedo admitir esa pérdida, de ninguna manera.

—Pero… —comenzó a decir Tarod.

—Pero al mismo tiempo no puedo aceptar la idea de que Narid-na-Gost ocupe mi lugar como señor supremo de este reino. ¿No ibas a decir eso? Tienes razón: no puedo. Es insostenible, impensable. —Fuera, al otro lado de la estrecha ventana del torreón, sonaron truenos aterrados, y algo respondió con una risa áspera. La expresión de Yandros se tornó salvaje.

»No voy a hacer un noble discurso acerca de los beneficios del Equilibrio. Su única función, tal y como fue desde el principio, ha sido proporcionarnos una fuente de diversión y una alternativa preferible al aburrimiento de gobernar a nuestros súbditos humanos sin ni siquiera un murmullo de desacuerdo. Pero, aun así, la idea de regresar a las viejas costumbres… —Sacudió la cabeza, y extrañas luces brillaron en sus rubios cabellos—. Nunca nos satisfizo gobernar sin oposición, ¿no es cierto? Y, cuando se añade la corrupta dimensión humana a la ecuación, se convierte en algo repulsivo y despreciable. Codicia, arrogancia, venganzas mezquinas; todos los rasgos que despreciamos por su hueca absurdidad. En eso se convertiría el Caos, Tarod. En eso se convertiría bajo el gobierno de Narid-na-Gost y de su jactanciosa hija: en una farsa.

—Has dicho «se convertiría» —observó Tarod con suavidad—. No «se convertirá», sino «se convertiría». —Hizo una pausa antes de inquirir—: ¿Se te ha ocurrido algo, Yandros?

Yandros lo miró con expresión atormentada.

—Para ser sincero, hermano, no lo sé. Se me ha ocurrido una posibilidad, pero es algo que todavía no quiero discutir, ni siquiera contigo. Necesito darle más vueltas —declaró, comenzando a pasearse de nuevo—. Tenemos tiempo. Al menos es una ventaja. Si la usurpadora no recibe noticias nuestras, ni siquiera ella será tan estúpida como para ponerlo todo en peligro por falta de paciencia. Esperará. Pero puede que Aeoris no lo haga.

Tarod estaba intrigado.

—¿Aeoris? ¿Qué has sabido de sus maquinaciones?

Yandros hundió los hombros.

—Nada concreto. Pero los dos sabemos que algo se está tramando en el reino del Orden y que no es sencillamente una manifestación de su satisfacción ante nuestros aprietos. Al fin y al cabo, no conseguirían nada si capituláramos ante la usurpadora, porque deben saber tan bien como nosotros que, si Narid-na-Gost alcanzara aquí el poder, su primer acto sería lanzar un ataque contra su fortaleza; y, con su hija coronada como emperatriz del mundo de los mortales, su poder combinado pondría al Orden en fuga. Así que todavía podemos suponer con seguridad que Aeoris sigue compartiendo nuestro deseo de verlos acabados y sus almas encerradas en los Siete Infiernos. La única diferencia en ese propósito común es que Aeoris también desearía que nuestro hermano fuera destruido en el proceso, de manera que el Equilibrio pueda ser alterado y él pueda reclamar de nuevo su antigua supremacía. —Sus ojos se volvieron de plata—. Eso es lo que debemos impedir, Tarod. Eso es lo que debemos impedir, ¡no importa a qué precio!

Tarod asintió con gravedad.

—Sigo sin poder sacarme de encima la sospecha de que hay más de lo que parece en la forma en que Ailind trató a Calvi Alacar —dijo.

—Coincido contigo, hermano —repuso Yandros—. El volverse de pronto en contra suya, con el resultado de que ha sido empujado a los brazos de la usurpadora… para mi gusto es demasiado oportuno. Pero sigo sin encontrar ninguna lógica en semejante estrategia, y nada de lo que he podido entrever del reino del Orden ofrece ninguna pista. Creo que debemos esperar los acontecimientos y confiar que Strann pueda proporcionarnos más información.

—Ya nos ha proporcionado un retazo de información valioso, y tiene que ver con nuestros tratos con Narid-na-Gost en persona —dijo Tarod—. Es evidente que él ha sido el principal actor en esto desde el principio, y en cierto sentido lo sigue siendo, porque es el que puede conseguir mayor poder. Pero, según los mensajes de Strann, está aumentando la tensión entre él y su hija. Ella es la que lo hace todo, y él ya no se fía. Si a eso le añadimos que Ygorla está en posesión de la gema del alma, es evidente que Narid-na-Gost se enfrenta a varios problemas potenciales.

Yandros le lanzó una mirada penetrante.

—¿Empieza a perder la calma?

—Eso cree Strann. O al menos que podría empezar a perderla si no desaparece su desavenencia.

—Interesante…, interesante —comentó Yandros—. Y, desde luego, Strann está haciendo todo lo posible para que eso no ocurra.

—Toda cadena es tan resistente como su eslabón más débil.

—Cierto. Nunca hubiera pensado que Narid-na-Gost fuera el más débil de los dos, pero, ahora que lo pienso, es lógico en cierto modo. Al fin y al cabo, sólo es lo que nosotros hicimos de él. —Permaneció en silencio unos instantes, reflexionando; luego se detuvo y se volvió para encararse con Tarod una vez más—. Esto puede encerrar posibilidades; no lo sé. Aunque, claro está, incluso si Narid-na-Gost fuera eliminado de la arena, todavía tendríamos que resolver el problema de Ygorla. Y, mientras tenga la gema del alma, es invulnerable.

—Al menos sus ambiciones no van exactamente en la misma dirección que las de su progenitor —señaló Tarod.

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