De todas maneras ya había leído bastante aquella noche. Informes, despachos, listas de diezmos… Desde que los desfiladeros habían vuelto a quedar abiertos tras las nevadas del invierno, las caravanas habían ido llegando desde cada provincia. El incipiente verano había triplicado el tráfico, y cada nueva llegada significaba más papeleo y más exigencias de su tiempo. No es que le importara. Siempre había tenido condiciones para la administración, por mucho que le costara admitirlo, y las señales crecientes de que el mundo recobraba un cierto aspecto de normalidad compensaban de sobra el tedio de su trabajo.
Y hoy habían llegado dos aves mensajeras con cartas que fueron especialmente bienvenidas.
Cogió una de aquellas cartas y la manoseó, como si, de un modo mágico, el contacto con el pergamino pudiera acercarla físicamente a su autor. Querido Tirand. ¡Escribía con tanto entusiasmo de su trabajo en la provincia de Han! Karuth se alegró de que por fin se hubiera dejado convencer por los esfuerzos combinados de la Matriarca y del Margrave de la Tierra Alta del Oeste para ocupar allí, temporalmente, el cargo de regente. Pasaría bastante tiempo hasta que los habitantes de Han se recobraran de los horrores que Ygorla había infligido a su provincia, en particular los horribles asesinatos del Margrave y su familia. Tirand contaba con el respeto y la confianza de aquellas gentes, y, hasta que se dieran por finalizadas las largas formalidades de establecer un nuevo Margraviato, mantendría la provincia unida y les daría un motivo para el optimismo.
Estaban también sus noticias acerca de Ilase… Karuth sonrió de una manera muy personal. No conseguía recordar el rostro de Ilase, pero la recordaba vagamente como una chica bonita, morena, pero tremendamente tímida, en quien Tirand se había fijado en la boda del Alto Margrave, hacía unos cuantos años. Parecía que habían vuelto a encontrarse por casualidad en un acto oficial en el que participaba el padre de Ilase, y que el romance embrionario pero interrumpido había florecido. Tirand apenas hablaba de ello de pasada, pero Karuth conocía lo bastante a su hermano para sospechar que el anuncio de su compromiso se haría antes de que terminara el año. La familia de Ilase era de cultivadores de viñas, vinateros, ricos y respetados en la sociedad de Han. Ese tipo de vida le iría muy bien a Tirand. Sobre todo, sería una vida tranquila, lo más alejada posible de las responsabilidades de los viejos tiempos. Karuth sabía que Tirand ya había tenido suficiente de aquellas responsabilidades. Antes de su partida habían conversado largo y tendido, y él le había confesado que los últimos días del reinado de terror de Ygorla habían significado para él cambios que iban mucho más allá de lo que había pensado al principio. A pesar de los acontecimientos que habían acabado por impulsarlo a ponerse de parte del Caos, no podía jurar fidelidad a Yandros, porque los viejos lazos de toda la vida seguían estando presentes. Pero ¿cómo seguir adorando a sus dioses del Orden cuando aquellos dioses mostraban un desprecio tan cínico por sus seguidores y los habían utilizado como simples peones en un juego más importante?
Karuth lo entendía, porque su fe también había sido sometida a una dura prueba. Pero, a medida que pasaba el tiempo y los recuerdos se suavizaban, iba aceptando lentamente la verdad: los dioses, como los mortales, eran egoístas. Ella esperaba la perfección de sus deidades, la omnisciencia y la omnipotencia y, al descubrir su error, aprendió que los dioses no existen para servir a sus seguidores, sino para servirse a sí mismos. Antes se había reprendido a sí misma por investirlos —especialmente a Tarod— con cualidades humanas. Ahora, irónicamente, eso parecía no haber sido un error tan garrafal. Era duro asimilar semejante revelación, y Karuth ya no podía rendir homenaje a los dioses de la manera que le habían enseñado en el catecismo. Pero algo había ocupado el lugar de la ciega obediencia y la confianza incuestionable, algo que estaba más próximo a un sentimiento de camaradería y de comprensión; y de libertad. Fueran cuales fuesen sus motivos, los dioses habían liberado al mundo del yugo de Ygorla, y sólo por eso sus adoradores siempre les estarían agradecidos. Pero, quizá sin quererlo, también habían concedido otra libertad: la liberación de la tiranía del miedo. Su misma falibilidad le había demostrado a Karuth que no era necesario que la humanidad tuviera miedo de sus dioses. Y le había demostrado el verdadero valor del Equilibrio. No importaba qué pudiera deparar el futuro: siempre debía haber una oportunidad para la humanidad. Cualquier otra cosa resultaba impensable. Y, como Sumo Iniciado y avatar designado de los señores tanto del Caos como del Orden, Karuth cumpliría con su deber y rendiría homenaje por igual a Yandros y a Aeoris.
Su mano cogió la segunda carta, y sus sombríos pensamientos se esfumaron ante su sonrisa al sentir la delgada aspereza del papel. La economía era una costumbre innata que Strann seguramente nunca dejaría, incluso si… No «si», se corrigió; «cuando». Cuando volviera por fin. Lo haría. Estaba tan segura de eso como lo estaba de que el sol saldría a la mañana siguiente, y estaba aprendiendo a tener paciencia. Él estaba ahora en algún lugar de las Grandes Llanuras del Este, y su chistoso relato de sus recientes viajes la había hecho reírse sola. Se los estaba ganando, lenta pero seguramente. Sus nuevas canciones llegaban a un numeroso público, y cumplían bien su propósito. Strann estaba haciendo el trabajo de Yandros… De todos ellos, él, pensó Karuth, había conservado su fe en los dioses. Y el mensaje de hoy contenía las partituras de dos nuevas piezas. Una era una elegía al señor del Caos muerto; la otra… bueno, la otra era un asunto privado y no sería interpretada hasta que pudieran tocarla juntos.
A Karuth le habría gustado que Strann estuviera con ella el día siguiente, para compartir la fiesta del Primer Día de Trimestre de Verano. Habría una gran reunión en la Península de la Estrella, al igual que en todas las capitales de provincia, para festejar la mitad del año; y, aunque no sería su primer acto oficial como Sumo Iniciado, sería la primera prueba verdadera para su popularidad. Sen y el Consejo de Adeptos decían que su desasosiego era una tontería, e incluso había recibido un mensaje de hermandad y buena voluntad por parte del nuevo Alto Margrave, el lejano primo de la familia Alacar que había accedido con silenciosa y triste dignidad al trono de la Isla de Verano tras la muerte de Calvi. Pero, a pesar de todas sus amables garantías, Karuth no sabía si estaba preparada para una ocasión como aquélla. Un día de regocijo, un gran día de acción de gracias por la liberación del mundo de los estragos causados por la usurpadora. Y en medio de todas las risas y placeres, ella se sentiría completamente sola, porque aquellos a quienes más quería, humanos e inhumanos, se habían ido. Calvi había muerto, y su alma descansaba; confiaba en que así fuera y rezaba a diario por ello. Tarod, señor del Caos, ya no paseaba por los pasillos del Castillo, y la habitación en lo más alto de la torre norte estaba fría, vacía y abandonada. La Matriarca, Shaill, se encontraba ocupada en su Residencia de Chaun Meridional, dirigiendo la Hermandad en su labor de llevar alivio y socorro a los afligidos habitantes de las provincias. En cuanto a Tirand, ahora que su antigua relación se había restablecido aunque aún quedaban muchas cosas de que hablar, estaba en Han, trabajando duro, y quizá más feliz de lo que lo había sido nunca en su vida. Otros, muertos, perdidos, o sencillamente demasiado inmersos en el trabajo de restauración que había que hacer, para tener tiempo de viajar hasta el norte y estrecharle la mano.
Y Strann
…
Strann
. Las lágrimas corrieron de pronto por las mejillas de Karuth, pero eran más lágrimas de alivio que de pena. Strann, el héroe a regañadientes, increíblemente fiel, el único cimiento sólido en su vida a pesar de lo que pudieran sugerir las apariencias. No volvería este año, pero el año que viene quizá sería distinto. Quizás el año que viene se habría ganado el derecho, en su opinión, de estar junto a ella. Entonces, pensó, ¡habría una jornada de regocijo que haría retumbar la Península de la Estrella!
Sorbió y se frotó los ojos con impaciencia. ¿Qué pensarían si la vieran Sen y los otros adeptos superiores, si vieran a su Sumo Iniciado sumida en tal exceso emocional? Había trabajado demasiado: ése era el problema. Shaill la habría puesto en su sitio y habría prescrito una buena noche de sueño y un buen desayuno. La Matriarca era una ferviente creyente del desayuno. Al día siguiente tendrían lugar las ceremonias y los cantos y los bailes, y gentes de todos los estratos sociales, desde Margraves, nobles y mercaderes a tenderos, conductores de ganados y buhoneros, todos acudirían para unirse al Círculo en la celebración del verano, la cosecha y el nuevo estado de ánimo optimista que inundaba el mundo. Estúpida; era una estúpida, al pensar que estaría sola.
El pestillo de la puerta chasqueó. Karuth levantó la vista y parpadeó, sorprendida ante la inesperada intrusión, esperando ver a Sen o a uno de sus mayordomos, que venía a recordarle que era tarde y que necesitaba dormir. Eran todos tan solícitos…
Pero, cuando la puerta se abrió en silencio, no vio a Sen, ni a un mayordomo ni a ningún otro ser humano. El gato gris se detuvo en el umbral, envuelto en el halo de la luz procedente de las antorchas del pasillo y la sala. Y sólo por un instante, un momento fugaz de ensueño y seguramente irreal, Karuth creyó ver detrás de su inescrutable mirada los ojos de color ámbar de Cyllan, dama del Caos, que había sabido lo que era nacer mortal y que había aprendido lo que era amar y temer y aceptar ambas cosas. En su mente, una voz argentina pareció hablar, pronunciar unas palabras que, tal y como le había dicho a Strann una vez, la acompañarían mientras viviera:
Por muy grande que sea la oscuridad, siempre hay esperanza de luz
…
La imagen momentánea desapareció. De manera ilógica y absurda, Karuth se dijo que no sabía si el gato tenía nombre, pero que ahora no importaba. Estaba allí; eso era lo que contaba. Todos estaban allí en espíritu, ya que no en carne y hueso.
Se inclinó hacia adelante y extendió la mano; el gato gris corrió hacia ella, saltó a su regazo y se acomodó como si jamás hubiera conocido otro hogar. Apretó su cabecita con cariño contra su mano mientras ella le acariciaba la piel, y, satisfecho y confiado, ahogando el débil crujir de los leños que ardían en la chimenea del estudio, el pequeño animal comenzó a ronronear.
LOUISE COOPER
, (nacida el 29 de mayo de 1952, fallecida el 20 de octubre de 2009) era una escritora inglesa de literatura fantástica. Comenzó escribiendo en el colegio, espoleada su imaginación por los cuentos de Hans Christian Andersen, los hermanos Grimm y la mitología, aunque Michael Moorcock fue quien le descubrió, a partir de
Stormbringer
, el mundo de la literatura fantástica. Su primer gran éxito se produjo en 1984 cuando amplió a una trilogía un libro que pasó discretamente por los estantes:
Lord of No Time
(1977), que pasó a ser la trilogía de
El Señor del Tiempo
. Posteriormente, ha publicado las series
Índigo
,
La Puerta del Caos
entre otras.