Strann pareció horrorizarse.
—Señora…
—¡Silencio! —Atravesó la habitación y, sujetándole la barbilla con una mano blanca y pequeña, le alzó dolorosamente la cabeza—. No…, no. Hay algo más, ¿verdad? Algo que no me has contado. —Lo estudió con atención durante unos segundos, y luego un mínimo esbozo de sonrisa se dibujó en su rostro—. Rata, ¿qué escondes?, ¿qué has hecho?
Strann envió una silenciosa pero ferviente oración de agradecimiento a Yandros. Había funcionado; que los dioses preservaran su alma, pero había funcionado. Ahora venía la parte más difícil.
—Ah, señora —repuso, y también en su rostro comenzaron a aparecer las señales de una sonrisa—, no puedo engañaros.
—Espero por tu bien que jamás lo intentes. —Sus dedos aumentaron la presión en su barbilla, pero su inicio de sonrisa no desapareció—. Dime la verdad.
—Dulce emperatriz, ¿qué otra cosa puedo hacer? —De repente, Strann adquirió su aspecto más travieso—. El Sumo Iniciado, ¿sabéis?, tiene una hermana…
—Ah. Empiezo a entender. Sigue, rata. Creo que esto podría resultarme divertido.
Sintiéndose a punto de vomitar, Strann fingió una expresión hipócrita.
—La verdad, mi reina, poco tiene digno de elogio, porque tiene mi edad y no es ninguna beldad. Además, cuando un hombre ha contemplado vuestro rostro…
Ella lo interrumpió con un gesto de la mano, pero Strann se dio cuenta de que se sentía halagada.
—Sigue con tu historia antes de que se me acabe la paciencia.
—Bien… Aunque es una persona gris y ha elegido la aburrida profesión de la medicina, la hermana del Sumo Iniciado se cree que es una virtuosa de la música. Y posee una manzón muy buena; un instrumento que, en mi humilde opinión, merece mejor uso que el simple deleite de los caprichos de una aficionada. Admiré ese instrumento, señora. Me avergüenza decirlo, pero lo deseé; porque ansiaba tocar con él vuestra música.
La sonrisa de Ygorla floreció y se hizo tan amplia como la de Strann, si no más.
—¿Así que utilizaste tus artimañas para conseguir los favores de esa incauta mujer?
—Mi emperatriz, ¡expresáis el asunto con más delicadeza de la que yo hubiera sido capaz!
El estallido de risa de Ygorla se escuchó en el pasillo y a bastante distancia de sus aposentos, y asustó a dos adeptos que, por órdenes suyas, esperaban afuera a su disposición. Soltó a Strann con un suave empujón que casi lo hizo caer y volvió junto a la ventana, llena de júbilo.
—¡Oh, esto es divertido! Imaginarte a ti, mi cómica y sucia ratita, ¡manejando a la hermana del Sumo Iniciado como si fuera una furcia barata de taberna! ¡Te recompensaré por esto, mascota mía, porque me has proporcionado más entretenimiento con tu historia que todo lo que he tenido durante mi viaje desde la Isla de Verano! —Entonces, de pronto, se quedó muy quieta—. Espera…
Strann se tensó. Era tan caprichosa, tan impredecible, que por un instante temió lo peor. Pero, cuando se volvió de nuevo, su expresión era maliciosa.
—¿Dices que esta criatura es médico?
—Sí, dulce señora.
—Descríbemela. ¿Es rubia o morena? ¿Gorda o delgada?
El corazón de Strann latió fuertemente, pero no se atrevió a contestar con evasivas.
—Es morena, señora, con el pelo recogido en una trenza. Alta, y con escasa delicadeza; no como debería ser una mujer. Un rostro bastante agradable en su tipo, supongo, aunque de ninguna manera…
—La conozco —lo interrumpió Ygorla cuando el recuerdo de la criatura morena y descarada que había encontrado en el patio encajó repentinamente. Claro, claro. Se llamaba Karuth Piadar. Lo había oído en la Isla de Verano: la única hermana de Tirand Lin, la médico jefe del Castillo y una solterona que ya no tenía remedio. Y Strann la había seducido… Oh, pensó, era divertidísimo. ¿Estaría la imbécil enamorada de su rata? Era posible, o al menos eso creería ella; al fin y al cabo, a su edad, seguramente se aferraría a cualquier oportunidad que se le presentara, por muy improbable y de segunda fila que fuera. Y Strann se había aprovechado de su soledad y su credulidad, todo para conseguir un instrumento musical.
De pronto, Ygorla se alegró de no haber cedido al impulso de destruir a Karuth por el insulto que le había lanzado. Sería mucho mejor, mucho más divertido, mantenerla con vida y sujeta a la indignidad del rechazo. ¡Mucho, muchísimo más divertido!
Rozó levemente la falda de su vestido para que girase en torno a su cuerpo, y volvió con ligereza al lugar donde Strann seguía de rodillas en su cojín.
—Llama a los criados, rata —le ordenó—. Tengo un mensaje para la hermana del Sumo Iniciado, ¡y quiero que se lo entreguen enseguida!
Los dos adeptos acudieron a la llamada de Strann. Éste evitó sus miradas, porque no quería ver la repugnancia que sabía que encontraría en sus ojos, e Ygorla les dirigió la palabra con dulzura.
—Llevad un mensaje a Karuth Piadar. Quiero su manzón para que mi mascota pueda tocar para mí esta noche. Traédmela sin dilación; y al mismo tiempo podéis ofrecerle mi agradecimiento por haber mantenido a salvo a mi pequeño músico hasta que yo llegara. Estoy segura de que ella entenderá a qué me refiero.
Los dos salieron y, cuando la puerta se cerró tras ellos, Ygorla se tumbó en la cama y estiró brazos y piernas como un gato que tomara el sol.
—Strann, todo el mundo escuchará tu música dentro de poco. Yo me ocuparé de ello. Pero esta noche pienso concederte el privilegio de que toques sólo para mí. —De pronto se sentó y en su rostro apareció una sonrisa de depredador, casi cómplice—. Has hecho todo lo que te ordené y más. Estoy satisfecha contigo, mascota mía. Y, ahora que vuelves a estar a mis pies, en el lugar que te corresponde, pienso que debes permanecer ahí, de modo que no te volveré a enviar lejos de mí. ¿Satisface eso tu corazón, rata?
Strann pensó en Karuth; imaginó la cara que pondría cuando los adeptos le comunicaran el mensaje, imaginó lo que diría, lo que sentiría…
—Amada emperatriz —repuso con voz apagada mientras inclinaba la cabeza en una aparente reverencia—, la verdad es que escapa a mi capacidad de expresarlo con palabras.
E
l baile en honor de Ygorla debía celebrarse a la noche siguiente, y en las veinticuatro horas que transcurrieron entre su llegada y el comienzo de la fingida celebración, los habitantes del Castillo se vieron obligados a aceptar de la mejor manera posible la dura realidad de la presencia de la usurpadora.
Ygorla era una invitada exigente. No había traído séquito humano desde la Isla de Verano, por lo que insistió en que se le proporcionara una legión de criados que estuvieran a su disposición a cualquier hora del día. Insistió también en que dichos criados fueran adeptos de alto nivel, y encontró sumamente divertido encargarles las tareas más serviles que su imaginación pudo concebir. Por el momento, parecía decidida a no hacer caso ni del Sumo Iniciado ni de los dos dioses, quizá, tal y como le dijo Ailind a Tirand, creyendo que ellos interpretarían su indiferencia como un insulto premeditado. Tirand se mostró muy agradecido de no ser objeto de sus atenciones; había pasado la noche en vigilia privada, guardando luto por los mutilados adeptos y hermanas cuyo sufrimiento había acabado, y sin tiempo para reponerse no se creía capaz de mantener la compostura, en caso de verse obligado a estar frente a frente otra vez con la usurpadora.
De hecho, la evidente disposición de Ygorla a permanecer en sus apartamentos y no hacer caso a nada ni a nadie que no tuviera relación directa con su propia satisfacción era motivo de desconcierto para el Círculo. Conociendo la razón de su venida al Castillo, los adeptos esperaban un enfrentamiento violento e inmediato, pero, en vez de eso, la usurpadora se comportaba como si su única intención fuera disfrutar de su nuevo entorno y recrearse en la atmósfera que había creado. Aparte de unas cuantas demostraciones de mal genio, breves y relativamente inocuas, no se molestó en ostentar sus poderes, y muchos adeptos superiores sospechaban que esperaba a que sus anfitriones hicieran el primer movimiento. Pero, si aquél era un juego de esperas, sus anfitriones todavía tenían que descubrir sus reglas.
Ailind se mostró inexorable en que no hubiera ningún cambio en la estrategia del Orden. El Círculo debía continuar tratando a Ygorla sólo como una invitada especial. No se lanzarían desafíos, no se haría mención ni de sus ambiciones ni de sus reivindicaciones. Se limitarían a aguardar hasta que la usurpadora se cansara de sus diversiones y dejara bien claras sus intenciones. Aquellos a quienes desagradó aquel edicto —y eran unos cuantos— podrían haber acudido a Tarod en busca de una alternativa, pero, desde el horrible asunto de los prisioneros, Tarod había regresado a la torre septentrional y no se lo veía por el Castillo. Ailind tenía su propio punto de vista acerca de lo que había motivado la brusca retirada del moreno señor, y lo divertía pensar que la defección de Strann, cuya lealtad al Caos se había dado por descontada de manera tan alegre, había desbaratado sus planes. Como le comentó sarcásticamente Ailind al Sumo Iniciado, hasta el propio Tarod tendría que haber supuesto que Strann tenía una única fidelidad: a sí mismo, y a su supervivencia y progreso. Pero eso estaba bien; desde el punto de vista del Orden, eliminaba una posible molestia del campo de juego.
La mañana de la celebración planeada, la agitación y actividad en el comedor y sus alrededores mostraba a las claras la atmósfera de alta tensión que reinaba en cada nivel de la antigua fortaleza. Ygorla no se había dignado hacer acto de presencia, pero en sus apartamentos se escuchaban alternativamente gritos de rabia y risas, y sus criados-adeptos iban y venían cumpliendo sus recados con rostros blanquecinos y bocas de labios apretados.
Poco después de un desayuno escaso y deprimido, el triunvirato se reunió en el estudio de Tirand. Shaill tuvo que utilizar todo su poder de persuasión para convencer a Calvi de que estuviera presente. Desde lo ocurrido con Ailind dos días antes de la llegada de Ygorla, el Alto Margrave apenas había salido de su habitación. Shaill era consciente de que Ailind le había hecho un nuevo desaire al excluirlo deliberadamente del grupo encargado de dar la bienvenida oficial el día anterior, y no sabía qué pensar acerca de los motivos del dios. Calvi necesitaba ahora ayuda y ánimos, no aquel desdén frío y despreciativo, pero Ailind había cortado en seco cualquier intento de la Matriarca de discutir el asunto, y ella sabía que, fueran cuales fuesen sus sentimientos íntimos, no podía esperar ayuda de Tirand. Pero la preocupaba ver hasta qué punto Calvi parecía haber perdido el ánimo, y tenía la esperanza de poder ayudarlo a recuperar algo de confianza.
Poco tenían que decir en la reunión; era una mera formalidad mediante la cual el Sumo Iniciado les transmitía las últimas instrucciones de Ailind para la prueba de aquella noche. Pero, cuando terminaron y Calvi estaba a punto de marcharse, Shaill dijo:
—Tirand…, ¿qué haremos con Karuth?
—¿Karuth? —El Sumo Iniciado la miró con cautela—. No acabo de comprender…
Shaill se dijo que aquello había ido demasiado lejos. Se sentó de nuevo en la silla que acababa de dejar y su tono de voz sonó firme.
—Creo que sí comprendes, Tirand, pero no quieres hablar de ello. Bueno, pues pienso que debes hacerlo. Esta disputa entre Karuth y tú ya dura demasiado. ¿No es hora de salvar el abismo que os separa, y no sería ahora el momento más generoso para hacerlo, por compasión?
Calvi estaba casi junto a la puerta, pero se detuvo y los miró, de repente alerta.
Tirand clavó la vista en su escritorio.
—Te refieres a Strann… —Parecía costarle un gran esfuerzo pronunciar su nombre en voz alta.
Shaill, sin embargo, no tenía esos escrúpulos.
—Sí, me refiero a Strann —respondió—. Ni se me había pasado por la cabeza que esto pudiera ocurrir. Ese golfillo de mal corazón… me hizo creer que el cuento que nos ofreció a todos era verdadero, y ahora esto…
—Nos engañó a todos, Shaill. Yo también creí su historia, aunque no por eso dejó de disgustarme —repuso Tirand con una mueca—. Incluso nuestro señor Ailind pensó que era un peón del Caos, hasta que los acontecimientos se han encargado de demostrar otra cosa.
—En efecto; y ahora parece que tu rechazo intuitivo hacia el personaje resultó ser un juicio más exacto que la lógica de los demás. Pero, Tirand, si nosotros nos sentimos traicionados, ¿qué sentirá la pobre Karuth? Y, por favor, no digas que ella se lo ha buscado y que por lo tanto se lo merece, porque no te creeré ni una palabra. Por muy grandes que sean vuestras desavenencias, sigue siendo tu hermana.
—Me gustaría ayudarla, Shaill, si puedo —intervino Calvi.
—Sé que lo harías, Calvi, pero sigo pensando que Tirand también debería intentarlo.
Tirand alzó la vista por fin. Tenía un aspecto desgraciado.
—Claro que lo siento por Karuth. No sería humano si no lo sintiera. Pero —hizo un gesto de impotencia—, no sé. ¿Cómo voy a comportarme como si la ruptura entre los dos jamás hubiera ocurrido? Después de lo que nos dijimos no puedo acercarme a ella así como así y ofrecerle la mano tendida de la amistad. No es tan fácil, y ella no se fiaría.
—No estés tan seguro de eso —replicó la Matriarca—. Hacen falta algo más que palabras, por muy duras que sean, para borrar treinta años de compañerismo. Tenlo en cuenta mientras piensas en lo que te he dicho. Y recuerda que en estos momentos Karuth necesita desesperadamente un amigo.
Tirand pensó efectivamente en las palabras de Shaill cuando se quedó a solas, y su índole franca le hizo admitir que quería seguir su consejo. No sólo por el bien de Karuth, aunque eso resultaba un incentivo más importante de lo que había esperado, sino también por el suyo, porque sabía en el fondo de su corazón que no había sido feliz de verdad desde el comienzo de la pelea. Quería curar las heridas. Deseaba recuperar la vieja amistad, la vieja camaradería. Y, con el correr del tiempo, comenzaba a pensar que quizás el juicio que había hecho de su hermana había sido excesivamente duro.
Pero ¿cómo dar el primer paso? Aquélla era la barrera insalvable. Temía demasiado que Karuth considerara cualquier intento de reconciliación como motivado únicamente por la compasión o, peor, como un plan para hacerla caer en la trampa ahora que se encontraba debilitada al máximo. Y sabía que, si eso sucedía, no sería capaz de explicárselo a Karuth. Nunca había sido bueno expresando con palabras sus sentimientos. No poseía esa envidiable facilidad que tenían algunos hombres; hombres como Strann, pensó, y en su corazón surgió un tenebroso deseo de buscar al bardo y matarlo. Él estaba en el origen de todo aquello, él y Yandros del Caos, que había tentado a Karuth para que desafiara al Círculo.