LA PUERTA DEL CAOS - TOMO III: La vengadora (10 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

—Pero ¿se dará cuenta la gente de lo que está sucediendo? —replicó—. ¿Verán el peligro… e, incluso si lo ven, estarán dispuestos a defender al Caos contra Ailind y contra el triunvirato? Porque de eso se tratará.

Hubo un silencio. Karuth escuchó pasos corriendo en algún lugar de las entrañas del Castillo: un criado con un encargo urgente, quizás, o un estudiante que llegaba tarde a una conferencia. La normalidad se imponía, a pesar de todo lo que había ocurrido desde la noche anterior. Ni siquiera la presencia de los dioses entre ellos había interrumpido del todo el aspecto cotidiano de la vida. Al menos, todavía no…

—No puedo responder esa pregunta, Karuth —dijo Strann—. Ni creo que pueda hacerlo nadie. Pero, y sólo hablo en mi nombre, si hay algo que pueda hacer, alguna manera de influir en los acontecimientos, aunque sea muy poco, lo intentaré. —Le cogió los dedos, y ella vio que lo hacía con la mano derecha, la mano que Tarod había curado—. Como ya he dicho, no soy un hombre religioso. Pero la idea de vivir en un mundo gobernado únicamente por los dioses del Orden me da escalofríos. No se parece al miedo que me da Ygorla; eso es algo totalmente distinto, algo mil veces peor, que ni siquiera podría comenzar a describir. Pero aun así es miedo. Creo en el Equilibrio y no quiero perderlo por nada del mundo. —Soltó la mano de Karuth y estudió durante unos instantes la suya, curada; luego añadió con una chispa de humor sombrío—: Además, estoy muy en deuda con el Caos, y probablemente no sería inteligente olvidarlo. De forma que, si hemos de llegar a eso, si debe tratarse de elegir entre el Orden y el Caos, entonces mi lealtad está asegurada. —De pronto su sonrisa desapareció y algo parecido al temor asomó en sus ojos—. Cuando pienso en la alternativa, Karuth, sé en lo más hondo de mi ser que es la única opción cuerda.

Las ventanas de los aposentos de Ailind en el ala este del Castillo daban al patio, una vista llamativa de blanco y negro contrastados tras una nueva nevada nocturna. Desde que había regresado de la sala del Consejo, el señor del Orden había observado ociosamente las idas y venidas de los habitantes del Castillo, pero ahora dio un paso atrás y sus ojos se volvieron a centrar en el vidrio de la ventana y no en lo que había detrás.

En voz baja, con respeto, Ailind dijo:

—Hermano mío…

La ventana se volvió de color oro opaco, y la luz fluyó de ella; luego la superficie se vio sacudida por una serie de ondas y una figura con cabellos tan blancos como los de Ailind, y con ojos sin pupilas que eran como esferas doradas en su aristocrático rostro, apareció en la abertura con forma de arco. Aeoris, señor supremo del Orden, miró desde su dimensión, y su voz, ligera y meliflua, creó ecos susurrantes en la habitación.

—Ah, Ailind. ¿Tienes nuevas noticias para mí?

—Nada de importancia inmediata, hermano mío. —Ailind sonrió con reserva—. Nuestro primo del Caos ha sido tan imprudente que le ha contado la verdad al Círculo acerca del dilema del Caos, pero me inclino a pensar que encontrará menos comprensión hacia su causa de lo que espera.

Aeoris asintió.

—Más o menos lo que suponía. ¿Y cómo marchan tus planes?

Esta vez, la sonrisa de Ailind se hizo más amplia.

—El Sumo Iniciado todavía no ha recibido respuesta de la Isla de Verano, pero tengo pocas dudas de que la usurpadora aceptará su invitación. Cuando llegue, creo que he encontrado el bocado ideal para montar nuestra trampa. Uno que su vanidad no podrá resistir.

Los ojos de Aeoris se entrecerraron un tanto mientras leía lo que había en la mente de su hermano. Luego soltó una risa breve y suave.

—Ya veo. Es un plan muy astuto, y lo apruebo plenamente. Harás bien, creo, en provocar a tu víctima un poco antes de que la usurpadora llegue al Castillo, para asegurarte de que el terreno esté preparado y fértil.

—¿Aunque eso signifique correr el riesgo de indisponernos con otros?

—No hay peligro en ello —le aseguró Aeoris—. ¿A quién acudirían? ¿Al Caos? ¡Me cuesta creerlo! No; puedes conseguir tu objetivo sin poner en peligro la fe que los adeptos han depositado en nosotros. Su desconfianza hacia el Caos es demasiado profunda y, aun cuando algunos tengan sus dudas, no será suficiente para que Tarod lo aproveche.

Ailind hizo un gesto de asentimiento.

—Hablando de Tarod otra vez…, está tomando medidas para proteger el portal en el Salón de Mármol.

Aeoris se encogió de hombros.

—Que lo haga si eso lo divierte y le impide entrometerse en nuestros asuntos. Por el momento no nos interesa la Puerta del Caos; nuestras preocupaciones son más inmediatas. Lo que me lleva a un último asunto, Ailind: el Sumo Iniciado. Tras las revelaciones de esta mañana, ¿crees que contará todavía con el apoyo personal de los adeptos?

—Creo que sí, o al menos con el apoyo de la gran mayoría. Habrá algunos resentidos por el hecho de que no les dijera nada de mi presencia hasta que el Caos lo obligó, pero eso no contará nada frente a otras consideraciones. —Ailind frunció el labio—. La perfidia de Karuth Piadar ha generado bastante comprensión hacia Tirand, comprensión que de otro modo no habría tenido. Si alguien más se pone en su contra y se pasa al Caos, es muy posible que sirva para hacer más intensa esa comprensión. Y, en cuanto a Tirand, no tengo dudas: es leal y seguirá siendo leal.

Aeoris pareció satisfecho.

—Entonces es posible que Karuth, sin saberlo, nos haya hecho un favor. Qué ironía tan divertida… Bueno, hasta ahora estoy muy satisfecho. Infórmame en cuanto se produzcan nuevos acontecimientos, Ailind. Yo seguiré vigilando en busca de señales de actividad en el reino del Caos, y ya veremos qué pasa cuando la usurpadora llegue al Castillo.

Ailind hizo una reverencia respetuosa.

—Hermano mío.

Aeoris inclinó la cabeza. Su imagen desapareció de la ventana, y el dorado resplandor se desvaneció dejando sólo la fría y mortecina luz del invierno que inundó la habitación.

Capítulo V

—T
odo está dispuesto. —La joven que se paseaba por el estrado, contemplando satisfecha la sala de audiencias vacía, agitó la cabellera negra como el azabache, con destellos de azul acero, que cayó sobre su perfecta figura. La energía, apenas reprimida, emanaba de ella como una ola de poder psíquico, y se volvió para coger su capa favorita de pieles grises plateadas de donde la había arrojado con descuido, sobre el asiento del gran trono—. Sólo cuatro días. Piénsalo: ¡sólo cuatro días y estaré allí!

Desde el lugar que ocupaba a la sombra de una columna de mármol, Narid-na-Gost observó a su hija con intranquilos ojos de color carmesí. No era frecuente que se aventurara hasta las estancias públicas del palacio de la Isla de Verano; prefería evitar todo contacto con la corte de Ygorla y permanecer encerrado en la aguilera que se había creado en la más alta de las torres. Pero, siendo inminente su partida, aunque a regañadientes, había abandonado por fin su refugio para preparar el largo viaje que les esperaba.

Ygorla se echó la capa sobre los hombros. Inmediatamente, dos enormes y lustrosas figuras negras, medio felino y medio sabueso, se pusieron en pie en las sombras detrás del trono, emitiendo roncos sonidos ansiosos. Ella les hizo un elegante gesto con la mano.

—No, mis mascotas, vosotros no. Os quedaréis aquí ¡y os ocuparéis de que nadie piense en rebelarse durante mi ausencia! —Cuando los monstruos se calmaron, giró sobre sus talones; los ojos azules, enmarcados en un rostro exquisito y en forma de corazón, se concentraron penetrantes en la encorvada forma de su progenitor—. Estás muy callado, padre. ¿No tienes nada que decir?

El demonio se encogió de hombros.

—¿Qué queda por decir que tú no hayas repetido ya una docena de veces? —Su voz sonaba enojada—. Tu excitación es suficiente para ambos. ¿Para qué debería afanarme yo?

Sabía el motivo de su malhumor y se echó a reír.

—¿Todavía tienes dudas, querido padre? Verás las cosas de manera muy distinta cuando lleguemos a la Península de la Estrella, te lo aseguro. Además… —bajó del estrado y paseó tranquilamente hacia él— pareces haber olvidado que tienes tanto que ganar como yo de esta aventura nuestra. Más, si cabe.

No era la primera vez que Narid-na-Gost captaba un atisbo de resentimiento en su tono de voz. No, más que un atisbo, porque recientemente ya no disimulaba tanto su actitud hacia él, y se daba cuenta de que su antiguo ascendiente sobre ella estaba desapareciendo rápidamente. Durante siete años había sido su maestro y su único tutor. Ella lo había respetado y admirado, se había sentido impresionada por su poder y había obedecido cada una de sus palabras. Incluso en los primeros días de su reinado en la Isla de Verano le había rendido el respeto debido y, lo más importante, había estado dispuesta a escucharlo y hacerle caso. Pero, a medida que fue saboreando el poder conseguido y que comenzó a disfrutarlo, la seguridad en sí misma sobrepasó rápidamente cualquier noción de respeto. El demonio no había esperado menos; al fin y al cabo era una criatura de creación suya, y tenerla siempre subordinada a su voluntad no habría servido para los planes que tenía para ambos. Sin embargo, al comenzar a desaparecer su deferencia hacia él, también lo había hecho su respeto. La seguridad se había convertido en arrogancia y, ahora que tenía poder propio, ya no temía la censura de Narid-na-Gost; ni siquiera le daba miedo enfrentarse abiertamente con él. Habían discutido larga y duramente acerca de su plan para desfilar triunfalmente hacia el norte atravesando la tierra en dirección a la Península de la Estrella, y a la postre había sido Narid-na-Gost quien había cedido. Para su disgusto, el demonio había acabado por comprender que no tenía otra elección que capitular, puesto que la actitud de Ygorla había sido clara: iría, con él o sin él, pero iría de todas maneras. Y él no tenía poder para detenerla.

Así que, a pesar de las reticencias de Narid-na-Gost, ahora todo estaba dispuesto, y la negra nave de Ygorla con su tripulación de cadáveres animados zarparía con la marea de la mañana. El demonio no ansiaba aquella perspectiva, aunque nada lo hubiera hecho quedarse atrás, porque no importaba qué le dijera a Ygorla: la atracción de la fortaleza y los medios que le ofrecía para alcanzar la codiciada Puerta del Caos eran demasiado fuertes. Pero se había producido una nueva discusión entre padre e hija sobre la forma en que debía realizarse el viaje a través de las provincias. Narid-na-Gost se mostraba favorable a un viaje secreto, rápido y discreto que cubriera la distancia hasta la Península de la Estrella en el menor tiempo posible, pero Ygorla no quería ni oír hablar de eso. ¿Qué sentido tenía, había preguntado con aspereza, ser la emperatriz del mundo entero si no podía hacer gala de su soberanía ante el mundo? Quería que sus subditos la vieran; lo que es más, quería que se humillaran ante ella, que la adoraran, que sintieran y comprendieran el terrorífico poder que tenía en sus manos. Y no se contentaría con nada menos que con toda la pompa y esplendor. Al anochecer del presente día, tocarían tierra en Shu-Nhadek, capital de la provincia de Shu, y desde allí serían transportados por tierra, utilizando medios creados por Ygorla, y que se había negado a revelar, entre una procesión de esclavos elementales y humanos. Desde Shu hasta la Tierra Alta del Oeste la gente conocería a su emperatriz, decía Ygorla con júbilo, y aprenderían el verdadero significado de la palabra miedo.

Narid-na-Gost sabía que nada de lo que dijera o hiciera haría cambiar de opinión a su hija. Con razón o sin ella, ahora tenía las de ganar, y el demonio empezaba a darse cuenta de que quizás había cometido un grave error. La observó bajar de un salto el estrado, con la capa plateada flotando alrededor de sus hombros; sus felinos sabuesos ronronearon de aprobación al lado del trono. En la garganta de Ygorla brillaba algo, algo que permanecía casi escondido por los pliegues de sus ropajes de pieles pero que mostraba un atisbo de profunda e intensa luz azul: la gema del alma de un señor del Caos, la gema por la cual Narid-na-Gost había arriesgado su propia existencia para robarla, y que era el talismán de la seguridad de ambos y la piedra angular de su poder. Ygorla la había sacado de su cofrecillo protector y ahora la llevaba colgada del cuello con una cadena dorada, una muestra descarada del desprecio que sentía por cualquier otro poder que quisiera oponérsele. Él le había advertido repetidas veces que no lanzara un desafío tan descarado, argumentando que, aunque habían ganado la primera batalla, la guerra seguía sin decidirse, y que subestimar a Yandros podía ser un error mortal. Ygorla se le rió en las barbas y lo llamó cobarde y estúpido, y así terminó el asunto, porque, una vez más, no tenía el poder para discutir con ella. Y en eso, pensó, residía el núcleo de todo. Había ido demasiado lejos; ella estaba fuera de su control y al tener ahora en su poder la gema robada, tenía tanto las llaves de su ambición como de su seguridad. Durante siete años, ella lo había necesitado más que él a ella. Pero ahora se habían cambiado las tornas, y Narid-na-Gost sabía que su futuro estaba en manos de Ygorla. Se preguntó cuánto tiempo transcurriría antes de que ella también se diera cuenta de la verdad.

No dijo nada cuando Ygorla pasó a su lado en dirección a las puertas de doble hoja en el extremo de la sala. Las puertas se abrieron al acercarse ella —los guardianes demonios estaban perfectamente sintonizados con la voluntad de su dueña— y salió al pasillo.

—Mi litera está preparada —dijo con tono cortante, mirando por encima del hombro a su progenitor—. Voy al puerto para asegurarme de que las órdenes para nuestra partida hayan sido cumplidas debidamente. Zarpamos dentro de una hora, padre. No llegues tarde a bordo. —Luego se giró de nuevo, con un remolino de su cabellera y su capa, y los guardianes retrocedieron un paso respetuosamente mientras cruzaba las puertas principales del palacio.

Desde el principio Ygorla había encontrado sumamente irritante la falta de entusiasmo de Narid-na-Gost ante aquella empresa. Esperaba que él compartiera su ávido deleite ante las perspectivas que ofrecía, que se regocijara en ello, que lo aprovechara al máximo, pero en vez de eso se había visto obligada a escuchar sus quejas, sus críticas sin motivo y sus argumentos de que intentaba hacer demasiadas cosas, demasiado pronto. La noche anterior, en otra de sus peleas, Ygorla había perdido definitivamente los estribos y había bajado de la torre para dirigirse a la sala de audiencias y desahogar su rabia en la desprevenida e impotente corte. Once de sus esclavos humanos padecieron muertes horribles antes de que su furia bajara a un nivel de contención al menos menos mortífera e impredecible, y por fin les había gritado al resto de sus acobardados siervos que salieran, que se marcharan, que la dejaran, y se había quedado sentada contemplando cómo sus felinos sabuesos devoraban los cadáveres, mientras ella planeaba la venganza contra su padre.

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