—Lo has expresado con exactitud y sucintamente, Strann —dijo Tarod—. Es una lástima que no puedas usar tu elocuencia para convencer a unos cuantos de los no convertidos.
Desde el otro lado de la mesa, Strann lo miró con ironía.
—Estoy apurando mi suerte ya por el solo hecho de mostrar mi cara en esta sala, mi señor. Únicamente el saber que estoy bajo vuestra protección me permite esta clase de libertad pública; si intentara tomarme alguna libertad más, muy pronto me echarían con cajas destempladas. —Frunció el entrecejo—. Eso es lo que más me irrita. Deberían darse cuenta de que estas disputas los distraen de la verdadera amenaza, ¡y deberían ver el riesgo que corren al permitir que esto siga así!
—No cuentes demasiado con eso —repuso Tarod—. Recuerda que para ellos Ygorla todavía representa poco más que un nombre. Pueden haber sido receptores de unas cuantas pequeñas demostraciones desagradables de su poder, pero todavía no lo han experimentado de primera mano. En eso, Strann, les llevas ventaja, o quizá debería decir desventaja.
A Strann lo sorprendió ver comprensión y compasión en los verdes ojos de Tarod y su rostro enrojeció ligeramente.
—Bueno, sí…, supongo que es cierto… aunque, incluso si lograra convencerlos para que me escucharan, dudo que un relato de mis experiencias los hiciera cambiar. Como decís, para ellos Ygorla es todavía algo demasiado remoto.
—Si al menos… —empezó a decir Karuth, pero se vio interrumpida por un súbito ruido procedente del exterior de la sala, un ruido audible aun por encima del murmullo general de las conversaciones y el entrechocar de platos y cubiertos: un golpe, como si algo o alguien hubiera caído pesadamente, seguido por voces que gritaban. El instinto médico ante los problemas se apoderó de ella, y ya estaba poniéndose en pie cuando un grito en el que se mezclaban la desesperación y la ira justificada llegó a través de las puertas entreabiertas.
—¡Basta ya! ¡Wilden, suelta eso y deja de comportarte como un loco estúpido!
—Oh, no… —Karuth salió de detrás de la mesa, sin hacer caso de Strann, que intentó retenerla. Otros en el comedor también lo habían advertido; varios hombres se dirigían a las puertas, y la Matriarca, a medio camino de la mesa en la que se hallaban Tarod y sus acompañantes, se paró en seco.
De pronto, desde fuera, se escuchó un gemido de dolor, y un rostro con los ojos desorbitados se asomó a la puerta.
—Por todos los dioses, ¿dónde está el Sumo Iniciado? Y un médico, ¡rápido, rápido!
Strann gritó una advertencia:
—¡Karuth!
—¡Espera aquí! —se limitó a contestar ella, y echó a correr. Shaill se unió a ella, y juntas salieron corriendo detrás de los tres hombres.
Al salir del comedor, Karuth se paró y lanzó un juramento de horror. En el suelo del amplio pasillo, un joven estaba de rodillas, tosiendo, con las manos cogidas al estómago mientras la sangre escapaba en un torrente brillante entre sus dedos. Se estaba formando rápidamente una mancha carmesí en el suelo que casi llegaba a los pies de otro joven que con la boca abierta y el pecho subiendo y bajando por la agitada respiración, esgrimía un cuchillo de hoja tremendamente larga en una mano. Ya se había reunido una pequeña multitud, incluyendo a dos mayordomos del Castillo. Uno hizo ademán de acercársele, pero el joven lanzó un tajo salvaje que obligó al mayordomo a retroceder.
—¡No! —La rabia y el alcohol entorpecían el habla del joven—. Dejadlo que muera, ¡dejadlo que se desangre y pierda su asquerosa vida! —Trastabilleó, y otro descontrolado tajo de la hoja por poco alcanzó a dos adeptos desprevenidos—. Es una basura; ¡es un mentiroso, un traidor! —Borracho, dirigió una mirada despreciativa al gentío que lo rodeaba—. Igual que todos vosotros…, todos adulando y halagando a esa basura que se hace llamar señor del Orden. ¡Yo os enseñaré! Yo os enseñaré… —Hizo un esfuerzo para coger la empuñadura del cuchillo con ambas manos, no lo consiguió y dio unos cuantos pasos vacilantes antes de lograr recuperar el equilibrio. Balanceándose, alzó la hoja por encima de su cabeza—. ¡Caos! ¡Yandros del Caos!
Shaill aferró con fuerza el brazo de Karuth.
—Dulces dioses, Karuth, ¡está tan borracho que está fuera de sí! —Miró con rapidez por encima del hombro, y alzó la voz—. ¡Que alguien vaya corriendo a buscar al Sumo Iniciado! ¡Deprisa!
Karuth pensó que, aunque encontraran a Tirand a tiempo, era poco probable que pudiera hacer algo. Había reconocido ya al joven borracho del cuchillo; era uno de los dos que habían pasado dando tumbos delante de su mesa tan sólo hacía unos minutos. Wilden Kens, así se llamaba; estudiante de segundo curso, un idealista fogoso y arrogante, demasiado joven para haber aprendido a beber. No podía imaginar cómo, en nombre de los Siete Infiernos, se le había permitido ir por ahí con aquel cuchillo. Aunque no supiera esgrimirlo, en su presente estado era un mortífero adversario; hasta los espadachines más expertos del Castillo podrían resultar muertos si intentaban reducirlo. Y había que sacar de allí deprisa a su víctima, o se desangraría hasta morir.
Karuth se soltó de Shaill, se abrió paso entre un mayordomo y un adepto, demasiado sorprendidos para poder detenerla a tiempo, y salió al círculo formado por los espectadores.
—¡Wilden Kens!
El joven parpadeó, vaciló, y luego la reconoció. En su rostro apareció una enorme y tonta sonrisa de orgullo.
—Da… dama Karuth… —Hipó en la segunda sílaba de su nombre—. ¿Veis lo que he hecho? Dijo que éramos demonios. «Todos los seguidores del Caos son demonios, y Karuth Piadar es una prostituta», dijo, y… y… ya veis, yo os defendí, ¡defendí vuestro honor! —Movió el cuchillo, obligándola a retroceder—. ¡Yandros! ¡Yandros!
—Suelta ese cuchillo, Wilden —La voz de Karuth sonaba controlada, pero una negra furia pugnaba por salir a la superficie—. Suéltalo, ahora.
Él sacudió la cabeza tozudamente.
—N… no. Él tiene que morir. Debe hacerlo.
—Wilden, no te lo repetiré. —Lentamente, Karuth se le acercó, con los ojos fijos en la mano que sostenía el cuchillo y un brazo extendido—. Obedéceme, Wilden. Ya te has metido en un buen lío; no empeores las cosas.
Ahora había ya una multitud considerable en el pasillo, a medida que más y más gente salía del comedor para investigar todo aquel barullo. Strann se había abierto paso entre la gente con un juicioso uso de los codos y los tacones; cuando vio a Karuth acercarse a Wilden, sola y sin protección, lo que había comenzado como una sensación de inquietud se desbordó en pánico.
—¡Karuth! —gritó—. ¡Karuth, no intentes agarrarlo! —Comenzó a empujar con todas sus fuerzas, en un intento de pasar entre los apretados cuerpos que se interponían y alcanzarla; pero, antes de que pudiera dar un paso, alguien se acercó por detrás de él. La multitud se apartó como si fueran tallos de maíz ante la guadaña del cosechador, y Tarod entró en el círculo con unos ojos que eran como la muerte y un aura negra ardiendo en torno a su figura. Hizo un único gesto, y el cuchillo que sostenía Wilden se puso al rojo, luego al rojo blanco, antes de desintegrarse en una lluvia de fragmentos fundidos. Mientras Wilden gritaba, cerrando los dedos quemados, Tarod alargó su brazo izquierdo y le propinó un bofetón poderoso pero totalmente físico con el dorso de la mano, que hizo que el joven saliera dando vueltas y fuera a caer al suelo.
—¡Niño estúpido, ignorante y sin cerebro! —La voz del señor del Caos resonó en el pasillo con tal veneno que los que la escucharon se encogieron—. ¿Es que tienes menos inteligencia que un gusano?
Wilden Kens comenzó a llorar; entonces su estómago se encogió y vomitó sobre las losas del suelo los resultados de lo que había bebido aquella velada. Tarod lo miró un instante más mientras el aura negra se desvanecía; luego se apartó con un gesto de desprecio.
Y se encontró de cara con Ailind, Tirand y Sanquar.
Por pura casualidad, todos habían llegado a la vez. En la agitación primera de la urgencia, poca gente advirtió que Karuth se encontraba en el comedor, de forma que, al pedir un médico, un mensajero salió corriendo hacia la enfermería, donde por fortuna Sanquar se hallaba atendiendo a un paciente de última hora. A Tirand lo encontraron en los aposentos de Ailind, en el ala este, y el señor del Orden acompañó al Sumo Iniciado cuando éste se dirigió a toda prisa hacia el comedor. Se encontraron con una multitud que parecía congelada en un retablo, debido a la violenta intervención de Tarod, y al menos para Tirand y Sanquar, la escena tuvo un impacto significativo e inmediato, porque Strann había alcanzado por fin a Karuth y la abrazaba estrechamente, en un gesto al que el alivio añadía una dimensión extra. Sanquar miró a Strann con amarga comprensión. Tirand con odio. Entonces el Sumo Iniciado dijo en tono brusco:
—En nombre de todos los demonios creados, ¿qué ha ocurrido aquí?
La pregunta formulada con violencia rompió el hechizo, y Karuth dejó a Strann para ir corriendo junto al estudiante herido, que se había derrumbado boca abajo.
—¡Sanquar! —Alzó con una mano el cuerpo del joven, mientras pasaba la otra por debajo del torso—. Es una herida de cuchillo en el estómago; ¡se está desangrando! Trae tu bolsa…
Sus palabras se cortaron. No había herida. La sangre seguía formando un pegajoso charco en el suelo, pero sus dedos, al explorar, sólo encontraron el tejido intacto de la camisa del joven, sin el menor rastro de un corte. Confusa y aturdida, alzó la vista. Tarod le sonrió y se encogió de hombros.
—Es una víctima inocente. ¿Por qué habría de sufrir por la estupidez de un loco? Ahora dormirá unas cuantas horas, y mañana estará como nuevo.
Un tumulto de voces comenzó a extenderse cuando varios testigos intentaron que su versión de lo ocurrido se escuchara por encima de las demás. Bajo la dirección de Sanquar, se llevaron al joven dormido para acostarlo, y un mayordomo y dos adeptos se hicieron cargo de Wilden Kens, que, bajo los efectos combinados de su borrachera y el ataque de Tarod, apenas mantenía la conciencia. Mientras los criados se ponían a limpiar el suelo, Tirand gritó pidiendo silencio. Cuando se apagaron las voces, paseó la vista por la multitud, y volvió a pedir que le contaran todo lo sucedido.
La verdad se parecía mucho a lo que Strann y Karuth habían sospechado. Al salir del comedor tras pasar la velada bebiendo, Wilden Kens, llevado a un estado de agresiva fanfarronería, se enzarzó en una pelea con un compañero de estudios al que encontró en el pasillo y de quien sabía que era un creyente del Orden. Lo que comenzó como un duelo verbal se convirtió bien pronto en violencia física, y Wilden sacó el cuchillo y apuñaló a su contrincante, con toda la intención, como corroboraron tres testigos distintos, de matarlo.
Tarod y Ailind se mantenían a distancia de aquel tumulto, y Tirand se vio en apuros para mantener el orden cuando todos quisieron intervenir ofreciendo detalles, observaciones y opiniones. Pronto quedó claro que, aunque todos condenaban el comportamiento de Wilden Kens, algunos comprendían muy bien su actitud. Poco a poco, la discusión se fue volviendo acalorada. Karuth sintió que una mano se cerraba sobre su brazo y, al volverse, vio a Strann a su lado.
—Vámonos —dijo Strann en voz baja—. No podemos hacer nada más, y yo, al menos, no quiero verme envuelto en otra pelea.
Karuth supo que tenía razón; sumar su voz a las que ahora pugnaban por ser escuchadas tan sólo complicaría más las cosas. Dejó que Strann la condujera de vuelta al comedor. Tarod los vio marchar, pero no hizo ningún comentario ni intentó detenerlos.
En el comedor, ahora vacío, regresaron a su mesa, y Strann llenó de nuevo sus copas de vino. Karuth escuchó durante unos instantes la algarabía de voces; luego sus grises ojos se encontraron con los de Strann, que mostraban dolor.
—¿Es que no se dan cuenta, Strann? ¿No se dan cuenta de que no hacen más que seguir allí donde lo dejó Wilden?
Strann no quería volver sobre el tema y, además, le bastaba con mirarla a la cara para saber que la pregunta no necesitaba respuesta. Cogió su copa.
—Voy a emborracharme —dijo llanamente—. Y te sugiero fervientemente que hagas lo mismo.
Karuth titubeó.
—Sí —asintió al fin—. Sí, creo que tienes razón, Strann. Por el momento, es la única opción que parece tener algún sentido.
C
ayó otra nevada antes de la medianoche, pero tres horas más tarde el cielo volvía a estar despejado y la segunda luna flotaba baja y plomiza en el cielo. En el Castillo reinaba el silencio; las lámparas y antorchas estaban apagadas y todos los habitantes humanos, si no dormían, al menos se encontraban en sus lechos. Al salir por la puerta de la más septentrional de las cuatro enormes torres, donde había escogido tener sus aposentos, Tarod se detuvo un instante para sondear la atmósfera que subyacía a la escena aparentemente tranquila. Como ya esperaba, la tensión era como una presencia física en el aire, algo sofocante, sombrío y ominoso. Si los sueños y deseos humanos pudieran adoptar una forma física, pensó el señor del Caos, entonces aquella noche el Castillo habría estado habitado por una hueste de demonios sin parangón con nada que jamás hubiera creado su reino.
Unos pocos minutos antes, a solas en uno de los helados cuartos de lo más alto de la torre, largo tiempo abandonados, había concentrado su voluntad y su, poder para hablar con Yandros a través de las dimensiones. No necesitaba la aprobación de su hermano para lo que tenía intención de hacer, pero pensó que no estaría de más mantener a Yandros informado de lo que se preparaba. De hecho, Yandros ya había percibido cómo estaban las cosas en el Castillo; pero él a su vez tenía noticias que dar a Tarod, relativas a Ygorla.
—Ya se ha abierto camino como una guadaña a través de la provincia de Perspectiva, y le entró el capricho de dar un rodeo y entrar en Chaun Meridional —le había comunicado el principal de los señores del Caos.
Tarod entrecerró los ojos.
—¿La Residencia de la Matriarca?
—Sí. No hizo demasiado daño, teniendo en cuenta el odio que siente por su antiguo hogar, pero infligió unos cuantos castigos ejemplares y ahora lleva consigo varios rehenes. —Los ojos de Yandros cambiaron de color, pasando del plata al negro—. Dejo a tu discreción que se lo digas o no a Shaill Falada.
Tarod asintió.
—¿Y ahora?
—Se encuentra en la provincia de Chaun, pero avanza en dirección este, hacia Han. Está claro que piensa aprovechar al máximo su desfile real. —Yandros hizo una pausa y luego añadió—. Si llevas a cabo tu plan, sugiero como posibilidad la capital, Hannik. Está densamente poblada, así que imagino que Ygorla no podrá resistir la tentación de hacer una demostración impresionante allí.