El gélido viento del norte le azotó el rostro y se encontró sin aliento y temblando en la explanada de hierba del macizo del Castillo.
A su lado se encontraban ocho siluetas, perfiladas contra un mar que resplandecía plateado a la luz de la luna que se ponía. Durante un instante todos permanecieron inmóviles; luego, de pronto, la voz de Calvi rompió el silencio como había hecho unos momentos antes en Hannik.
—¡No puede ser verdad! Decidme, que alguien me diga… ¡que no es verdad!
La Matriarca se acercó para consolar al Alto Margrave, que sollozaba, pero Calvi se apartó de ella. En la penumbra, sus ojos buscaron frenéticamente a Karuth, y corrió hacia ella con los brazos extendidos.
—¡Karuth! ¡Oh, Karuth! ¿Qué vamos a hacer?
La rodeó con sus brazos y se agarró a ella. Karuth estaba horrorizada. No se esperaba algo semejante; no había supuesto que la pérdida de control de Calvi lo empujaría a buscar su abrazo, y entrevió la emoción inconsciente que subyacía a aquel gesto.
—¡Calvi!
Ahora no podía hacer frente a aquello. No quería hacerlo en ningún momento, pero ahora… era una locura, algo patético; era un atrevimiento terrible y una imposición, y la irritó profundamente.
—¡Déjame en paz! —Con toda la fuerza de que fue capaz, lo apartó de sí. Calvi se quedó mirándola, y su rostro reflejó una confusión que sólo logró que Karuth se mostrara más hostil. Como un animal acorralado, Karuth miró los rostros que la rodeaban, uno por uno, y de pronto tuvo la sensación de que iba a venirse abajo. Lanzó un pequeño gemido, dio la espalda a los demás, se apartó de ellos, y cruzó corriendo la explanada en dirección a las puertas del Castillo.
Strann la alcanzó en el patio. Era un buen corredor, y los otros todavía estaban a cierta distancia cuando cogió a Karuth por el brazo e hizo que ambos se detuvieran peligrosamente sobre las heladas y resbaladizas losas de piedra. La hizo girar para que lo mirara a la cara, pero no dijo nada. Durante unos segundos, Karuth le sostuvo la mirada, intentando interpretar qué veía en sus ojos. Luego se echó a llorar.
—Está bien. Está bien. —Strann la abrazó como lo hubiera hecho con un niño, apretando su rostro contra la chaqueta, rodeándola con los brazos y dándole palmaditas en la espalda.
—Oh, Strann… —la voz de Karuth sonaba apagada por la chaqueta y rota por el llanto—. ¡No puedo verlos ahora!
—No tienes por qué hacerlo. Se han quedado muy atrás, no nos han seguido. Vamos. —Con suavidad deshizo el abrazo y la condujo hacia las puertas principales—. Voy a llevarte a tu habitación, reavivaré el fuego y te iré a buscar una gran botella de vino.
—No quiero vino…
—Sí que quieres. Vamos —dijo, ahora con un tono persuasivo y con una ternura que habría sorprendido a Karuth si la hubiera advertido—. Te cuidaré, Karuth. Yo te cuidaré.
El resto del grupo entró en el patio a tiempo para ver que Strann y Karuth desaparecían por las puertas. Tirand y Shaill se habían hecho cargo de Calvi, ahora silencioso y sumiso tras su arrebato, y cada uno de ellos sacó sus conclusiones. El rostro de Tirand, que ya tenía un aspecto pétreo y decidido porque luchaba para controlar sus emociones, se volvió más desgraciado y sombrío que nunca, y Shaill no se sorprendió. No se le había pasado por alto el precavido pero rápido desarrollo de la relación entre Strann y la hermana del Sumo Iniciado; pero, aunque tenía serias reservas acerca de su conveniencia, no creía que fuera asunto suyo para entrometerse. Además, todos tenían ahora temas mucho más graves de los que ocuparse. Después de aquella noche, pensó desolada, todo lo demás resultaba tan trivial que carecía de sentido.
Sen Briaray Olvit era el último del grupo de humanos, tras la encorvada figura de Gant Faran Trynn. Sabía que Tarod y Ailind caminaban justo detrás de él y deseaba hablar con ellos, pero no estaba seguro de poder decir lo que tenía en la mente sin que se le rompiera la voz, y era lo bastante orgulloso para querer mantener la compostura. Pero por fin, cuando empezaban a subir los escalones, se paró y se dio la vuelta.
—Mis señores…, quisiera haceros una pregunta.
—Hazla. —Tarod le sonrió, aunque no abiertamente.
Sen asintió.
—Me gusta creer que hablo sin prejuicios. Creo, mi señor Tarod, que es por eso por lo que me elegisteis para formar parte de vuestro grupo, aunque sabéis que siento fidelidad por el Orden.
Tarod sonrió otra vez, pero no dijo nada.
—Es sólo que… —Sen vaciló, luego, de pronto, las palabras surgieron como un torrente, y con ellas la amargura, la rabia y la sensación de insoportable impotencia que habían ido creciendo en su interior como un cáncer desde que habían regresado a través del Laberinto—. Mis señores, ¿qué es lo que impulsa a esa mujer monstruosa? Nos decís que es medio humana, pero no es posible que haya un alma humana que haya caído tan bajo como ella esta noche, ¿no es cierto?
Los dos dioses se miraron. Ninguno necesitaba una intuición especial para saber lo que el otro pensaba, y Tarod era consciente de que Ailind habría podido, si hubiera querido, hacerle reproches aludiendo a la ascendencia caótica de Ygorla. Pero la tregua entre ambos seguía en pie, y Ailind enfocó sus peculiares ojos leonados mirando al otro lado del patio vacío.
—Me apena decirlo, adepto Sen, pero has tocado el quid de todo este terrible asunto —repuso con seriedad—. Es precisamente la humanidad de la usurpadora lo que le proporciona la capacidad para semejantes atrocidades. —Su mirada se posó un instante en el rostro de Tarod—. Mi contrario del Caos sabe perfectamente que, sean cuales sean nuestras diferencias, su esencia y la mía son puras, y no están manchadas por la corrupción que aflige a los mortales. Me temo que debes buscar en tu propio linaje si quieres comprender qué motiva a una criatura como Ygorla.
Sen parecía destrozado, y Tarod se apiadó de él.
—No te desanimes tanto ante el duro juicio de mi primo, Sen. Te diré que nosotros, los del Caos, y los señores del Orden también, aunque no quieran reconocerlo, tenemos la capacidad de hacer cosas mucho peores que las que Ygorla pueda ni siquiera soñar, y el hecho de que no nos veamos entorpecidos por ambiciones tan sucias y pequeñas como las que ella alberga debería hacer que esta afirmación resultara tanto más aterradora para los de tu raza. Pero, como dice Ailind, somos la personificación inalterada del Caos y del Orden, y eso significa inalterada por la codicia y la vanidad humanas. En tu presente estado de ánimo, tal vez no te resulte de demasiado consuelo, pero espero que, cuando hayas tenido algo de tiempo para reflexionar, puedas sacar fuerzas del hecho de que odiamos tanto a la usurpadora como vosotros.
Sen se quedó mirándolos. No podía hablar, no sabía qué decir. Pero lo habían impresionado.
—Sí… —consiguió decir por fin—. Sí, mis señores, yo… creo que comienzo a comprenderos. —Tragó saliva; luego hizo una ceremoniosa reverencia ante cada uno de ellos—. Os doy las gracias por vuestra franqueza. Y, aunque el sentimiento difícilmente resulta apropiado en las presentes circunstancias, os deseo una buena noche.
—Lo siento. —Karuth vació de un trago su copa y sonrió insegura a Strann, quien se encontraba junto a la alfombra de la chimenea con la botella en la mano—. Me he comportado de forma abominable esta noche y debería haber tenido más autodominio. ¿Me perdonarás?
Strann sonrió.
—Bebe un poco más de vino.
—No. —Tapó la copa con la mano cuando él hizo ademán de volverla a llenar—. No, no quiero emborracharme. En los últimos tiempos he hecho eso con demasiada frecuencia. Es un signo de debilidad.
—¿Te da miedo ser débil?
Ella lo pensó.
—No. Para ser franca, no creo que lo sea. Pero esta noche parece… No lo sé; siento que sería un insulto a… a ellos… —Su voz se rompió y se llevó los nudillos a la boca.
Strann dejó la botella y se arrodilló junto a ella. La luz de las llamas le iluminaba cálidamente el rostro, suavizando sus rasgos. Los gases atrapados en uno de los troncos recién echados al fuego silbaron de pronto y lanzaron un hogareño chasquido.
—No tengas miedo a derramar lágrimas por ellos —dijo en voz baja—. Tiene que llegar el momento en que dejes la máscara, Karuth. No puedes ser una torre de fuerza constante ante el mundo.
Karuth sonrió; fue una mueca rápida y dolorosa.
—¿Tan transparente resulto?
—No para el mundo, pero sí para mí.
—No sigas. —Con una mano cogió la suya, intentando hacerlo callar. Pero él no quería callar.
—¿Que no diga la verdad? ¿Por qué no habría de hacerlo? Especialmente a ti.
—Strann… —comenzó, pero no consiguió pronunciar las palabras que quería decir. A pesar de sus protestas, él ya la había convencido para que se tomara tres copas de vino, y, aunque desde luego no estaba bebida, sí que estaba achispada, y los duros y terribles perfiles del recuerdo y la emoción se habían suavizado. Intentó retirar la mano, pero él se la cogió y no la soltó.
—No voy a dejarte esta noche, Karuth. Dormiré en el suelo, a los pies de tu cama, como haría un juglar con su amo, o un perro con su dueña, para protegerte de los malos sueños que acechan en tu mente.
Karuth alzó la vista rápidamente.
—¿Amos y dueñas? ¿Tan baja opinión tienes de ti mismo?
—Sí —repuso él con una débil sonrisa.
—Pues no deberías. No deberías. Eres… —No surgían las palabras. Sacudió la cabeza, impotente—. Eres Strann, y creo que eso ya es motivo suficiente para estar orgulloso. Creo que…
—¿Crees qué?
Lo sabía, pero no se sentía capaz de decirlo. No era que la costumbre hubiera desaparecido en los últimos años; nunca lo había sabido porque nunca antes había sido realmente cierto. Y ahora que sí lo era, no encontraba el valor de prestarle fe, expresándolo con palabras.
Creo que te quiero
. Una locura, una insensatez. ¿Qué era el amor? ¿Qué significaba? No esto, pensó, confundida. Desde luego, no la seguridad de que aquel tonto, aquel frivolo, caprichoso y nada fiable juglar —su palabra, juglar—, de que aquel bardo, aquel genio, aquel hombre especial y particular, era el único hombre de todos los que había conocido al que realmente amaba. ¿O sí?
De nuevo se llevó la mano a la boca y se echó a reír. Casi, pensó, casi parecía la de siempre.
—Strann, tonto —dijo—. Quédate conmigo. Por favor, quédate conmigo. Y, si dices una palabra más sobre… sobre dormir en el suelo, sobre ser mi perro…, yo te… —le sobrevino otro ataque de risa, y lo reprimió—. ¡Nunca, nunca te dejaré tocar mi manzón mientras estés entre estas paredes!
No quería dar más explicaciones. Y, cuando Strann alargó el brazo para cogerle la copa de vino y sus manos, ligeras y amables, pero las más sensuales que Karuth había visto jamás, tocaron primero sus hombros, luego sus brazos, luego sus pechos, y sus dedos se cerraron de una forma que provocó una ola de completa y desbordante alegría en ella, Karuth supo que ya no hacía falta decir nada más. Volvió su cara hacia la de Strann, acercó sus labios a los de él y le devolvió el beso con una pasión que jamás supo que podía poseer. Por ahora, sólo por el momento, los horrores de Hannik y la monstruosa amenaza de Ygorla se deslizaron a un abismo y desaparecieron, perdidos, olvidados. Aquello era el presente, aquello era real. Strann era real. Y algo estaba ocurriendo entre ambos que podría curar las heridas y despejar las dudas, y darles a ambos, aunque sólo fuera durante unas breves horas, algo parecido a la plenitud y la paz.
Hubo un momento, un diminuto interludio en aquella dulzura, en que recordó lo que él era y lo que ella era, y el pragmatismo que había gobernado sus vidas durante tanto tiempo.
—No soy una virgen, Strann —dijo—. Ni soy una de esas chicas bonitas de Shu, Wishet o Chaun Meridional que aceptan la vida y el amor tal y como les viene…
—No. —Strann le besó los párpados, y sus dedos le acariciaron suavemente la boca, lo que a Karuth le dio ganas de reír sin saber por qué—.
Eres Karuth. Mi Karuth
. Siempre, amor. Siempre…
L
a historia con que volvieron los siete humanos al Castillo bastó para silenciar a las facciones en conflicto. Una hora después de que el frío y húmedo amanecer hubiera alcanzado la Península de la Estrella, el Sumo Iniciado convocó una reunión de todos los habitantes, adeptos, legos y criados por igual, y en el enorme espacio del comedor, lleno a rebosar, se contó la horrible experiencia de los siete en Hannik. Tirand, que no había dormido desde su regreso, había sobrepasado el punto de agotamiento para llegar a un estado de energía febril, casi hipnótica. No duraría, pero, mientras lo hiciera, buscaba desesperadamente que no hubiera nadie a quien le quedaran dudas de la enormidad y la inminencia de la amenaza de Ygorla. Las peleas, las revanchas, las animosidades, dijo con una amarga pasión que asombró a sus oyentes, eran una burda broma cuando se las comparaba con la realidad de lo que debían afrontar, y cualquiera que tuviera la arrogancia de creer que sus asuntos personales tenían algún sentido en aquellos momentos no merecía un destino más amable que el sufrido por el Margrave de Han.
—Siete de nosotros hemos visto con nuestros propios ojos la locura que la usurpadora ha desatado en el mundo —concluyó, mientras recorría la asamblea con sus ojos, obsesionados y ojerosos—. Os suplico a todos, a todos vosotros, que toméis nota de la lección que hemos aprendido, porque si las cosas siguen como están, si continúan las peleas y la desunión, entonces no pasará mucho tiempo antes de que este Castillo caiga, como cayó anoche Hannik. Y, si eso ocurre, no os harán falta historias contadas de segunda mano para que os deis cuenta de los horrores que se padecen bajo el yugo de Ygorla.
Las palabras de Tirand, respaldadas por breves pero tremendamente efectivos discursos de Shaill, Sen y Calvi, tuvieron un inmediato efecto calmante. Cuando los habitantes del Castillo salieron de la sala, Tarod y Ailind los observaron; leyeron sus rostros y el estado de ánimo de sus mentes, y comprobaron psíquicamente la nueva atmósfera. La tensión seguía siendo la emoción predominante, pero la naturaleza de dicha tensión había cambiado. Ya se estaban olvidando las peleas y se suavizaban los rencores al irse desvaneciendo las preocupaciones personales ante aquella nueva e impresionante conciencia del enemigo común del Castillo. Tarod sabía que hacía falta tiempo para que el impacto pleno de la revelación calara en las gentes, y que el cambio de actitud no se conseguiría del todo sin contratiempos. Pero creía —no, se corrigió, sabiendo lo que sabía de la naturaleza humana, esperaba— que en dos días, cuando según sus cálculos Ygorla y su séquito llegaran a la Península de la Estrella, el Castillo estaría unido y por lo tanto preparado.