De pronto, Tirand giró sobre sí mismo. Su rostro mostraba una palidez mortal, y le tembló la voz al musitar con desesperación:
—¡Tenemos que hacer algo! ¡No podemos quedarnos aquí y dejar que esto continúe!
Tarod meneó la cabeza y Ailind sujetó al Sumo Iniciado, que parecía a punto de alejarse del grupo para perderse entre la multitud.
—¡No, Tirand! —dijo con aspereza el señor del Orden—. No podemos hacer nada. Quédate aquí.
Tarod miró a Tirand con un atisbo de compasión.
—Por una vez estoy de acuerdo con mi primo, Sumo Iniciado. Cualquier gesto heroico sería completamente inútil. Además, estas gentes ni siquiera advierten nuestra presencia. Recuerda: nuestra realidad está ligeramente desfasada con respecto a la suya. Estamos aquí para observar, nada más.
Tirand miró a uno, luego a otro, con el rostro desencajado. Durante unos instantes pareció que no haría caso de sus advertencias y que seguiría sus impulsos, pero bruscamente la rebeldía cedió al darse cuenta de que tenían razón. Karuth no pudo menos que compadecerlo. Ella también se veía asaltada por la frustración y la ira, con el añadido del sentimiento de culpa ante su propia pasividad. Pero ella, como los demás, nada dijo, y todos siguieron mirando mientras Ygorla y su séquito se acercaban cada vez más.
Los vítores de la multitud alcanzaron el paroxismo cuando la procesión entró en la plaza. Todos parecían querer sobrepasar a su vecino gritando elogios a la emperatriz, y hasta los niños que eran demasiado pequeños para comprender lo que pasaba eran exortados por sus padres a unirse al griterío. Ahora se veía muy bien a Ygorla, una figura pequeña, solitaria, pero imponente en el sitial de alto respaldo del carruaje, envuelta en pieles plateadas, y con suficientes joyas para comprar media provincia brillando en su cuello, en sus dedos y en la diadema que ceñía su cabellera de negro acerado. Sus ojos brillaban casi tanto como sus gemas, pero con una ávida codicia y una ferocidad que eran en sí mismas demoníacas, y sus sensuales labios esbozaban una sonrisa de temible triunfo. Al mirarla, Strann sintió que el estómago se le encogía, y tuvo que reprimir el impulso de echar a correr para esconderse en el rincón más oscuro del pórtico. Bastó una sola mirada a aquella criatura que había sido su verdugo personal y cuya sádica crueldad había presenciado tan a menudo para acabar con el poco valor que tenía, y el hecho de que estuviera fuera de su alcance, protegido por dos dioses, no significó diferencia alguna. Odiaba a Ygorla con toda su alma, pero también la temía, y el odio no era suficiente para vencer aquella reacción primaria.
Tarod se daba cuenta del desconcierto de Strann, pero por el momento el señor del Caos tenía otras preocupaciones. No lo sorprendía del todo que Narid-na-Gost no estuviera con Ygorla en su carruaje, pero se preguntó dónde, entre todo aquel espectáculo horrible y llamativo, se escondía el demonio. Seguramente estaba agazapado en una de las carretas negras, entre el equipaje de su hija, algo bastante adecuado si lo que había adivinado acerca de Ygorla era verdad. No cabía duda de que estaba allí —Tarod sentía su presencia igual que un gato sentiría la proximidad de un ratón— pero en medio de aquel tumulto resultaba imposible localizarlo. Pero había otra cosa que sí podía ser localizada con total exactitud, y los verdes ojos de Tarod lanzaron fieros destellos al volver a posarse en Ygorla. Lo que buscaba resultaba invisible al ojo, oculto entre los pliegues de su capa de pieles, pero sabía que estaba allí: la joya robada al Caos, la gema del alma de su hermano. Sentía su presencia, sentía su propio ser responder a aquella presencia, y experimentó una oleada de amarga y tensa furia al saber que quedaba fuera de su alcance.
El convoy siguió avanzando hasta que el primero de los horrores voladores llegó a la altura de la fachada donde se encontraba el grupo del Castillo. Entonces Ygorla chasqueó los dedos. El carruaje se paró instantáneamente con suavidad, y ella se puso en pie. A su alrededor, la multitud guardó silencio, y, al cesar sus gritos, una sensación de tensión sofocante invadió la atmósfera. De alguna parte, invisible tras la gran mole de la Sala de Justicia que dominaba la plaza, llegó el sonido del crepitar de las llamas de otro edificio que ardía. De otra dirección, y a mayor distancia, se escuchó una voz humana que gemía con la monotonía estúpida de la total desesperación.
Ygorla giró la cabeza y sus fosas nasales se dilataron cuando escuchó la voz. Volvió a chasquear los dedos, y algo de un color blanco verdoso, sin cabeza visible, se separó de debajo del carruaje, donde había permanecido enganchado, y se alejó flotando en dirección al distante y fúnebre lamento. Instantes después, el sonido cesó. Ygorla asintió, satisfecha, y se volvió para encararse con la muchedumbre.
—¡Pueblo mío! —Ninguno de los humanos presentes, salvo Strann, había escuchado antes su voz. Era tan exquisita como su rostro, pensó Karuth, como plata líquida; pero poseía una empalagosa dulzura que la hizo estremecerse intuitivamente de asco—. ¡Mis queridas y buenas gentes! ¡Estoy satisfecha con la bienvenida que me habéis dado! ¡Habéis demostrado ser siervos leales y obedientes, y os juzgo merecedores de mi gobierno!
La tensión cedió un tanto, aunque nadie se atrevió todavía a emitir sonido alguno. Entonces Ygorla sonrió. La sonrisa era veneno puro y salvaje.
—Sin embargo, en un aspecto, y sólo en uno, no me siento satisfecha. Esta noche, cuando entré en esta ciudad para ofreceros la bendición de mi presencia, hubo algunos… pocos quizá, pero los suficientes para despertar mi ira… que con arrogancia y estupidez quisieron oponerse a su justa emperatriz. La mayoría ya han sufrido el castigo que corresponde a todos los que se niegan a rendirme el debido homenaje. Pero eso no basta.
—Por todos los mundos que nos rodean —susurró ásperamente Sen—, ¿qué clase de monstruo es éste?
Strann podría haberle dado una respuesta, pero no lo hizo; se limitó a abrigarse más con su chaqueta y apretó con más fuerza la mano de Karuth. Ygorla siguió hablando.
—Quiero algo más que un castigo adecuado para los culpables. ¡Quiero la seguridad, de hecho quiero la prueba, de que ningún hombre, mujer, niño o viejo, que ni siquiera el más pequeño de los insectos de la ciudad de Hannik, albergará nunca ni por un instante un solo pensamiento desleal contra su soberana! —Permitió que aquella advertencia surtiera efecto durante unos instantes, y luego prosiguió—: Pero ¿cómo sabré que eso es así? ¿Cómo puedo estar segura? Debéis demostrármelo. ¡Debéis demostrarme sin sombra de duda que las buenas y gallardas gentes de Hannik mantendrán la promesa de lealtad que esta noche hacen a mis pies!
Un confuso ruido de voces comenzó a llenar la plaza, a medida que los más valientes o los más cobardes de entre los ciudadanos —Karuth no supo decidir en su mente de quiénes se trataba— declaraban su fidelidad imperecedera. Pronto otros se les unieron, e Ygorla ladeó la cabeza como un ave, exagerando el gesto de escuchar y sopesar lo que oía. Por fin alzó un brazo en ademán dominante. Los gritos y exhortaciones disminuyeron y se apagaron; cuando de nuevo reinó el silencio, Ygorla movió la cabeza lentamente, con deliberado énfasis.
—Queridos súbditos, me llegáis al corazón. Pero me temo que no es suficiente. Casi, pero no es suficiente. —Se asomó un poco por el borde del carruaje y se dirigió a alguien o a algo que se ocultaba en las sombras—. Traed a los transgresores.
Tras el carruaje se produjo un breve forcejeo, y después apareció el Margrave de Han, todavía cargado de cadenas y a lomos de la aberrante criatura jorobada de ocho patas, conducido por un grupo de criaturas parlanchinas que soltaban risotadas, con un lejano parecido a ratas deformes. Tras él venían su esposa, hijos y siervos, recibiendo empujones y patadas de otros individuos de aquella pequeña horda de horrores; fueron llevados juntos a la plaza, donde toda la multitud pudiera verlos con claridad.
—Este hombre patético y avergonzado —dijo Ygorla con un tono de voz que parecía jarabe de caramelo y que parodiaba la compasión— fue el cabecilla de aquellos que quisieron oponerse a mí, y con él se encuentran las criaturas de su casa, quienes debido a su lealtad hacia él también son culpables de su crimen. Y, además, ¿no es cierto que en el pasado todos vosotros fuisteis leales a este miserable traidor? ¿No era vuestro Margrave, y no bajabais todos la cabeza ante él?
La multitud se agitó inquieta. Ygorla sonrió de nuevo.
—Sí, claro que lo hicisteis. Por lo tanto, también sois culpables. ¿No es eso cierto? Claro que lo es. Pero soy una emperatriz misericordiosa, y estoy dispuesta a no tener resentimientos sino a perdonar. Os perdono a todos, mi bueno y honrado pueblo. ¡Y como muestra de mi munificencia e indulgencia os permitiré convertiros en los instrumentos por medio de los cuales este patético grupo de traidores encontrará su merecido final!
Junto a Tirand, la Matriarca gritó sin querer.
—¡Por todo lo que es sagrado, no pretenderá que…!
Tirand la sujetó por los antebrazos, y la atrajo hacia sí.
—No, Shaill, no lo digas; ¡ni se te ocurra pensarlo! —Miró a Ailind—. Mi señor, no será capaz de una cosa así, ¿verdad?
Ailind se encogió de hombros, y Tarod dijo en voz baja:
—No la conoces, Sumo Iniciado. Para ella esto es un juego totalmente inocuo.
La multitud también había comenzado a entender qué pretendía Ygorla, y los que no, lo hicieron rápidamente cuando formas oscuras y horribles avanzaron entre ellos, repartiendo piedras a puñados. En un pasado no demasiado lejano, la lapidación había sido el método de ejecución establecido en todas las provincias. Tanto los Margraves más ilustrados, como el Círculo y la Hermandad, la habían condenado como costumbre bárbara y había caído en desuso excepto para los crímenes más terribles, pero no estaba totalmente extinguida, y toda ciudad de cierto tamaño seguía conservando su lugar de lapidación, manchado por la horripilante evidencia de antiguos castigos. Ahora, los brillantes ojos azules de Ygorla recorrieron el mar de rostros espantados en la plaza, y su voz resonó una vez más.
—¡Haced bien vuestro trabajo, y, por cada uno de estos gusanos traicioneros que caiga lapidado, tan sólo elegiré a cinco más de entre vosotros para que los acompañen a los Siete Infiernos! Pero, si no conseguís complacerme, si no me convencéis de vuestro amor y fidelidad, entonces, por cada una de estas almas malditas, ¡serán cincuenta los que alimenten a mis mascotas esta noche! ¿Está claro?
Comprendieron, y, primero con lentitud, pero después con creciente ansiedad a medida que la desesperación se imponía a la conciencia y la humanidad, los ciudadanos de Hannik comenzaron a acercarse al indefenso Margrave y a su familia. Tirand suplicó desesperadamente a Ailind.
—¡No puede hablar en serio! ¡No puede hacerlo! La gente… No es posible, no lo harán…
El rostro de Ailind permaneció impasible.
—Cincuenta habitantes de la ciudad por cada uno de los miembros de la familia del Margrave, Tirand —contestó—. Sólo cinco si queda satisfecha con la lapidación. No hay tercera opción. ¿Qué harías tú si fueras uno de ellos?
—Pero el Margrave… Yo lo conozco; todos lo conocemos, ¡es nuestro amigo! Y su esposa es hermana de uno de nuestros adeptos; ¡nació en el Castillo!
Tarod miró por encima de su hombro.
—¡Y ni tú, ni nosotros ni nadie puede hacer nada para salvarla! ¿No lo entiendes, Tirand? ¡Por fin estás viendo la verdadera naturaleza de Ygorla y la amenaza que representa!
Como si hubiera estado en trance y alguien lo hubiera abofeteado brusca y violentamente, Tirand se dio cuenta por primera vez de la realidad de su difícil situación. Bien por el antiguo lazo entre ella y su hermano o porque las duras palabras de Tarod habían producido el mismo efecto en todos, Karuth sintió también que la comprensión la alcanzaba como una ducha de agua fría. Había creído estar perfectamente enterada de la situación; pero, de hecho, hasta aquel instante se había encontrado a un paso del verdadero entendimiento, apartada de él por su propia ignorancia. Ahora aprendía la lección. El Margrave y su familia… que no eran desconocidos sin rostro, ni meras cifras en un escueto mensaje llegado de lejos, sino personas de carne y hueso, amigos, estaban allí indefensos y a punto de morir…
Las lágrimas la cegaron y no vio la primera piedra que surgió de la multitud, lanzada contra los prisioneros de Ygorla. Pero oyó el ruido sordo cuando impactó en el blanco y escuchó el grito angustiado de la hija pequeña del Margrave que, ciega como estaba, intentó liberarse de sus captores y correr junto a su padre. Karuth sintió en el pecho un dolor ardiente y sofocante, que le quitó el aire de los pulmones, haciéndole imposible aspirar. Se aferró frenéticamente al poco dominio de sí misma que le quedaba, luchando para no gritar, para no lanzar un chillido como el de la hija del Margrave, y se odió a sí misma por su egoísta aflicción cuando eran ellos los que padecían, ellos los que estaban perdidos, ellos los que estaban muriendo…
Entonces, como una tormenta de granizo terrible y mortífera, las piedras comenzaron a volar. Había mujeres que sollozaban entre la multitud, pero, aunque lo hicieran, alzaban los brazos y lanzaban los proyectiles y luego cogían más de las negras formas sombrías que los municionaban. El Margrave estaba atado a su horripilante montura y no podía caer ante los impactos; en vez de eso se agitaba como un pelele, dando sacudidas de aquí para allá, mientras la sangre le corría por el rostro, por los brazos, por el pecho, a medida que las piedras daban en el blanco. La criatura de ocho patas que se encontraba debajo se reía frenéticamente, impasible ante las piedras que rebotaban en su pellejo sin pelo. Entonces cayó la primera mujer. Después el niño pequeño…
—¡No! —La voz de Calvi surgió sin previo aviso, y la impresión atravesó a Karuth como un cuchillo. Se dio la vuelta y vio al joven Alto Margrave que agarraba la capa de Tirand, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas.
»¡No, no! —farfullaba Calvi—. ¡No puedo, no puedo, no puedo! Detenlo, Tirand… ¡En nombre de los dioses, detenlo, por favor! Sácanos de aquí… ¡si queda misericordia en el mundo, que alguien nos saque de aquí!
Tarod y Ailind intercambiaron una mirada, y Tarod hizo un breve gesto. Pronunció una palabra, de nuevo en aquella lengua extraña, y Karuth tuvo la sensación de que un enorme puño surgía de la piedra bajo sus pies y la lanzaba hacia el cielo. Intentó gritar, pero su voz pareció tener alas y alejarse volando, y se encontró girando y girando, atravesando de nuevo el vórtice que la desintegró y la volvió a juntar, para pasar de nuevo por el ruido y el silencio, el color y la negrura, una voz atronadora que reía…