—Ah, sí… —Tarod no pareció inquietarse—. Entiendo tu punto de vista; pero, para ser sincero, no creo que tengamos que preocuparnos de eso. Aunque Ailind haya leído en tu corazón que tus simpatías esenciales están con nosotros y que no eres un verdadero amigo de la usurpadora, también cree que, por encima de todo, lo que pretendes es conservar la piel al precio que sea. Cuando vea tu aparente cambio de bando, pensará que has llegado a la conclusión de que tienes más probabilidades de conservar la vida bajo la protección de Ygorla que bajo la mía.
Strann no pareció muy convencido.
—¿De veras, mi señor? Si puede leer mi mente…
—No puede, Strann, tenlo por seguro. Como ya sabe Karuth, Ailind no es la divinidad que todo lo sabe, cosa que quiere que crean los mortales, y no puede leer tus pensamientos individuales, de la misma forma que yo tampoco puedo hacerlo, ni podía hacerlo Yandros cuando se encontró contigo en la Isla de Verano. —Sonrió con repentino humor negro—. Si nosotros y nuestros primos del Orden fuéramos capaces de algo más que calibrar las inclinaciones básicas de nuestros seguidores humanos, te aseguro que entonces la vida sería tremendamente aburrida para nosotros, ¡y tremendamente peligrosa para vosotros!
Strann tragó saliva, sin conseguir esbozar una sonrisa, y el señor del Caos prosiguió.
—Como he dicho, Ailind creerá que has decidido unirte al bando que parece tener más probabilidades de ganar esta batalla. El Sumo Iniciado pensará lo mismo, y yo me aseguraré de que se vean alentados en esa creencia. No te harán caso… y no dudo que Ailind encontrará un detalle añadido en mi evidente disgusto ante tu deserción.
—Ya veo —asintió Strann, aliviado—. Entonces será mejor que ponga cuidado en evitar vuestra mirada a partir de ahora, ¿no es cierto, mi señor?
Tarod soltó una risa.
—Más te vale, Strann. —Se puso en pie—. Creo que por el momento no hay nada más que decir. Habrá que planear los detalles de esto, pero tenemos un pequeño respiro. Os dejaré ahora; no me cabe duda de que agradeceréis disfrutar de unas cuantas horas en privado, y ya hablaremos cuando el día esté más avanzado. —Hizo ademán de dirigirse hacia la puerta, pero se detuvo y los miró. En unos instantes, su estado de ánimo se había ensombrecido, dejando atrás toda ligereza, y, cuando habló, su expresión era seria y un tanto triste—. Lamento que esto sea necesario, y disfruto con ello tan poco como vosotros. Pero puede ser la única esperanza del Caos.
Karuth miró a otro lado, pero Strann sostuvo firmemente la mirada del señor del Caos.
—No estoy en posición de juzgar eso, mi señor Tarod —repuso—. Pero tengo muchas cuentas personales que ajustar con Ygorla. No pretendo ser valiente, ni estar motivado por algo que no sean mis preocupaciones egoístas; pero, si puedo hacer cualquier cosa que ayude a destruirla, ¡entonces, eso será compensación suficiente por todas las humillaciones que me ha infligido!
U
na hora antes del anochecer, cuando el sol se ponía sobre la espectacular línea costera de la Tierra Alta del Oeste, la señal de alarma que todos habían estado esperando sonó desde la torre del homenaje del Castillo. Las notas metálicas del cuerno, al resonar a través del patio, produjeron un cambio instantáneo en la atmósfera pues acabaron con la elevada tensión de la espera, y el miedo y la alarma dieron paso a una febril actividad. En otras circunstancias, muchos de los habitantes del Castillo podrían haber rezado a los dioses en semejante momento, pero, ahora que los dioses ya estaban entre ellos, no podían contar con semejante consuelo.
Desde su aguilera en lo alto de la torre, Tarod vio emerger la comitiva de Ygorla del desfiladero, en dirección al vertiginoso promontorio. El cielo estaba despejado y el sol arrojaba lanzas de luz de color rojo sangre contra los elevados terraplenes de las montañas, convirtiendo las grandes caras rocosas en murallas de fuego rosado. Los diez monstruos alados con el carruaje negro detrás surgieron lentamente de entre los picos, mientras que a su alrededor, como una oscura tormenta de nieve, revoloteaba una horda de elementales chillones y farfullantes.
La espectacular procesión pasó por la explanada en dirección al estrecho puente de piedra que salvaba el abismo entre el continente y el macizo rocoso del Castillo. Formas resplandecientes se separaron del enjambre de elementales, desplegándose en formación, y como heraldos de Ygorla volaron a toda velocidad hacia el Castillo. Tarod esbozó una débil sonrisa, muy particular, y se apartó de la ventana.
Debían de estar esperándolo en la sala de entrada. A Ailind no le había gustado que su adversario se uniera al comité de bienvenida, pero nada pudo hacer para evitarlo. El señor del Orden había pensado en principio ocultar su presencia a Ygorla, pero Tarod había desechado con desprecio aquella idea. ¿Con qué clase de criatura, preguntó, se creía Ailind que estaba tratando? Ygorla era medio demonio; pensar que no lo detectaría con la misma facilidad con que un perro olfatearía un rastro fresco era tan arrogante como estúpido. Ailind se había visto obligado a ceder, aunque con desgana, y tanto él como Tarod acompañarían al triunvirato cuando saliera a recibir a la usurpadora.
Cuando Tarod se dirigió hacia la puerta y la escalera de caracol que había tras ella, se produjo cierta agitación entre los trastos amontonados en el extremo más alejado de la habitación, y tres pequeñas siluetas se alzaron de donde habían estado durmiendo, en un viejo y destrozado diván. Uno de los gatos maulló e hizo ademán de saltar para seguirlo, pero Tarod alzó un dedo en señal de advertencia.
—No. Quedaos aquí, pequeños. A la usurpadora no le gustáis vosotros ni los de vuestra raza. Será mejor que esperéis.
Los animales volvieron a tumbarse, y Tarod abandonó la habitación. Al cerrarse la puerta tras él, hizo un pequeño gesto con una mano, y el oscuro pozo de escalera pareció invertirse por un instante y se encontró al pie de la torre, con la puerta exterior abierta ante sí. Al salir, los heraldos de Ygorla aparecieron por encima de la gran muralla negra exterior. La luz se desparramó sobre el patio, rivalizando con los últimos rayos del sol poniente, y una melodía dulce y cantarina llenó el aire. Tarod sonrió con cinismo al contemplar el ostentoso despliegue de la usurpadora y se dirigió a las puertas principales.
El mecanismo que movía las grandes puertas del Castillo se puso en funcionamiento con profundos chirridos y ruidos sordos que retumbaron en cada piedra. Cuando las puertas comenzaron a abrirse, una luz carmesí inundó el patio, resaltando las figuras que esperaban más allá de la torre del homenaje, y el cuerno que había anunciado la llegada de Ygorla volvió a sonar para anunciar la salida de sus anfitriones.
Tirand iba vestido con todos los ropajes ceremoniales del Sumo Iniciado, con una diadema dorada en la cabeza y una capa dorada de elevado cuello que le caía desde los hombros a los pies. A su lado caminaba la Matriarca, con el brazo apoyado rígida y formalmente en el del Sumo Iniciado, magníficamente vestida de prístino blanco, oculto su rostro y su expresión tras un velo plateado. A continuación venían Tarod y Ailind, cuyas vestimentas sencillas contrastaban severamente con el esplendor de la pareja; detrás de ellos, en el patio, ocupó su lugar en la escalera una falange de adeptos y hermanas escogidos que formarían una guardia de honor. Calvi, sin embargo, no formaba parte de la comitiva. Tarod se había dado cuenta y tenía sus sospechas acerca del motivo, pero una pregunta casual formulada a la Matriarca había encontrado una respuesta evasiva, y el señor del Caos no se sintió inclinado a ahondar más en el asunto.
Las puertas quedaron abiertas de par en par. Bajo el arco los dos dioses se detuvieron y esperaron, observando a Tirand y a Shaill que salían solemnemente a la explanada del macizo. Cuando la pareja hizo su aparición, el canto de los elementales de Ygorla que revoloteaban subió de tono y de excitación, y, en el mismo momento, la usurpadora y sus seguidores alcanzaron el puente.
La comitiva se detuvo, y por un instante la escena completa quedó congelada como capturada en un instante único y atemporal. Entonces la pequeña y solitaria figura en el carruaje flotante se volvió y alzó un blanco brazo en un gesto imperioso.
Su séquito, desde las cosas deformes que se agitaban alrededor del carruaje a los cantarines voladores que flotaban sobre los muros del Castillo, desapareció. La Matriarca dio un violento respingo, que hizo que Tirand la cogiera y la sujetara, e, incluso desde la distancia que los separaba, el grupo del Castillo escuchó la brillante y quebradiza risa de Ygorla. Lo que quedaba de la procesión volvió a ponerse en movimiento. El carruaje negro avanzó por el puente y tras él, balanceándose de forma precaria por el angosto paso, siguieron dos carretas tapadas con cortinas que habían acompañado a la usurpadora en su horrible avance a través de Hannik.
Cruzaron el puente y el carruaje se detuvo. Los dos grupos estaban separados por menos de treinta metros, y Tirand y la Matriarca comenzaron a avanzar por el césped. Los diez monstruos alados se posaron en el suelo, se agacharon y doblaron sus alas como si fueran gigantescos murciélagos, y el carruaje flotó durante unos instantes antes de posarse con suavidad sobre la hierba.
Desde la torre de homenaje del Castillo llegó de nuevo el sonido de los cuernos tocando una fanfarria. Siguiendo lo acordado de antemano, Tirand soltó el brazo de la Matriarca y se dirigió solo hacia el carruaje. Los horrores posados en el suelo le sonrieron, mostrándole largas hileras de dientes amarillos; Tirand se esforzó cuanto pudo en no hacerles caso, se detuvo y realizó una reverencia ceremonial.
—Señora. —Había aprendido el arte de la proyección, y su voz llegó clara y con autoridad mientras pronunciaba las palabras que Ailind le había enseñado con todo cuidado—. Nos concedéis un honor inexpresable al condescender a honrarnos con vuestra presencia aquí. Como Sumo Iniciado del Círculo es para mí un deber y un placer daros la bienvenida a la Península de la Estrella y poner a vuestros pies toda la hospitalidad que somos capaces de ofrecer.
Contemplando la solitaria figura de Tirand desde su carruaje, Ygorla sintió un escalofrío de vertiginosa excitación. Aquél era el momento para el cual su viaje y todos sus triunfos no habían sido más que un mero e irrelevante ensayo. Allí estaba el Sumo Iniciado en persona, humillándose ante ella al tiempo que le abría las puertas de su fortaleza. Y detrás de él, sin atreverse a acercarse más, estaba la Matriarca de la Hermandad, con todas las insignias ceremoniales que Ygorla recordaba tan bien de su propia infancia en Chaun Meridional. Y el Castillo, decorado como para una gran fiesta y todo en su honor.
Sí
, —pensó—,
oh, sí. Mi rata mascota ha hecho bien su trabajo. Si lo han dejado permanecer con vida, será recompensado por esto
…
Pero ¿dónde estaba el tercer miembro del triunvirato? Sabía que el hermano de Blis Hanmen Alacar estaba en el Castillo y que sin duda seguía gimiendo por la pérdida de su familia. Era muy probable que no hubiera tenido el valor para mostrarse ante ella y eso, también, le agradaba.
Tirand esperaba a que respondiera a su bienvenida. Ella aguardó unos instantes más, lo justo, pensó, para que él se sintiera incómodo e inquieto. Entonces, con un grácil movimiento se puso en pie y apartó su capa de pieles con un gesto dramático.
—¡Mi querido Sumo Iniciado! —Habló como si se dirigiera a un amigo muy querido pero de inferior condición, y en el más dulce de los tonos—. Me siento abrumada por tu bienvenida. Y la Matriarca en persona… ¡Ello me halaga doblemente! —Fingió un momento de vacilación—. Pero ¿no falta alguien? ¿Dónde está el hermano pequeño de mi predecesor, Calvi Alacar?
El rostro de Tirand se volvió inexpresivo.
—Calvi está… ah… indispuesto, señora. Lamenta profundamente no poder estar con nosotros para daros la bienvenida.
Ygorla sonrió agradablemente.
—Estoy segura de ello. Es una pena. Tenía muchas ganas de conocerlo. Ah, bueno, debo soportar mi decepción y refrenar mi ansiedad un poco más.
Y, desde el arco de las puertas del Castillo, una nueva voz dijo:
—Quizá, señora, nosotros podremos compensar en cierta medida la ausencia del Alto Margrave.
Ygorla alzó la cabeza bruscamente y se quedó helada. Tarod salió de las sombras del arco y se acercó por la explanada con tranquilidad y sin prisas. En el mismo instante, la usurpadora sintió un violento estremecimiento psíquico cuando Narid-na-Gost, escondido en la carreta con cortinas, advirtió la presencia del señor del Caos.
Tarod sonrió.
—Saludos, emperatriz.
A ella no le pasó inadvertida la callada corriente maligna en su tono de voz, y una ligera sonrisa apareció en su rostro.
—Señor —dijo dulcemente—, creo que no tengo el placer de conoceros.
Sabía lo que era, pero desconocía todavía su nombre. Tarod le devolvió la sonrisa mientras le dirigía una fría mirada de evaluación.
—Soy Tarod, hermano de Yandros —anunció el señor de Caos.
—Ah… ése. Pero, perdonadme si me equivoco, pero creí oír «nosotros».
—Es cierto —contestó Tarod, haciendo un gesto en dirección al Castillo—. Permitid que os presente a mi primo y contrario, Ailind del Orden.
Ailind salió del umbral de la puerta. No habló, no respondió a Tarod, sino que barrió la escena que tenía ante sí con una mirada de disgusto nada disimulado. Por unos instantes, Ygorla lo miró con algo parecido al asombro; luego su sonrisa se hizo más amplia y acabó dejando escapar una carcajada de satisfacción.
—¡Oh, pero si es espléndido! ¡No satisfechos con enviarme al Sumo Iniciado y a la Matriarca para rendirme homenaje, incluso los dioses mismos han venido para saludarme! —Echó hacia atrás su cabellera y la risa surgió de nuevo. No había esperado aquello, pero, tras el fugaz susto inicial, vio de pronto lo que significaba aquella nueva perspectiva. Los señores del Orden y del Caos habían enseñado sus cartas, porque el mero hecho de su presencia en el Castillo demostraba el grado de ansiedad y aprensión que había creado en los dominios más elevados. Con un arrebato de embriagadora euforia se dio cuenta de que los dioses la temían, mientras que ella no tenía nada que temer de ellos. Aquella pálida e insulsa criatura del Orden no tenía poder para tocarla, y Tarod, aunque tuviera dicho poder, no se atrevería a usarlo por miedo a poner en peligro la gema del alma de su hermano. Era invulnerable, y el saberlo la divertía enormemente, puesto que le abría un espectro de posibilidades completamente nuevo. El Caos y el Orden; podía hacer que se enfrentasen, burlarse de ellos, jugar con ellos y disfrutar del espectáculo de verlos bailar al son que ella deseara. ¡Oh, aquello sería una distracción nueva y realmente rara!