Llegó a la pequeña puerta que conducía a los sótanos de la biblioteca y comenzó a bajar por la escalera de caracol. Cada piedra del Castillo le resultaba familiar, y cada pequeño detalle le servía para agudizar aún más los recuerdos: un escalón traicioneramente gastado y mellado que cien años después todavía no había sido reparado; una sección de la pared por donde siempre se colaba la humedad, desprendiendo un olor a moho; otro lugar (sus dedos pasaron por encima del contorno) donde un estudiante muerto hacía mucho tiempo grabó sus iniciales en un gesto de desafío. Cosas triviales, ecos de antiguas vidas, tiempos pasados… Una sonrisa rápida e irónica apareció en la boca de Tarod al darse cuenta de que corría peligro de caer víctima del sentimentalismo. Yandros lo habría encontrado divertido. Su sonrisa cesó bruscamente al acercarse al final de la escalera y aparecer ante su vista la puerta de la biblioteca. Los recuerdos eran un lujo que podría permitirse en otra ocasión; tenía una labor mucho más inmediata de la que ocuparse.
En su franco discurso a los adeptos reunidos en la sala del Consejo, Tarod había omitido de forma deliberada un hecho importante. Le había contado al Círculo los planes que la usurpadora y su progenitor habían pergeñado para dominar su mundo, pero el Caos sabía que Narid-na-Gost no se contentaría con controlar únicamente el mundo de los mortales. Tenía mayores ambiciones; y la llave más poderosa para alcanzar dichas ambiciones se encontraba aquí, en los cimientos del Castillo.
Tarod y sus hermanos se daban perfecta cuenta de que muchas de las peculiares propiedades del Castillo eran un libro cerrado para los hombres y mujeres del Círculo. Algunas, como el Laberinto, no habían caído en desuso hasta años recientes, pero, incluso así, el lapso de tiempo había sido lo suficientemente largo para que se degradaran o fueran olvidadas. Otras llevaban inactivas mucho más tiempo, desde una época muy anterior a la formación del Círculo, de la Hermandad o de los Margraviatos, cuando el Caos había reinado sin trabas en el mundo mortal y otra raza de magos, con poderes inimaginables para el Círculo, habían hecho de la Península de la Estrella su fortaleza. Aquellos antiguos adeptos habían muerto hacía mucho tiempo, y su tipo de magia había desaparecido con el regreso de los seguidores del Orden al mundo; sus conocimientos y capacidades habían sido borrados de los anales de la historia, y con ellos se enterraron muchos secretos del Castillo. Pero ayer, por vez primera en muchos siglos, uno de los más importantes de dichos secretos había sido despertado de su largo letargo: la Puerta del Caos funcionaba de nuevo, y aquélla era el arma definitiva que Narid-na-Gost ansiaba controlar.
A Tarod no le cabía duda de que el demonio conocía la Puerta y sus propiedades. Narid-na-Gost era del Caos, y, aunque la Puerta había permanecido cerrada durante edades incontables, su existencia y su funcionamiento no habían sido olvidados en el dominio de los dioses. Sus poderes eran mucho más complejos e importantes de lo que Tarod le había dicho a Karuth, por lo que, si el control de dichos poderes cayera en manos de Narid-na-Gost, significaría el desastre, no sólo para el mundo de los mortales sino también para los señores del Caos. Pero ahora Narid-na-Gost no era la única amenaza potencial. Aunque el principal propósito de la Puerta era proporcionar un portal entre el mundo del Caos y el mundo de los hombres, también podía utilizarse para llegar a otros dominios; y, ahora que de nuevo estaba en funcionamiento tras siglos de letargo, existían muchas probabilidades de que el Círculo, con la activa connivencia de Ailind, intentara utilizarla para sus propios fines. Tarod tenía el propósito de impedir que sucediera semejante cosa.
La biblioteca se encontraba desierta, como ya sabía. Las antorchas estaban apagadas en sus soportes y el techo abovedado mostraba una negrura total, pero Tarod no necesitaba luz y se abrió paso hasta la puerta baja, casi escondida entre las estanterías, que llevaba al Salón de Mármol. De nuevo la sensación de familiaridad se apoderó de él cuando echó a andar por el estrecho pasillo que descendía, y por fin el suave resplandor gris plateado de la puerta del Salón comenzó a filtrarse por el pasillo. Pero entonces, de pronto, algo se interpuso, interrumpiendo su ensoñación y poniéndolo alerta.
Alguien había llegado al Salón antes que él. No era Ailind, pues habría notado la presencia del señor del Orden mucho antes. Pero había alguien… Al acercarse a la puerta de plata, Tarod aminoró el paso y concentró su atención hasta reconocer al intruso. Sonrió. Claro, era lógico. Hasta podía creer que el Sumo Iniciado había actuado por propia voluntad y no siguiendo los deseos de su amo…
La puerta se abrió ante Tarod sin hacer ruido, y entró en el Salón de Mármol. Incluso a través de las neblinas cambiantes de colores pastel, vio a Tirand enseguida. El Sumo Iniciado se encontraba al borde del círculo negro, en el centro del suelo de mosaico, contemplándolo, como si quisiera arrancarle sus secretos. Su figura, encorvada y tensa, era la imagen de una sombría y casi desesperada concentración, y Tarod, por un instante, estuvo a punto de compadecerse de él, porque, desde luego, no podía culpar a Tirand por su diligencia y devoción por lo que creía era su deber. Sin embargo, el sentimiento se fue tan rápido como había venido, y el señor del Caos dejó que sus pasos se hicieran audibles mientras atravesaba el mosaico en dirección al joven.
Tirand alzó la cabeza con rapidez y se dio la vuelta. Su boca se abrió para lanzar una reprimenda a quienquiera que hubiera cometido la temeridad de interrumpirlo; entonces vio quién era el intruso.
Tarod hizo un gesto de saludo.
—Sumo Iniciado, veo que perder el tiempo no es lo tuyo.
El miedo, el resentimiento y la inseguridad se mezclaron en la expresión de Tirand, pero uniéndolo todo había un algo de desafío.
—Creo, mi señor Tarod, que sería indigno de mi cargo si siguiera otro curso —respondió con rígida formalidad. Su mirada se posó un instante en la puerta; Tarod sabía lo que estaba pensando e hizo un gesto de indiferencia.
—Puedes quedarte o marcharte, Tirand, como quieras. Tienes perfecto derecho a estar aquí, y tu presencia no afecta en modo alguno lo que tengo que hacer. —Se acercó también al borde del círculo negro, y sus ojos lanzaron un destello de malicioso humor—. Aunque debo confesar que no alcanzo a ver qué esperas aprender si te limitas únicamente a contemplar la Puerta. ¿O tenías pensada otra cosa?
Tirand se ruborizó y no respondió. Tarod paseó lentamente alrededor del perímetro del círculo.
—Si tú y Ailind albergáis esperanzas de usar la Puerta para ventaja del Orden, os aconsejo fervientemente que lo olvidéis —le advirtió—. Imagino que no tengo que recordarte que ésta es una fuerza poderosa, y que entrometerse sin entender sus propiedades podría tener desgraciadas consecuencias.
El Sumo Iniciado se puso todavía más colorado.
—El Círculo no necesita ninguno de los artefactos del Caos —dijo a la defensiva.
—Me alegra saberlo —repuso Tarod con tono sarcástico—. Y doy por supuesto que el desagrado que te producimos te impedirá dar rienda suelta a tu curiosidad en el futuro. —Hizo una pausa—. No tengo nada personal contra ti, Tirand, por mucho que tus amos quieran hacerte creer otra cosa. Para ser franco, me eres indiferente, y probablemente eso está bien. Pero te advierto, por tu propio interés, que no intentes vencerme y no intentes imponer tu voluntad y tus prejuicios a aquellos que no compartan tu distorsionada visión del Caos.
Tirand lo miró.
—Haré lo que considere mi deber, mi señor Tarod. Ni más ni menos.
De nuevo aquella vena tozuda, pensó Tarod.
—Estoy seguro de que así será —dijo en voz alta—. Sólo pon cuidado en saber hasta dónde llega tu jurisdicción. Y no olvides que, al menos en un aspecto, luchamos en el mismo bando, te guste o no. Creo que eres lo bastante inteligente para tener eso en cuenta en los días venideros. No me falles.
Tirand siguió mirándolo durante unos segundos. Luego hizo una brusca reverencia, giró sobre los talones y salió del Salón.
Tarod lo observó hasta que la puerta de plata se cerró en silencio tras el Sumo Iniciado; luego suspiró y volvió a fijar su atención en el círculo negro. Las comparaciones eran injustas, pero de nuevo no podía evitar trazar paralelismos entre Tirand y Keridil Toln y encontraba que Tirand, tristemente, no estaba a la altura. Keridil nunca había sido amigo del Caos pero, cuando se estableció el Equilibrio, juró defender el derecho de sus semejantes a elegir sus lealtades siguiendo los dictados de sus conciencias. Había mantenido aquel juramento durante sesenta años, y su sucesor, Chiro Piadar Lin, había seguido fielmente su ejemplo. Pero Tirand… ¿Era necedad, se preguntó Tarod, o ciega arrogancia lo que lo hacía ir en contra de precedentes establecidos por hombres mejores e intentar que el mundo diera un vuelco? Tirand no era un idealista en el sentido clásico de la palabra. No tenía una misión, ni una meta brillante, ni la chispa ardiente del verdadero reformista. De hecho, si hubiera poseído esas cualidades, el Caos habría estado mucho mejor dispuesto hacia él. Era, sencillamente, un hombre parcial, y los acontecimientos recientes habían alimentado su parcialidad hasta el punto de que se había engañado creyendo que la suya era la única sabiduría y que dicha sabiduría debía ser impuesta al mundo, tanto si el mundo lo quería como si no.
Y, detrás de los prejuicios de Tirand, se encontraba la mano exangüe y opresiva de Aeoris del Orden…
Tarod se sintió inundado por una ola de desprecio, y por un instante un aura oscura cobró vida alrededor de su cuerpo, antes de que la controlara.
Aeoris, siempre Aeoris. Nunca había aceptado la derrota del Orden durante los turbulentos tiempos del siglo pasado, y, desde el día de la gran batalla entre los dioses, había esperado, como una serpiente aletargada pero vigilante, una oportunidad para atacar al Caos y recuperar su antigua ascendencia sobre el mundo de los mortales. Aeoris quería todo o nada; para él no podía haber medias tintas, y a sus ojos la guerra no había terminado, ni mucho menos, y no terminaría hasta que uno u otro bando fuera totalmente aplastado. Ahora que el Caos se veía comprometido por la traición de una de sus propias creaciones, había aprovechado la oportunidad para influir en el Círculo mediante su débil e inexperto líder y sembrar las semillas de una estrategia destinada a terminar con el Equilibrio sin remedio. No podía culparse a Tirand. Sus únicos defectos verdaderos eran su credulidad y la falta de seguridad en sí mismo, que lo hacían estar demasiado dispuesto a capitular ante un poder mayor. Si el Sumo Iniciado supiera la verdad, pensó con malignidad Tarod, su punto de vista podría cambiar. A los señores del Orden no les importaban los estragos que Ygorla y su progenitor causaran en el mundo de los mortales; sólo querían utilizar la situación contra su antiguo enemigo, el Caos. Pero intentar convencer de eso a Tirand sería inútil. Ailind, y a través de él Aeoris, ya se había ganado la inquebrantable confianza del Sumo Iniciado, y, dadas las restricciones del pacto creado por el Caos, Tarod nada podía hacer para cambiar las cosas.
Miró de nuevo en dirección a la puerta de plata, y su mente registró el hecho de que Tirand había dejado la biblioteca y se encaminaba a sus aposentos. Volvió su atención al círculo, concentró su voluntad y alzó la mano izquierda, con la palma hacia afuera. Las pálidas neblinas del Salón se estremecieron. Una columna de oscuridad se materializó sobre el círculo, y dentro de la oscuridad, apenas visible, apareció el contorno espectral de una gran puerta negra. El portal continuaba abierto, desde que Karuth había realizado el Parlamento de la Vía que lo había arrancado del letargo; y, más allá de su masa oscura, colores y formas innombrables se movían en el vacío interdimensional. De nuevo, Tarod hizo un gesto con la mano izquierda, describiendo un arco en el aire. Un halo gélido y verduzco comenzó a brillar en torno a la puerta, con diminutos puntos de luz chispeante semejantes a fragmentos de mica en la roca. Se produjo una distorsión de la perspectiva, como si un reflejo en aguas tranquilas se hubiera agitado de pronto, y el aire cercano a la columna se estremeció brevemente, sugiriendo que algo había emitido una nota muy por debajo del espectro audible. Cuando cesó el estremecimiento, la perspectiva volvió a estabilizarse y, en el interior de la columna, la puerta estaba cerrada.
La imagen se fue desvaneciendo lentamente hasta que tanto ella como el halo pálido ya no fueron visibles. Satisfecho, Tarod bajó la mano, y la columna de oscuridad desapareció también, dejando sólo el círculo, ahora inactivo, en el mosaico del suelo circundante. La verdad era, como sabía Tarod, que cerrar la Puerta del Caos tenía poco valor práctico como medida de precaución, porque cualquiera que quisiera tantear los secretos de la Puerta no tenía más que repetir el ritual de Karuth del día anterior para volver a activarla. Sin embargo, a pesar de la incursión de Tirand al Salón, Tarod creía que no se realizaría ningún intento serio de usar la Puerta, y el nexo que ahora había establecido con ella le garantizaba que advertiría inmediatamente cualquier intento de manipularla. Por ahora, al menos hasta la llegada de la usurpadora y su progenitor, eso sería suficiente.
Miró pensativo durante largo rato el Salón, viendo en sus dimensiones más de lo que cualquier ojo mortal podría ver. Luego dio la espalda al círculo negro en el suelo de mosaico y a las siete estatuas de los dioses, que se alzaban en las pálidas neblinas en movimiento, y se dirigió hacia la puerta de plata.
—Lo siento, Karuth. —Sanquar, su ayudante y segundo médico del Castillo, vio la expresión de rígido control de Karuth, y su tono sonó desesperado—. Ojalá no hubiera tenido que decírtelo. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? —Se mordió el labio inferior con una mezcla de vergüenza y compasión—. Fueron sólo algunos. No todos. No todos, ni mucho menos.
Karuth supo que probablemente mentía o como mínimo exageraba, en un esfuerzo por hacer más llevadera la noticia, y sacudió la cabeza.
—Está bien, Sanquar; no hace falta que me lo digas con amabilidad o que finjas que sólo se trata de unos cuantos casos aislados. Enseguida me habría enterado por las malas; es mejor que tú me lo digas a que quede yo como una estúpida. —Dejó con cuidado su bolsa de médico sobre la mesa, y resistió el impulso de mandar al diablo el dominio de sí misma y arrojarla al otro lado de la habitación—. No estaría bien, ¿verdad?, que preguntara quiénes fueron los que más se opusieron.