Ailind habló, con tranquilidad, pero enfáticamente.
—Nada tienes que temer del Caos, Tirand. No importa qué quiera hacerte creer Tarod: no tiene poder sobre ti. Estás bajo mi protección. —Hizo un gesto descuidado, casi despectivo hacia los adeptos que observaban—. Responde a su pregunta. Para mí carece de importancia.
El señor del Orden sonreía, y Tirand se enfrentó a la fría mirada de Tarod con una repentina seguridad que no surgía totalmente de él.
—Sí —dijo con claridad—. Es verdad. Y eso no cambia nada.
Se levantó una ola de susurros cuando sus compañeros lo escucharon. Entonces la anciana se levantó bruscamente de la silla. Su rostro estaba pálido.
—Tirand…, ¿nos estás diciendo que…, que todo este tiempo hemos tenido entre nosotros a un señor del Orden, y que has mantenido su presencia en secreto?
Tarod la miró.
—Eso es precisamente lo que os está diciendo el Sumo Iniciado, señora. Siguiendo órdenes de este ser en quien el Círculo fue lo bastante estúpido como para depositar su confianza, él, y unos cuantos más, os han engañado.
Un hombre moreno y fornido tomó la palabra. Miró al Sumo Iniciado, luego a Tarod y finalmente a Ailind y, con un esfuerzo, se dirigió directamente al señor del Orden.
—¿Es verdad, señor? ¿Sois…? —Tragó saliva—. ¿Sois uno de nuestros siete dioses?
Al inclinar la cabeza, la expresión de Ailind resultó indescifrable.
—Lo soy.
—¡Dioses! —Entonces, al darse cuenta de lo que acababa de decir, el adepto se puso colorado—. Perdonadme, no quería ser irrespetuoso, No…
Tarod interrumpió sus titubeos con una seca sonrisa.
—Ahorraos vuestra vergüenza, adepto. Vuestro juramento es un cumplido.
El hombre recuperó el dominio de sí mismo y asintió. Luego, todavía no del todo seguro en su actitud, se volvió hacia el Sumo Iniciado.
—¿Por qué mantuviste esto en secreto, Tirand? ¿Por qué no nos lo dijiste? Todo el tiempo, sin saberlo…
Desde algo más lejos, una nueva voz dijo:
—No tenía elección. Ninguno de nosotros la tenía.
Se habían olvidado de Karuth. Se acercó al fuego, y la postura de Tirand se hizo de pronto más rígida al ver el brillo acerado de su mirada. Karuth no le hizo caso y miró directamente al desconcertado adepto.
—No voy a negar mi participación —declaró—. Yo también guardé el secreto. —Lanzó una rápida mirada en dirección a Ailind, que podría haber contenido un cierto desprecio, aunque bajo la incierta luz era imposible asegurarlo—. Mi hermano no es más culpable que cualquiera de nosotros. Como he dicho, no podíamos elegir.
La anciana habló de nuevo.
—¿Cuántos más había, Karuth? ¿Quién más lo sabe?
Karuth vaciló, y Tarod habló en su lugar.
—Otros cuatro, señora. La Matriarca, aunque me apene decirlo; vuestro Alto Margrave, este buen adepto —señaló a Sen, quien no pudo sostener su mirada— y otro miembro superior de vuestro Consejo que no está presente en esta reunión. Por razones que sólo él sabe, vuestro dios decidió ocultar su presencia al resto de sus fieles. —Sus felinos ojos se endurecieron repentinamente—. Debéis dar las gracias al adepto médico Karuth Piadar por el hecho de que haya sido desenmascarado. Sólo ella tuvo el valor necesario para desafiar las prohibiciones que a todos os fueron impuestas e invocar al Caos para… digamos que para recuperar el equilibrio.
Tirand apretó las mandíbulas y miró a Tarod. Por un instante, su mirada pareció perdida, como si fuera víctima de una conmoción. Luego, como si no existieran ni el señor del Caos, ni Ailind ni ninguno de los adeptos presentes, se encaró lentamente con su hermana.
—¡Desde este momento ya no eres un adepto! —exclamó, con voz temblorosa de furia—. Declaro sobre ti el anatema. Te expulso del Círculo… ¡y ojalá las presentes circunstancias no me impidieran desterrarte de este Castillo para que te pudrieras en la oscuridad!
Las palabras de Tirand hicieron aflorar de nuevo todas las quejas, los resentimientos y la amargura de la vieja pelea entre los dos, y las mejillas de Karuth se encendieron. No pudo controlar su lengua y ni siquiera lo intentó, sino que replicó con un veneno equiparable al de Tirand.
—Puedes ser el pelele de Ailind, ¡pero Ailind ya no goza de total libertad aquí! —contestó con furia—. Y te recuerdo que el Círculo no consiste únicamente en su Sumo Iniciado. Tu palabra no es ley inmutable, hermano, ¡y tu anatema no me impresiona!
—¡No te atrevas a llamarme hermano! —explotó Tirand—. ¡No tengo hermana! ¿Me entiendes? ¡La furcia mentirosa que tengo ante mis ojos no es de mi sangre!
Se produjo un silencio momentáneo y tenso. Como dos gatos enzarzados en una pelea, Tirand y Karuth estaban frente a frente, sin hacer caso de quienes los contemplaban asombrados. Nadie más habló, ninguno hizo el menor gesto para intervenir. Aquello se había convertido de repente en una feroz pelea personal, y, aunque todo el Círculo pudiera saber de la desavenencia entre el Sumo Iniciado y su hermana, ver un alarde público tan vergonzoso era algo muy distinto. Entonces, con gesto violento, Karuth se llevó la mano al hombro. Se escuchó el ruido de la tela al desgarrarse cuando se arrancó del vestido la insignia de oro de adepto. La apretó en el puño y su voz cortó la atmósfera como si fuera una daga afilada.
—Nos entendemos, Tirand Lin. Escupo sobre el Círculo… ¡Y escupo al cobarde servil que se hace llamar su líder!
Arrojó la insignia contra Tirand, y lo alcanzó por encima del ojo derecho; Tirand se llevó una mano al rostro a la vez que lanzaba un grito de indignación, y tanto Tarod como Ailind se adelantaron al mismo tiempo…
—¡Karuth! ¡Tirand! —La Matriarca Shaill empujó hacia atrás su silla y se puso en pie. Se adelantó, sin hacer caso de los dos dioses, y se interpuso entre hermano y hermana.
—¡Esto es vergonzoso! —Shaill mostraba verdadera ira en tan raras ocasiones que su furia resultó por ello mucho más sorprendente, y dejó a todos parados en seco. La Matriarca lanzó a Tirand y a Karuth una dura mirada—. ¡Incluso un par de mocosos se portarían mejor! ¡Esto no puede tolerarse!
Hubo una larga pausa. Por fin, Tirand bajó la vista y musitó algo que podía ser una disculpa. Karuth intentó aguantar la mirada de Shaill pero no fue capaz, y acabó clavando la vista en el suelo. Shaill siguió mirándolos con fijeza hasta estar segura de que ninguno de los dos iba a lanzarse a un nuevo ataque, y entonces se permitió relajar su postura un tanto.
—Creo que todos hemos tenido bastante por esta noche —declaró. Su voz no era del todo firme, pero su mirada seguía conservando la misma dureza cuando recorrió el grupo de personas reunidas, esperando a ver si alguien se atrevía a llevarle la contraria. Nadie lo hizo—. Sugiero de todo corazón, con el mayor respeto para ambos, mis señores —hizo una rígida reverencia, primero a Ailind y luego a Tarod—, que sería lo más prudente retirarse ahora a descansar, con la poca elegancia que nos quede, antes de que este asunto se nos escape totalmente de las manos. —Aspiró el aire con los dientes apretados—. Nada más diremos de esta desgraciada escena, sino que disculparemos a la médico adepto Karuth y al Sumo Iniciado, confiando en que una noche de sueño les dará motivos para sentirse justamente avergonzados. —Hizo otra pausa antes de proseguir—: De hecho, a todos nos iría bien una buena noche de sueño. Asuntos muy graves han salido a la luz durante esta velada. Estaremos mucho mejor preparados para afrontarlos, cosa que desgraciadamente parece que debemos hacer, con las cabezas descansadas y despejadas.
Dirigió a todos una última mirada, cediendo un poco solamente al encontrarse con las miradas de Tarod y de Ailind; luego se dio la vuelta y, con gran dignidad, echó a andar hacia las puertas. A medio camino, se detuvo y miró hacia atrás.
—Si en medio de esta crisis mortal no sabemos hacer nada más que hundirnos al nivel de pendencias y rabietas —dijo—, entonces, no importa cuáles sean nuestras lealtades, me temo que poca esperanza nos queda.
E
l Sumo Iniciado se dirigió hacia su dormitorio en el piso superior del Castillo; cualquier adepto con capacidad extrasensorial se habría apartado apresuradamente de su camino como si huyera de un Warp. Aparentemente, Tirand mantenía una pétrea inmovilidad en su rostro, pero en los ojos llameaban las emociones que se agitaban en sus entrañas hasta el punto de sentir que la única esperanza de alivio sería explotar físicamente.
Pero no deseaba el alivio. Deseaba vengarse. Vengarse de Karuth por su descarado desafío tanto a él como a Ailind; vengarse por hacerle perder los estribos y obligarlo a sufrir acto seguido la humillación de la reprimenda de Shaill. Y, sobre todo, vengarse del Caos, arquitecto de todo aquel horrible desastre. Unos minutos antes, cuando la reunión se disolvió y, en una atmósfera de extrema tensión, cada uno se marchó por su lado, intentó hablar con Ailind. Pero el dios no se mostró dispuesto a escuchar; observaba a la criatura del Caos como un gato observa a una serpiente, y despidió a Tirand con un seco «Por la mañana, Sumo Iniciado» antes de alejarse. Tirand nunca había tenido facilidad para odiar, pero en aquel momento odiaba al Caos con cada partícula de sentimiento que su alma era capaz de arrancar de sus profundidades. Y su hermana, aquella perra mentirosa, descreída y traicionera que era su hermana, que había conspirado con ellos, se había asociado con ellos, y se había dispuesto a echarlo todo a perder…
Aquella parte de sí mismo que todavía se aferraba mínimamente a la racionalidad sabía que estaba exagerando su reacción, pero a Tirand no le importaba. Nunca en toda su vida se había sentido tan furioso como para sentir el impulso de matar, pero en aquel momento habría asesinado a Karuth sin ningún remordimiento.
Su dormitorio se encontraba en el siguiente pasillo. Se acercaba a la intersección, sin importarle si el ruido de sus pasos molestaba, cuando una de las puertas que daban al pasillo se abrió con un chirrido de sus goznes. Tirand no le habría hecho caso —en su actual estado de ánimo no creía poder hablar educadamente con nadie— pero una voz, ansiosa y no del todo firme, pronunció su nombre.
—¡Tirand! —Era Calvi Alacar, el Alto Margrave. Tirand se detuvo, reprimió la tenebrosa necesidad de contestar de mala manera y se volvió.
Calvi estaba en la puerta de su dormitorio. Todavía iba vestido, pero había cogido una manta de su cama y se la había echado por encima. Su juvenil rostro mostraba un color enfermizo, tenía el pelo rubio húmedo de sudor y parecía estar temblando.
—Tirand… —Tras echar un rápido vistazo al pasillo para asegurarse de que no había nadie más, Calvi se acercó con pasos presurosos al Sumo Iniciado, y casi tropezó con el borde de la manta que rozaba el suelo—. Tirand, ¡tengo que hablar contigo! Es acerca de Karuth… Ella… Oh, dioses, no sé por dónde empezar. ¡Estaba tan asustado! No me atreví a bajar; he estado en mi cuarto, intentando pensar, intentando…
La voz de Tirand lo interrumpió bruscamente en mitad de la frase.
—¿Karuth? ¿Qué le pasa?
—Ella… Ocurrió en el Salón de Mármol; ya sé que no debería haber entrado allí, pero sabía que algo andaba mal, de manera que… —Sus palabras se perdieron cuando vio la expresión del Sumo Iniciado.
—¿Sabes lo que ha hecho? —inquirió Tirand con aspereza.
El rostro de Calvi se volvió todavía más pálido.
—Entonces el emisario del Caos…
—Está en el Castillo y se ha dado a conocer ante mí, sí —contestó el Sumo Iniciado, frunciendo el entrecejo—. ¿Cómo lo descubriste?
El joven cerró un instante los ojos, como si intentara borrar un recuerdo desagradable.
—Yo estaba allí. Intenté detenerla pero no me hizo caso. La vi realizar el ritual; lo vi aparecer a él… —Se llevó un puño a la boca—. Dioses, Tirand, ¡nunca en toda mi vida había pasado tanto miedo!
El pozo de razón de Tirand casi se había secado pero le quedaba la suficiente racionalidad para salir a la superficie y frenar el impulso de maldecir a Calvi por estúpido y pusilánime. No habría podido impedir que Karuth llevara a cabo sus propósitos. Conociendo a su hermana, Tirand dudaba que nada la hubiera detenido, a excepción de recurrir a la fuerza bruta, y Calvi no tenía ni el temperamento ni la capacidad física para eso. Imaginaba cuál había sido el planteamiento de Calvi: una dulce llamada a la razón. E imaginaba la respuesta de Karuth.
Calvi dijo en tono vacilante:
—¿Qué vamos a hacer?
—¿Hacer? —La risa seca y sin ningún humor de Tirand hizo temblar brevemente una antorcha cercana—. Por lo visto, no podemos hacer nada. Ni el Sumo Iniciado, ni el Alto Margrave ni la Matriarca ni el poder combinado del Círculo pueden influir en la situación lo más mínimo.
—Pero nuestro señor Ailind…
—Ni siquiera nuestro señor Ailind tiene control sobre el Caos en este mundo. El hermano de Yandros está aquí, y nadie puede hacerlo volver al lugar de donde ha venido. Argumenta —la boca de Tirand se torció en un gesto furioso— que Karuth tenía tanto derecho a invocarlo como yo y el Concilio de Adeptos a invocar a los señores del Orden.
—¡No puedo creerlo! —exclamó Calvi impetuosamente.
—Claro que no; es una ruptura descarada de todas las leyes del Círculo. Pero, como parece que Karuth Piadar se considera exenta de su juramento de obediencia, ha despreciado la ley y, claro, el Caos está más que contento de encubrirla. —Se estremeció—. Me da miedo pensar en la catástrofe que su emisario pueda provocar. No cabe duda de que querrá sabotear los planes de nuestro señor Ailind para combatir a la usurpadora y que instigará alguna oscura trama inventada por el Caos. Y no tenemos el poder para impedir que haga lo que quiera.
Calvi sacudió la cabeza.
—¡Me cuesta creer que Karuth pudiera cometer semejante acto de traición! Desobedecer al Círculo es una cosa, pero atreverse a desafiar a nuestro señor Ailind…
—No pretendo comprender sus motivos —lo interrumpió Tirand sombríamente—, y ya no me interesan. En lo que a mí concierne, Karuth ya no es un adepto del Círculo y tampoco es mi hermana.
Calvi abrió mucho los ojos, asombrado.
—¿La has expulsado? —preguntó desolado.
Tirand no quería discutir aquel tema; sus sentimientos acerca de la pelea en público seguían demasiado encrespados y demasiado ambiguos para sentirse cómodo.
—Su futuro aquí es asunto del Consejo de Adeptos —repuso con rigidez, evadiendo dar una respuesta directa.