LA PUERTA DEL CAOS - TOMO III: La vengadora (4 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

Calvi estudió un momento su rostro, y pensó mejor lo que iba a decir. Bajó la mirada.

—Dioses —dijo con aire infeliz—, qué tremendo desastre.

Tirand lo miró con amargura.

—Dudo que alguna vez hayas dado tanto en el clavo, amigo mío. Pero, nos guste o no, lo hecho, hecho está y debemos aceptarlo lo mejor que podamos. —Hizo una pausa—. Tengo la intención de convocar un pleno del Consejo mañana por la mañana. Ocurra lo que ocurra, ahora es esencial que presentemos un frente unido de lealtad al señor del Orden y contra las maquinaciones del Caos, y necesitaré el apoyo del triunvirato. ¿Puedo contar contigo, Calvi?

El joven se ruborizó.

—¡Pues claro!

—¿Incluso si Karuth y yo nos enfrentamos en todos los aspectos? No es mi intención ofenderte, pero sé que siempre la has admirado, y no quiero que te encuentres en una posición comprometida.

—No. —El rubor de Calvi se hizo más intenso y se extendió a su cuello—. No, Tirand, no hay posibilidad de ambigüedad —contestó, sosteniendo la mirada del Sumo Iniciado, aunque con cierto esfuerzo—. No puedo dejar de querer a Karuth; el afecto no se extingue así como así, como quien apaga una vela. Pero la admiración y el respeto… bueno, eso es otra cuestión, ¿no crees? Cuenta con mi apoyo. —Hizo una mueca—. Por poco que valga.

—Vale mucho —aseguró Tirand.

—En cuanto a eso… —Calvi intentó reír, pero no lo consiguió—. Bueno, ya veremos, ¿no crees? —Encogió los hombros, tapados por la manta—. Será mejor que te deje dormir un poco.

Tirand asintió.

—Te veré a la hora del desayuno —repuso. Sabía que no le apetecería desayunar, pero debían mantenerse las apariencias.

—Yo… ah… creo que quizá no pueda… —Calvi trató de expresar con un gesto lo que quería decir; luego miró a Tirand con una mezcla de vergüenza y sentimiento de culpa—. Creo que preferiré quedarme en mi habitación hasta la hora de la reunión.

Tirand se preguntó sombríamente a qué habría sido sometido Calvi en el Salón de Mármol para que su valor hubiera disminuido hasta aquel nivel. Pero no hizo comentario alguno.

—Como quieras —se limitó a decir—. Buenas noches, entonces.

—Sí. O, si no es una buena noche, rezaré para que al menos sea una noche tranquila.

Mientras se alejaba por el pasillo, Tirand reflexionó acerca del rubor que había marcado el rostro de Calvi cuando se planteó la cuestión de la lealtad. ¿Calvi y Karuth? No, imposible. Se habría dado cuenta de haber existido algo entre ellos; habría escuchado algún rumor, por pequeño que fuera. Además, Calvi era diez años más joven que Karuth y ella…, ni siquiera ella sería tan estúpida para meterse en semejante lío.

Calvi, sin embargo… El Sumo Iniciado frunció el entrecejo. La línea divisoria entre la admiración y el enamoramiento podía ser precariamente fina, y Calvi siempre había sido impresionable. Si albergaba esperanzas, deseos no cumplidos, aquello podría representar una complicación añadida, algo que Tirand no deseaba en absoluto.

Se paró y miró hacia atrás. Calvi había desaparecido y su puerta estaba cerrada. De pronto, la ira de Tirand, que se había aplacado un tanto mientras hablaban, regresó. Pero esta vez tenía el suficiente dominio de sí mismo para mantenerla a un nivel manejable y desechar la idea de regresar a la habitación de Calvi para abordarlo con el problema. Ya tenía bastante de que preocuparse. Más que suficiente.

Un portazo un minuto más tarde fue la única exteriorización de cómo se sentía el Sumo Iniciado, cuando llegó al refugio de su dormitorio.

Iluminado sólo por el mortecino resplandor del fuego, el comedor, enorme y vacío, producía una sensación débilmente hostil. A medida que el fuego se iba extinguiendo, la temperatura descendía con rapidez. Karuth se estremeció y se ciñó el chal en torno a los hombros mientras esperaba respetuosamente a que Tarod saliera antes que ella.

El señor del Caos no parecía tener ninguna prisa por salir. Estaba cerca de la chimenea, contemplando las altas ventanas, el entablado de la pared, las largas hileras de mesas y bancos, la galería con cortinas por encima de la chimenea. No veía su expresión, pero tenía el aspecto de alguien que, al regresar a casa tras una prolongada ausencia, se toma su tiempo para contemplar de nuevo el entorno conocido y disfrutar de él. Karuth sabía que, cien años antes, Tarod se había encarnado en forma humana y había crecido en el Castillo como iniciado del Círculo. La narración de cómo aquel joven adepto había revelado al fin su verdadera naturaleza y había empleado sus asombrosos poderes para hacer regresar del exilio al Caos y establecer la nueva era del Equilibrio pertenecía ya a la historia, y a Karuth le producía un extraño escalofrío pensar que aquella figura del lejano pasado y el dios a quien había invocado esta noche eran uno solo. Intentó imaginar a Tarod en aquellos días lejanos, de niño, de adolescente, de joven, estableciendo amistades y rivalidades, sobresaliendo en ciertas asignaturas, pero fracasando en otras; viviendo, de hecho, una vida que tenía muchos paralelismos con su propia experiencia juvenil. Pero le falló la imaginación, y dejó de lado aquellos pensamientos con un estremecimiento.

Él parecía perdido todavía en sus ensoñaciones, sin advertir la presencia de Karuth. Se preguntó si no estaría entrometiéndose, pero, aunque la prudencia le decía que debería marcharse, otro impulso más fuerte la obligaba a quedarse. Paradójicamente, se sentía más segura en su presencia que a solas, a pesar de todo lo ocurrido. O quizá, pensó, si era sincera consigo misma, precisamente por todo lo que había ocurrido; porque, pasara lo que pasara, después de los acontecimientos de aquella noche, sabía que sería una paria a los ojos del Círculo, y por lo tanto una paria a los ojos de todos los habitantes del Castillo. No esperaba menos; de hecho, antes de realizar el ritual que había abierto la Puerta del Caos, una parte de su ser había encontrado un perverso placer ante aquella perspectiva. Pero, mientras que la expectativa dramática y llena de orgullo de verse sometida a ese papel había encerrado cierto atractivo, la dura realidad estaba resultando un asunto completamente distinto. No había contado con la terrible sensación de pérdida e inseguridad ocasionada al encontrarse de pronto expulsada de la única sociedad que conocía. Tampoco había contado con el miedo que venía justo detrás del aislamiento. No era un miedo lógico; no se trataba, por ejemplo, del miedo a la hoja de un cuchillo en un pasillo a oscuras de noche, o al veneno en una copa de vino, pues aquélla era una época civilizada. Era el miedo informe pero devastador de saber que no tenía ningún amigo.

O casi ninguno. Tarod había conocido en tiempos el amargo aguijón de ser un exiliado, y Karuth se atrevía a creer que los recuerdos de su experiencia despertaban en él compasión y afinidad por sus apuros. Pero eso, aun si fuera verdad, nada garantizaba.

¿Se aventuraría a comprobarlo? Aquél era otro motivo para permanecer en la sala, aunque estaba inextricablemente ligado a otros, y a la sencilla necesidad de no quedarse sola. Pero ahora no estaba segura de tener el valor para abordar el tema con Tarod.

Estaba tan preocupada por sus pensamientos que no se dio cuenta de que él la observaba, por lo que dio un respingo cuando pronunció de pronto su nombre.

—Karuth. —Sus verdes ojos parecían la mirada de un gato en la semipenumbra—. Creí que te habías marchado con los demás.

Parpadeó rápidamente, intentando recuperar la compostura.

—No, mi señor. Yo… —El gusano de la autocompasión se agitó—. Sospecho que los demás no recibirían mi compañía con agrado.

Tarod no hizo ningún comentario, pero ella sintió que su pequeña demostración de amargura ni lo impresionaba ni lo emocionaba. Él se acercó y le tocó la mejilla con la palma de la mano.

—Tienes frío.

—No; de verdad, estoy bien. —Se apartó, agradecida por el contacto, pero al mismo tiempo recelosa—. Gracias… —Tragó saliva, con la sensación de que algo quería atascarse en su garganta.

—De todas formas, deberías acostarte. Nada más hay que hacer esta noche.

Karuth asintió sin mucho convencimiento; luego lo miró.

—¿Y vos, mi señor? No hemos preparado habitaciones para vos… Si me decís qué necesitáis, yo…

La hizo callar con un movimiento de la cabeza.

—No hace falta. Yo me acomodaré. —Esbozó una sonrisa ligeramente malévola—. No soy Ailind; no requeriré alojamiento espléndido ni doce criados corriendo detrás de mí para recordar a todo el mundo que estoy aquí. —Le cogió el brazo en un gesto ceremonioso pero amigable y la condujo hacia las puertas de doble hoja—. Vete a la cama, Karuth, e intenta dormir. Aunque ahora te parezca improbable, con la luz del día verás tus dudas con otra perspectiva.

Estuvo a punto de decir «No tengo dudas», pero se contuvo, al comprender que él había juzgado sus sentimientos mejor de lo que podría hacerlo ella. Sabía que se la estaba quitando de encima de forma amable y no quería discutir con él, pero sabía también que aquella noche le costaría conciliar el sueño, si es que conseguía dormir. Y había otra cuestión, todavía sin resolver…

Llegaron ante la puerta. Tarod la abrió; luego se detuvo y soltó una risa divertida y suave.

Ante la puerta del comedor, silenciosos en el suelo, esperando, estaban los gatos. Debían de ser entre quince y veinte de todos los colores, tamaños y edades, y todos y cada uno miraban alertas, casi extáticos, a la cara del señor del Caos. Uno, el gato gris que en el pasado se había pegado a Karuth tan a menudo, abrió la boca y emitió un maullido que sonó como una bienvenida.

—Vaya, vaya —dijo Tarod, y su voz mostraba auténtico placer—. Había olvidado que el Caos tiene estos buenos amigos entre los habitantes del Castillo.

Los gatos se acercaron, ronroneando, y se frotaron contra sus piernas y contra la falda de Karuth. Tarod se agachó y los acarició uno por uno; luego miró sonriendo a Karuth.

—Hubo una ocasión en la que tuve buenos motivos para sentirme agradecido a uno de sus antepasados —comentó—. Una criatura muy parecida a este pequeño animal gris, ahora que lo pienso.

Karuth sintió, aunque débilmente, un aura de calor y placer que emanaba de las mentes telepáticas de los gatos. Su estado de ánimo le dio confianza, al igual que su inesperado efecto sobre Tarod, quien con aquella muestra de afecto parecía de repente más asequible.

Karuth habló antes de que la abandonara el valor.

—Mi señor, quería pediros algo.

Los ojos verdes brillaron con despreocupado interés.

—Ah, ya me parecía. ¿Qué te inquieta?

Se sintió estúpida; de nuevo él había adivinado sus pensamientos, y no debía haber esperado menos. Cogió aliento y entrelazó con fuerza las manos.

—Se trata de Strann, mi señor.

—¿Strann? —El tono de voz y la expresión de Tarod no permitían el menor atisbo de su reacción interior—. ¿Qué le ocurre?

—Yo… —Y pensó:
No des rodeos; di la verdad
—. Temo por él. —Se pasó la lengua por los labios, que de repente sentía incómodamente secos—. Sé que cometió una equivocación, y que en cierto sentido fracasó en la misión que Yan…, que vuestro her…, que nuestro señor Yandros le impuso; pero creo que es un aliado sincero, y sin la protección del Caos puede estar en peligro si el Sumo Iniciado o… o cualquier otro fuera a… —Se dio cuenta de que estaba balbuceando, poniéndose en ridículo, y dejó la frase a medio acabar.

Tarod acarició una última vez al gato gris con la yema de un dedo y se enderezó.

—¿Crees que Ailind puede desquitarse con Strann ya que no puede hacerlo contigo?

Había expresado sus sentimientos con tal exactitud que sus mejillas se encendieron.

—Sí —dijo.

—¿Dónde está Strann?

—En una habitación del ala principal. Sigue prisionero, por mucho que las apariencias sugieran otra cosa. Y hay otra cuestión…

Tarod le lanzó una inquisitiva mirada, y, aunque no tenía intención de decir nada más en principio, Karuth se encontró contándole la historia de la mano derecha destrozada de Strann: la broma particular de Ygorla para asegurarse de que su enviado le permanecía fiel.

—Sin la música no tiene nada —terminó de decir con aire desgraciado—. Y ella le dijo que era la única capaz de deshacer la brujería y devolverle la mano entera.

Tarod la miró con expresión extraña.

—Eres un médico muy cualificado, Karuth. ¿Qué tienes que decir de eso?

Ella clavó la vista en el suelo.

—No hay capacidad humana que pueda reparar el daño que le ha hecho, mi señor. Es… monstruoso.

Él permaneció callado tanto tiempo que Karuth comenzó a sentirse incómoda y, cuando se atrevió a mirar otra vez, vio que su expresión era sombría y que en sus ojos había un brillo peligroso y pensativo. Insegura del terreno que pisaba, intentó encontrar una forma de romper el silencio, pero él se le adelantó.

—Llévame a la habitación de Strann —le dijo.

El tono de voz era brusco y no admitía preguntas. Karuth hizo una leve reverencia, sin animarse a decir nada, sin animarse a creer que él estuviera dispuesto a atender su súplica. Miró el pasillo, no vio a nadie, y sin decir palabra se volvió para guiarlo hacia la escalera principal. Detrás de ellos, como una corriente de agua o un hilo de humo bajo, los gatos los seguían en silenciosa procesión.

En las horas transcurridas desde que Karuth había abandonado su habitación, a Strann no le había resultado fácil encontrar formas de distraerse. Le habían dado de comer, lo que al menos era algo que agradecer, y había intentado ocupar su tiempo prolongando al máximo la comida; pero al final, habiendo comido sólo la mitad de los platos y con el resto de los alimentos fríos y nada apetecibles aunque hubiera tenido hambre, abandonó el esfuerzo.

En cierto modo, reflexionó, su falta de apetito era probablemente una bendición, puesto que, de ese modo, el papel que Karuth le había indicado que interpretara resultaba mucho más convincente: un hombre que se recuperaba de la fiebre, ya fuera de peligro pero todavía convaleciente y débil. Ambos sabían que la breve enfermedad que había padecido no había sido una afección natural sino un complot por parte del Caos, una manera de llegar a Karuth a través de él, pero era esencial que nadie sospechara algo extraño. Para ello, Strann había soportado con paciencia y en silencio un detenido examen por parte de Sanquar, el segundo médico del Castillo, ayudante de Karuth, y esperaba haber resultado convincente en su fingimiento; desde luego había resultado lo bastante convincente para evitar que le formulara preguntas potencialmente peligrosas. Sanquar se marchó por fin, y poco después oyó que sus dos guardianes también se alejaban por el pasillo, seguramente pensando que estaba bastante seguro como para dejarlo solo durante la noche. En cuanto dejó de oír sus pasos, intentó abrir la puerta, pero, naturalmente, estaba cerrada con llave. Ahora, sin nada más que distrajera su atención, era presa de todos los pensamientos y preocupaciones que había intentado mantener a raya.

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