LA PUERTA DEL CAOS - TOMO III: La vengadora (7 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

Tarod se quedó quieto, con la mirada clavada en el rostro de Ailind, la expresión mortífera. La espada latía en su mano, derramando una radiación rojo sangre sobre su muñeca. Toda la hoja se había hundido en la mesa, y, allí donde había golpeado, la madera comenzaba a ennegrecerse y reducirse a cenizas.

—Te lo advertiré una vez, Ailind del Orden —dijo el señor del Caos; habló con suavidad cargada de veneno, pero todos en la sala escucharon sus palabras—. No tolero que se amenace a mis siervos, y no permitiré intentos de venganza. Si tienes una chispa de sabiduría, ¡sabrás y aceptarás, antes de que sea demasiado tarde, que no eres el amo aquí!

Los ojos de Ailind se convirtieron en oro fundido. Alzó su mano derecha, con los dedos encogidos; pero, antes de que pudiera desquitarse, se oyó una voz gritar:

—¡Señores! Señores, ¡os lo suplico, tened piedad de nosotros!

Shaill Falada se había puesto en pie. Su rostro estaba tan blanco como su túnica de la Hermandad; pero no vaciló cuando miró, primero a uno y luego a otro, a ambos antagonistas.

—Señores, ¡de nuevo he de suplicar una pizca de cordura en medio de la confusión! —dijo—. Vuestros conflictos no nos atañen, y se me había hecho creer que el propósito de esta reunión era encontrar una solución a nuestras diferencias, no hacerlas más profundas. —Miró a Calvi, a quien habían ayudado a sentarse de nuevo pero que seguía temblando violentamente—. El Alto Margrave está muy angustiado, y he de confesar que yo no estoy mucho mejor. Por favor, ¿no podemos calmarnos?

Con una débil y seca sonrisa, Ailind bajó la mano. Tarod contempló un instante la espada, y luego aflojó un poco la mano. La espada se desvaneció, y el señor del Caos hizo una reverencia a la Matriarca.

—Por segunda vez, señora, te pido disculpas. Tienes razón; por este camino no encontraremos soluciones. —Se enderezó y su mirada esmeralda se dirigió a Ailind—. Al menos, creo que mi primo del Orden reconocerá que compartimos un propósito común, el propósito que nos trajo aquí a ambos. Aunque —y su tono de voz se hizo furioso— habría sido mejor para todos si los entrometidos siervos del Orden se hubieran dedicado a sus asuntos y hubieran dejado al Caos tratar con su problema a su manera.

Los ojos de Ailind relampaguearon de nuevo peligrosamente, y Shaill dijo en una súplica desesperada:

—Señores…

Tarod alzó ambas manos con las palmas hacia afuera en un gesto de asentimiento.

—De nuevo, Matriarca, te pido perdón. —Sonrió con ironía—. Y te agradezco la intervención.

La sonrisa de respuesta de Shaill fue reservada.

—Espero, señor, que no haréis suposiciones por ello. No soy de ninguna manera la campeona del Caos, y esta situación me gusta tan poco como a los demás. Sin embargo, es evidente que no se puede hacer nada para cambiarla. Para mí está claro que vos y monseñor Ailind estáis igualados; no debería sorprendernos porque, al fin y al cabo, ésa es la base del Equilibrio. Y, como decís, al menos tenéis un propósito en común: destruir a la usurpadora que nos amenaza a todos. —Sus ojos se velaron de repente con un dolor irritado y repentino—. Comparto ese propósito, señores. Mi predecesora, Ria Morys, también era mi querida amiga; y, si el pequeño monstruo de maligno corazón que la asesinó puede ser castigado, no discutiré si es el poder del Caos o el del Orden el más adecuado para conseguirlo. Todo lo que pido… —vaciló, se miró las manos que tenía entrelazadas firmemente, y luego alzó de nuevo la vista—, todo lo que pido, señores, es que nos digáis cómo debe hacerse. Porque me parece que hasta ahora no hemos oído ni una sola palabra por parte de nadie acerca de eso.

Se produjo el silencio cuando la Matriarca se sentó. Tarod y Ailind intercambiaron una prolongada mirada, y fue Tarod quien habló primero.

—Bueno, amigo mío, creo que la Matriarca nos ha puesto en nuestro sitio.

Ailind dirigió a Shaill una mirada que sugería que su temeridad no sería olvidada.

—¿Querrías quizás entonces responder a su pregunta e informarnos a todos acerca de tus intenciones? Creo que debemos saber la verdad, Caos —declaró, con un único destello de sus ambarinos ojos—. Toda la verdad.

Tarod se dijo que no tenía sentido mentir. Los señores del Orden conocían perfectamente los apuros del Caos y, aunque intentara evitar el tema, Ailind se aseguraría de que el Círculo no permaneciera en la ignorancia por mucho más tiempo. Y utilizaría lo que sabía en la medida en que le fuera posible.

Los verdes ojos del Caos recorrieron la sala con rapidez, y se posaron en el rostro de Karuth. Strann no estaba con ella. No era sorprendente, y tal vez en aquel momento era lo mejor para el bardo. Volvió de nuevo a mirar a Ailind y dijo con un tono de estudiada indiferencia:

—Claro. Toda la verdad.

Una multitud silenciosa y pensativa abandonó la gran sala unas dos horas más tarde. Mientras avanzaba con el gentío, lentamente, en dirección a las puertas de doble hoja, Karuth se acordó, sin venir a cuento, de algunos de los Ritos Superiores que había presenciado desde que había alcanzado los niveles superiores del Círculo; había el mismo aire solemne, la misma sensación de acontecimiento asombroso con una cierta decepción ahora que el suceso había pasado, y una reticencia subconsciente a regresar a los asuntos corrientes de la vida cotidiana.

Aunque, se recordó, no podía decirse que la vida en el Castillo fuera a ser cotidiana a partir de aquel momento. Los dos seres que ahora contemplaban la salida de su público desde el estrado habían puesto fin a cualquier esperanza que ella o cualquier otro de los presentes en la sala hubiera podido tener de encontrar una solución rápida y sencilla a sus problemas. Aquella revelación había significado un duro golpe para la autoconfianza de Karuth, quien había supuesto —no, más que eso: había creído con firmeza— que el Caos tendría los medios para derrotar a la hechicera Ygorla y a su padre demonio, allí donde otros poderes habían fracasado. Pero las palabras de Tarod ante la asamblea habían hecho pedazos aquella preciada ilusión.

El señor del Caos había esgrimido una brutal franqueza ante el silencioso auditorio. Para sorpresa y disgusto de Ailind y Tirand, no intentó disfrazar la verdad del dilema que afrontaban él y sus hermanos, ni minimizó su importancia. Contó el complot que el demonio Narid-na-Gost había llevado a cabo para robar la gema del alma de un señor del Caos, y cómo había huido, con la gema en su poder, para unirse a su hija en el mundo de los mortales, donde juntos se habían embarcado en su plan para usurpar el trono del Alto Margrave en la Isla de Verano y a partir de allí llegar a gobernar el mundo. Y, sencilla y llanamente, Tarod le había dicho a la asamblea que el Caos nada podía hacer para detenerlos.

Al escuchar aquello se produjo un tumulto. Cuando por fin se aplacó el furor, Tarod explicó el carácter del engaño de Narid-na-Gost. Efectivamente, el Caos estaba sometido a chantaje. Mientras la gema del alma de su hermano estuviera en manos de la usurpadora, Yandros no podía hacer nada contra Ygorla y su padre, porque, si lo hacía, destruirían la piedra, y con ella a su hermano. Aunque eso significaría el final de sus ambiciones, Yandros no estaba dispuesto a pagar semejante precio por su caída.

Ailind escuchó todo aquello en silencio, aparentando de vez en cuando un bostezo para ocultar una pequeña sonrisa. Sin embargo, la sonrisa desapareció cuando Tarod dijo que el Orden, a su vez, era tan impotente como el Caos para hacer algo contra el enemigo común. Narid-na-Gost, dijo, era un ser puro del Caos, e Ygorla, aunque medio humana, compartía ese linaje. El Orden no tenía poder alguno sobre los habitantes del Caos; eso, les recordó irónicamente Tarod a sus oyentes, ya se había demostrado aquí, en el Castillo. Por mucho que Ailind quisiera hacer creer otra cosa a sus seguidores, ni él ni su gran hermano Aeoris podían influir en los usurpadores o siquiera tocarlos. Y todos podían estar seguros de que Ygorla y Narid-na-Gost lo sabían.

No existía, dijo Tarod, una solución inmediata o clara para el punto muerto en el que todos se hallaban. Pero, ahora que el Caos había sido invocado y había ocupado su lugar en el escenario de aquel drama, se producirían algunos cambios. Sabía que el Orden ya había dado el primer paso de una estrategia propia, al invitar a la usurpadora a visitar el Castillo. El Caos no tenía poder para impedirlo, ni deseos de hacerlo, pero Tarod haría sus propios preparativos para recibir a Ygorla. El Caos y el Orden sí que compartían un objetivo común, como ya había indicado la Matriarca. Pero los métodos para conseguir dicho objetivo serían diferentes, y era decisión de cada adepto seguir los dictados de su conciencia y escoger un camino acorde con ella.

Cuando por fin alcanzó la puerta y disminuyó la presión de los cuerpos al irse dispersando la multitud por el pasillo, Karuth escrutó con disimulo los rostros que tenía a su alrededor, pero no pudo inferir mucho de lo que veía. Los adeptos estaban todavía demasiado impresionados para reaccionar con coherencia ante lo que habían escuchado, y, hasta que se desvaneciera el aturdimiento que seguía a la impresión, habría una tregua. Pero, pasada esa tregua, ¿qué ocurriría? ¿Cómo responderían? ¿Y dónde se encontraría ella, una vez declaradas las lealtades de sus iguales?

Miró por encima del hombro, pero desde aquel ángulo no veía si quedaba alguien en el estrado en el otro extremo de la sala del consejo. El triunvirato estaba saliendo; entrevió los rizados cabellos de Tirand y la blanca túnica de la Matriarca cerca de las puertas, pero ni Tarod ni Ailind habían aparecido todavía. Por un momento, Karuth sintió el impulso de hablar con Shaill, pero desistió enseguida. Tenía que atender a su trabajo, y por el momento era mejor concentrarse en eso que atormentarse con evasivas.

Alguien le dio un empujón e inició una disculpa, pero, cuando vio quién era, se alejó deprisa sin acabar la frase. Karuth se quedó unos instantes viendo la espalda que se alejaba; luego suspiró y se dirigió hacia la enfermería.

Los últimos rezagados alcanzaron las puertas y salieron. Tarod, que había estado pasando el dedo despreocupadamente sobre una mancha de la mesa, se levantó. Cuando bajaba del estrado y comenzaba a alejarse, se oyó la dura voz de Ailind.

—Caos.

Tarod se detuvo y se volvió. Ailind estaba de pie, junto al sillón vacío del Sumo Iniciado. Estaban solos en la sala, pero sus presencias parecían abarrotar la espaciosa estancia.

—Antes de que cada uno se marche por su lado —declaró Ailind con frialdad— quiero advertirte una cosa. Si abrigas la esperanza de hacerte con el mando aquí, te aconsejo fervientemente que lo olvides. No tengo intención de permanecer impasible mientras corrompes al Círculo para que apoye tu causa, ni tengo la intención de permitirte interferir de ninguna manera con nuestras estrategias. Quizá no sea capaz de revocar la traición que te trajo aquí, pero, de la misma manera que no tengo poder sobre ti, tú no lo tienes sobre mí. ¿He hablado claro?

Tarod sonrió.

—Muy claro. Y reconozco y acepto que, mientras estemos los dos en el mundo de los mortales, nuestras fuerzas están igualadas, por lo que tiene poco sentido que perdamos el tiempo rivalizando por ser el primero. —Hizo una pausa, y la sonrisa se tornó más desagradable—. Sin embargo, también sé muy bien que tú y Aeoris querríais más que nada en el mundo ver destruida la gema del alma de mi hermano y con ello que el Equilibrio se inclinara a vuestro favor, y te aseguro que utilizaré todos los medios a mi disposición para que vuestro deseo no se haga realidad.

Ailind lo miró pensativo.

—Muy bien —repuso al fin—, creo que nos entendemos.

Los ojos de Tarod lanzaron un malicioso destello.

—Oh, sí, amigo mío, creo que siempre lo hemos hecho.

Se dirigió hacia las puertas, mientras el señor del Orden lo contemplaba con un rostro que era tan inescrutable como las estatuas sagradas del Salón de Mármol.

Capítulo IV

A
l salir por la puerta principal, Tarod se dio cuenta de que era el centro de atención, tanto abierta como disimulada; descendió los escalones y cruzó el patio cubierto de nieve en dirección a la biblioteca. El día era tan gris que en muchas de las ventanas del Castillo ya brillaban luces, y a la visión sobrenatural del señor del Caos no se le escaparon las sombras reveladoras de figuras que observaban desde varias troneras. Había también varias personas en el patio, la mayoría criados realizando faenas o estudiantes que afrontaban el frío para estirar las piernas; al pasar él se paraban, y sus miradas lo seguían en silencio, aunque ésa era la única señal de reconocimiento. Tarod no hizo caso del escrutinio, pero tampoco fue del todo indiferente a él. De hecho, lo divertía en más de un sentido porque le traía recuerdos de otra época —otra era para los baremos de aquel mundo— cuando también había sido el centro de atención del Castillo. Además, existían paralelismos en el motivo de la curiosidad. De nuevo, el Caos era motivo de miedo y desconfianza para el Círculo, como lo había sido antes del Equilibrio, durante los siglos en que los dioses del Orden gobernaban sin oposición. De nuevo era el único avatar del Caos en el mundo de los mortales y de nuevo se enfrentaba al Sumo Iniciado. Resultaba irónico cómo se repetía la historia; aunque Tarod se recordó que cualquier comparación entre Tirand y el antiguo enemigo del Caos, Keridil Toln, era injusta. Prácticamente, lo único que tenían en común, pensó, era que ambos poseían una inflexible tozudez. Sin embargo, Keridil podía templar su tozudez con una pizca de sabiduría, o al menos de pragmatismo, y también poseía la suficiente seguridad en sí mismo como para saber y admitir que su juicio no era infalible; una cualidad que, desde luego, Tirand no parecía compartir.

Bueno, pensó Tarod, que así fuera. Esta vez no existían los viejos lazos de la amistad que había forjado con Keridil y que habían complicado el asunto, por lo que podía prescindir de consideraciones acerca de la seguridad o el futuro de Tirand Lin. Si el Sumo Iniciado había decidido enfrentarse al Caos, el Caos reaccionaría de manera adecuada, y Tirand no podía esperar cuartel si el asunto llegaba a un enfrentamiento abierto. Yandros se había burlado a menudo de Tarod diciendo que, al probar la vida de los mortales un siglo antes, se había llenado de comprensión de la naturaleza humana y compasión por ella. Verdad o no —y Tarod no creía ni por un instante que lo fuera— no iba a permitir que ese tipo de consideraciones entorpecieran ahora su camino.

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