LA PUERTA DEL CAOS - TOMO III: La vengadora (5 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

Sabía que Karuth tenía una misión que cumplir, y sospechaba que era una tarea impuesta por Yandros, el principal señor del Caos, aunque Karuth no había querido confirmárselo. Estaría más seguro si no sabía nada, había dicho ella, y, aunque pudiera ser verdad, a Strann no le gustaba eso, y menos aún cuando su mente daba vueltas a lo poco que ella le había contado. Un emisario del Orden en el Castillo… Y los dioses del Orden sabían el propósito que lo había llevado allí y conocían los detalles del mensaje que portaba. Por los Siete Infiernos, pensó Strann con amargura, había caído en la trampa con todo el equipo. Revelar la naturaleza de los apuros de Yandros y anunciar con total descuido el hecho de que la gema del alma de un dios del Caos había sido robada, con uno de los señores del Orden sentado a menos de tres pasos, escuchando cada una de sus palabras… Un perro descerebrado no lo habría hecho peor. Ahora, en una apuesta de última hora para reparar el mal que él había causado, Karuth se exponía a un peligro mortal. Ella había intentado quitarle importancia, pero Strann no era tonto; sabía la naturaleza del riesgo al que se enfrentaba ella, aunque sólo pudiera suponer los detalles. Y si algo le ocurría por culpa de su estupidez…

Con un gesto furioso, Strann apartó la ropa de cama, se levantó y comenzó a pasear por la habitación como un león enjaulado. Al diablo con aparentar que no podía levantarse de la cama; si permanecía en ella un instante más, comenzaría a desgarrar las colgaduras o cogería los potes y las pociones que el maldito médico había dejado en la mesa y los tiraría por la habitación, o gritaría para conseguir que los guardianes regresaran corriendo del cómodo refugio que se hubieran buscado. Se acercó a la ventana, descorrió las cortinas y se asomó. Nada; el patio estaba desierto, coloreado en tonos plateados y negros con la nieve y los contornos de las antiguas murallas de piedra. Aquél era un lugar estremecedor y opresivo, pensó. Era difícil pensar que alguien con algo de calor en el alma pudiera considerarlo su hogar, y menos una mujer como Karuth. Entonces, al pensar en Karuth, volvió a aflorar a la superficie el miedo enfermizo; dejó caer la cortina y volvió tenso al centro de la habitación.

Habían dejado dos velas encendidas, sujetas en candelabros de pared, que proporcionaban la luz justa para ver. Con su mano intacta, Strann buscó en los grandes bolsillos de su chaqueta y sacó los diversos objetos que allí encontró. Un puñado de monedas. Dos puntas de plumilla rotas. Un trozo de pergamino; tenía algo escrito pero la tinta se había corrido y era ilegible. Una piedrecilla de cuarzo, de cantos afilados; una especie de amuleto, aunque últimamente poca suerte le había traído. Dos cuerdas de repuesto para su manzón… Las guardó de nuevo con rapidez, reprimiendo la ansiedad que le provocaban. Una baraja de cartas vieja, manchada, y un dado con un canto tan gastado que ya no podía rodar imparcialmente. Sopesó el dado y acabó por desecharlo en favor de las cartas. La baraja no estaba completa, pero podía jugar uno de los juegos más sencillos, el Azar de la Cosecha por ejemplo, apostando contra sí mismo y haciendo una apuesta adicional sobre qué bando ganaría. Cualquier cosa, cualquiera, con tal de que las horas pasaran y que no pensara más que en asuntos triviales.

Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, dividió su pequeña reserva de monedas en dos montones y, torpemente, con una mano comenzó a barajar y repartir las cartas.

Cuando empezaba a jugar la tercera mano, advirtió que le era prácticamente imposible concentrarse en el juego. A pesar de sus esfuerzos por dejarlo de lado, el miedo estaba apoderándose de él. Tenía miedo por su persona y su precario futuro, pero el miedo mayor —y, siendo poco dado a engañarse sobre sí mismo, fue lo suficientemente sincero para reconocer que era una sorpresa— era por Karuth.

¿Dónde estaría ahora? ¿Qué estaría haciendo? Y, lo que era más importante, ¿estaba a salvo? Lo peor era no saber nada, y no poder hacer nada para ayudarla, sobre todo porque, de no haber sido por él, todo aquel feo asunto jamás habría ocurrido. Si al menos pudiera salir de aquella habitación. Si al menos…

La cerradura de su puerta emitió un chasquido, y la mente de Strann se quedó helada. El corazón le dio un doloroso vuelco y alzó la mirada a tiempo para ver cómo se abría la puerta. Alguien, poco más que una silueta a la luz de las velas y de la iluminación igualmente tenue del pasillo, apareció en el umbral. Una voz conocida dijo:

—¿Strann?

—¡Karuth! —Strann soltó las cartas y se puso en pie de un salto—. ¿Va todo bien? ¿Qué has estado…? —Entonces se tragó el resto de la frase, al ver al hombre alto que había entrado en la habitación tras ella.

A la escasa luz, Tarod no era claramente visible, pero el instinto hizo sonar la alarma en la psique de Strann y permaneció inmóvil, con una mirada intensa y recelosa en los ojos garzos. El señor del Caos no dijo nada, pero hizo un ligero gesto en dirección a los candelabros de la pared, y la docena de velas que no estaban encendidas cobraron vida. La habitación se iluminó y Strann vio su rostro por vez primera.

—Uhhh… —Strann no necesitó mirar a Karuth en busca de una confirmación; el parecido con Yandros bastaba para revelarle la verdad y retrocedió un paso, vacilante—. Mi… —A duras penas consiguió que la lengua le obedeciera—. Mi señor…

—Siéntate, Strann. —Tarod cerró la puerta—. Y no salgas corriendo por miedo a que haya venido para castigarte por tu estupidez. Tu nexo con mi hermano nos dio el medio de llegar a Karuth, de manera que al final fuiste de alguna utilidad. Digamos que un hecho anuló al otro y que puedes considerarte absuelto.

Strann lo miró como hipnotizado, se abrió paso hasta la cama y se dejó caer sobre ella. Intentó hacer una pregunta, pero la coherencia estaba fuera de su alcance.

—¿Qué…? Es decir, no entiendo cómo…

—Realicé un rito, Strann —explicó Karuth en voz baja—, que abrió el camino entre nuestro mundo y el dominio del Caos. Ésa fue la misión que nuestro señor Yandros me pidió que realizara cuando me habló a través de ti. —Hizo una pausa—. Me pareció mejor no decírtelo hasta que lo hubiera hecho.

Al darse cuenta, aunque fuera sólo un atisbo, del peligro que debía de haber corrido Karuth, Strann sintió que el rostro se le perlaba de sudor frío. Por un breve instante, se preguntó si no estaba volviendo a tener alucinaciones, pero desechó rápidamente la idea. Aquél no era un sueño febril; era tan real como su encuentro con Yandros en la Isla de Verano.

Todavía estaba intentando dominar su mente y su voz cuando Karuth atravesó la habitación y le cogió la mano.

—Strann, esta noche se han producido grandes cambios en el Castillo. Mi hermano sabe que nuestro señor del Caos está aquí, y sabe también que fui yo quien abrió la puerta al Caos.

Tarod intervino.

—Para ser más exactos, Ailind del Orden también lo sabe. No puede vengarse de Karuth porque está bajo mi protección y no tiene poder sobre mí. Pero tú podrías ser un asunto totalmente distinto.

Strann miró asustado al señor del Caos.

—¿Como blanco de su ira? Pero si…

—Nunca cometas el error de subestimar a una criatura como Ailind —dijo Tarod con brusquedad—. No hay mortal que pueda compararse a los señores del Orden en lo que se refiere a rencor y mezquindad, y, si Ailind cree que puede hacer daño a Karuth atacándote a ti, lo hará. Por lo tanto, creo que será lo mejor que extienda mi protección para que te incluya a ti además de a ella.

Strann sintió que el sudor frío desaparecía, reemplazado por una oleada de calor y alivio. Karuth sostenía todavía su mano; le apretó los dedos, y él le devolvió el apretón con todas sus fuerzas.

—Gracias, mi señor —consiguió decir al fin—. No puedo expresar con palabras mi agradecimiento.

—No es una cuestión de gratitud, Strann. Sencillamente, al Caos no le interesa poner en peligro a uno de los pocos aliados que tiene. Si te consideras en deuda con alguien, que sea con Karuth, que defendió tu causa. —Entonces miró a Karuth—. Es tarde. Saca a Strann de esta habitación y encuéntrale otro alojamiento para el resto de la noche.

Ella asintió, demasiado agradecida para poder hablar. Strann se levantó de la cama, mientras se preguntaba si sus piernas podrían sostenerlo o si se derrumbaría; pero, cuando Karuth comenzaba a acompañarlo hacia la puerta, Tarod dijo de pronto:

—Esperad… sólo un momento.

Se detuvieron. Tarod cruzó la habitación y Karuth se apartó respetuosamente cuando se paró ante Strann.

—Tu mano. —Tarod miró el guantelete que ocultaba el muñón destrozado de Strann, y de pronto su voz adquirió un tono extrañamente amable—. Quítate el guante, Strann. Déjame verla.

Strann se puso tenso y su mirada escrutó el rostro del señor del Caos, como si estuviera casi convencido de que aquello era el preludio de algo desagradable. Los verdes ojos de Tarod no se movieron, y, tras un instante, Strann bajó la mirada y se quitó el guante muy despacio. Incluso a aquellas alturas, todavía tenía que hacer un esfuerzo para no espantarse al ver lo que quedaba al descubierto.

Tarod tocó el muñón con un largo dedo índice. Su mirada volvió a adquirir una expresión pensativa, como le había ocurrido minutos antes en el comedor, y el dios sintió un rápido centelleo de ira. La mano de Strann le traía viejos recuerdos de sus apuros en aquel mundo, y de un momento en que él había sufrido un tormento similar. Ahora carecía de sentido, pero, si quería, podía recordar aún la agonía producida por los huesos al romperse y la rabia y el desconcierto ante una traición monstruosa.

Reprimió aquellos pensamientos y habló, sin que su tono de voz revelara nada.

—¿Fue la hechicera quien te hizo esto?

Strann hizo un gesto afirmativo, sin atreverse a confiar en su voz.

—¿Como garantía de tu fidelidad?

Strann se humedeció los labios.

—Eso fue lo que dijo.

—Entiendo.

Tarod extendió los dedos y cubrió el muñón. Strann sintió algo —no era dolor, aunque se le parecía: calor y frío y algo más que no conseguía identificar— que sacudía los nervios que deberían estar muertos. Luego Tarod retiró los dedos.

Strann miró… y la impresión fue como un puñetazo, como si el cuarto, el Castillo, el macizo, el mundo entero, se hubieran vuelto del revés.

Su mano volvía a estar entera.

Tarod sonrió amablemente a Karuth; casi con tristeza, pensó ella.

—Os deseo una buena noche —dijo, y salió de la habitación.

Aturdida y en silencio, Karuth contempló la puerta que se cerraba tras él. No podía expresar lo que sentía; no encontraba palabras, ni siquiera conseguía ordenar sus confusos pensamientos. De pronto, su parálisis cedió; se volvió a Strann, con el rostro radiante…, y se paró en seco.

Strann se cubría los ojos con la mano, la mano restaurada, y los mechones enredados de su cabello castaño claro ocultaban el resto de su cara. No emitía sonido alguno, pero sus hombros temblaban, y Karuth volvió a desviar la mirada, dándose cuenta de que él no quería que lo viera así, aunque no pudiera evitar saber lo que ocurría.

No estaba acostumbrada a aquello, se dijo; se apretó los ojos con un pulgar y un índice, y parpadeó con rapidez. Había visto a Tirand, sí, muchas veces, cuando era un crío, y más recientemente, cuando murió su padre… pero fue distinto. Era su hermano y era más joven que ella, por lo que no sintió vergüenza y supo qué hacer. Pero ahora se sentía perdida. Era extraño. A lo largo de sus años practicando la medicina había presenciado decenas de nacimientos y muertes, había tratado el dolor, el miedo y la pena; había visto casi todos los aspectos imaginables de la condición humana, desde los más amables a los más crueles. Pero en todos aquellos años, creía que nunca se había sentido tan impotente como en aquel instante, o tan emocionada por algo tan sencillo como la visión de un hombre llorando.

Capítulo III

S
trann pasó el resto de la noche en la habitación de Karuth. Sin hacer caso de la vocecita interior que la acusaba de engañarse a sí misma, Karuth se dijo, sencillamente, que era la solución más lógica al problema inmediato de encontrarle un nuevo alojamiento seguro, y Strann, aunque aparentó cierto apocamiento, se dejó convencer con facilidad.

Ninguno de los dos mencionó la reacción de Strann ante la curación de su mano. El colapso había sido breve, pero, cuando Strann recobró la compostura, ambos pusieron cuidado en comportarse como si nada extraño hubiera sucedido. Sin embargo, el incidente sí que sirvió para que se desvaneciera parte de la cautela de ambos, y su recuerdo, compartido aunque no expresado en palabras, los unió de una manera que habría sido imposible en otro caso. Cerrada con llave la puerta de la habitación de Karuth, con las velas encendidas y el fuego reavivado y calentando la habitación, comenzaron a sentirse menos cohibidos y se acomodaron en cauta pero cálida compañía. Karuth puso a calentar vino con especias en el trípode de la chimenea, y, cuando la bebida estuvo lista, la sirvió y se sentaron juntos en la alfombra para calentarse pies y manos con el fuego.

Ambos necesitaban hablar, pero parecía que, por alguna razón, era imposible entablar conversación.

Hablar de temas triviales tras los acontecimientos de aquella noche y todo lo que presagiaban habría sido tremendamente incongruente, pero aquellos sucesos eran demasiado recientes y trascendentales; necesitaban un respiro, una oportunidad para que las tensiones de los últimos días cedieran un tanto y les dejaran espacio para respirar. Pero no encontraban un tópico que estuviera entre ambos extremos y por eso, mientras bebían el vino y contemplaban las llamas, permanecían callados. El silencio continuó y al cabo de un rato se hizo incómodo; a pesar del vino, la tensión entre los dos había comenzado a crecer otra vez y ninguno sabía cómo aliviarla. Strann, por su parte, se enfrentaba a un dilema. No conocía a Karuth lo bastante bien para estar seguro de si su sugerencia de que pasara la noche con ella obedecía sencillamente a la conveniencia o a algo más, y lo preocupaba ofenderla haciendo suposiciones. Nunca antes había tenido aquel problema, porque, entre el tipo de mujeres con las que se había relacionado a lo largo de su despreocupada vida de vagabundo, esa cuestión ni se planteaba. Pero no podía comparar a Karuth con viejos amores como Yya, la ramera de taberna, y ni siquiera con la ansiosa y atolondrada Kiszi, hija de un rico comerciante de Shu-Nhadek, del mismo modo que no podía imaginarse a sí mismo como Sumo Iniciado. Karuth pertenecía a un mundo totalmente distinto; no sólo era de alta cuna, sino que era una dama en todo el sentido de la palabra. Sus sentimientos personales por ella eran algo completamente distinto; por el momento no se atrevía a pensar en ellos, y no sabía muy bien qué hacer o qué decir.

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