Fue Karuth quien por fin rompió el silencio, al dejar la copa, ponerse en pie y acercarse a donde reposaba su manzón cerca de la cama. Sacó el instrumento de su estuche y lo contempló pensativa durante unos instantes. Luego regresó junto al fuego y ofreció la manzón.
—Toca para mí, Strann —pidió en voz baja.
Él miró el instrumento y luego la miró a ella. Por primera vez desde su llegada al Castillo, Karuth vio un rastro de la antigua sonrisa de Strann, y supo que su intuición había sido acertada. A Strann no se le habría pasado por la cabeza ni siquiera pedir permiso para sostener el preciado instrumento de otro músico, pero la oportunidad de tocar otra vez era lo que más deseaba en el mundo. Era el puente que ambos habían estado buscando, el territorio común que consolidaría su incipiente relación. Él también lo sabía. Ese conocimiento se reflejó en su sonrisa, y estaba agradecido.
—Tocaré para ti gustosamente, señora —aceptó Strann—. Pero con una condición: que tú también toques para mí.
Ella se echó a reír, y su voz sonó ligeramente aflautada.
—No. No me atrevería.
Strann cogió la manzón y la apoyó sobre sus rodillas.
—Creo recordar —dijo, manteniendo el tono de voz deliberadamente ligero, casi despreocupado— cierta ocasión en la Isla de Verano, en tiempos más felices, cuando alguien, no diré nombres, te censuró por tu reticencia. Fue una pura impertinencia, pero tuvo el efecto deseado. Tenía la esperanza de que recordaras la lección —y tocó en el instrumento una frase breve y compleja.
Cuando el sonido se extinguió, Karuth lo miró a la cara.
—El lenguaje de las manos… —dijo—. Strann, si fuera una mujer desconfiada, sospecharía que intentas inducirme a capitular.
Strann sonrió. Había tocado las notas según el código del Gremio de Maestros Músicos. El lenguaje de las manos, como se lo llamaba, era un sofisticado lenguaje musical, pero el mensaje de Strann había sido sencillo y directo al grano: «¿Me negarás el placer que me pides que yo te regale?».
De pronto, Karuth se echó a reír.
—Muy bien —concedió—. No te lo negaré. ¡Aunque te digo ya que obtendré mucho más placer de tu interpretación que tú de la mía!
—Eso es cuestión de opiniones. Y gustos.
Ella lo miró llanamente.
—No intentes embaucarme con halagos. Y afina la quinta cuerda, que está baja. —Entonces los últimos vestigios de tensión se vinieron abajo, y Karuth se sentó en la alfombra a su lado—. Oh… Strann, tonto. Toca para mí.
Las manos de Strann acariciaron la madera pulida, se cerraron sobre las cuerdas. No dijo nada más, sino que comenzó a tocar una lenta y antigua tonada. La luz del fuego brillaba sobre él creando cálidos destellos en su pelo, dejando en la sombra los planos y ángulos de su rostro, mientras que, con los ojos cerrados, se olvidaba de todo y se perdía en la interpretación. Karuth escuchaba, embelesada, y en la habitación iluminada por las velas la magia de la música comenzó a apoderarse de ambos, a unirlos en la calidez, la intimidad y la paz.
Durmieron las últimas horas antes del amanecer. Strann improvisó una cama junto al fuego, con las alfombras y las mantas que Karuth sacó de su baúl de ropa, y se dieron las buenas noches con un apretón de manos y un beso casto, casi infantil. A Strann aquello lo emocionó de manera extraña, al tiempo que se sentía sorprendido por su propia reticencia, que desde luego no encajaba con su temperamento normal. Descubrió que lo preocupaba enormemente no correr el riesgo de ofender a Karuth haciendo suposiciones; fueran cuales fueran sus deseos, la buena disposición de ella —su amistad en el verdadero sentido de la palabra— era demasiado importante, se dio cuenta, para ponerla en peligro. Y, a pesar de todo, se sentía feliz, extraña y particularmente feliz. Quizá, pensó, con una chispa del humor irónico que había permanecido aletargado durante sus recientes pruebas, a medida que pasaban los años se iba haciendo más romántico de lo que en un principio había creído posible.
En la cama, resguardada por las pesadas colgaduras, Karuth contempló el resplandor decreciente del fuego que se reflejaba en la pared opuesta. No podía ver el cuerpo yacente de Strann desde donde se encontraba, pero había escuchado que su respiración se hacía más lenta hasta alcanzar un ritmo ligero y firme, y adivinó que se había dormido.
Karuth también estaba cansada, pero sospechaba que el sueño no le vendría con tanta facilidad. A solas de verdad, y sin necesidad de mantener una máscara pública, sentía unas tremendas ganas de reírse de su comportamiento con Strann aquella noche. Qué chiquilla había sido. Qué chiquilla tan tonta y mojigata; sí, mojigata era la palabra. ¿Qué había sido de la experiencia e independencia de las que tanto se jactaba? Más bien se había comportado como una nerviosa virgen de dieciséis años que como una mujer de mundo ya entrada en la treintena, desgarrada entre la esperanza y el miedo, entre el anhelo y la perturbación, entre el deseo y…
Bueno, se preguntó, entre el deseo ¿y qué? No era su contrario, eso era seguro. Por muy improbable que pareciera como amante, con su apariencia de espantapájaros y su irónico ingenio que lo mismo aplicaba a él mismo que a cualquier otro, sí que encontraba atractivo a Strann; de hecho, más atractivo de lo que estaba dispuesta a reconocer incluso para sus adentros. Y a la vez era lo bastante consciente de sus propias cualidades como para saber que Strann, también, se sentía atraído hacia ella. Pero, aquella noche, ninguno de los dos se había sentido preparado para dar el primer paso crucial que rompiera esa última barrera, y Karuth no entendía por qué. No habría significado ninguna vergüenza, ni motivo para posteriores recriminaciones; ambos eran lo bastante mayores para elegir sus placeres, y las costumbres actuales no miraban con malos ojos semejantes relaciones. Pero, por alguna razón, lo lógico, lo que era de esperar, no había sucedido. De hecho, pensó, era como si ambos se hubieran propuesto evitarlo.
Giró sobre sí misma, tapándose más con la ropa de cama, y reprimió el súbito impulso de soltar una risita como no había experimentado desde que era adolescente. Ella y Strann comportándose como críos en un juego de adultos, precavidos y contenidos, sin atreverse a sobrepasar ni una sola vez las fronteras del decoro. Virginales. Era ridículo. Pero aquella noche se encontraba extrañamente satisfecha de que la cosa hubiera terminado así. A pesar del placer, no habría deseado que fuera de otro modo, al menos no por el momento. No pensaba en Strann como en un amante, sino como algo más; mucho más de lo que podía expresarse o conseguirse con la mera satisfacción física. Y la halagaba saber que él parecía compartir esos sentimientos y corresponder a ellos. Le daba una sensación de seguridad… y eso, pensó Karuth cuando el sueño la venció por fin, era más preciado que el oro, puesto que sellaba una amistad verdadera y duradera.
El Consejo de Adeptos se reunió a la mañana siguiente, una hora después del amanecer. Las circunstancias obligaron a Tirand a admitir que a la reunión pudiera asistir todo el Círculo, ya fueran o no miembros del Consejo, y estaba claro que los rumores habían corrido a toda velocidad en el Castillo durante la noche, porque, cuando el triunvirato, flanqueado por los consejeros más veteranos, ocupó sus asientos en el estrado, la sala estaba llena a rebosar.
Ailind, al parecer, había aceptado el hecho de que su identidad ya no podía mantenerse en secreto, y ocupó el sillón central que le habían reservado entre Tirand y el Alto Margrave. Se había despojado de los aderezos de su papel asumido y ahora iba totalmente vestido con ropajes blancos ribeteados en oro, una capa blanca sobre los hombros y una fina diadema de oro que recogía sus largos cabellos blancos. Sus ojos, cuando contempló la sala, brillaban como topacios.
Tarod, quizás adrede, llegó tarde. Se produjo cierta agitación cuando se abrieron las puertas ante él, pero no se fijó en el mar de caras nerviosas que se volvieron para observarlo mientras se encaminaba hacia el estrado por el pasillo central. En agudo contraste con Ailind, vestía de negro sin adornos, aunque su capa, tal vez como burla, era del color verde que identificaba a un adepto del séptimo rango: el rango que había tenido durante su encarnación como mortal. Sin ningún aderezo, sin diadema que ciñera la maraña de sus negros cabellos, tenía un aspecto desgreñado y peligroso, e incluso a Tirand le falló la determinación cuando se encontró con la verde mirada del señor del Caos, que así lo saludó brevemente antes de tomar asiento en el extremo de la mesa del estrado, a marcada distancia de los adeptos de mayor rango.
Karuth, sentada cerca del fondo de la sala, sintió que la atmósfera se agriaba debido a la tensión. La noticia de la llegada del emisario del Caos había tardado tan sólo unas horas en difundirse, pero, incluso en aquel corto período de tiempo, sabía muy bien que los rumores se habían mezclado con los hechos en medida suficiente para complicar tremendamente la historia e hincharla con medias verdades y exageraciones. Los adeptos sabían qué había hecho Tarod para probar su identidad, y aquella historia ya se había convertido en un relato de terror y confusión. También sabían quién, de entre todos ellos, había realizado el rito que permitió al Caos entrar en el Castillo y echar a perder los planes del Sumo Iniciado; y, si Karuth se había sentido una exiliada después de la diatriba de su hermano la noche anterior, eso no era nada comparado con la atmósfera que la había recibido en la luz gélida de la mañana. Miradas frías, gente que le daba la espalda, una muralla implacable de hostilidad. Hoy era una paria; y eso le hacía reconocer la enormidad de lo que había hecho.
Intentó captar la atención de Tarod cuando éste pasó a su lado, pero él no le prestó atención. Cuando por fin se acabaron los murmullos y los movimientos, Tirand se puso en pie.
—Amigos míos. —Su voz sonaba tensa, con un timbre extraño. Karuth lo miró a la cara y supo que no había dormido—. He convocado esta reunión por razones que creo que ya conoce la mayoría de los presentes en esta sala. —Dirigió una mirada a Ailind—. Anoche, yo y algunos de mis colegas nos vimos… obligados… —titubeó—, obligados a…
La Matriarca le apretó el brazo en un gesto que quería transmitirle apoyo y confianza. Tirand se aclaró la garganta y comenzó de nuevo.
—Anoche se produjeron circunstancias que no habíamos previsto y que nos han planteado un problema…, un nuevo problema.
—Sumo Iniciado. —La voz de Tarod interrumpió secamente los balbuceos de Tirand, y el señor del Caos se inclinó hacia adelante—. Sugiero que nos saltemos estas agudezas y que vayamos al grano sin rodeos tediosos. No me cabe duda de que la mayoría de los adeptos presentes conoce mi identidad y la de nuestro amigo de cabellos blancos que se sienta a tu lado. Pero, para quienes todavía no lo saben, o que no creen en lo que han oído, permíteme que aclare el asunto de una vez por todas. —Barrió con su brillante mirada esmeralda a los presentes—. Soy Tarod del Caos, hermano de Yandros; y éste que se presentó como marinero, y que hasta el momento se ha mostrado reacio a revelar su verdadera identidad, es Ailind, hermano de Aeoris y emisario del Orden. —Miró de nuevo a Tirand, y sus ojos adquirieron un brillo malévolo—. Y eso, Sumo Iniciado, es el núcleo del problema que, al parecer, tanto te cuesta explicar.
La sala permaneció en silencio. Tirand miró con aire mísero a Tarod y luego a Ailind, para después clavar la vista en la mesa.
—Sí —dijo al fin, con voz apenas audible—. Sí, ése es el núcleo del problema.
—Sumo Iniciado, permíteme que tome la palabra. —Ailind se levantó y, poniendo una mano en el hombro de Tirand, hizo que se sentara, con amabilidad pero con firmeza. Lanzó una mirada de desprecio a Tarod, quien también lo miró con irónico interés, y luego se volvió hacia el público.
—Adeptos del Círculo, soy, como ya habéis escuchado, Ailind, hermano de Aeoris; y por lo tanto os hablo con la plena aprobación de los poderes del Orden. —Hizo una pausa para permitir que la importancia de esa afirmación causara su efecto, antes de proseguir—: No hace mucho tiempo, por petición, no sólo del Sumo Iniciado, sino de todos vuestros gobernantes, renunciasteis a vuestra lealtad al Caos para poneros únicamente en manos de quienes durante siglos, hasta que al mundo le fue impuesta la farsa del Equilibrio, habían sido vuestros únicos dioses. Nos llamasteis pidiendo ayuda en tiempo de crisis; respondimos. Pero ahora uno de vosotros, adeptos, ha desafiado al Círculo al que debe obediencia y ha invocado a los demonios del Caos para que se entrometan en los asuntos humanos. No importa lo que los rumores digan: la verdad es sencilla. Un emisario del Caos ha llegado sin invitación y en contradicción directa con la voluntad de vuestros dioses y vuestros gobernantes. Yandros ha roto el pacto que hizo con vuestros antepasados, y al hacerlo os ha traicionado a todos.
Tarod se echó a reír. El sonido fue tan inesperado que hizo callar a Ailind, y todas las miradas se volvieron hacia la figura alta y de cabellos negros sentada al extremo de la mesa.
—Ailind, tú y los de tu clase nunca cambiáis. —Tarod se levantó, y la capa verde se agitó con violencia a su alrededor—. Te pavoneas, fanfarroneas y sueltas sermones; pero, entre todas esas bonitas palabras, pasas por alto el único punto esencial de este asunto: se me invocó, y aquí estoy. Y no tienes el poder de hacer que me marche.
Los ojos de Ailind relampaguearon.
—¿Se te invocó? —replicó con desprecio—. ¿Con el permiso de quién? El Círculo ha dictado anatema sobre ti y tus hermanos demonios y tu presencia en este mundo es un insulto a la ley del Equilibrio.
Tarod sonrió maliciosamente.
—El Caos no necesita el permiso del Círculo, amigo mío. La voluntad de un adepto superior es suficiente para satisfacer la ley que nosotros hicimos.
A Ailind no se le escapó el ligero énfasis en el «nosotros», pero devolvió la sonrisa con un gélido movimiento de sus labios.
—¿Una traidora y una blasfema? Karuth Piadar ya no es adepto superior del Círculo, ¡y vivirá para lamentar el día en que desafió a sus legítimos dioses!
Tarod permaneció inmóvil durante un instante; luego, con tal rapidez que las mentes y ojos mortales no pudieron asimilarlo, su mano izquierda culebreó y, con un gigantesco resplandor luminoso, una espada de doble filo de fuego carmesí, que doblaba en longitud la estatura de un hombre, golpeó la mesa a lo largo. Se oyó el ruido de la madera aplastada y cortada, una consejera soltó un chillido, y Calvi Alacar se echó hacia atrás con tal brusquedad que casi tiró a su vecino.