LA PUERTA DEL CAOS - TOMO III: La vengadora (22 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

Con la parte de su cerebro que seguía funcionando con racionalidad, Tirand supo que estaría en deuda con la consejera el resto de su vida. Había escuchado el tono peligroso que subyacía en las palabras de Ygorla, por muy aparentemente dulces que hubieran sido, y, aunque ahora sabía de lo que era capaz si decidía sentirse ofendida, no había podido intervenir. Ahora, cuando la música le llegó, pudo conducir a la usurpadora hacia adelante y por fin, realmente por fin, se soltó de ella para dejarla sola en el centro de la sala, recibiendo y disfrutando el homenaje que se le rendía. Los ojos de Ygorla brillaban como gemas, mientras, uno a uno, los adeptos le rendían pleitesía; ella distribuyó halagos como quien arroja pétalos, cogió una mano aquí, tocó una cara allá, radiante en su supremacía mientras los hombres y mujeres del Círculo pronunciaban sus discursos preparados de bienvenida y elogio.

Pero el desfile terminó al cabo y ya no quedó nada más que decir. La música fue desvaneciéndose y terminó; el silencio se impuso una vez más. Entonces Ygorla paseó la vista por la sala y de repente su mirada se volvió tan aguda y avariciosa como la de un ave carroñera.

—Hay un rostro conocido que esperaba ver aquí, pero que extrañamente está ausente —dijo, dirigiéndose directamente a Tirand—. Querido Sumo Iniciado, ¿qué has hecho con mi enviado, Strann el
Narrador de Historias
? Lamentaría mucho escuchar que él, como el Alto Margrave, está indispuesto.

Tirand fue cogido por sorpresa y no supo cómo responderle. Sabía que Strann estaba bajo la protección de Tarod, e incluso Ailind estaba convencido de que el bardo era tan poco amigo de la usurpadora como ellos. Aunque no le gustaba Strann y desconfiaba de él, la antipatía del Sumo Iniciado no llegaba hasta el punto de estar dispuesto a traicionarlo sin más; Tirand, sencillamente, no era de esa clase de personas. Pero ¿qué podía decir?

Ygorla esperaba, con sus perfectas cejas enarcadas en un gesto inquisitivo y desafiante. Tirand, deseando fervientemente que Ailind estuviera allí, logró recuperar la voz.

—Strann es… ah, es nuestro invitado, señora, naturalmente.—
Por los Siete Infiernos
, pensó.
¿Y qué pasará con Karuth? Si esta criatura descubre lo que hay entre ellos dos, ¿qué hará?
—. Creo que en estos momentos está… quiero decir, creo que podría encontrárselo…

Desde las puertas, llegó una voz conocida.

—¡Mi dulce emperatriz!

Ygorla se volvió, y Tirand giró la cabeza bruscamente.

En silencio, sin que nadie se diera cuenta, Strann había entrado en la sala. Con asombro y disgusto, Tirand observó que iba vestido con los ropajes vulgares y llamativos con los que había llegado al Castillo, acompañados por un sombrero de ala ancha y plumas que le trajo vivos recuerdos de su primer encuentro en la boda del Alto Margrave. Y su expresión presumida, autosatisfecha; todo el aspecto de un intrigante que se había salido con la suya.

Strann avanzó tres pasos en dirección a ellos; luego se quitó el sombrero con una mano e hizo una compleja reverencia que lo llevó a quedar delante de Ygorla, con una rodilla doblada.

—Señora —dijo—, ¡he esperado este momento con una impaciencia que escapa a mis poderes de expresión! Bienvenida. ¡Mil veces bienvenida! —y cogió la mano de Ygorla y la besó con profusión.

Ygorla lo miró durante unos instantes. Luego se rió. Fue una carcajada desenfrenada de regocijo que resonó hasta el techo, y, cuando cedió, Ygorla dio unas palmaditas en la cabeza descubierta de Strann.

—Mi rata, ¡creo que nada logrará jamás que cambies! ¿Qué tal ha sido tu estancia? ¿Te han tratado como corresponde a un enviado de su emperatriz?

Strann ladeó la cabeza. Pugnaba por no fijarse en las caras de asombro que lo rodeaban y por reprimir los recuerdos de otras ocasiones en las que se había comportado de manera semejante en la corte de la Isla de Verano. Era como volver a repetir aquellos horribles días: las miradas de horror, de asco y de traición; el saber que estaba ganándose el odio y el desprecio de quienes deberían haber sido sus amigos y aliados. En su imaginación surgió el rostro de Karuth, pero lo apartó a un lado.

—Tengo pocas quejas, señora —contestó—. Aunque este clima septentrional no acaba de sentarme bien.

Ella soltó una risita.

—Entonces tendrás dulces para entrar en calor y un fuego junto al que sentarte mientras me entretienes con los relatos de tus desgracias. Yo me ocuparé de ello. —Su mirada se clavó con intensidad en Tirand—. Espero, Sumo Iniciado, que mientras me cuenta esas historias no escucharé nada que me desagrade.

Tirand le devolvió la mirada, con el rostro pálido. El comportamiento de Strann lo había desconcertado completamente, y no sabía qué decir. Por fortuna para él, Ygorla estaba perdiendo el interés en aquella escena pública y, antes de que al Sumo Iniciado se le ocurriera algo que decir, le dio la espalda y contempló la sala mientras daba pataditas con un pie.

—Estoy cansada —anunció con altivez—. Veré qué preparativos se han hecho para albergarme y luego descansaré. Rata mía —chasqueó los dedos en dirección a Strann, y su voz se volvió dulce como la miel—, vendrás conmigo, y juntos exploraremos la hospitalidad del Sumo Iniciado. ¿Te gustaría?

—Señora —repuso Strann con tono zalamero, mientras por dentro sentía como si el corazón se le convirtiera en cenizas—, nada me proporcionaría más alegría.

Con rostro inexpresivo, Tarod dejó el patio y entró en el Castillo por las puertas principales. Afuera, Ailind seguía de pie donde tan sólo hacía unos minutos habían yacido los cuerpos de las víctimas de Ygorla. No quedaba nada de ellos, pero era costumbre del Orden mantener vigilia en semejantes circunstancias, y permanecería allí todavía un buen rato.

Al subir los escalones, Tarod sintió la agitación momentánea de algo que cruzaba a toda velocidad el patio, invisible en la creciente oscuridad, y que luego se escurrió como un animal acosado hasta las cercanías de la torre más meridional. Narid-na-Gost, el padre demonio de Ygorla, no sentía ningún deseo de convertirse en blanco de la atención del que otrora fuera su señor, y había aprovechado la primera oportunidad que se le presentó para encontrar un refugio lo más alejado posible de la presencia del señor del Caos. Tarod sintió que la furia hervía en su interior, pero reprimió el deseo de arrancar al demonio de su escondite y aplastar tanto su cuerpo como su esencia en mil pedazos. Sin importar provocaciones ni justificaciones, debía mantener el control sobre aquel impulso, o la causa estaría perdida. Ya llegaría el momento, se dijo, de ajustar cuentas. Y, cuando llegara, Narid-na-Gost lamentaría el día de su creación…

Ygorla y el séquito que obligadamente la acompañaba ya habían hecho su señorial desfile hacia las habitaciones dispuestas para ella, y el salón de entrada estaba desierto. Tras detenerse unos instantes, Tarod se volvió en dirección a la enfermería de Karuth. Cuatro gatos permanecían sentados a la puerta, pero el ramo de tallos que indicaba la presencia del médico no estaba allí. A pesar de ello, Tarod abrió la puerta y entró.

Karuth estaba allí, como él ya sabía, sentada y encorvada en una silla cerca del pequeño fuego, temblando. Ella no alzó la mirada; intuyó quién era su visitante, pero no consiguió mirarlo a la cara.

—Rezo porque hayan encontrado la paz… —dijo con una vocecilla inexpresiva.

—Lo han hecho. Puedo prometerte eso, al menos. —Tarod atravesó la habitación y cogió otra silla—. Comprendo lo duro que te resulta, Karuth —añadió—. Ahora debemos trabajar juntos, para que esto acabe lo más pronto posible.

Esta vez sí que alzó la mirada, y con rapidez, cuando se dio cuenta de que él no se refería a su pena por las víctimas mutiladas, sino a otra cosa. Tenía las mejillas húmedas de lágrimas, y, cuando sus miradas se encontraron, un indicio de culpabilidad apareció en sus ojos.

—No debería estar pensando en mí —dijo, a la defensiva y tristemente—. Pero…

—Pero eres humana, y es natural que te afecten más profundamente los asuntos que resultan más próximos a tu corazón.

Karuth asintió.

—Yo… los vi salir del comedor. Strann estaba… Strann estaba con ella, y ella…, ella lo conducía como si fuera un animal de compañía… —Las manos, que tenía entrelazadas en el regazo, comenzaron a temblar—. Tirand me miró. Fue sólo una mirada, pero sé qué estaba pensando. —Hizo una larga pausa antes de proseguir—. No sé si soy lo bastante fuerte para esto, mi señor Tarod. Cuando vi a Strann de aquella manera, yo sentí deseos…, sentí deseos de matarla, ¡de coger un cuchillo, arrancarle el corazón y bailar sobre su cadáver! ¡Sentí deseos de ver su alma en los infiernos, aunque tuviera que llevarla allí en persona!

Tarod pensó que no se había equivocado al juzgarla; incluso en lo más profundo de su pena, la rabia seguía allí, y eso bastaría para sostenerla. Alargó el brazo y cogió la mano de Karuth.

—Agárrate a eso, Karuth. No lo muestres; nunca lo muestres a nadie más que a mí. Pero, hagas lo que hagas, mantén viva esa llama. Tiene mucho más valor de lo que piensas.

Karuth soltó una breve risa quebrada. Le resultaba extraño, muy extraño, estar sentada en su propia enfermería, mientras un dios le cogía firmemente la mano. No podía ni imaginarse a Ailind rebajándose ni siquiera a tocar a uno de sus seguidores, mucho menos a mostrarles aquella desconcertante mezcla de compasión y afecto, y sintió una respuesta en su interior, una sensación extraña y casi mística, de cálida camaradería que fundía las barreras.

—No creo que pueda apagarla, mi señor —repuso—, aun cuando quisiera hacerlo. Y no quiero hacerlo. No quiero.

Tarod se levantó.

—Entonces te dejaré por ahora. Pronto tendrás otros a tu alrededor. Tranquilízate todo lo que puedas, y prepárate para recibirlos. Pero, si me necesitas, pronuncia mi nombre. Te oiré y te responderé.

—Gracias, mi señor —dijo con agradecimiento; luego, cuando él se dirigía hacia la puerta, añadió—: Mi señor Tarod…

—¿Sí?

—Strann parecía tan…, tan servil. ¿Creéis que estará seguro?

Tarod reflexionó un instante, y sonrió.

—Sí, creo que lo estará. Te diré que, cuanto más servil parezca, más seguro estará. Vale la pena recordarlo.

Karuth consiguió esbozar una tenue sonrisa como respuesta.

—Sí…, sí; conociéndolo, creo que tenéis razón. Lo recordaré.

Mientras Tarod salía de la enfermería de Karuth para regresar a la torre septentrional, Strann caminaba por un alambre que sabía que en cualquier momento podía arrojarlo al abismo. Estaba sentado, con las piernas cruzadas en un cojín de terciopelo a los pies de la gran cama de cuatro postes en la
suite
de aposentos de Ygorla, y observaba con inquietud a la usurpadora, mientras ésta andaba sobre la alfombra en dirección a la ventana.

—Así que —dijo Ygorla con un tono de voz cortante como un vidrio astillado— permitiste que esa criatura que se hace llamar señor del Caos te restaurara la mano sin un solo murmullo de protesta. Permitiste que deshiciera mi obra y con ello fuiste en contra de mi voluntad. No me gusta, rata, ¡no me gusta nada!

A espaldas de Ygorla, Strann abrió y cerró la mano sanada e intentó no pensar en qué haría si, como parecía tremendamente probable en aquel momento, ella decidía a su vez deshacer la obra de Tarod, y al mismo tiempo arruinaba totalmente la otra mano. Había sido un estúpido al no esperar aquello; creía haber cubierto cualquier eventualidad en la historia que había inventado acerca de su estancia aquí, pero se le había escapado aquel detalle tan evidente. Ahora tenía que pensar, y pensar muy deprisa.

Ygorla llegó junto a la ventana y miró el patio a oscuras.

—Éste es un lugar triste —declaró con desprecio—. No me extraña que los hombres del Círculo resulten tan sosos y sus mujeres tan faltas de espíritu. —Hizo un gesto descuidado con una mano, y un plato con pequeños manjares se elevó de la adornada mesa y flotó por la habitación hasta colocarse a su alcance. Sin mirar qué cogía, tomó uno de ellos y lo masticó—. Hasta su comida sabe como si se hubiera podrido en el lecho marino. ¡Encontraré al cocinero que ha preparado esto y haré que su piel me sirva de cubrecamas esta noche! —Entonces giró sobre sus talones—. ¿Bien? No has respondido a mi pregunta.

Strann esperaba que su momentánea distracción le concedería un respiro, pero había olvidado tanto su tenacidad como su memoria. Sin embargo, aquellos escasos segundos le habían permitido encontrar la respuesta que buscaba. Ciertamente era una estratagema espantosa, y le daba náuseas. Pero, conociendo a Ygorla como la conocía, sospechaba que podía funcionar. Eso, y sólo eso, debía ser el criterio que lo guiara.

Puso su cara más zalamera y miró sus azules ojos ansiosamente.

—Señora, sé que he hecho mal. Lo supe entonces, y lo sé ahora. Pero… —
Tempo, Strann, tempo
. Bajó la cabeza—. La tentación era demasiado grande. Y, al fin y al cabo, no soy más que un hombre mortal.

Aquello llamó la atención a Ygorla, como él esperaba que sucediera. Ladeó la cabeza y lo miró con dureza.

—Explícate.

Strann soltó un suspiro. Había perfeccionado aquel suspiro durante muchos años; contenía la mezcla justa de resignación y pena para suavizar un corazón duro sin alertar a su dueño de que pudiera encerrar motivos ocultos.

—Dulce emperatriz —dijo con tono lastimero—, tengo dos amores en mi vida, y soy lo bastante osado como para suponer que ya lo sabéis. El primero es… Bueno, no me atrevo a decirlo en voz alta. —La miró de nuevo, directa y abiertamente, mintiendo con los ojos—. No pronunciaré en voz alta mis deseos, como sé que debe ser. Pero el segundo es algo que sí puedo expresar. Amo mi música, señora. Porque mediante mi música me atrevo a creer que podría en una mínima medida alcanzar vuestro corazón. Eso fue lo que me ofreció el señor del Caos: la oportunidad de interpretar mi música, y con ello hacer que el tiempo sin vos fuera soportable, preparándome para el día en que podría volver a tocar para vos.

Con aire pensativo, Ygorla cogió otro dulce y se lo comió, aunque por la atención que le prestó podría muy bien haber sido un puñado de hierba. Su rostro adquirió una extraordinaria expresión, de autosatisfacción y desconfianza al mismo tiempo, con la frente arrugada en un gesto que indicaba una profundidad de pensamiento poco usual en ella.

—Tienes mucha labia, rata —dijo por fin—. No estoy segura de poder confiar en ti totalmente.

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