Bajaron la escalera. Cuando llegaron a la planta baja, los gatos se apartaron; no había nada, al parecer, que los hiciera acercarse a Ygorla. Karuth se quedó atrás, dejando que otros adeptos las adelantaran, y, cuando la Matriarca la miró, su rostro estaba tenso y pálido.
—Debemos seguir, querida. —Shaill le cogió la mano y se la apretó—. Sé lo difícil que es para ti, pero hay que afrontarlo y superarlo.
—Lo sé —susurró Karuth. Inspiró aire con rapidez y a fondo—. ¿Sabes dónde…, si…, si nuestro señor Tarod está aquí?
Shaill movió la cabeza.
—No podría asegurarlo. Pero aunque esté, no creo que puedas contar con él. Es probable que haya otros asuntos que lo tengan ocupado esta noche.
Hubo una pausa mientras Karuth se armaba de valor. En su interior, sintió un súbito impulso de confiar en Shaill y contarle la verdad acerca de Strann. Había visto la compasión en los ojos de la Matriarca, aunque no la había expresado directamente, y deseaba que Shaill supiera que la aparente traición de Strann no era cierta. Él estaría aquella noche en la sala, lo sabía con la misma certeza con que sabía su nombre, y a los ojos de todos los habitantes del Castillo sería un mentiroso y un chaquetero que había engañado a la hermana del Sumo Iniciado. Karuth deseaba que alguien más, aparte de ella y de Tarod, supiera que Strann era tan sincero como el sol de la mañana.
Pero era imposible. No se atrevía a confiar ni siquiera en Shaill, quien, cuando todo se había dicho y hecho, se había puesto del lado de Ailind y de Tirand. El secreto debía mantenerse, y ella tenía que afrontar su terrible prueba.
No dijo nada, pero apretó la mano de Shaill a modo de respuesta, indicando que estaba lista, y echaron a andar hacia las puertas de doble hoja del comedor.
U
n cálido torbellino de luz, color y música recibió a Karuth y a Shaill cuando las puertas de la sala se abrieron ante ellas. Caminaron cogidas de la mano, y Karuth, aturdida y algo mareada, oyó que sus nombres eran anunciados por encima de los compases de una melodía lenta y ceremoniosa.
Vio a Ygorla enseguida. La usurpadora estaba sentada en el otro extremo de la sala, en un gran sillón colocado sobre un estrado que la situaba ligeramente por encima de las cabezas de la multitud. Bajo el suave resplandor de la luz de las velas y antorchas resultaba una visión totalmente adorable. Su cabello negro, recogido con una redecilla de diminutos diamantes y zafiros, resplandecía con el color de un cielo estrellado, y su piel, blanca y sin mácula, tenía un delicado rubor que la hacía parecer de fina porcelana. El traje de color oro y azul zafiro reflejaba la luz en paños resplandecientes, y en sus orejas, cintura, brazos y dedos resplandecían más joyas.
Y en la cadena dorada, colgada de su cuello, atrayendo la atención como atraería la luz a una luciérnaga, brillaba la gema del alma robada del hermano de Tarod, con una radiación propia, fría, profunda, y completamente propia.
Shaill se detuvo y contempló la joya. Karuth también se quedó inmóvil, pero su mirada estaba fija en otra parte. Porque en un cojín carmesí, a los pies de Ygorla, vestido con un brillante traje de colores y atado a su ama por medio de un enjoyado collar y una fina cadena también enjoyada que la usurpadora sostenía con negligencia en una mano, se encontraba Strann.
Karuth sintió que algo le atenazaba la garganta, cerrando el paso al aire que intentaba aspirar con los pulmones. Alertada por su súbito cambio, Shaill vio entonces lo que Karuth había visto, y apretó con sus dedos el brazo de Karuth.
—¡Ten valor, querida! ¡No le des la satisfacción de que vea tu angustia!
Karuth se mordió la lengua, como había tenido que hacer antes, y de repente sintió que la amenaza del pánico la asaltaba. No podía pasar por aquello. Era pedirle demasiado, esperar demasiado de ella. ¿Y si Strann llamaba su atención? ¿O si se veía obligada a permanecer cara a cara con aquella maligna criatura que hacía ostentación de su poder sobre él, mientras lo tenía sujeto como un perro a un extremo de su correa? Se vería obligada a decir lo que pensaba, no podría controlarse y diría algo que pondría la vida de Strann en peligro…
—Karuth.
La voz la sobresaltó y se volvió con un saltito nervioso. Calvi se le acercó, vestido de verde oscuro y con un aspecto mucho más adulto que la edad que tenía. Tras inclinarse con profundo respeto ante la Matriarca, tendió una mano a Karuth.
—Médico adepto Karuth, ¿me concederéis el honor de escoltaros a la sala? —le preguntó en voz alta y clara.
Karuth miró sus ojos azules, comprendió lo que estaba haciendo y por qué, y sintió una ola de gratitud hacia él. Al solicitarla de manera formal e inmediata, estaba exaltándola pública y deliberadamente. El Alto Margrave y aquella a quien eligiera como pareja ocupaban siempre el lugar predominante en cualquier ceremonia y, por tradición, Calvi debería haber ofrecido su mano a la Matriarca. Pero aquella noche había tirado por la borda la tradición, y con su gesto quería mostrar a toda la concurrencia su respeto por Karuth y su desprecio por cualquiera que quisiera menospreciarla.
La confianza de Karuth, que flaqueaba desesperadamente, se vio de repente reafirmada, y colocó su brazo sobre el de Calvi en la manera establecida.
—Gracias, Alto Margrave —replicó—. Es un honor.
Al adentrarse entre la multitud, Shaill entrevió la capa verde de un adepto de séptimo nivel y, entrecerrando los ojos para ver entre dos mujeres nerviosas que sonreían falsamente, vio a Tirand a unos cuantos metros con un grupo de los consejeros superiores del Círculo. Tirand también había observado el gesto de Calvi, y la Matriarca sintió un momentáneo pesar de que no hubiera sido él quien acudiera a rescatar a Karuth. Verse escoltada por el Alto Margrave ayudaría mucho a reforzar el valor de Karuth, y Shaill admiraba a Calvi por un acto tan adulto y considerado. Pero ser escoltada por su hermano, y con ello ofrecer la tan necesaria oportunidad para cerrar las heridas, podría haber sido mucho mejor. Era una pena que Tirand no hubiera encontrado el coraje para hacer aquel primer gesto tan importante.
Advirtió que, detrás de ella, más personas iban entrando en la sala y que estaba interrumpiendo el paso en las puertas. Hizo ademán de apartarse a un lado, pero se vio interceptada por una figura alta y sombría, que apareció de repente entre la gente.
—Señora Matriarca. —Tarod se inclinó ceremoniosamente sobre su mano en un gesto que había pasado de moda hacía casi cien años—. Mis saludos. Sois la esencia de la nobleza, y una gran lección en contraste con muchos de los que están aquí esta noche.
A pesar de que no podía decir que le agradara el señor del Caos, Shaill no pudo reprimir una pequeña sonrisa ante la naturaleza del cumplido, que le encantó.
—Sois demasiado amable, mi señor.
La Matriarca observó que él no había hecho ninguna concesión ante el acontecimiento y vestía como siempre, de negro y sin adorno alguno. Seguramente habría escogido las mismas ropas para montar a caballo, ir de caza o para trabajar en las minas de la Provincia Vacía, pensó Shaill, y aquel despreocupado —o quizá deliberado— rechazo a la etiqueta lo hizo subir aun más en su estima.
—¿No tenéis pareja? —preguntó Tarod.
Shaill señaló hacia Calvi, quien guiaba firmemente a Karuth hacia un grupo de sus amistades.
—Según el protocolo normal, debería ser la pareja del Alto Margrave esta noche. Sin embargo, me alegra que Calvi haya decidido acudir a rescatar a Karuth y que la haya acogido bajo su protección.
Tarod observó durante unos instantes a la pareja.
—Es un gesto muy considerado —dijo—. El Alto Margrave es generoso y amable, mucho más de lo que podría esperarse a sus años.
—Lo es. —Shaill vaciló, pero luego decidió enviar al diablo la cautela. Los acontecimientos de los últimos días habían traído más de un desengaño, y de repente no vio motivo alguno para no ser sincera, incluso con el ser que, en teoría, se suponía que estaba en contra suya—. Es una desgracia —añadió con acritud— que otros no compartan vuestra sabia opinión.
Percibió el rápido interés en los verdes ojos de Tarod y supo que entendía a qué se refería. De manera que él también había observado la actitud de Ailind hacia Calvi. Interesante. Se preguntó qué conclusión sacaba de ello.
Intentaba encontrar la manera de exponer la pregunta con un mínimo de delicadeza cuando Tarod cambió de tema.
—La criatura del trono comienza a parecer inquieta. Me imagino que no tardará en convocar a unos cuantos elegidos ante su imperial presencia.
Habló con suficiente ligereza, pero el desprecio intrínseco resultó evidente para Shaill. La expresión de la Matriarca se ensombreció.
—Espero por todos los dioses… y perdonadme, mi señor… no ser uno de ellos. Después de lo que le hizo a mis amigas de Chaun Meridional y de otras partes…
—Sí. —La expresión de Tarod se tornó de pronto reflexiva—. Sí… Debí hablar con vos antes, para expresaros mi pena por sus muertes. Pero no parece haber palabras adecuadas, ni siquiera ahora.
Shaill se dio cuenta de que en aquella afirmación había verdadera pena. Se sintió sorprendida y emocionada, y un poco incómoda dijo:
—Y yo debí haberos agradecido por…, por lo que hicisteis por ellos…
Él alzó rápidamente una mano, impidiendo que dijera nada más.
—Por favor, Matriarca. Creo que haríamos bien en correr un velo sobre ese episodio, aunque ninguno de nosotros pueda olvidarlo. —Una nueva y extraña luz brilló en sus ojos, convirtiéndolos en algo tan duro como las esmeraldas que parecían, y con un breve estremecimiento Shaill vio algo de su verdadera naturaleza en aquella mirada—. La usurpadora deberá responder de muchas cosas cuando finalmente caiga en nuestras manos.
La Matriarca reprimió un escalofrío cuando unas imágenes terribles desfilaron por su mente, y se atrevió a formular la pregunta que había tenido en la cabeza desde que había entrado en la sala.
—Esa joya que luce en el cuello ¿es…? —No tuvo valor suficiente para terminar la pregunta.
—Lo es —asintió Tarod, doblando los largos dedos de su mano izquierda—. Me complacería tanto coger esa garganta blanca y cerrar en torno a ella mis dedos y… —Un aura negra vibró en torno a su cuerpo, pero desapareció con la misma rapidez con que se había materializado. Miró a la Matriarca y esbozó una sonrisa fría pero cómplice—. Ya llegará la hora, dama Shaill, ya llegará. Pero por el momento debemos aparentar que disfrutamos y esperar como arañas que aguardan a que la mosca vuele demasiado cerca de nuestra tela. —Extendió un brazo—. ¿Me concederéis el honor de vuestra compañía durante un rato?
No lo esperaba, y se ruborizó confundida. Pero luego pensó: «¿Por qué no?». Al menos le daría a Ailind algo que pensar, y estaba empezando a percatarse de que no sentía hacia el señor del Orden el respeto que su catecismo ordenaba.
Hizo una reverencia ante él, al estilo de la Hermandad, y añadió un ademán que, por sus archivos de historia, sabía que era tan arcaico como el gesto que el dios le había dirigido antes.
—Estaré encantada, mi señor Tarod.
Strann observaba disimuladamente a Karuth y sufría. No había necesitado los deliberados susurros que habían llegado a sus oídos, cuando los adeptos habían desfilado uno tras otro ante el asiento de la usurpadora para saludarla, para saber que, a los ojos de todo el Círculo, era algo peor que un excremento. Y el hecho de que Ygorla también hubiera escuchado los descarados insultos y de que la divirtieran enormemente volvía el aguijón todavía más doloroso.
Su mirada se había cruzado con la de Karuth una vez. Cogida del brazo del Alto Margrave, con una copa de vino oscuro en la otra, lo había mirado, y Strann vio la impotente angustia en sus ojos y él, a su vez, intentó comunicarle en silencio parte de sus sentimientos. Si lo había conseguido o no, no lo sabía, e incluso comenzaba a temer, de forma irracional, que ella podría haber sido envenenada por la marea de compasión que se agitaba a su alrededor y que estuviera perdiendo la fe en él. Strann rezó con todo su corazón para que no fuera así y para que, de alguna manera, antes de que terminara la noche, encontrase el modo de proporcionarle la confianza que ambos ansiaban.
Por el momento, sin poder hacer nada más que un gesto adulador a Ygorla de vez en cuando, intentó no vigilar constantemente la sala en busca del característico color del vestido de Karuth, sino centrar su atención en la misión que Tarod le había encomendado. Todavía no tenía nada que valiera la pena comunicar. Ygorla había recorrido el camino predecible: deleite ante el homenaje que le rendían, después inquietud y ahora había alcanzado un grado de aburrimiento que, si no se desvanecía pronto, no tardaría en resultar peligroso. Unos cuantos minutos antes, Strann había sugerido que quizá le agradaría dar la señal para que comenzara el baile y, para alivio suyo, ella se mostró de acuerdo y había enviado palabra a los músicos de la galería para que se prepararan para el primer repertorio. Ahora estaba absorta, intentando decidir cuál de los muchos hombres de la sala escogería para que fuera su primera pareja. Strann sospechaba que dudaba entre Ailind y el Sumo Iniciado como primera víctima, aunque la había visto fijarse más de una vez en el Alto Margrave. Por el bien del joven, Strann esperaba que no fuera su elección, y se sintió aliviado cuando, tras unos minutos de reflexión, Ygorla chasqueó los dedos para llamar a un criado y anunció que bailaría con Tirand Lin.
Tirand acudió, contra su voluntad pero estoicamente, y se anunció el primer baile. Hizo una reverencia con tal rigidez que, en otro estado de ánimo, Ygorla lo hubiera tomado por un insulto; y, cuando la usurpadora se levantó del sillón para aceptar su mano tendida, él lanzó una fugaz mirada a Strann.
Strann se encogió ante aquella mirada como lo hubiera hecho ante una serpiente, pero aquel momentáneo intercambio no se le escapó a Ygorla, que se echó a reír.
—Vamos, rata, ¿por qué no le preguntas a la hermana del Sumo Iniciado si no querría acompañarte en estos compases? —dijo.
Strann se fortaleció.
—Ah, dulce señora —replicó en el tono más melancólico que pudo—, ¡sería un pobre sustituto para el anhelo de mi corazón! No, debo languidecer aquí y soñar mis sueños sin esperanza…
Tirand dijo algo por lo bajo. Ygorla no lo oyó, pero Strann sí. Observó cómo el Sumo Iniciado se la llevaba, y sintió ganas de matar.