Bostezó y se estiró lujuriosamente, disfrutando de las sensaciones que la asaltaban. No tenía por qué levantarse todavía. Dentro de un rato pediría el desayuno para los dos, y después pensaría en cómo sacar más ventajas de aquella nueva y agradable situación. Giró en la cama para sacudir a Calvi por los hombros y despertarlo…
Se quedó helada al ver a Narid-na-Gost agachado a los pies de la cama y dirigiéndole una impúdica sonrisa. El rostro de Ygorla se retorció en una mueca.
—¡Padre! —La furia y la indignación chisporrotearon en ella como un aura visible—. ¿Cómo te atreves a espiarme?
Calvi musitó algo y comenzó a agitarse. Rápidamente, Ygorla pasó una mano sobre su rostro, y él se sumió instantáneamente en un sueño antinatural del que nada lo sacaría hasta que ella se lo ordenase. Entonces Ygorla se volvió de nuevo hacia los pies de la cama. Su padre seguía allí agachado, sonriendo. La boca de Ygorla se torció en un gesto duro y feroz.
—¡Sal de esta habitación! ¡Fuera!
El demonio soltó una risotada impúdica.
—¿Qué sucede, hija mía? No es la primera vez que te veo entregada a tus placeres carnales. ¿Por qué te muestras tan pudorosa de pronto? ¿Tienes miedo de que tu amante descubra la naturaleza de tu linaje?
En un arrebato de furia, Ygorla cogió una almohada y se la arrojó. El demonio se echó a un lado, cogió la almohada en plena trayectoria y sopló sobre ella. Se desintegró en una fugaz pero espectacular explosión de llamas. Narid-na-Gost clavó sus rojos ojos en su hija.
—¡Tus juegos infantiles no me impresionan! —La simulación de lascivia desapareció en un instante, y su voz sonó furiosa—. ¡Sabes perfectamente que no me interesa en absoluto cómo decidas malgastar tu tiempo o con quién decidas hacerlo! Y también sabes perfectamente por qué estoy aquí. Esto ya dura demasiado, Ygorla. ¡Estoy harto de esperar!
Se produjo un silencio tenso. Ygorla permaneció sentada en la cama, inmóvil, mirando a su padre con expresión pensativa.
—Estás harto de esperar, ya veo —dijo al cabo con voz clara y pausada—. ¿Y desde cuándo ha sido primordial tu voluntad, padre?
Narid-na-Gost vaciló, porque algo en el tono de voz de Ygorla le dijo que aquélla no iba a ser otra de sus frecuentes peleas. Ella parecía demasiado tranquila, demasiado razonable, como si hubiera esperado aquello y se hubiera preparado para afrontarlo. Y como si tuviera algo en la mente que a él se le había pasado por alto.
—No olvido los términos de nuestro acuerdo, hija —replicó con brusquedad, poniendo un ligero pero perceptible énfasis en la palabra «hija» que confiaba en que fuera un oportuno recordatorio de lo que ella le debía—. Pero ya es hora de que cumplas con la parte del trato que te corresponde. Es hora de dejar de jugar con estos humanos y de plantear tus exigencias, ¡de manera que yo también pueda plantear las mías!
—Eres tan impaciente, padre… Ya te lo he dicho: cuando esté lista, y sólo cuando esté lista, daré el paso. Hasta entonces, me temo que deberás aprender a frenar tus prisas.
—¡Ya las he reprimido bastante tiempo! —respondió irritado el demonio—. ¡Pareces olvidar, hija, que me debes todo lo que eres y todo lo que has conseguido! Mis poderes te han llevado hasta aquí. ¡Te elevé de la nada y harías bien en recordar que podría devolverte a la nada con la misma facilidad!
Ygorla sonrió.
—Oh, no creo que pudieras hacerlo —dijo con dulzura. Con un gesto deliberado cogió entre su dedo índice y pulgar la cadena de la gema del alma y, apartándola de sus pechos desnudos, la hizo girar suavemente para que resplandeciera a la temprana luz de la mañana.
Algo en el interior de Narid-na-Gost se enfrió, y, cuando habló, su voz traicionó esa sensación.
—¿Te atreves a amenazarme…?
Ella sonrió, y en sus ojos apareció una seguridad implacable y arrogante.
—No te amenazo, querido padre; me limito a exponer los hechos. Esta joya es la clave de todo: de mi poder en los dominios mortales y del poder que deseas esgrimir en el reino del Caos. Tú la habrás robado, pero ahora la tengo yo, y la protección que impide a Yandros y a sus hermanos intentar recobrarla es mi protección.
—¡Ese encantamiento nos protege a los dos! —gruñó Narid-na-Gost—. ¡No tienes poder para cambiarlo!
Ella hizo una coqueta mueca.
—Tal vez tengas razón; pero también puedes estar equivocado. ¿Te importaría poner eso a prueba?
La sensación de fría turbación que se había apoderado del demonio cristalizó de repente en una aterradora comprensión. Sus miradas se encontraron y, aunque ninguno de los dos traicionó sus sentimientos, ambos supieron la verdad: Narid-na-Gost estaba atrapado. No se atrevió a recoger el guante que Ygorla había arrojado con tanta despreocupación; porque, si lo hacía, quizá descubriera demasiado tarde que había cometido un terrible error de cálculo. Con una certeza que hizo que su mente vacilara, comprendió que había subestimado a su hija. Había subestimado su voluntad, su ambición… y, sobre todo, la absoluta sinuosidad humana merced a la cual lo había convencido para que le concediera mucho más poder del que resultaba conveniente.
Hacía unos días, justo antes de su partida de la Isla de Verano, Narid-na-Gost se preguntaba cuánto tiempo transcurriría antes de que Ygorla se diera cuenta de que la balanza se había alterado entre los dos y que él había perdido su antigua supremacía. Ahora tenía ante sí la respuesta con la misma claridad que si Ygorla se lo hubiera gritado a la cara. Ella lo sabía. Había aprendido todo lo que él podía enseñarle, había cogido todo lo que podía darle, y luego había fortalecido sus capacidades y su conocimiento aún más, añadiendo la dimensión humana que Narid-na-Gost nunca podría conseguir. Ahora estaba fuera de su alcance, fuera de su control. Y su mayor error había sido permitirle hacerse cargo de la gema del Caos.
—Todavía me necesitas, Ygorla —dijo con una voz que sonaba como cristales rotos—. Sin mí, puedes gobernar en este mundo, pero el reino del Caos es otro asunto.
¿Lo creía ella todavía? Era imposible decirlo a juzgar por su enigmática sonrisa y sus fríos ojos calculadores; e, incluso cuando encogió los hombros desnudos en aparente reconocimiento, el demonio siguió sintiendo el frío presagio de la incertidumbre. Hasta aquel momento nunca había pensado en cuestionar su suposición de que reinar como emperatriz del mundo de los mortales le bastaría para satisfacer sus ansias de supremacía. Pero ahora comenzó a preguntarse si no habría sido eso un error más.
Ygorla esbozó una sonrisa pequeña, cruel, sin encanto, como si supiera qué estaba pensando.
—Creo —dijo, y la gema del Caos lanzó un resplandor azul cuando la hizo girar nuevamente— que debe haber ciertos cambios entre nosotros, querido padre. Tenemos que alcanzar un nuevo y más adecuado entendimiento.
Los ojos del demonio se convirtieron en estrechas rendijas.
—¿Entendimiento?
—Sí. —La palabra sonó sibilante en el silencioso cuarto, como el siseo de una serpiente—. Es bastante sencillo. Uno de los dos, y sólo uno, tiene el poder aquí, es decir, el poder para hacer que tanto el Círculo como los señores del Caos se dobleguen ante nuestra voluntad. Yo soy ese uno, de manera que yo decidiré cuándo debemos actuar. Y tú —toda apariencia de dulzura desapareció súbitamente de su voz— ¡no osarás interferir en mi decisión!
Se hizo el silencio. Se miraron, él acorralado, ella con una altiva seguridad en sí misma. Narid-na-Gost pensó en todas las precauciones que podría y debería haber tomado desde el principio, cuando no era más que una niña fácilmente manejable, pero era demasiado tarde para lamentar ahora su ausencia. Siete años tarde. No tenía otra elección que ceder ante ella y retirarse de la discusión con toda la dignidad de que fuera capaz.
Con un movimiento suave y de reptil se bajó de la cama. Un aura oscura y tenue pulsaba a su alrededor, y su expresión era distante y amargada.
—Me decepcionas, hija —dijo—. Creí que habías adquirido sabiduría, pero está claro que me equivoqué. Muy bien. Te dejaré con tus juegos y regresaré a la torre hasta que decidas que me necesitas. —Hizo una pausa, y, por primera vez desde el inicio de su alianza, sus ojos mostraron odio sin disimulos—. Y no importa lo que te agrade creer ahora: me necesitarás, Ygorla. En medio de toda tu arrogancia y vanidad, ¡no seas nunca tan imprudente como para olvidar eso!
A
quella mañana, apenas hubo comensales a la hora del desayuno en el comedor, y de los pocos que ocuparon sus lugares en las mesas vueltas a ordenar, ninguno parecía tener apetito. Se cogía la comida en una atmósfera de melancólico silencio y muchos platos eran retirados con su contenido prácticamente intacto.
Sólo había un tema de conversación en las mesas: la inmensa preocupación, compartida por todos los adeptos, por el destino del Alto Margrave. No se había visto a Calvi desde que había abandonado la sala la noche anterior, cogido del brazo de Ygorla, y las especulaciones eran muchas acerca de qué podría haberle ocurrido. El Círculo ya había sido testigo de la inmensa crueldad y el desprecio por la vida de Ygorla, y nadie dudaba de que, si servía a sus propósitos o a su estado de ánimo, no vacilaría en añadir a Calvi a la larga lista de sus víctimas. Aunque no expresaran sus pensamientos en voz alta, unos pocos de los adeptos más pesimistas estaban convencidos de que el Alto Margrave ya estaba muerto.
Pero, por el momento, nadie se había atrevido a hacer preguntas o a investigar. Tarod y Ailind habrían podido ayudar, pero no se había visto a ninguno de los dioses desde la noche anterior. El Sumo Iniciado estaba presente en la sala, sentado con la Matriarca a una mesa cerca de la chimenea, pero su rostro tenía un aspecto desolado y severo que disuadía a cualquiera que pensara en acercarse.
Por eso fue total el asombrado silencio que se produjo en la sala cuando, al irse retirando los últimos platos, entró Calvi.
Las cabezas se volvieron, las expresiones quedaron fijas. Por un instante hubo una oleada de palpable alivio, que se transformó rápidamente en aprensión cuando la gente se dio cuenta del aspecto del Alto Margrave y, lo que era más significativo, de su comportamiento. Calvi parecía tan fresco como si acabara de despertar de un sueño largo, profundo y relajante. Tenía el pelo y la piel recién lavados, y lucía ropas opulentas, muy distintas de lo que acostumbraba ponerse. Y la insólita sonrisa orgullosa en su rostro, sumada a la extraña y distante altivez en sus ojos azules al contemplar la sala, demostraron a los presentes que algo iba sumamente mal.
—¡Vaya una triste reunión! —comentó. La voz de Calvi parecía normal, pero bajo su tono ligero había una nueva seguridad que no resultaba del todo agradable—. Cuidando algunas jaquecas, ¿eh? —Lanzó una risita artificial y afectada, y caminó por el pasillo central en dirección a un criado que había estado limpiando una de las mesas, pero que ahora permanecía inmóvil, contemplándolo.
»¡Oye, tú! La emperatriz y yo desayunaremos dentro de media hora. Queremos pan y carne, pastel y dulces y dos jarras de vino de Perspectiva. Ocúpate de que no se retrase.
Mientras la gente lo miraba con asombro ante aquella perentoria e inusual descortesía, Calvi se volvió y vio al Sumo Iniciado y la Matriarca sentados a su mesa.
—Tirand…, Shaill —los saludó, e hizo una reverencia en la que se percibía un atisbo de algo que podría haberse interpretado como mofa—. Buenos días a los dos.
Tirand se limitó a mirarlo, pero Shaill, con mirada preocupada, se puso en pie.
—Calvi…, nos tenías preocupados.
—¿Preocupados? —Calvi rió otra vez, y de nuevo la risa tuvo un tono peculiar, quebradizo. Avanzó con paso lento y tranquilo hacia la mesa, cogió la mano de Shaill y la besó con un gesto elegante—. ¿Y por qué, querida Matriarca, deberías estar preocupada?
Shaill lo miró a los ojos, vio lo que en ellos había, y sintió como si algo se secara en su interior. Calvi tenía el aspecto de un hombre drogado. Sus pupilas estaban dilatadas, el blanco de los ojos demasiado brillante… y había algo más, algo que Shaill no podía nombrar pero que le dio miedo, porque apestaba a corrupción.
Así que lo había logrado, pensó la Matriarca con amargura. En una noche había cogido a un ser humano que tenía más motivos que cualquier otro para odiarla y había deformado su mente totalmente a voluntad. Calvi se había convertido no sólo en el amante de la asesina de su hermano, sino también en su esclavo.
—Cuando te marchaste de la sala anoche, con…, con…
—¿Con la emperatriz? —Los ojos de Calvi se entrecerraron ligeramente, como si la desafiara a referirse a Ygorla con un nombre menos lisonjero.
—Sí. Con la… emperatriz, pensamos…, temíamos…
—¿Que sería demasiado para un joven de mi tierna edad? —Lanzó otra risa, y Shaill se estremeció interiormente—. Lejos de eso, mi querida Shaill, ¡lejos de eso! Te aseguro, y puedes repetírselo a tu insípido amigo Ailind para su conocimiento, ¡que no soy el pusilánime que todo este maldito Castillo parece pensar que soy!
Su tono de voz se volvió de pronto irritado y agresivo, y la Matriarca retrocedió. A su lado, Tirand hizo ademán de levantarse como para protestar, pero ella le dio un rápido pisotón para advertirle que contuviera la lengua y el genio. Nada ganarían peleándose con Calvi; de hecho, podía resultar algo peligroso si luego él se lo contaba a Ygorla. Tirand cedió al entender el silencioso mensaje y Calvi, que de forma instantánea había recuperado el buen humor, hizo un gesto amplio.
—La verdad es que no tengo tiempo para charlas sin sustancia —dijo, con un tono aparentemente afable pero que dejaba entrever que tanto Shaill como Tirand no eran importantes—. Mi dama me espera, y es impaciente. Buenos días a los dos.
Mientras el joven se alejaba, no hablaron durante algunos segundos. Entonces Tirand rompió el silencio con un explosivo juramento.
—¡Maldito sea, ese pelele insolente y palurdo! ¿Quién se cree que es para atreverse a utilizar ese tono contigo?
Shaill seguía observando a Calvi, quien ya casi había llegado a la puerta, y su voz sonó ominosa cuando replicó:
—No creo que sepa quién es. Ya no.
Sus palabras cortaron al Sumo Iniciado, al comprender con exactitud lo que ella quería decir, y Shaill añadió:
—¿Lo miraste a los ojos, Tirand?
—No…
—Yo sí. Fuera lo que fuese lo que me devolvió la mirada, no era Calvi Alacar.