—Algo va mal —dijo Karuth, retorciéndose las manos nerviosamente—. Strann quiere apartarse de la usurpadora para verme en persona…
—¿Puede hacer eso?
Ella movió la cabeza.
—No lo sé. Nunca ha podido hacerlo antes; los riesgos siempre han sido demasiado grandes. Pero esta vez va a intentarlo. Debe de estar ocurriendo algo urgente y de vital y desesperada importancia para que corra semejante riesgo. —De pronto apretó los puños—. ¡Debo avisar a nuestro señor Tarod!
—No, Karuth, espera —la detuvo Tirand, cogiéndola del brazo cuando ya se dirigía hacia la puerta—. No creo que debas hacerlo.
Ella lo miró, y la desconfianza endureció de pronto aquella mirada.
—¿Por qué no?
—No me malinterpretes. Esto nada tiene que ver con lealtades o preferencias. Pero Strann decía «no se lo digas a nadie»; eso estaba muy claro. Y envió el gato a ti, no a monseñor Tarod. No pretendo que eso tenga ninguna importancia, pero quizá Strann tiene algún motivo para desear que Tarod no se entere.
—No puedo imaginar qué motivo puede ser ése.
—Yo tampoco. Pero quizá sería más conveniente no correr riesgos.
Ella sonrió sin ningún humor.
—Tú conoces el mensaje.
Tirand se encogió de hombros.
—Un accidente, y eso no puede cambiarse ahora. Tal como lo veo, creo que no deberíamos decir nada, como pide Strann. E iré contigo a la cita.
—Oh, no, Tirand. ¡Oh, no, eso no sería acertado!
—No estoy de acuerdo. No quiero dramatizar las cosas, pero sería temerario en extremo que acudieras sola, en el caso de que algo falle en los planes de Strann… —Vio la expresión de Karuth y creyó mejor dejar la frase sin terminar.
Ella vaciló. Tenía razón. Por desagradable que resultara, debía tener en cuenta la posibilidad de que algo saliera mal. Y, en lo referente a Tarod, tampoco podía discutir. Si hiciera falta, podía llamar al señor del Caos pidiendo ayuda con suficiente rapidez, y sería más seguro seguir las instrucciones de Strann al pie de la letra.
De todos modos, no acababa de parecerle bien, y dijo con inseguridad:
—No sé… Si Strann y tú os encontráis cara a cara…
—Si me apoyas creo que puedo convencerlo para que confíe en mí. No tengo motivos para pelearme con él. Al fin y al cabo, ahora luchamos en el mismo bando, ¿no es así?
—Sí…, sí, es cierto… —Hizo otra pausa, pero sólo duró un instante—. Muy bien. No le diré nada a nuestro señor Tarod e iremos juntos. Y… gracias, Tirand.
Tirand asintió.
—No podemos saber con seguridad cuándo llegará Strann, de manera que sugiero que nos encontremos en mi estudio una hora después de la salida de la primera luna. —Sonrió con cierta timidez y comentó—: ¡Las reuniones clandestinas en la biblioteca llevan camino de convertirse en una costumbre!
Karuth le devolvió la sonrisa.
—Esperemos que ésta sea la última —dijo con énfasis.
Como un hombre que esperase su inminente ejecución, Strann se veía desgarrado entre contar sombríamente los minutos que pasaban y la espera de que sucediera un milagro. El gato gris no había vuelto, de forma que no podía saber si su mensaje había sido entregado o, si lo había sido, quién lo había recibido. A nivel personal, esperaba de todo corazón que el animal hubiera ido en busca de Karuth. Pero su lado pragmático sabía que Tarod sería un aliado más poderoso aquella noche. Eso, claro, si no faltaba a la cita…
Al principio pensó que sería sencillo. Había trazado su plan en el camino de regreso desde la torre, convencido de que conseguiría engatusar a Ygorla para que le permitiera dar otro concierto aquella noche, aun cuando ella no estuviera dispuesta a asistir. Pero por una vez se había equivocado. Con el rostro inmóvil, repitió sin ninguna expresión las palabras del mensaje de respuesta de Narid-na-Gost a su hija; y, por primera vez desde los horribles días de la Isla de Verano, presenció una de las grandes rabietas de Ygorla. El aire en la habitación se volvió negro —era imposible, sabía Strann, pero así ocurrió— y, de pie en medio, Ygorla dio rienda suelta a su furia, gritando, envuelta en un aura de cegadora plata, mientras latigazos de relámpagos carmesíes estallaban entre las paredes en un tumulto demencial. Aterrorizado, Strann vio que se volvía hacia él y alzaba los brazos por encima de la cabeza. De sus dedos surgió fuego, el suelo se onduló y vibró bajo sus pies tambaleantes, y ella le gritó que saliera, que saliera antes de que lo redujera a un montón de cenizas. Strann huyó a la antecámara, donde se escondió bajo la mesa y se cubrió la cabeza con una manta hasta que, quizá pasados diez minutos, los terribles sonidos de la habitación adyacente cesaron y ya no se vieron más demoníacos resplandores de luz colarse bajo la puerta ni se sintió el hedor a quemado. Entonces salió arrastrándose de su refugio; y se encontró con Ygorla, de pie en la puerta, que lo miraba.
Su rostro estaba perfectamente compuesto, frío y desdeñoso.
—El emperador designado regresará pronto —dijo—. Si eso —señaló en dirección a la habitación que tenía a sus espaldas— no está limpio antes de su llegada, habrá muertos. Empieza a trabajar. —Y, pasando junto a él, salió por la otra puerta al pasillo y llamó malhumoradamente a gritos a los criados.
El dormitorio estaba destrozado. De la hermosa cama sólo quedaba un armazón quemado y sin forma. Otros muebles habían sido reducidos a astillas, y las lujosas alfombras se habían transformado en una capa de cenizas que llegaban hasta el tobillo. Las paredes de piedra se veían surcadas por grandes manchas negras, debajo de los restos desgarrados de los tapices que las cubrían, y el marco y los postigos de la ventana parecían haberse fundido en una masa sólida, de un color gris opaco. Strann y los cinco criados del Castillo que habían acudido corriendo a la llamada de Ygorla se pusieron a limpiar los destrozos en medio de un sombrío silencio. Durante una media hora, Ygorla permaneció en el umbral de la habitación, contemplando sus esfuerzos, pero de repente se cansó del juego, los hizo salir a todos con una feroz imprecación y cerró la puerta de golpe. Cinco minutos después, cuando llamó a gritos a su rata, el dormitorio estaba exactamente igual que antes de la orgía de destrucción, y, al entrar, Strann no pudo evitar parpadear asombrado.
Ygorla, sentada en la cama, le dirigió una ácida sonrisa.
—¿Sorprendido, rata? Me has subestimado. Y eso nunca es bueno.
Strann se dio cuenta de que estaba de un humor muy peligroso, y el persuasivo discurso que había ensayado cuidadosamente de regreso de la torre no surgió de sus labios. Aquél no era el momento para rogar, ni siquiera para hacer una suave sugerencia llena de tacto, por lo que permaneció en silencio, con la cabeza inclinada.
—Mi consorte y yo cenaremos aquí esta noche —anunció ella—. Quiero que estés cerca, por si te necesito. Quédate sentado en tus cojines, no hagas ni un ruido y no te atrevas a quedarte dormido. ¿Entendido?
—Sí, Majestad.
Strann no adornó su respuesta con los habituales cumplidos halagadores, pues su genio era demasiado inquietante. Pero, cuando salió haciendo reverencias —al parecer, lo había hecho llamar sólo para darle aquellas instrucciones—, su mente y su pulso funcionaban a toda velocidad. ¿Qué podía hacer? Sabía perfectamente por qué quería tenerlo al lado: su cerebro trabajaba febrilmente en el siguiente paso de la mortífera partida que jugaba con Narid-na-Gost, y antes de que terminara la noche quizá querría utilizarlo de nuevo como mensajero. Arriesgarse a salir a escondidas y provocar su ira si descubría su ausencia sería una completa locura. Pero Strann tenía que comunicar a Karuth o a Tarod la noticia que ardía en su cerebro. No podía esperar, no podía retrasarse ni siquiera una noche, porque ahora sabía con exactitud qué planeaba hacer Ygorla.
La carta a su padre, que Strann había leído rápida y furtivamente a los pies de la torre, era directa y sin ambages. Narid-na-Gost, decía, ya no estaba bajo la protección de la gema del Caos. Ella había roto su nexo con la gema, y le deseaba un buen final a manos de Tarod y Yandros cuando descubrieran la verdad. Existía, sin embargo, una posibilidad de que su padre se salvara. Restauraría el nexo, y con ello la protección, si le proporcionaba los medios de abrir la Puerta del Caos. Ella sabía, decía la carta, que él tenía el secreto. Si se lo entregaba, estaría a salvo. Si se negaba, su destrucción sería simplemente cuestión de tiempo.
Para Strann, el significado del mensaje de Ygorla era evidente. Había terminado con este mundo. Había hecho sus preparativos finales y se disponía a lanzar un ataque contra el mismísimo reino del Caos. No tenía idea de cuándo y cómo se produciría el ataque, pero conocía a Ygorla lo suficiente para estar seguro de que la furiosa negativa de su progenitor a aceptar el trato no la retendría mucho tiempo. ¡Había que avisar a Tarod y a sus hermanos!
Strann pasó media tarde en un torbellino de febril y frenética actividad mental. Desde un principio, se vio obligado a reconocer que cualquier esperanza de que Ygorla aceptara un concierto debía ser descartada. Ahora no tendría en cuenta algo tan trivial, y, si él cometía la osadía de sugerirlo, seguramente recibiría otra muestra de su mal genio, como mínimo. Pero los gatos, que eran el único medio aparte de la música que tenía para comunicarse con el mundo fuera de los apartamentos de Ygorla, no podían transmitir un mensaje tan complicado y detallado, ni siquiera a Tarod, quien los comprendía mejor que cualquier ser humano.
Strann decidió que sólo le quedaba una opción. Debía correr el inmenso riesgo de comunicar las noticias a sus aliados en persona. Un encuentro, en algún lugar apartado y lo bastante tarde para minimizar la posibilidad de alboroto sin despertar sospechas, parecía ser la opción más segura, por lo que dispuso su mente para enviar una llamada telepática, que esperaba atrayese al gato gris, siempre el más fiable. Era consciente de que su plan se vendría abajo si el gato no lo escuchaba o decidía no responderle; pero, para gran alivio suyo, su llamada se vio contestada poco después con un suave y furtivo maullido al otro lado de la puerta exterior. Ygorla estaba encerrada en su dormitorio con Calvi y parecía decidida a distraerse. De vez en cuando, sus risas llegaban a los oídos de Strann a través de la pared, y un rato antes un grupo de nerviosos pinches de la cocina habían entrado en los aposentos con grandes cantidades de comida y bebida. Strann aprovechó la oportunidad de que no sería interrumpido y salió para entregar su mensaje al gato; poniendo énfasis en la urgencia de la misión, le dijo a la criatura que fuera en busca de Karuth o de Tarod. Después, alerta y en tensión como si fuera él mismo un gato al acecho, regresó a su rincón de la antecámara y se sentó para afrontar la dura prueba de una larga espera. La salida de la luna, pensó, nunca había parecido tardar tanto.
Calvi no tenía sueño y estaba aburrido, y, de no haber sido por los agradables recuerdos de las últimas horas, también habría estado de mal humor. Yacía entre un montón de cojines y alfombras, tumbado cuan largo era delante del fuego antinatural, que ardía cálidamente en la chimenea sin que fuera nunca necesario alimentarlo. Contemplaba las llamas e intentaba pensar en alguna nueva diversión que lo distrajera.
Aquella noche le habría gustado bajar al comedor, pues deseaba la satisfacción de ver tanto a criados como adeptos inclinándose ante él y de escuchar su nuevo título de emperador salir de sus labios. Pero Ygorla había prohibido la idea, y, cuando intentó discutir, ella se limitó a desechar sus deseos con un gesto despreocupado y le dijo que tenía un buen motivo para desear quedarse en sus aposentos. A Calvi no le habría importado tanto si ella hubiera querido explicarle el motivo, pero Ygorla se negó, sonrió con aire cómplice y dijo que ya lo descubriría cuando llegara el momento.
A pesar de aquella molestia, la velada había sido bastante agradable. Ygorla sabía exactamente cómo seducir a Calvi y sacarlo de sus enfados, y, una vez que decidió olvidarse de Narid-na-Gost durante unas horas y concentrarse en el placer, su propio estado de ánimo inquieto e irritado desapareció. Así que disfrutaron con los dulces, saciaron su apetito con vino y con licores más fuertes, y después se entregaron a una lujuriosa orgía que los dejó a ambos saciados y lánguidos y satisfizo su afán narcisista. Cuando Ygorla se durmió, Calvi pensó en hacer lo mismo. Pero los efectos de haber comido demasiado, combinados con el hecho de haber bebido bastante más de lo habitual, incluso para él, conspiraron para mantenerlo despierto, y al final se rindió y comenzó a buscar algo para pasar el rato hasta que le viniera el sueño. Pero nada captó su interés. Antes de que la influencia de Ygorla cambiara su vida, había sido un ávido lector; ahora despreciaba los libros como algo apropiado sólo para viejos estúpidos con mentes rancias. No conocía ningún juego en el que no hiciera falta contrincante y, de todas maneras, a menos que pudiera jugar con apuestas altas —como la vida de otra persona—, los juegos le parecían tremendamente aburridos. Los siervos elementales de Ygorla podrían haberle proporcionado alguna distracción, pero no sabía ni invocarlos ni controlarlos. La maldita nieve seguía cayendo, por lo que ni siquiera podía distraerse planeando un día de montar a caballo o de caza. Cuando fuera emperador de hecho, y no sólo de nombre, pensó Calvi, sería distinto. Podría pedir las distracciones que quisiera, a cualquier hora del día o de la noche, y sus secuaces correrían para obedecer su capricho.
Correrían para obedecer… De pronto sonrió al ocurrírsele que algo —o, más bien, alguien— se le había pasado por alto. Tenía la distracción en el cuarto de al lado, donde dormía la rata mascota de Ygorla.
Hubo un tiempo en que Calvi admiraba a Strann el
Narrador de Historias
, y en que éste le gustaba. Pero eso había ocurrido hacía mucho tiempo, antes de que sus ojos se abrieran. Ahora despreciaba a aquella criatura que no merecía el término de «hombre», y deseaba que Ygorla se deshiciera de él, en lo posible de una forma que causara a Strann el máximo de dolor y terror. Nunca se molestaba en analizar los motivos de su cambio de opinión y desde luego jamás se le habría ocurrido pensar que los celos por Karuth estaban en el origen de todo. Pero el hecho de que Ygorla pareciera sentir cariño por su mascota era algo que lo molestaba, y a menudo se imaginaba cómo trataría él a la criatura, si llegara a ser el dueño de Strann en lugar de la emperatriz.