LA PUERTA DEL CAOS - TOMO III: La vengadora (51 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

Un dulce sonido musical invadió el Salón de Mármol, y la imagen de Aeoris se desvaneció.

Durante largo rato, Tarod no se movió, sino que permaneció frente a la Puerta, con la cabeza inclinada. Seguía envuelto en el aura oscura, pero la luz de la estrella sobre su corazón se había extinguido. Ailind, que desde el momento en que Ygorla había sido arrojada de nuevo al mundo de los mortales no había tomado parte en los acontecimientos, seguía observando a cierta distancia. Karuth se soltó de la mano de Strann y, sin hacer caso del aviso musitado por Tirand, se adelantó despacio hacia el dios del Caos.

Se detuvo a seis pasos de él.

—Mi señor…

Tarod giró la cabeza, y por un instante apareció en sus ojos un eco del fuego mortífero, antes de ceder a una mirada indiferente.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Si podemos… —Vaciló y comenzó de nuevo—. Si hay algo que podamos hacer…

—¿Hacer? —Su voz tenía un tono de acritud, pero, una vez más, pareció contenerse—. No, Karuth. No hay nada que hacer.

Ella bajó la cabeza.

—Me siento responsable, mi señor. Si no hubiera cedido ante ella… Pero era…

Tarod sabía lo que intentaba decirle, y suspiró.

—No te culpo por la decisión que tomaste —replicó, encogiéndose de hombros en un gesto peculiarmente humano que resultaba desconcertante después de cuanto había sucedido—. La usurpadora habría descubierto el secreto de una manera o de otra, y no podías saber cómo tenía intención de usar la Puerta. —Su mirada se hizo reflexiva—. Ninguno de nosotros lo sabía. Con una excepción. —Miró por encima del hombro a Ailind, con tal odio que Karuth no pudo evitar un estremecimiento.

Ailind le devolvió la mirada impasible.

—Pierdes el tiempo, Caos —declaró—. Mi hermano espera la respuesta, y retrasarla no cambiará lo que es inevitable. —Su voz denotaba júbilo. Karuth nunca había oído antes aquel tono, y tuvo un feo presentimiento de lo que ella, y cualquiera que hubiera dado apoyo al Caos, podría esperar si los dioses del Orden se salían con la suya.

Pero Tarod no se inmutó ante el regocijo de Ailind. Toda su rabia se había consumido en la destrucción de Ygorla, y ahora sólo le quedaba la desolación. Se sentía fuera del alcance incluso de la ira. Y en un sentido Ailind estaba en lo cierto: el momento no podía retrasarse para siempre, y había que hacer la elección. Pero él no podía hacerlo. No tenía el permiso, ni le habría gustado asumir semejante responsabilidad.

—Regresa junto a Strann y tu hermano, Karuth —le indicó, volviéndose hacia ella—. Esto no ha terminado todavía. —Miró una vez más a Ailind, y luego a los dos hombres que esperaban inquietos y en silencio junto a la estatua—. Si lo deseáis, podéis iros ahora.

—Prefiero quedarme, mi señor. Y creo que Strann y Tirand piensan lo mismo. Si nos dais vuestro permiso…

—Como queráis. No hay ninguna diferencia. —La observó volver lentamente junto a sus compañeros; entonces, bruscamente, desechó sus pensamientos y se encaró con la Puerta del Caos otra vez. Su aura latió de pronto con renovada energía y, con una voz gélida que se escuchó en todos los rincones del Salón, pronunció una única palabra, un nombre:

—Yandros.

Al otro lado de la Puerta del Caos, tenues colores se movieron como un heraldo espectral de un Warp, y contra su tenebroso fondo apareció recortada una figura. Unos ojos estrechos y felinos, cuyo color cambiaba constantemente, contemplaron durante unos momentos la escena que tenían ante sí; luego Yandros, hermano y señor de Tarod, entró en el mundo de los mortales.

Karuth vio la mirada de sorpresa en los ojos de su hermano, aunque éste no dijo nada, y Strann, que también lo había observado, reprimió una sonrisa irónica. Caprichoso como siempre, Yandros había decidido prescindir de cualquier demostración de su verdadera naturaleza y había adoptado el mismo aspecto normal con el que se había dado a conocer a Strann en la Isla de Verano. Sólo aquellos ojos extraordinarios, y el antinatural brillo dorado de sus largos cabellos, desmentían la imagen que presentaba. Pero, a pesar de su aspecto, Strann intuyó con certeza que su estado de ánimo era muy peligroso.

No hubo salutación formal entre los dos dioses. Tarod dijo sencillamente:

—Hemos perdido, Yandros.

—Sí. —La voz de Yandros sonaba tranquila, pero bajo aquella calma había una calidad inquietante—. Lo sé, Tarod. No hay nada que hacer —declaró; alzó la mirada para observar a Ailind, quien sonreía a cierta distancia, y sus ojos se volvieron escarlatas—. Llama a tu cobarde hermano, criatura del Orden. Acabemos de una vez.

Sólo Strann se apercibió del rápido estremecimiento de sorpresa de Tarod ante una rendición aparentemente tan fácil. Y también vio el ligero movimiento de la mano de Yandros, que indicó a su hermano que guardara silencio. Strann hizo ademán de volverse hacia Karuth, pero lo pensó mejor y decidió, al menos por el momento, no decir nada. Volvió a concentrar su atención en la escena, ahora doblemente alerta.

Ailind se acercó a la Puerta del Caos y, al llegar a ella, hizo una profunda reverencia.

—¡Hermano Aeoris! —Su voz tronó de manera que contrastaba duramente con la ausencia de ceremonia del señor del Caos—. ¡Aguardamos tu presencia!

De nuevo se sintió una ráfaga de aire frío mientras los colores apagados al otro lado de la Puerta cedían a una luz más clara y brillante. Entonces Aeoris apareció en el portal, mostrando la gema del Caos en una mano.

Los dos antiguos enemigos se miraron, y Aeoris fue el primero en romper el silencio.

—¿Bien, Caos? Conoces mi ultimátum. ¿Qué escoges? ¿El exilio o la destrucción de tu hermano?

De pronto, de manera sorprendente, Yandros se echó a reír. Fue el sonido más maligno y feroz que sus oyentes humanos habían escuchado jamás, y, cuando se extinguió, respondió a Aeoris con abrasador desprecio.

—¡Un siglo de Equilibrio y no has cambiado ni pizca! La misma ampulosidad y arrogancia de siempre, ¡y ahora tienes el descaro de pensar que puedes forzarme a hacer algo! ¡Desprecio tus exigencias, Aeoris, porque eres un mentiroso y un hipócrita, y siempre lo has sido!

La expresión de Aeoris se hizo tenebrosa.

—No pongas a prueba mi paciencia, Yandros. Ya he esperado bastante. ¡Decide, o yo decidiré por ti!

—¿Lo harás? —Los ojos del señor del Caos lanzaron siniestros destellos—. Lo dudo. No destruirás la gema del alma de mi hermano. —Sus labios se curvaron en un gesto despreciativo antes de añadir—: No tienes el valor. ¡Y, antes que doblar mi rodilla ante ti, prefiero vernos a los dos en los Siete Infiernos!

Aeoris reflexionó sobre las perversas palabras de Yandros durante unos segundos, como si las sopesara en su mente.

—Muy bien —dijo luego con calma—. Si te niegas a razonar, no me dejas elección. —Su boca esbozó un gesto burlón de lástima—. Eres más estúpido de lo que pensaba.

Por un instante, vertiginoso y feroz, Karuth tuvo la certeza de que el señor del Orden no lo haría. Era una pretensión, un farol. No podía estar ocurriendo, no era posible.

La mano de Aeoris se cerró sobre la gema del Caos. El rostro de Tarod mostró incredulidad. Gritó, saltó hacia adelante…

Y una miríada de fragmentos de zafiro resplandeciente cayeron de la mano de Aeoris.

Durante el lapso de un latido de corazón hubo una calma total. Entonces, sin previo aviso, el Salón de Mármol se vio sacudido por un colosal estallido de energía. Karuth retrocedió tambaleándose, tapándose los oídos con las manos al tiempo que gritaba una protesta incompleta; una lanza de relámpago azul surgió entre las columnas y alcanzó una de las siete estatuas con un gigantesco chasquido. La estatua se partió, se balanceó precariamente… y uno de sus dos rostros se hizo pedazos, que cayeron al suelo en una avalancha.

Tarod echó la cabeza hacia atrás y lanzó un grito de horror, de pena y desesperación; su voz se escuchó por encima del estruendo de la mampostería que caía. Ailind se adelantó, con expresión exultante. Los tres humanos no pudieron hacer otra cosa que permanecer pegados a la base del séptimo coloso, mientras los escombros caían alrededor de ellos y levantaban una capa de polvo sofocante y cegador. Aeoris reía triunfante y mostraba su mano vacía… y sólo Yandros, de todos ellos, no hizo nada. El señor del Caos permaneció inmóvil, cubriéndose los ojos con una mano, y parecía aislado y repentinamente vulnerable.

Los ecos de la enorme explosión, y de la destrucción de la estatua, disminuyeron y por fin quedaron reducidos a nada. El polvo se posó. Un fragmento del tamaño de una roca se balanceó un par de veces con un ruido áspero y luego se quedó inmóvil. Desde la Puerta del Caos, los dorados ojos de Aeoris contemplaron la figura quieta de Yandros.

—Tu hermano ha muerto, Yandros —declaró y, cruzando las manos sobre el pecho, salió serenamente del portal y entró en el Salón. A su alrededor brillaba una luz que era como la suave luz del sol de verano y que parecía bañar sus sencillas vestiduras blancas. Su capa de oro barrió el suelo de mosaico con un débil susurro. Se dirigió con decisión pero sin prisas hasta Yandros y se detuvo a dos pasos de él.

«Debes reconocer que hemos vencido. El Equilibrio ha terminado. La balanza se ha inclinado a nuestro favor, y no podrá cambiar nunca más, porque seguimos siendo siete, pero tú y los tuyos sólo sois seis.

Lenta, muy lentamente, Yandros alzó la cabeza. Sólo Aeoris y Strann vieron su rostro, porque Tarod y Ailind estaban detrás de él y Karuth había apartado la mirada y apretaba la mejilla contra el hombro de su hermano, paralizada por la impresión y la tristeza. Lo que vio Strann lo hizo aspirar aire agitadamente entre los dientes apretados. Los ojos de Yandros estaban llenos de pena, y mezclada con la pena había un odio que escapaba a la comprensión. Un diabólico deseo de venganza ardía en su mirada, como hierro fundido en un crisol; pero en sus labios se dibujaba una sonrisa. Una sonrisa vieja, vieja más allá de toda medida, una sonrisa de descarada confianza, de letal sabiduría.

—Te equivocas, viejo amigo. —La voz del señor del Caos sonó como un cuchillo en el cerebro de Strann—. Somos siete —dijo, y señaló a la Puerta del Caos, a espaldas de Aeoris.

La imagen de la Puerta vibró. De su corazón surgió una violenta llamarada de resplandor verde dorado, y un recién llegado apareció en el portal. Strann reprimió un juramento involuntario al ver la figura delgada, casi de chiquillo, los cabellos casi blancos, los extraños ojos de color ámbar, la boca sensual. Iba vestida con un traje de severa sencillez casi tan blanco como su cabellera, y la capa que caía desde sus hombros era un reflejo perfecto del color esmeralda de los ojos de Tarod.

Strann clavó los dedos en el brazo de Karuth, intentando que mirase, que viera. Pero fue la voz de Tarod la que la sacó de su ensimismamiento. Aturdido, rígido, el señor de cabellos negros dijo con incredulidad:

—Cyllan…

Ella salió de la Puerta. En su pecho brillaba una estrella de siete puntas, un topacio oscuro con destellos rojo sangre. Sus ojos ardían cuando se volvió para contemplar a Aeoris, y su expresión era de repugnancia asoladora. Sin hacer caso del asombro del señor del Orden, Yandros se inclinó ante ella de una manera que indicaba un saludo entre iguales. Entonces miró a su hermano.

—Era la única manera, Tarod. Y tu consorte será una valiosa y distinguida adición a nuestras filas.

De pronto, Aeoris exclamó:

—¡Yandros!

Yandros se dio la vuelta y lo miró.

—¿Qué significa esto? —Aeoris hervía de indignación—. ¿Qué artimaña intentas perpetrar?

—No se trata de ninguna artimaña, viejo amigo —respondió Yandros, con una sonrisa casi agradable. Cogió a Cyllan de la mano y la condujo hacia adelante—. Permíteme que te presente a mi hermana en espíritu, recientemente elevada por decreto mío a los tronos del Caos; la séptima de nosotros.

El rostro de Aeoris adquirió una palidez mortal.

—¡Intentas burlarte de las leyes que nos gobiernan a todos! Uno de vuestros señores ha muerto y su lugar no puede ser ocupado por ningún otro… ¡Las leyes son irrevocables!

—Desde luego que lo son —admitió Yandros con frialdad—. Pero, aunque no puede sustituirse a un dios muerto, tú y yo tenemos el poder para degradar a un señor viviente y elegir a otro que ocupe su lugar. Eso, mi querido amo del Orden, es lo que he hecho yo. —Dio la espalda a su adversario y miró a Tarod y Cyllan, que estaban juntos. Su sonrisa era triste, pero debajo de la tristeza se advertía el orgullo que sentía por ambos.

—Habría hecho cualquier cosa que estuviera a mi alcance para salvar la vida de nuestro hermano —dijo en voz baja a Tarod—. Pero sabía que, si las cosas se ponían en contra nuestra, ello podría resultar imposible. Por eso ideé este plan de emergencia. Esperé no tener que llegar a usarlo, pero cuando esta criatura —hizo un gesto despreciativo en dirección a Aeoris— se apoderó de la usurpadora y nos dio su ultimátum, yo… —Se encogió de hombros y fingió una despreocupación que no engañó a nadie—. No tuve elección. Ritualmente expulsé a nuestro hermano antes de que Aeoris pudiera destruir su alma, y elevé a Cyllan al puesto que antes había sido de él. —Giró sobre los talones, y contempló de nuevo a Aeoris con ojos que resplandecían de un color plateado—. Cuando destruiste el zafiro, no destruiste el alma de un dios. Simplemente mataste a un ser que ya no tenía ninguna importancia para nosotros.

Situado a una cierta distancia, Ailind habló por primera vez.

—Hermano mío, ¿es cierto? —Su voz denotaba furia y angustia—. ¿Es posible?

Aeoris le lanzó una mirada furiosa que mostró con claridad su desagrado ante la pregunta.

—Es cierto —contestó con sequedad. Luego miró otra vez a Yandros; su rostro mostraba odio sin disimulo—. No pensé que harías semejante sacrificio. Caos. ¡Creí que incluso tú tenías más lealtad!

—La necesidad plantea sus exigencias —replicó Yandros, con una expresión glacial—. Y creo conocer a mis hermanos lo suficiente para estar seguro de que cualquiera de ellos preferiría la muerte antes que una eternidad de sumisión a ti.

Los ojos de Aeoris lanzaron un destello de ira, pero antes de que pudiera decir nada, Yandros alzó una mano.

—Se acabó, Aeoris. Acéptalo —dijo, con una voz fría y distante—. Conseguiste tu gran objetivo al asesinar a mi hermano, y el precio que he tenido que pagar para impedir que se cumpliera el resto de tu plan es más alto de lo que nunca sabrás. No has ganado esta batalla por completo, pero tampoco has perdido… y lo mismo sucede con nosotros. Vuelve a tu reino, señor del Orden, y muéstrate satisfecho con lo que has conseguido con tus maquinaciones. No tengo nada más que decirte.

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