Sus pies no hicieron ruido al correr a través de la estancia, pero su sombra avanzó con ella, en duro contraste con la limpia blancura de las paredes y las columnas. Ygorla se detuvo delante del plinto, y la risa pugnó por salir de su interior. Su mano derecha se cerró sobre el gran zafiro de la piedra del Caos, que seguía colgando de una cadena sobre su pecho. Y su mano izquierda avanzó y cogió el diamante de destellos dorados.
Latía en su mano, como un corazón arrancado de un cuerpo vivo. Sus labios se curvaron en una sonrisa de devastador triunfo…
Y detrás de ella, suave, amablemente, unos dedos esbeltos le tocaron el hombro.
—Ygorla… —La voz de Aeoris era meliflua, tranquila, casi benigna—. Bienvenida a mi estancia.
Ygorla giró violentamente y sus ojos de intenso azul se abrieron mucho al contemplar el severo rostro del supremo señor del Orden. El choque silencioso duró sólo un instante, antes de que la confianza de Ygorla acabara con su sorpresa.
—¡De modo que tú eres Aeoris! —dijo, riendo con voz aguda—. ¡Por todo lo que es maligno! ¡Qué inesperado premio adicional!
El dios sonrió enigmáticamente.
—Y para mí.
—Oh, eso lo dudo —replicó ella; sus nudillos palidecieron al apretar con más fuerza el gran diamante—. Has llegado un instante demasiado tarde, monseñor Aeoris. ¡Demasiado tarde para impedir que te arrebate algo que creo que aprecias!
Aunque los ojos de Aeoris carecían de pupilas y de iris, y eran simples esferas de luz dorada, Ygorla creyó advertir que su mirada se posaba fugazmente en su mano.
—No, criatura —dijo con despreocupación—. Estás equivocada. Muy equivocada.
Algo se encogió en las tripas de Ygorla, y su mirada se tornó feroz.
—¡No intentes fingir conmigo, diosecillo! Sé lo que es esto…, ¡sé qué tengo en la mano!
—¿Lo sabes?
La suficiencia con que formuló la pregunta provocó una punzada de desconfianza en Ygorla. Era su gema del alma, lo sabía. No se equivocaba; los elementales no podían equivocarse… El corazón comenzó a latirle de forma dolorosa.
—¡Sé qué es esto! ¡Y podría destruirlo ahora mismo! —Aeoris siguió sonriendo, y la voz de Ygorla se elevó hasta convertirse en un estridente chillido en el que el miedo de repente tenía su parte—. Podría aplastarla, y morirías…
Aeoris rió con suavidad.
—Me temo que eso no es verdad, Ygorla. ¿Crees que somos tan estúpidos como nuestros primos del reino del Caos? Te aseguro que no lo somos. Ese precioso objeto que tienes en la mano no es más que una chuchería, un juguete sin valor para tentar la mano codiciosa de una niña.
Ygorla lo contempló con creciente horror, mientras la confusión la iba ganando. Entonces, como si se burlara de su gesto favorito, Aeoris chasqueó los dedos. La joya que Ygorla tenía en la mano se convirtió en brillante polvo que se escurrió entre sus dedos y cayó al suelo.
—¡Ahhhh! —gritó ella y retrocedió, chocó con el plinto y casi perdió el equilibrio al rebotar contra él. Aeoris la miró con indiferencia mientras intentaba recobrarse, y su voz fue como un cuchillo que se le clavara entre las costillas hasta alcanzar su corazón.
—Deberías aprender que no puedes confiar siempre en aquellos a quienes torturas, Ygorla. ¿Nunca se te ocurrió que los elementales podían estar esperando la oportunidad de confundirte y ponerte en mis manos?
—No pueden…, no lo han hecho…
Sus dientes entrechocaron mientras intentaba recuperar el dominio de sí misma. Le habían mentido, la habían engañado… ¡pero todavía no estaba acabada! Tenía poder, más poder del que nadie imaginaba. Se vengaría; ¡demostraría a aquella criatura lo que era verdaderamente!
—¡Maldita sea tu arrogancia! —gritó—. ¡No puedes nacerme nada, soy del Caos y te destruiré! ¡Te destruiré! —Conjuró hasta la última gota de su poder, lo cogió, lo centró en un único y tremendo rayo de energía pura y lanzó el rayo directamente al sonriente rostro del señor del Orden.
—¡Oh, criatura confundida! —La estancia formó delicados ecos a la voz del dios y los devolvió cómo un débil coro—. ¿De verdad entiendes tan poca cosa?
Ygorla se llevó la mano a la boca y mordió con fuerza su propia carne. Por encima de la mano, sus ojos parecían enloquecidos.
—No puedes… Tengo poder, tengo poder…
Aeoris negó con la cabeza.
—Aquí no. El Caos no es nada aquí, y toda tu hechicería y todas tus habilidades resultan inútiles. ¿No te diste cuenta de eso, Ygorla? Cuando el Caos entra en el reino del Orden, su poder queda roto. Y tú perteneces al Caos, criatura. —Alargó una mano hacia ella—. No pienses en intentarlo de nuevo; es inútil. Ahora eres mía, y haré contigo lo que me plazca.
Ella era incapaz de moverse. Una parte de su ser aullaba y se resistía contra aquel momento en que el triunfo se convertía en ruina y perdición. Pero otra parte comprendía que no podía luchar contra él. Se había terminado, se había acabado… y estaba indefensa.
La mano de Aeoris se cerró alrededor de la cadena que sostenía la piedra del Caos. Se oyó un sonido, débil pero notorio, al romperse los eslabones. Y el tesoro de Ygorla, el alma del hermano de Yandros, cayó en la palma de la mano del señor del Orden.
Si Aeoris hubiera sido capaz de sentir compasión por semejante criatura, podría haber compadecido a Ygorla en aquel momento. Ella cayó de rodillas y se cubrió el rostro con las manos, aunque no en actitud de súplica o de lamento, porque era demasiado orgullosa para eso y sabía que de todas formas no conseguiría nada. Se enfrentaba cara a cara con la destrucción y había perdido toda esperanza.
—Bien, hija del Caos —Aeoris se mostró implacable, impasible—, ¿qué haré ahora contigo?
—Mátame —contestó ella con voz ronca y apagada—. Maldita sea, no pierdas más tiempo del necesario. ¡Hazlo!
Incluso en aquel momento, reflexionó Aeoris, no le tenía miedo realmente, y en cierta manera ello le resultó divertido. Pero su destino no le interesaba. Su fin, había decidido, era asunto de otros. Un pequeño regalo para un antiguo adversario…
—No, Ygorla, no te mataré —declaró.
Ella alzó la vista, esperanzada, pero al mismo tiempo sospechando algún nuevo truco. Aeoris sonrió otra vez.
—¿Por qué habría de importarme lo más mínimo tu destino? Puedes regresar, intacta, por el camino por el que viniste. Creo que hay alguien que te espera al otro lado de la Puerta.
Por un momento no lo entendió. Luego la comprensión llegó.
—Oh, no… —Su voz tembló—. No, eso no…, eso no…, ¡eso no! ¡No, no, no, por favor…!
A
ntes de verla, la oyeron gritar. Aullando, chillando incoherentes súplicas, exhortaciones y maldiciones, su voz resonó a través de la Puerta del Caos, cada vez más fuerte, cada vez más cerca. Se vio un movimiento borroso en el portal, un vívido resplandor azul… y apareció la figura de Ygorla. Luchaba, intentando al parecer agarrarse a algo, pero el poder que la impelía era demasiado grande para resistirse, y con un agudo grito cayó a través de la Puerta al mundo mortal, y quedó tumbada sobre el suelo del Salón de Mármol.
Durante algunos segundos reinó el silencio. Todos la contemplaban; incluso Karuth, que había vuelto a arrodillarse junto al cuerpo de Calvi. Entonces, Tarod, que era quien más cerca estaba de la usurpadora caída, dio dos pasos lentos y mesurados hacia ella. El sonido de sus pisadas tuvo una cualidad ominosa e Ygorla se movió convulsivamente, sacudió la cabeza para apartarse el cabello de los ojos, y se alzó sobre las manos. Tarod se detuvo y se miraron a los ojos. El señor del Caos vio los dos extremos rotos de la cadena que colgaba alrededor de su cuello, donde Aeoris le había arrancado la gema del alma, y su mente se vio invadida por una ola de rabia ciega e infernal. No podía controlarla, ni siquiera lo intentó; sólo supo que la usurpadora había sido entregada en sus manos, pero que el momento había llegado demasiado tarde.
Aspiró con un sonido que hizo que su público humano se estremeciera, y las neblinas del Salón de Mármol se volvieron de un color azul púrpura, como una magulladura. Tarod no hizo caso de eso ni de ninguna otra cosa, pendiente sólo de la criatura que tenía ante sí en el suelo, y toda la apariencia humana lo abandonó, como una máscara que se hiciera pedazos. Su rebelde cabello negro se transformó en humo, su rostro se convirtió en huesos blancos y feroces, y sus ojos ardieron como estrellas de color esmeralda en su cráneo. La oscuridad se agolpó a su alrededor, y, al alzar la mano izquierda, una cegadora luz blanca cobró vida por encima de su corazón y adquirió la forma de una estrella de siete puntas, el emblema del Caos. La estrella comenzó a latir con un ritmo firme, inexorable, y Tarod sonrió…
—¡Atrás, rápido! —Strann se abalanzó hacia Karuth y la puso en pie antes de que ella pudiera decir nada. Tirand también retrocedió a toda prisa, con la mirada fija con horror hipnótico en Tarod, e incluso Ailind retrocedió un par de pasos, asombrado por el aura de violencia desencadenada que ardía en torno a la figura del señor del Caos. E Ygorla…
Los humanos que presenciaron su final no sabrían nunca qué vio Ygorla cuando sus azules ojos se encontraron con la mirada ultraterrenal de Tarod. Pero su rostro se deformó y cobró un aspecto que desafiaba la cordura, y la inteligencia huyó de ella cuando el poder del señor del Caos se tragó toda la razón, toda la esperanza, dejando sólo un terror animal, primario. Entonces, detrás de sus ojos desorbitados llameó una aterradora luz plateada. Un fuego…, un fuego sobrenatural prendió en su cráneo y comenzó a arder. Ygorla emitió un sonido horrible e inconexo y, mientras la agonía iba volviendo su voz cada vez más aguda, comenzó a retorcerse como una serpiente en una trampa. La saliva, mezclada con sangre, le manchó los labios. Entonces abrió la boca, y las llamas plateadas aparecieron en su garganta, consumiéndola desde dentro, quemando la carne, los huesos, los músculos y nervios. Sus miembros se agitaron con violencia y el fuego atravesó su piel y lamió su vestido, su cabello, silbando y crepitando, mientras sus gritos enloquecidos, ahora borboteantes porque su garganta y su lengua se fundían, desgarraban el Salón de Mármol. Sin piedad, Tarod la observó quizá durante un minuto; luego extendió la mano una vez más y pronunció una palabra en un idioma extraño e inimaginablemente antiguo. Los restos del hermoso rostro de Ygorla se volvieron negros, y su cuerpo, que seguía retorciéndose, pareció hacer erupción en una masa de estrías plateadas. Una oleada de oscuridad surgió de la estrella que pulsaba en el corazón del señor del Caos, y cubrió a Ygorla, la inundó, y se convirtió en una columna que giraba sobre sí misma, totalmente negra…
Se oyó un leve ruido, casi lastimero, como si, a lo lejos, una criatura diminuta apenas hubiera encontrado las fuerzas para lanzar un gemido. La oscura columna que giraba como un torbellino comenzó a desvanecerse, y al fin desapareció. Y los restos de la cosa que había sido Ygorla, Hija del Caos y Emperatriz de los Dominios Mortales, desaparecieron con ella del mundo.
Tarod bajó la mano. A la luz de la estrella de siete puntas, su rostro parecía ojeroso, y durante un minuto quizá permaneció inmóvil. Entonces, como si algo fuera del alcance de percepciones menores lo hubiera alertado, alzó la vista y miró directamente a la Puerta del Caos. Del portal surgía un aire helado, que le agitó el cabello en una negra ola.
—¡Tú! —dijo con voz cargada de amargo odio.
Dentro del marco resplandeciente de la Puerta, Aeoris del Orden le sonrió con serenidad.
Karuth, Strann y Tirand estaban juntos, agazapados al pie del séptimo coloso, y, al aparecer el señor supremo del Orden, Karuth oyó que su hermano emitía un sonido grotesco, ahogado rápidamente. El Sumo Iniciado temblaba de forma incontrolada mientras el instinto y la educación lo urgían a caer de rodillas ante aquel ser, el mayor de sus dioses. Pero no podía hacerlo. La lealtad imbuida se veía frenada por otras emociones más poderosas, y, tapándose el rostro con las manos, se dio la vuelta.
Aeoris ni se dignó a mirar a los tres humanos aterrorizados. Parecía no saber que estaban allí, o no importarle que estuvieran; miró a su adversario el señor de Caos.
—Ah, Tarod. —Su voz era exquisita. La oscuridad que atenazaba el Salón de Mármol comenzó a disminuir—. Creo que nos encontramos en circunstancias más felices que en la última ocasión.
Tarod torció los labios, pero no habló, y los extraños ojos dorados de Aeoris parecieron concentrarse en el lugar donde Ygorla había encontrado la muerte.
—¿Te ha proporcionado alguna satisfacción su final? Parece que no ha sido así con tus desagradecidos amigos mortales.
Tarod miró a Karuth, Strann y Tirand. Por un instante, al ver cómo lo contemplaban ellos con rostros horrorizados y asombrados, sintió desprecio, pero esa sensación se transformó enseguida en algo más cercano a la compasión. Su furia estaba ahora bajo control, y cedía a una sensación de desolada inevitabilidad que casi reflejaba las emociones de los humanos. Lo que habían presenciado les había arrebatado las últimas ilusiones que pudieran albergar acerca de los dioses que adoraban. Se sentían indefensos, solos, perdidos. Y en aquel momento Tarod estaba más cerca de su situación de lo que jamás ellos pudieran imaginar.
Consciente del camino que tomaban sus pensamientos, el señor del Orden extendió una mano.
—¿Hay una pregunta que te resistes a hacer, Tarod? Déjame que te responda y alivie tu aprensión. Sí…, tengo el alma de tu hermano —dijo y, abriendo la mano, mostró en la palma el gran zafiro. En el incierto resplandor que llenaba la Puerta del Caos, su propio brillo se veía reducido a una sombra, y Tarod entrecerró los ojos con dolor, al obligarse a contemplarlo.
—Ofrecemos una opción al Caos —prosiguió Aeoris—. Podéis abandonar este mundo, renunciar a tener cualquier influencia aquí y aceptar el exilio al que os condenamos ya una vez. Pero esta vez no volveréis, porque si lo hacéis… —Palpó la gema con ligereza, sin necesidad de decir nada más, y en su boca se dibujó una sonrisa desdeñosa—. O podéis presenciar la destrucción de esta joya, y con ello la destrucción de vuestro hermano demonio. Sabéis que tengo el poder para hacerlo. Mientras la joya se encuentre en mi reino, es y será vulnerable. Y, si los siete pasan a ser seis, como sucederá, el Caos no tendrá la fuerza para enfrentarse a nosotros. Así que ya ves: hagáis lo que hagáis, os hemos vencido. —La sonrisa adquirió un tinte de frío triunfo—. Pensad vuestra respuesta. Volveré para escucharla.