LA PUERTA DEL CAOS - TOMO III: La vengadora (40 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

—Muy bien —dijo. Había visto lo suficiente para sentirse satisfecho. A pesar de todos sus defectos, el Sumo Iniciado era estrictamente honrado, y, a menos que Ailind sospechara algo y lo obligara a confesar por la fuerza, el secreto estaba a buen recaudo—. Entonces puedes tener la seguridad, Tirand, de que lo que Karuth te ha contado es la verdad. Strann no es una marioneta de Ygorla, sino mía. —La comisura de su boca se torció ligeramente, pero por lo demás no hizo caso de la palidez que mostró Karuth al escuchar aquellas palabras—. Y no serviría a mis intereses, ni a los vuestros, que le ocurriera nada malo debido a la intromisión del Círculo.

Tirand sospechó que le estaba lanzando una amenaza apenas velada y miró hacia otro lado.

—Debéis entender nuestras prioridades, monseñor. Calvi es nuestro Alto Margrave. Hemos de encontrar la forma de contrarrestar la influencia que sobre él ejerce la usurpadora y arrebatarlo de sus garras. Ya lo ha convertido en su consorte, y si no actuamos con rapidez…

Tarod lo interrumpió.

—Sumo Iniciado, soy plenamente consciente de vuestro aprieto, y lo comprendo. Pero, si piensas que cualquier estratagema que inventéis será suficiente para rescatar al Alto Margrave de las garras de Ygorla, estás equivocado. No haríais más que empeorar las cosas y sacrificar las vidas de los adeptos implicados sin resultado alguno.

—Pero ¿qué otra opción nos queda? —Tirand parecía amargado y enfadado—. Los señores del Orden se niegan a ayudarnos, y el Caos… —Se detuvo y luego añadió—: Bueno, no sé qué pensar del Caos. Pero me parece poco probable que nos ayude. —Miró con gesto impotente a Karuth, quien tomó la palabra.

—Mi señor Tarod, ¿no hay nada que podáis hacer para ayudarnos a rescatar a Calvi? ¿Y estaríais dispuesto, si…, si…? —Las palabras, inseguras, se perdieron.

Tarod la miró.

—¿Si pudiera hacerlo sin poner en peligro la gema del alma de mi hermano? Sí, os ayudaría. Pero eso no es posible. —Vio que Karuth iba a continuar suplicando y prosiguió antes de que dijera nada—: No, Karuth. Él riesgo es demasiado grande y no lo correré, ni por Calvi, ni por Strann, ni siquiera por ti.

Ella hizo un último y desesperado intento.

—Pero si…

Se interrumpió en mitad de la frase. Tarod no había dicho nada, pero sus ojos habían adquirido de pronto un aspecto de fría y peligrosa crueldad, que la hicieron enmudecer al instante.

—Es tarde. —Una mano de finos dedos se posó sobre el pestillo de la puerta—. Os aconsejo que durmáis un poco antes de que amanezca.

Hizo ademán de abrir la puerta, pero Tirand, que no había visto lo que había percibido Karuth, dijo con dureza:

—Entonces, ¿qué vamos a hacer, mi señor Tarod? Si ni el Orden ni el Caos van a intervenir, ¿qué esperanza queda?

Tarod lo miró.

—Lo siento, Tirand —repuso—. Si pudiera hacer algo por Calvi, lo haría. Pero es algo imposible mientras la usurpadora siga amenazando la estabilidad del Caos. —Hizo una pausa antes de añadir—: Os aconsejo fervientemente que no hagáis nada que pueda alertar a Ygorla de vuestras actividades o del hecho de que Strann no es lo que parece. Como dije antes, no le conviene a nadie que le pase algo. —Brevemente, y con su cortesía pasada de moda, hizo una reverencia ante cada uno—. Os deseo buenas noches.

La puerta se cerró tras él. Karuth intentó escuchar el ruido de pasos perdiéndose en la escalera, pero sólo hubo silencio. Por fin se volvió hacia Tirand.

—Quizá si lo tanteara en otro momento… —dijo con voz que sonaba indecisa.

—No —replicó Tirand—. No servirá de nada. Shaill tenía razón, ¿no crees? Para ellos, no somos más que peones, para todos ellos. —Esbozó una tímida sonrisa, sin ningún humor—. Quizás ambos estemos aprendiendo lecciones acerca de nuestros señores que no nos gustan.

Ella no respondió a eso, sino que dijo en voz baja:

—¿Y qué hay del plan de Sen, Tirand? No puedes permitir que lo intenten… Por favor, no puedes.

Tirand comprendió que su súplica no surgía por lealtad al Caos, sino por algo más. El Sumo Iniciado lanzó un profundo suspiro.

—Amas de verdad a Strann, ¿no es así? Es más que un capricho o un enamoramiento pasajero.

Karuth se mordió el labio y asintió.

—Sí. Es mucho más que eso.

Tirand no entendía sus sentimientos, no podía comprenderlos. Todavía no había descubierto lo que significaba amar de esa manera, con el cuerpo y el alma, además de con la mente y el corazón. Y que Karuth entregara su amor precisamente a Strann… Pero la conocía lo suficiente para saber que debía de haber descubierto en el bardo cosas que sus ojos mal predispuestos no podían ver. Sobre todo, sabía que ella era lo bastante inteligente para juzgar sus propios sentimientos.

—Si hay otro camino, lo seguiremos —contestó—. Si no…, prohibiré el plan de Sen. Tienes mi palabra.

Ella nada dijo, no se le acercó. Pero la mirada de respuesta en sus ojos expresaba más que cualquier palabra o gesto, y los situó más cerca de lo que habían estado desde los días en que por primera vez se había hablado de Ygorla en el Castillo.

A pesar de las precauciones de la Matriarca, la reunión clandestina de aquella noche no había pasado totalmente inadvertida.

Un par de ojos habían visto a los participantes salir con disimulo de la biblioteca, y, cuando la vacilante luz de la linterna iluminó al primer trío que salió de la habitación del sótano para apresurarse en silencio bajo la columnata en dirección a las puertas principales, la figura que observaba desde lo alto de la torre sur tomó buena nota.

Aunque nunca se había dejado ver por los habitantes del Castillo, Narid-na-Gost había puesto especial cuidado en aprender de memoria muchos nombres y rostros, y conocía la identidad de todos los conspiradores. Pero sólo habían salido tres. ¿Dónde estaban el Sumo Iniciado y su hermana?, se preguntó. ¿Por qué se habían quedado? ¿Qué estaban haciendo y, lo que era más importante, qué planeaban hacer?

Narid-na-Gost tenía sus sospechas. Había esperado que ocurriera algo como esto, algún acto por parte de la camarilla más íntima del Castillo, una señal de que el período de aparente e impotente inactividad tocaba a su fin. El demonio estaba furioso. Aquello era culpa de Ygorla. Le había advertido, una y otra vez, contra su locura de exceso de confianza; le había advertido que aquellos mortales no eran de la misma madera que los pusilánimes de la Isla de Verano, y que no iban a someterse como dóciles ovejas. Pero Ygorla ya no escuchaba nada de lo que le decía.

Lo desdeñaba; lo ponía en ridículo. Y ya no podía controlarla.

Control. Aquél era el meollo del asunto. El demonio se levantó de su montón de cojines carmesíes, y paseó nervioso su deforme cuerpo jorobado por la habitación de la torre. Las preguntas sin respuesta le roían la mente como un depredador roe los huesos de su víctima, y tenía los ojos inyectados de ira y frustración. Se mordió una de sus uñas como garras, mientras se acercaba cojeando a la ventana y miraba con más atención el frío mundo exterior. Había perdido el control y estaba amenazado. Hacía algún tiempo que lo sabía, pero había creído que la amenaza residía en los efectos que la ciega arrogancia de Ygorla tendría sobre el Caos, y en su aparente voluntad de poner sus planes en peligro para satisfacer sus infantiles juegos. Ahora pensaba que eso había sido un grave error. La mayor amenaza no provenía del Caos, sino de Ygorla.

Incapaz de quedarse quieto durante más de unos segundos, regresó a los cojines y se dejó caer sobre su suave lujo, resistiendo apenas el impulso de destrozarlos y esparcir los jirones por la habitación. Calma. Debía conservar la calma y no permitir que los corrosivos pensamientos que le atacaban los nervios salieran triunfantes. Pero lograrlo era difícil, y cada vez más difícil a medida que pasaba el tiempo. ¿Qué estaría planeando ella? Ésa era la pregunta vital. ¿Qué perfidia cobraba forma en la retorcida mente de su hija, y cómo podía contrarrestarla? Las sospechas se acumulaban una encima de otra, y el cuadro se iba tornando rápidamente desagradable, sobre todo desde que ella había decidido nombrar a aquel chiquillo malcriado, el Alto Margrave, como su consorte oficial. ¿Por qué había hecho eso? ¿Qué planes tenía para Calvi Alacar?

Con otro movimiento brusco, Narid-na-Gost apartó de una fuerte patada los cojines y volvió a pasear por la habitación. Su consorte. ¿Cuáles eran las palabras que había utilizado, las palabras que la rata le había dicho? «Emperador designado.» Emperador designado. Al demonio se le erizó la piel al pensar en lo que eso podía significar. ¿Era eso lo que Ygorla planeaba hacer secretamente? ¿Había crecido su ambición hasta el punto de querer usurpar su puesto en su plan, y estaría pensando en instaurar a Calvi Alacar como gobernante de este mundo mortal mientras ella tomaba el control del Caos?

Si Narid-na-Gost hubiera sido humano, habría comenzado a sudar frío. Tenía lógica; tenía una lógica terrible y racional. ¿Quién era el actor principal en todas las peleas que habían llevado a la presente situación entre los dos? ¿Quién se había propuesto, al parecer, alejarlo deliberadamente, dejando con ello el terreno libre para que ella hiciera su voluntad sin verse molestada por su influencia? Oh, qué inteligente que era. Y él había sido un estúpido por no advertir hasta ahora la dirección que habían tomado los acontecimientos.

Siete años, pensó con furia, siete años dedicados a enseñarle, a alimentarla, a darle la capacidad de que explotase plenamente su poder. Y, ahora que se había dado cuenta, estaba a punto de volverse contra él, de reírse de la deuda que tenía y de abandonarlo para que se perdiera. Poseía los medios para hacerlo: la gema del Caos; otra muestra de su estupidez el habérsela dejado guardar a ella. Conocía el sortilegio por el cual sus vidas estaban unidas a la materia prima de la gema, protegiéndolos a ambos de un ataque por parte de los señores del Caos, y sabía cómo romperlo.

Entonces se le ocurrió el peor de todos los pensamientos: quizá ya lo había roto. Quizás en estos momentos ya no tenía defensa alguna contra sus antiguos amos y ella sólo esperaba el momento propicio para desafiarlo… o incluso para hacer saber a Tarod del Caos lo que había hecho e incluir la destrucción de su progenitor en el trato que hiciera con Yandros…

Narid-na-Gost se vio sacudido por un escalofrío y siseó como una serpiente acorralada. Tras él, uno de los cojines comenzó a arder, prendido por el relámpago de rabia y terror que su mente proyectó. Soltó un gruñido, giró sobre sí mismo, y apagó el fuego con un gesto, dejando sólo un torbellino de chispas y un olor fétido que flotó brevemente en el aire.

Debía comprobar el sortilegio, comprobar su nexo con la gema del Caos y ver si todavía existía. Siseó de nuevo, cerró los ojos, se preparó… pero se detuvo. ¿Y si ella le hubiera tendido una trampa? ¿Y si hubiera dejado deliberadamente aquel rastro y estuviera esperando a que comprobara el nexo y con ello pusiera al descubierto su miedo? No lo haría. No mostraría debilidad ni le daría la satisfacción de saber que lo había asustado. Además, se dijo con renovada furia, ella no había roto el nexo. No lo había hecho. No se atrevería.

Parpadeó de nuevo y regresó a la ventana. El Sumo Iniciado y su hermana no habían salido todavía de la biblioteca. ¿Qué estarían haciendo? ¿Qué plan estarían concibiendo? Sabía que hasta aquella noche apenas si se dirigían la palabra. ¿Había cambiado eso? Y, si era así, ¿qué podría significar? Narid-na-Gost sabía que allá abajo, más abajo de la biblioteca, se encontraba el Salón de Mármol y que dentro del Salón de Mármol estaba la Puerta del Caos, la llave de sus ambiciones. ¿Existía alguna relación entre la Puerta y la secreta actividad de los adeptos? Si pudiera ver a través de aquellas paredes de piedra…

El pensamiento se interrumpió cuando una débil luz apareció en el umbral, bajo la columnata. Narid-na-Gost se puso tenso, frotó la ventana empañada y tuvo que refrenar el impulso de hacer añicos el cristal. Dos siluetas, una que llevaba una linterna. Sí; Tirand Lin y Karuth Piadar, y el Sumo Iniciado cogía del brazo solícitamente a su hermana mientras se dirigían apresuradamente entre las columnas hacia la puerta principal. El demonio no había advertido la visita de Tarod a la biblioteca, pero sus sentidos inhumanos recogieron el hecho de que había una nueva aura alrededor de los dos humanos que corrían, una tensión que no era de hostilidad sino de connivencia, y de nuevo pensó en el Salón de Mármol, del cual el Sumo Iniciado tenía la única llave. ¿Era eso? ¿Tirand Lin había perdido la fe y la paciencia con su amo Ailind y se volvía ahora, gracias a los buenos oficios de su hermana, hacia el Caos? Y, si así era, ¿lo sabía Ygorla?

Tirand y Karuth subieron corriendo los escalones y desaparecieron al atravesar las grandes puertas de doble hoja del Castillo. Narid-na-Gost permaneció observando el patio quizás un minuto más; después se apartó de la ventana y se puso en cuclillas en los cojines, con las manos apretadas ante su rostro, contemplándolas.

El Círculo ya no estaba inactivo. Estaba seguro, tenía pruebas. Y se hubiera apostado lo que fuera a que Ygorla, demasiado preocupada con sus caprichos, no sabía lo que ocurría delante de sus narices. Aquello era valioso, porque le proporcionaba un arma que podría utilizar contra ella. Y si llegaban a lo peor y ella intentaba destruirle —una posibilidad que Narid-na-Gost no tenía más remedio que tener en cuenta— le proporcionaría también el medio de cambiar las tornas y salvar su vida en lugar de la de Ygorla. Porque, si bien nunca se atrevería a acercarse a Tarod del Caos para proponerle un trato, el Sumo Iniciado era algo muy distinto…

Por una vez, Calvi despertó antes que Ygorla. Creyó haber soñado de nuevo, pero no conseguía recordar sus sueños y le parecía que el esfuerzo de hacerlo era demasiado aburrido para intentarlo. De forma que permaneció en un estado de aturdida satisfacción en la media luz del amanecer, pensando qué pediría para desayunar aquella mañana, y volviendo de vez en cuando la cabeza para contemplar con lánguido orgullo y satisfacción la negra cabellera y el exquisito rostro de la mujer que dormía a su lado. La noche anterior, cuando ella había regresado del concierto, mientras disfrutaban del agradable bienestar de la lujuria saciada, le había hablado de los planes que tenía pensados para ambos. La rendición de Yandros, le había dicho, sólo era cuestión de tiempo. El señor del Caos acabaría comprendiendo que no le quedaba más remedio que hacer lo que ella exigía. Entonces la amante de Calvi, el objeto de su adoración, la luz de su vida, sería no sólo la indiscutible emperatriz de este mundo sino que también se convertiría en la dueña triunfante del Caos. Y él estaría a su lado.

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