LA PUERTA DEL CAOS - TOMO III: La vengadora (36 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

La expresión de Yandros cambió, y lanzó a su hermano una extraña mirada.

—¿Eso crees?

Tarod se sintió desconcertado.

—Pero si es mortal…

—Medio humana —le recordó Yandros, que sonrió con sequedad—. Y hay un precedente, ¿o no?, de que un mortal alcance un cierto rango en el Caos. No pienses ni por un momento que la usurpadora no lo sabe. No estoy diciendo que semejantes ideas comiencen a rondarle la cabeza. Simplemente estoy diciendo que podría ocurrir, y que es una posibilidad que más nos vale tener en cuenta.

Del otro lado de la ventana, abajo, muy por debajo de donde se encontraban, un coro fantasmal comenzó a cantar una extraña y hermosa música. Yandros volvió la cabeza y escuchó durante unos instantes; luego suspiró, y el coro y el paisaje se desvanecieron en un gris vacío.

—Poco más tenemos que decir por ahora. Strann lo ha hecho bien hasta el momento. Dale instrucciones para que siga como antes, y veremos qué nuevas dudas podemos meter en la cabeza de Narid-na-Gost. En cuanto a nuestros propósitos, nuestro lema debe ser vigilar y esperar, y por encima de todo debemos evitar vernos obligados a dar a la usurpadora una respuesta a su ultimátum antes de que estemos preparados. —De pronto sonrió con una chispa pequeña pero clara del humor negro que formaba parte esencial de su carácter—. Lamento que tengas que regresar al mundo de los mortales, pero puedes disfrutar de tu descanso mientras dure. Llamaré a los otros y celebraremos tu regreso, por breve que sea.

—Ojalá tuviéramos motivos más firmes para una celebración.

—Ya llegarán esos motivos, a su tiempo —replicó Yandros, con un brillo feroz en la mirada—. Consideremos esto como un ensayo para ese día, ¿eh?

Tarod hizo esperar a Ygorla durante dos noches y el día entre ambas antes de regresar al Castillo, en una lúgubre mañana nevada, con un mensaje de Yandros, lacónico pero contundente. El señor del Caos reflexionaría acerca de las condiciones del pacto y respondería a su debido tiempo; hasta entonces no habría más comunicaciones desde su reino.

Ygorla estaba bastante satisfecha. No había esperado una reacción inmediata por parte del Caos, y tenía el tiempo a su favor. Yandros podía darle vueltas a su decisión durante un año, si le placía, y ella se limitaría a disfrutar de la espera. No tenía intención de regresar a la Isla de Verano, a pesar de su clima más benigno y su palacio más esplendoroso. La severa grandeza de la Península de la Estrella atraía a su sentido de lo dramático, y pensaba que la terrible magnificencia del Castillo constituía un marco más adecuado para la emperatriz del mundo. Se quedaría aquí y, hasta que Yandros capitulara, cosa que sin duda sucedería, seguiría divirtiéndose a costa de sus acorralados anfitriones.

Además tenía que ocuparse de otros asuntos más urgentes. Tras recibir la seca respuesta de Tarod, despachó a Strann a la torre sur para que comunicara las noticias a Narid-na-Gost. El demonio no lo sabía, pero aquello, en la mente de Ygorla, era una prueba definitiva. Después del desafío verbal que le había hecho llegar, y de sus acusaciones de cobardía, el que no se presentara en la reunión la había enfurecido y, por fin, se había visto forzada a tomar la decisión que desde hacía unos días rondaba en su cabeza. A menos que la reacción de Narid-na-Gost contuviera un giro inesperado, el mensaje que Strann obedientemente portaba sería el último que su progenitor recibiría de ella; el último a excepción de uno. Y, cuando llegara la ocasión propicia, ese último mensaje, se prometía Ygorla con diabólico júbilo, propinaría el golpe mortal a sus arrogantes presunciones.

El demonio recibió a Strann y la información que llevaba en un gélido silencio; luego se levantó de sus cojines, se acercó a la ventana, y contempló el patio de espaldas a Strann.

—Puedes comunicarle a mi hija mi agradecimiento por esta noticia —dijo; su voz sonaba fría y distante, y su sarcasmo era tan intenso y corrosivo como el ácido—. ¡Y puedes transmitirle mi esperanza, débil como es, de que se arrepentirá de su tremenda estupidez, y que actuará siguiendo ese arrepentimiento, antes de que cause la ruina de todos nosotros!

Strann sabía que era mejor no hacer ningún comentario y se limitó a abandonar al demonio haciendo reverencias. No perdió el tiempo en regresar junto a Ygorla con su informe, y, cuando le contó lo que había dicho su progenitor, observó su cara, sus ojos, toda su actitud, con atención disimulada. Algo se estaba preparando; lo sabía con la misma certeza que sabía su nombre. Había advertido una impaciencia nerviosa en la manera en que la usurpadora le había dicho que fuera a la torre, y ahora esa impaciencia era más intensa y se alimentaba de lo que parecía ser una mezcla extraordinaria de furia y deleite.

Cuando terminó de hablar, Ygorla no dijo nada durante unos segundos. Se encontraban en la habitación exterior de sus aposentos y ella miró rápidamente a su alrededor, con ojos entrecerrados. Strann tuvo la clara impresión de que súbitamente se había olvidado de lo que la rodeaba y que estaba perdida en otra dimensión creada por ella. Entonces, de forma brusca, chasqueó los dedos.

—Espera aquí —indicó, señalando imperiosamente el cojín de Strann en el rincón y, girando sobre los talones, entró en su habitación privada. En cuanto la puerta se cerró tras ella, Strann pegó la oreja a la pared. La oyó hablar con Calvi, quien estaba echado como siempre en la cama, pero la piedra sólida de la pared amortiguaba casi del todo sus voces. Calvi parecía quejumbroso, Ygorla cariñosa y apaciguadora. Al cabo de unos minutos, cesaron los sonidos y Strann se retiró deprisa a sus cojines antes de que la puerta volviera a abrirse.

Ygorla salió, seguida de Calvi, despeinado y bostezando. El joven lanzó a Strann una mirada de desprecio y disgusto, y dijo de mal humor:

—No, no quiero que esa criatura vaya siguiendo mis pasos por dondequiera que voy. ¡Me irrita y no toleraré su presencia! Envíalo a otro sitio; no me importa adonde, ¡con tal de que no venga conmigo!

Strann desvió la mirada —había aprendido deprisa el precio doloroso de cualquier gesto que Calvi pudiera interpretar como una insolencia—, e Ygorla dijo con dulzura:

—Claro, querido. No tienes que molestarte por mi rata, si no quieres. Pero sé un buen chico y déjame a solas este rato que necesito para hacer lo que debe hacerse. Te enviaré a buscar en cuanto haya terminado.

—Prométeme que lo harás.

—Claro que lo prometo —dijo ella, y lo besó prolongadamente—. Bueno, va. Distráete entre nuestros súbditos y pronto estaremos juntos otra vez.

Strann se atrevió a mirar entre sus párpados entornados y vio a Calvi que salía al pasillo. Entonces, la voz de Ygorla lo hizo ponerse tieso de golpe.

—En cuanto a ti, rata… bueno, creo que tendré que pensar en otra cosa. No podemos dejarte correteando por el Castillo, metiendo tus bigotes en todos lados. Mírame.

El pulso de Strann se aceleró de forma desagradable al tiempo que obedecía lenta y cautelosamente.

—Señora…

Sus ojos eran zafiros gemelos, con un brillo sobrenatural. Strann sintió la oleada de poder en el mismo instante en que ella le sonreía y alzaba con gesto despreocupado una mano.

—Duerme. —exclamó Ygorla, y la conciencia de Strann se borró antes incluso de que su cuerpo se derrumbara sobre los cojines.

Ygorla contempló un momento su silueta yacente. Después sonrió y, apartándoselo de la mente, regresó a su aposento privado. Sentía crecer en su interior una ansiosa expectación, tan embriagadora como un vino fuerte, y con ella una sensación de inminente libertad que no había conocido en toda su vida. Libertad. Paladeó la palabra. Libertad y poder. Había tomado una decisión. Y, una vez dado aquel paso, nada podría interponerse nunca más en el camino trazado por su voluntad. ¡Nada!

Volvió a chasquear los dedos, y se apagaron todas las luces de la habitación, de forma que quedó iluminada únicamente por la luz del día invernal. Otro gesto, y los pesados cortinajes de terciopelo se cerraron sobre la ventana. No quería esclavos elementales para hacer aquello, pensó. Sólo necesitaba su propio poder, sus propias fuerzas, su supremacía. Y nadie —ni Tarod del Caos, ni Ailind del Orden, y sobre todo ni su progenitor, Narid-na-Gost— sabría qué había hecho. Hasta que llegara el momento oportuno, hasta que llegara el momento definitivo y triunfal, éste sería su mayor secreto.

Se quitó la holgada túnica que llevaba con una elegancia sensual y sinuosa y la tiró al suelo. Desnuda, un espectro pálido en la oscuridad, se llevó la mano izquierda a la cadena que colgaba de su cuello, y cerró los blancos dedos en torno a la gema del Caos. La sintió latir, como un corazón sin cuerpo. Sintió el poder que unía a su padre y a ella misma con la gema de manera inseparable. Y sonrió mientras, con meticuloso y premeditado cuidado, comenzaba a manipular aquel poder para darle una nueva forma…

Strann hubiera querido gritar de puro alivio, al enterarse de que el recital de aquella noche no se cancelaría. Había estado seguro de que Ygorla lo suprimiría, y la razón subyacente a esa creencia hacía que fuera imperioso comunicar un mensaje a Karuth aquella noche.

Pensando y trabajando con frenética rapidez, Strann compuso una nueva pieza aquella tarde, para un solo instrumento. No era nada sofisticado; sencillamente parecía un nuevo himno de alabanza a Ygorla. Pero por la noche, en el comedor y ante su público forzado, vio que Karuth se ponía tensa como un gato en cuanto las primeras notas surgieron de sus dedos, y tuvo que contentarse con desviar la mirada del rostro de ella mientras seguía tocando y rezaba para que tuviera el dominio de sí misma y no dejara entrever nada.

Sus plegarias fueron escuchadas. Karuth se recobró con rapidez y, en el transcurso del recital, no volvió a dar señales de que hubiera ocurrido algo fuera de lo normal. Pero después, acabado el concierto y cuando salía de la estancia detrás de Ygorla, como un perro bien amaestrado cogido por su correa enjoyada, Strann vio que Karuth se ponía en pie deprisa, y por un instante sus miradas se encontraron. Él cerró los ojos un momento, y ella comprendió. Aquella única mirada lo confirmaba. Ahora no podía hacer nada más.

Karuth estaba nerviosa ante la perspectiva de enfrentarse de nuevo a Tarod tras su último encuentro. Seguía sintiéndose dolida al recordar la mirada helada y casi compasiva que le había dirigido, condenando en silencio sus mezquinas preocupaciones; aquello había supuesto un duro golpe para su confianza. Pero las noticias que debía darle no admitían demora. Embarazoso o no, el encuentro debía ser afrontado, y deprisa.

Lo encontró gracias al gato gris, que acudió a ella minutos después de acabado el recital y le indicó claramente que deseaba que lo siguiera. Animada al darse cuenta de que Tarod debía de haber enviado al animal, acompañó al gato a través del laberinto de pasillos y encontró al señor del Caos en el patio. Para alivio suyo, no mencionó su último encuentro sino que se limitó a mirarla con ojos verdes inquietantemente intensos e hizo un breve gesto que transportó a ambos al cuarto abarrotado en lo alto de la torre norte.

—¿Qué ha sucedido? —inquirió Tarod, sin perder tiempo en preámbulos ni dejarla recuperar el aliento tras la impresión del desplazamiento.

Las dudas e inseguridad de Karuth desaparecieron súbitamente; el tono de voz de Tarod confirmaba que había notado su apremio, y su adiestramiento de bardo la impulsó a responder con claridad.

—Mi señor, Strann cree que la usurpadora ha roto el lazo de su progenitor con la gema del Caos —repuso, mirándolo a los ojos—. No puede estar seguro, pero tiene suficientes evidencias para convencerlo.

Los ojos de Tarod brillaron como ascuas tenebrosas.

—Cuéntame, Karuth —pidió en voz baja—. Cuéntame todo lo que te ha dicho Strann.

Tragó saliva y comenzó a contar la historia, recurriendo al estilo formal del Gremio, que combinaba la concisión con la exactitud detallada. Strann se había despertado del sueño inducido por Ygorla y se había encontrado con el olor de la magia en la nariz. Escuchó las risas de la usurpadora, procedentes de la habitación interior; risas salvajes, dijo, salvajes y triunfantes. Ella debía de saber que el sortilegio que había lanzado sobre él había acabado, porque un minuto más tarde salió de su refugio íntimo en un estado de entusiasmo y excitación. Lo hizo ponerse en pie y dar vueltas por la antecámara, al tiempo que declaraba que pronto llegaría el día en que su rata tendría el privilegio de escribir una epopeya como el mundo nunca había conocido. Y esa epopeya, dijo, sería en su honor, y sólo en su honor. Strann conocía de sobra la naturaleza de las peleas entre Ygorla y Narid-na-Gost y sacó sus conclusiones. Había llevado los mensajes de palabra, leído a escondidas algunas de las cartas. Sabía lo profundas que eran sus diferencias y había interpretado con inteligencia las veladas amenazas que Ygorla había lanzado a su progenitor durante los últimos días, cada vez con mayor frecuencia. Y, aquella mañana, su repentina decisión de embarcarse en un ritual de magia tenebrosa, inmediatamente después de la última discusión, era la confirmación que Strann necesitaba.

—Casi se esperaba algo parecido, mi señor —terminó con inquietud Karuth—. Lamenta únicamente no poder estar totalmente seguro de qué hizo Ygorla. Pero al parecer ella no confía en Strann lo suficiente para dejarlo presenciar el sortilegio.

—El hecho de que no lo hiciera hace que las evidencias se decanten a favor de Strann —dijo Tarod. Su expresión era pensativa, aunque sus ojos seguían mostrando inquietud—. De manera que, si esto es verdad, significa que sólo tendremos que enfrentarnos a un peligro…

Hablaba para sí más que dirigiéndose a Karuth, pero ella se atrevió a preguntar de todas maneras:

—¿Podéis descubrir si es cierto, mi señor?

—¿Qué? —Parecía haber olvidado por un instante que ella estaba allí; pero, cuando giró la cabeza y la vio, su rostro se relajó un tanto—. Oh, sí; y lo haré —aseguró. Volvió a mirar por la ventana, al otro lado de la cual comenzaba a caer de nuevo la nieve etérea en contraste con el plomizo cielo nocturno—. Será mejor que te vayas, Karuth. Dile a Strann, si tienes ocasión, que estoy realmente agradecido por las noticias.

Ella se puso en pie, pero titubeó.

—¿Deseáis de él alguna cosa más, mi señor?

—Por el momento, no. Dejaremos que los acontecimientos sigan su curso. Ten cuidado de no decir nada de esto a nadie. Pero, si Strann pasa alguna información más, házmelo saber inmediatamente.

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