Veinte minutos más tarde, Ygorla se levantó de una mesa abarrotada de material de escritura y salió a la antecámara de sus aposentos. Strann seguía donde lo había dejado a primera hora de la mañana, tendido boca abajo en sus cojines e inconsciente. Lo contempló durante unos instantes, comprobando que el sortilegio de sueño que había lanzado sobre él seguía siendo efectivo y que no fingía. Satisfecha, anuló el sortilegio con un único pensamiento y acabó de despertarlo bruscamente propinándole una patada. Strann se agitó, lanzó un juramento y abrió los ojos; al verla observándolo, se puso en pie apresuradamente, al tiempo que musitaba abyectas disculpas.
Ygorla no hizo caso de su desliz.
—Despabílate, rata. Tengo un recado para ti.
Él miró aturdido a su alrededor.
—¿Qué…, qué hora es?
—Es media tarde y llevas durmiendo horas como una buena rata, de forma que no tienes excusa para holgazanear ahora —dijo ella; en una mano sostenía una pequeña bolsa de seda y se la tiró—. Aquí hay una carta. Llévasela de inmediato a Narid-na-Gost, espera su respuesta y ven con ella. No pierdas el tiempo y no te retrases por ningún motivo, o esta vez te quitaré algo más que la mano.
La mente de Strann se esforzaba en recuperar la coherencia mientras se desvanecían los últimos efectos del sueño inducido mágicamente. ¿Media tarde? Dioses, ¡lo había dejado fuera de combate durante casi un día entero! ¿Qué había estado haciendo? ¿Qué retorcida intriga estaría tramando ahora?
—¿Y bien? —se impacientó Ygorla, cruzándose de brazos—. Te he dado las instrucciones. ¿Tienes alguna razón para esperar o es que te fallan las piernas?
—Majestad… —Strann hizo una reverencia, sintiendo que la bolsa le quemaba la mano.
Lo observó salir y, cuando la puerta se cerró tras él, escuchó sus pasos apresurados que se perdieron en dirección a la escalera. Entonces regresó a la habitación y se dispuso a esperar.
Mientras se dirigía a las puertas principales, la carta que le habían confiado parecía quemar los dedos de Strann. Por primera vez, hizo caso omiso de las miradas de odio que le lanzaba la gente con la que se cruzó en los pasillos y escaleras. Estaba tan preocupado que ni siquiera advertía lo que lo rodeaba, porque la carta y su contenido dominaban por completo sus pensamientos.
¿Qué había estado haciendo Ygorla durante las horas en que él había dormido? Estaba tan segura de su lealtad que no se habría tomado la molestia de ocultarle sus actividades sin un muy buen motivo, pero era la segunda vez que lo hacía, en cuestión de días. Aunque todavía no había podido recibir confirmación de Tarod a través de Karuth, Strann estaba seguro de qué había hecho en la primera ocasión. Pero esto…
El recuerdo de su expresión cuando le había entregado la bolsa seguía inquietándolo. Estaba excitada, y se hubiera jugado su manzón a que lo que se veía en su rostro no era más que una parte de sus sentimientos. Sus ojos tenían un brillo antinatural, un azul sobrehumano, con un destello de fanatismo y de algo más. Triunfo. Eso era: triunfo. Como si por fin hubiera llegado un momento largo tiempo esperado. Dioses, ¿qué había hecho? Algo se estaba tramando, lo sabía. Pero ¿cómo descubrir de qué se trataba?
Llegó a las puertas principales y salió corriendo al patio, temblando, mientras la nieve se arremolinaba ante su rostro y el viento helado atravesaba su fina camisa de seda. Se dirigió con rápidos pasos a la torre meridional —el hielo hacía peligroso ir corriendo—, mientras rechazaba enérgicamente la voz interior que le decía en tono persuasivo:
Sólo hay una forma de descubrirlo, Strann. No tienes más que leer la carta.
No podía hacer eso. No se atrevía. Cualquiera de las viles creaciones elementales de Ygorla podía estar siguiéndolo invisible, observando cada uno de sus movimientos; y, si la usurpadora lo sorprendía una sola vez fisgoneando donde estaba prohibido, acabaría deseando que lo hubiera entregado a sus sabuesos felinos en la Isla de Verano.
Pero, si no lees la carta, ¿cómo vas a descubrir qué está tramando? Podría ser algo de vital importancia.
No podía hacerlo. Era demasiado peligroso; ni siquiera debía pensar en ello. Strann llegó a la torre, abrió la puerta y entró, aliviado al verse a salvo del viento y la nieve. La puerta golpeó a sus espaldas, y quedó ligeramente entreabierta. Penetraba luz suficiente para ver con cierta claridad. Luz suficiente para leer… Cerró los ojos e intentó decididamente alejar la tentación, pero en vez de eso en su mente apareció la imagen de Karuth. ¿Qué habría hecho ella en su lugar? ¿Habría seguido el camino seguro o aceptado el riesgo? A Strann no le gustaba, pero no le cabía ninguna duda acerca de la respuesta a aquella pregunta. Metió la mano en la bolsa, palpó el pergamino en su interior. No lo había sellado. ¿Sería una trampa? No, ella nunca sellaba las cartas que le daba para llevar, porque era demasiado arrogante para imaginar siquiera por un instante que él pudiera desobedecerla. ¿Significaba eso que podía estar bastante seguro?
Strann maldijo por lo bajo. Ahora o nunca. Debía dejar de dudar y tomar una decisión. Oh, maldita sea, ya había tocado la carta; estaba en realidad a medio camino de su perdición. Tomó aliento, sacó el pergamino de la bolsa, lo desdobló y comenzó a leerlo.
Narid-na-Gost estaba temblando. Aunque la rígida postura de Strann y sus ojos aparentemente absortos sugerían total indiferencia, observaba al demonio con intensa concentración; y en su interior se sentía aterrorizado.
Un gruñido grave y espantoso surgió de la garganta de Narid-na-Gost. Su puño se cerró sobre la carta, y sus dedos como garras apretaron el pergamino, que se evaporó con un siniestro ruido de implosión que dejó flotando en el aire una sensación de intenso calor. Después, el demonio se dio la vuelta lentamente.
Strann miró fijamente la pared, mientras rezaba en silencio a todos los dioses del Caos para no convertirse en el foco de la rabia de Narid-na-Gost. Durante lo que le pareció una eternidad, soportó la ardiente mirada carmesí, sintiendo que de un momento a otro sus tensos pulmones y su corazón desbocado iban a agotarse. Entonces, con un tono de voz tan suave que lo asustó más que un rugido furioso, Narid-na-Gost dijo:
—¿Sabes lo que dice esta carta, rata?
Strann tragó saliva.
—No, mi señor.
Silencio. ¿Le creía el demonio? Imposible saberlo. Narid-na-Gost comenzó a pasear arriba y abajo. Luego se detuvo y, dando la espalda a Strann, dijo:
—Mi hija espera una respuesta por escrito. No la recibirá. Dile… —Su voz comenzó a subir de tono; con un gran esfuerzo logró controlarla, y Strann se dio cuenta de que estaba temblando otra vez—. Dile que ésta es mi respuesta: que la maldigo, que escupo sobre sus planes, ¡y que, antes de ceder a su chantaje, la veré pudriéndose en los Siete Infiernos!
Strann aparentó convincentemente sentirse desconcertado, y repitió cuidadosamente las palabras hasta que el demonio quedó satisfecho de que las había memorizado con exactitud. Lo dejó marchar sin hacerle nada, y sus pasos se perdieron por la escalera de caracol. Narid-na-Gost fue despacio hasta el centro de la habitación. Miró el montón de cojines donde solía echarse. Un instante, pensó, un instante y estaría seguro. Esta vez no podía engañarse y pretender no hacer caso del desafío. Tenía que comprobar el nexo.
Cerró los ojos rojos, y un sonido como el silbido de una serpiente rompió el silencio. Un aura peculiar, ribeteada con colores oscuros y tenebrosos, se manifestó brevemente alrededor de la deforme silueta del demonio, y un olor a almizcle y metal caliente impregnó de pronto la habitación cuando Narid-na-Gost invocó sus poderes.
Bastaron unos instantes. El aura desapareció de manera brusca, el olor se desvaneció, y Narid-na-Gost abrió los ojos de nuevo. Su rostro permanecía inmóvil, sin ninguna expresión, pero en lo más hondo de su ser, en el pozo más profundo de su psique, se estaba encendiendo un horno, un horno de ira, odio y amarga desesperación. El círculo se había cerrado, y no hacía falta más disimulo. Ella se había vuelto contra él, había cortado los últimos lazos que los unían y ahora estaba dispuesta para asaltar las puertas del Caos y conseguir para sí la suprema corona, dejándolo a él solo y sin protección frente a la ira de los dioses. Y no podía hacer nada para impedir que eso ocurriera.
Despacio, muy despacio, Narid-na-Gost echó la cabeza hacia atrás. Su boca se abrió, más y más, de manera imposible, y los labios retrocedieron dejando al descubierto unos colmillos blancos y tremendos, como si fuera un sabueso que aúlla a las lunas. De lo más profundo de su ser, surgiendo como el aullido creciente y ominoso de un Warp, brotó un sonido que estremeció la aislada habitación de la torre. Un grito primario, inhumano, de sufrimiento y remordimiento y, sobre todo, de implacable e inconfundible terror.
—M
e siento tan estúpido… —Tirand hizo una mueca irónica a Karuth, mientras intentaba mantener el brazo inmóvil, como ella le había dicho, a pesar de la incómoda postura—. No habría sido tan malo si el patio hubiera estado desierto; pero, tal como sucedió, al menos una docena de personas pudieron disfrutar viendo cómo la dignidad de su Sumo Iniciado caía por los suelos.
Karuth reprimió una sonrisa al imaginárselo.
—Podía ocurrirle a cualquiera —dijo—. El hielo bajo una capa de nieve reciente es una combinación traicionera y no cabe duda de que, como siempre, ibas con prisas. Ahora quédate quieto. —Con una mano le sujetó la muñeca, mientras que con la otra le movía los dedos con suavidad, y Tirand hizo un gesto de dolor.
—¿Algo roto?
—No, no. Sólo es una torcedura. Le pondré un bálsamo de hierbas para que ayude a disminuir la inflamación y un vendaje que lo sujete. Siempre y cuando utilices el otro brazo, estarás bien en cuestión de días.
—Suerte que soy diestro —se consoló, observando cómo se dirigía al armario de la enfermería y cogía el bálsamo; luego su mirada se centró en la ventana. Faltaba una hora para anochecer, y muchas de las ventanas del Castillo ya estaban iluminadas. Y seguía nevando, una nevada continua y deprimente que no mostraba signos de aflojar. Cada invierno pasaba lo mismo, pensó Tirand. Le gustaba la primera nevada, le gustaba el silencio limpio y blanco del mundo cambiado, pero al cabo de cierto tiempo se cansaba y, pasado el Primer Día de Trimestre de invierno, ya deseaba que llegara la primavera.
Aunque qué podría depararles la próxima primavera era algo que no quería ni pensar…
Karuth volvió con el bálsamo y un gran trozo de vendaje. Al sentarse a su lado y comenzar a aplicar la loción calmante, Tirand dio gracias en silencio, y no era la primera vez, a Shaill y su tenaz determinación de verlos a él y a su hermana reconciliados. No había comprendido lo intensa que había sido la presión de su separación hasta que dicha presión desapareció de repente, y la facilidad con la que ambos habían vuelto a su antigua y familiar relación de tiempos mejores le había supuesto un tremendo alivio, sobre todo ahora que se veía acosado por tantos otros problemas. Ahora se daba cuenta de lo mucho que había echado de menos tanto su apoyo moral como, en un nivel más práctico, el valor de su aguda inteligencia y su criterio, y durante los últimos dos días había intentado, en varias ocasiones, encontrar las palabras adecuadas para expresar lo que sentía. Pero, cada vez que lo había intentado, o bien le falló la lengua o bien alguna interrupción inoportuna puso fin a sus esfuerzos, y ahora, mientras ella le vendaba hábilmente la muñeca, pensó intentarlo de nuevo. Pero, antes de que pudiera decir nada, Karuth alzó súbitamente la vista.
—¿Qué ha sido eso?
—¿Qué ha sido qué? —Estaba irritado sin motivo lógico y su voz sonó más dura de lo que quería, pero ella no pareció advertirlo. Tenía el rostro vuelto hacia la ventana.
—Un ruido. Como si alguien rascara… Viene de fuera.
Tirand miró y vio una sombra en la ventana, borrosa debido al vidrio y a la nieve que caía. Karuth también la vio e hizo ademán de ir hacia ella, pero Tirand la detuvo.
—No, déjame a mí —la disuadió. Desde la llegada de Ygorla, se habían visto demasiados horrores en el Castillo y sus alrededores y, de forma instintiva, el Sumo Iniciado se llevó la mano derecha al cuchillo que llevaba enfundado en su cinto, al tiempo que se acercaba a la ventana y la abría de par en par.
Una ráfaga de aire helado entró en la habitación y le arrojó a la cara un remolino de nieve. Con un maullido vehemente, como si se quejara del terrible tiempo, el gato gris saltó por encima del antepecho de la ventana y aterrizó en el suelo de la enfermería.
—¿Qué…? —exclamó Karuth, pero el gato la interrumpió con otro largo maullido que fue casi un aullido y, alzándose sobre sus patas traseras, apoyó las delanteras en su falda.
Tirand cerró la ventana.
—¡Debe de estar casi congelado! ¿Qué hace ahí fuera en un día como éste?
Karuth trató de que el gato se acercara al fuego, pero el pequeño animal no quiso hacerle caso. Miraba a un humano, luego al otro, y se sintió confundido por un instante, porque el mensaje que le habían confiado era claro.
Amigo
, decía,
busca a uno de nuestros amigos
; y el humano de voz grave y cabello rizado no era uno de los dos amigos que conocía. Pero el otro sí que lo era y, con seguridad, razonó el gato, si estaba con el de la voz profunda, entonces éste también debía de ser un amigo. No podía esperar hasta que se marchara; aquella misión era demasiado urgente.
Maulló otra vez, y sus brillantes ojos se fijaron en una frenética súplica en el rostro de Karuth, mientras se concentraba e intentaba hacer llegar su mensaje. Karuth tenía los ojos muy abiertos, y se puso de rodillas, de pronto muy alerta.
—Pequeñín, ¿de qué se trata? ¡No lo veo con claridad!
El gato repitió su esfuerzo telepático y las imágenes se formaron borrosas en la mente de Karuth. La biblioteca. La primera luna flotando solitaria en el cielo sobre las murallas del Castillo.
Urgente, urgente. No se lo digas a nadie
. Y el rostro de Strann…
—Es un mensaje de Strann —dijo, poniéndose en pie y volviéndose apresuradamente hacia su hermano.
—Lo sé —repuso Tirand, que tenía la mirada fija en el gato—. La biblioteca, entre la salida de la primera y la segunda luna. Yo también he captado las imágenes. —Estaba sorprendido ante la fuerza de la mente del animal, porque era tan poco telépata como Karuth.