—¡Maldición, maldición, maldición! —Tirand intentó sin éxito desahogar sus sentimientos con aquellas palabrotas no demasiado fuertes y golpeó el escritorio con el puño. No sirvió de nada. No podía hacer lo que quería Shaill; por mucho que quisiera hacerlo, allí estaba otra vez la barrera, la sensación de traición y de resentimiento, que ni siquiera su compasión por Karuth en los presentes apuros podría vencer. Si daba cualquier paso hacia ella, esos sentimientos estarían allí, agazapados, esperando para hacerlo tropezar. No se atrevía a correr el riesgo, o podría acabar haciendo que las cosas quedaran infinitamente peor de lo que ya lo estaban.
Se sentó en su sillón, con los hombros hundidos. Las palabras brotaron de sus labios sin freno, y las musitó en el aislamiento silencioso y privado de su habitación.
—Oh, padre…, ¿qué debo hacer? ¿Qué debo hacer?
—Sigo diciendo que eres una estúpida.
La voz, dura y quejumbrosa, hirió los nervios de Ygorla, quien se encontraba revolviendo sus baúles de ropa, arrojando a un lado vestido tras vestido, y se volvió para encararse con la retorcida y jorobada silueta de su padre.
—Dices, dices. ¡Estoy harta de escuchar lo que dices! Y si piensas un solo instante que voy a permitir que mis placeres se estropeen por escucharte, ¡entonces más vale que pienses mejor!
Narid-na-Gost le lanzó una furiosa mirada y una cínica sonrisa apareció en su rostro, duro e inhumano.
—¿Esa supuesta celebración, entonces, te resulta tan agradable que te proporciona un mal genio feroz y un porte a tono? Me siento impresionado.
Los ojos de Ygorla relampaguearon peligrosamente y abrió la boca para soltar una maldición venenosa y poderosa, pero el demonio alzó un retorcido dedo en gesto de advertencia.
—¡No pruebes tus poderes sobre mí, hija! Todavía no eres mi igual, ¡no importa lo que quieras creer!
Ella se apaciguó, aunque a regañadientes, y el demonio cambió de postura, de forma que pudo ver el patio desde la ventana.
—Corres peligro de excederte, Ygorla —dijo con severidad—. Ésa es la naturaleza de mi preocupación, y ya deberías saberlo. Sólo pienso en tu futuro, nuestro futuro.
Ygorla sacó otro traje del baúl, un modelo vistoso de resplandeciente seda carmesí y negra con encajes de hilo dorado. Lo sostuvo y lo contempló un instante; luego, con gesto malhumorado, lo desgarró en dos mitades que lanzó al otro extremo de la habitación. Pero no se le había escapado la débil nota de apaciguamiento en las palabras del demonio; y, cuando lo miró de nuevo, su expresión, aunque seguía siendo de enfado, era más tranquila.
—Tu preocupación por nuestro futuro no es mayor que la mía, padre —replicó—. Pero soy perfectamente capaz de tener eso en cuenta mientras me divierto, ¡y voy a divertirme! —Hizo un gesto despectivo que abarcó toda la habitación—. ¿Qué tengo que temer de ninguno de los que aquí están? No son nada. ¡Ni siquiera tienen el poder de invocar a un elemental sin tener que recurrir a prolongados rituales que tardan medio día en ser completados! Y los tengo aterrorizados. ¡Hasta su precioso Sumo Iniciado es como una medusa temblorosa cuando se pone delante de mí!
—Quizá. —Narid-na-Gost seguía mirando por la ventana, como si buscara algo, pensó ella—. Pero hay que pensar en alguien más aparte de los habitantes del Castillo.
—¿Tarod y Ailind? —Ygorla se rió estridentemente—. ¡Son la menor de mis preocupaciones! Ese idiota presumido del reino del Orden no tiene poder para tocarme, mientras que nuestro buen amigo del Caos… bueno, padre, ¿qué hará? ¿Qué se atreverá a hacer, como no sea guardar furioso silencio? —Se llevó la mano al cuello y retorció la cadena de la que colgaba la resplandeciente gema del alma azul—. Sólo tengo que mostrarle esto y sonreírle dulcemente y será como masilla en mis manos, ¡porque no tiene otra opción! Y odia su impotencia. ¡Oh, cuánto la odia!
Narid-na-Gost se encogió todavía más en el asiento de la ventana, de manera que más que nunca pareció una mutación de ave rapaz.
—Puedes jactarte de tu dominio, hija, pero recuerda el cuento del cazador que se burlaba con demasiada frecuencia de sus hambrientos sabuesos. Tarod es peligroso. Sigue teniendo diez veces más poder que tú y yo juntos, y, si cometes un error o le proporcionas la más mínima oportunidad, te destruirá.
—¿Y destruir con ello el alma de su hermano? No lo creo. —Un brillo de diversión apareció en los ojos de Ygorla al darse cuenta de lo que verdaderamente se escondía tras las críticas de su progenitor, y, con un tono dulzón que no engañó al demonio ni por un instante, añadió—: Pero quizás en eso reside la diferencia entre nosotros dos, querido padre: que tú estás asustado y yo no.
Un resentimiento furioso llameó en los ojos del demonio.
—¡Él no me asusta! ¡Pero tampoco soy tan estúpido como para pincharlo y ponerlo a prueba constantemente y presumir de mi fuerza delante de sus narices!
—¿Por qué no? Es una buena distracción, y no hay nada absolutamente que él o cualquiera de ellos pueda hacer para responder. —Un trozo de raso en el baúl le llamó la atención súbitamente, y se abalanzó sobre él—. ¡Ah! ¡Esto creo que servirá! Oro, con zafiro azul para mostrar mis ojos de la mejor manera y para resaltar también mi pequeña chuchería. Va que ni pintado para la ocasión.
Al ver que, como de costumbre, sus argumentos y advertencias encontraban oídos sordos, Narid-na-Gost volvió a mirar por la ventana.
—Nuestro motivo para venir a la Península de la Estrella no era que tú te dedicaras a una interminable búsqueda de placeres, sino encontrar la Puerta del Caos y conseguir controlarla —le recordó con malhumor—. La puerta que lleva a mi meta final se encuentra dentro de las murallas de este Castillo, ¡pero tú te dedicas a perder el tiempo con perifollos sin sentido cuando hay trabajo que hacer!
Ygorla se paró para mirarlo de reojo. No se le había pasado por alto el hecho de que había dicho «mi meta final», no «nuestra meta final», pero no hizo ningún comentario. Viendo que ella estaba a punto de dignarse responderle, el demonio prosiguió con creciente rencor:
—¡Ya he pasado tiempo más que suficiente en este mezquino mundo mortal! Ya deberíamos haber presentado nuestro ultimátum a Yandros. Su capitulación ya debería haberse producido, y yo debería estar preparándome para regresar al reino del Caos como su nuevo soberano. La Puerta se encuentra aquí, el camino está preparado, y tenemos la carta del triunfo en nuestras manos, ¡pero seguimos sin hacer nada! Me aburro de esperar, Ygorla. Me aburre esperar que se cumplan nuestras demandas… ¡Y me aburre aguardar a que tú te canses de tus placeres!
—Entonces disfruta conmigo de ellos —sugirió Ygorla con indiferencia. Había sacado el traje y lo estaba alisando, disfrutando de la sensación del excelente tejido bajo sus dedos—. ¿Por qué no habrías de hacerlo? Música, fiestas, bailes… Bueno, baile quizá no. —Volvió la cabeza y lanzó una significativa mirada a su retorcido cuerpo, con sus pies acabados en garras y su prominente joroba—. Pero estoy segura de que encontrarías otras diversiones. Hay aquí mujeres bastante atractivas, y deberían sentirse honradas al recibir tus atenciones.
—¡No tengo ningún interés en despreciables juergas humanas! —replicó con furia el demonio. Ygorla ocultó una sonrisa de triunfo. Su pulla había dado en el blanco. Sabía que, por encima de todo, su progenitor detestaba su grotesca apariencia, que los señores del Caos le habían dado con indiferencia y que, como demonio inferior, no tenía el poder de alterar. De tener ese poder, Narid-na-Gost se habría transformado para adoptar una apariencia que ninguna mujer humana hubiera podido resistir. Ygorla no sabía qué encontraba más divertido, si la idea de lo que él habría hecho si hubiera tenido la oportunidad, o el ver su frustración impotente y furiosa al serle negada dicha oportunidad.
En voz alta, y bastante alegremente, dijo:
—Entonces tú te lo pierdes, padre, porque es una triste vida la del que no disfruta de vez en cuando con una juerga. Y yo, desde luego, pienso sacar el máximo partido de la fiesta de esta noche. —Hizo una pausa y lo miró una vez más, sonriente—. ¿No quieres cambiar de idea? Al fin y al cabo, aquí nadie sabe de tu presencia en el Castillo; aparte claro está de Tarod y Ailind.
Aquella vez también dio en el blanco, y advirtió el ligero estremecimiento antes de que el demonio pudiera controlarlo. Tenía miedo. No de Ailind, pues sabía que no tenía nada que temer de los poderes del Orden. Pero Tarod era otro asunto. Resultaba extraño y fascinante, pensó Ygorla, cómo incluso los perros más osados no conseguían desprenderse nunca del todo del instinto de humillarse ante su antiguo dueño…
No vio la expresión de Narid-na-Gost, pero, cuando éste habló, su voz sonaba fría y hostil.
—Puedes dedicarte a tus juegos infantiles. Yo me mantendré apartado hasta el momento en que considere adecuado mostrarme.
Ygorla se encogió de hombros. Aquello empezaba a cansarla, y se sentía aburrida de meterse con él.
—Entonces muy bien —dijo—. Ve y ocúltate en esa torre que tanto te gusta y espero que la disfrutes. ¡Yo, sin embargo, pienso divertirme!
El demonio se puso en pie.
—Como quieras, hija. ¡Pero te recomiendo que no olvides mi advertencia!
Le dirigió una última mirada, cargada de más significado del que hubieran podido tener nuevas palabras. Un momento después, en la parte salediza de la ventana sólo se veía la cortina, que se agitaba como por una súbita ráfaga de viento; el demonio había desaparecido.
Ygorla contempló brevemente el lugar donde él había estado. Después se encogió de hombros, dio una nueva sacudida al traje dorado y zafiro y chilló a uno de los adeptos que esperaban fuera para que le fuera a buscar de inmediato a tres criadas y a una costurera, si es que quería conservar los ojos.
Cuando Karuth escuchó que no le quedaba otra opción que asistir al baile, tuvo que reprimir el instinto de salir corriendo hacia los establos, ensillar el caballo más veloz que pudiera encontrar, salir al galope del Castillo, cruzar el puente y adentrarse en las montañas. Fue un impulso alocado y de corta vida, pero la sola idea de que tendría que tomar parte en aquella parodia con el rostro tranquilo, y de que incluso se vería obligada a aparentar que disfrutaba con los festejos, le resultaba insoportable. Desde la llegada de la usurpadora había pasado la mayor parte del tiempo en la enfermería, pero sus esfuerzos por cumplir con su trabajo y fingir que nada desfavorable había sucedido le resultaban muy penosos, porque, además de la constante carga de la silenciosa compasión de Sanquar, había tenido que soportar la conmiseración a veces silenciosa, a veces expresada con locuacidad, de sus pacientes. Tarod había acertado al predecir que despertaría compasión después de la desalmada perfidia que Strann había mostrado, y hasta sus antiguos críticos más mojigatos habían intentado consolarla torpemente. Dicha amabilidad la llevó en varias ocasiones a llorar a solas, pero hasta el momento había conseguido mantener una expresión serena en público. Pero aquello supondría una prueba mucho mayor, y no estaba segura de estar lista para superarla.
Pero, lista o no, debería afrontarla. Ygorla había insistido en que todos los iniciados del Círculo, desde los de más alto rango a los de nivel inferior, debían asistir aquella noche, y nadie se atrevió a contradecirla. Así que, con miedo y tristeza, Karuth cerró la enfermería poco después de la puesta del sol y se dirigió a su dormitorio para prepararse. Dos gatos la siguieron, y se colaron en la habitación entre sus piernas cuando entró. Karuth hizo ademán de espantar a los animales para sacarlos, pero se detuvo. No harían ningún mal, y se sintió conmovida por su persistencia. Los gatos, en mayor o menor número, la habían estado siguiendo durante todo el día, y sabía que, a su enigmática manera, intentaban expresar comprensión y apoyo.
Se cambió de ropa y se peinó con la atención metódica pero mecánica de alguien que mantiene un rígido control sobre sus emociones. Inconscientemente decidida a proporcionar un agudo contraste con el ambiente que Ygorla impondría a la velada, escogió un vestido ceñido, casi serio, de color rojo vino, con mangas largas y un alto cuello, adornado únicamente con un cinto de eslabones de plata forjada y la insignia del Gremio que la destacaba como Maestra de las Artes Musicales. Una cinta de plata a juego para recogerse el pelo, y el anillo con la estrella de siete puntas que años atrás le había dado su viejo maestro, Carnon Imbro, y estuvo lista. O tan lista como podía estarlo, pensó mientras contemplaba su reflejo en el cristal pulido.
A lo lejos, procedentes del comedor, escuchó retazos de música. De manera involuntaria, su mirada se posó por un instante en el lugar vacío junto a la pared donde solía descansar su manzón, y una comisura de su boca se torció esbozando una sonrisa totalmente carente de humor. Después, cuando aspiró hondo y se dispuso a salir, alguien llamó suavemente a la puerta.
—¿Quién es? —Por un instante irracional, Karuth se sintió segura de que su visitante sería bien Strann (imposible, se recordó, imposible) o Tirand. Entonces se abrió la puerta.
—Karuth —era la Matriarca—, ¿puedo entrar?
Los hombros de Karuth se hundieron.
—Shaill… sí, entra, por favor. —Su expresión se relajó un tanto al darse cuenta de que quizá, de entre todos los habitantes del Castillo, Shaill era la persona cuya compañía más necesitaba en aquel momento—. Cuánto me alegra verte.
La Matriarca sonrió con comprensión.
—Eso esperaba, querida. Es hora de bajar al comedor, y pensé que te gustaría ir acompañada por alguien.
—Sí. —Karuth se mordió el labio con fuerza cuando la emoción la abrumó; parpadeó rápidamente—. Sí. Gracias.
Shaill se miró de reojo en el espejo de Karuth e hizo una mueca.
—Debería adelgazar. Éste es el resultado de demasiada administración y poco trabajo práctico. —Torció la falda entera de su traje de seda blanca, que aquella noche se había puesto en vez de la tradicional túnica de Matriarca; quizá, sospechó Karuth, una forma personal de despreciar a la usurpadora—. Bien, entonces, si estamos todo lo listas que podemos estar, ¿vamos?
Los gatos las siguieron silenciosos cuando las dos mujeres salieron de la habitación y se dirigieron hacia la escalera principal. Coincidieron con otros grupos, todos los cuales se inclinaron ante la Matriarca, aunque no se intercambiaron palabras. A pesar de todos los edictos que habían anunciado que aquello debía considerarse una celebración, la tensión era palpable en el ambiente.