Tirand se sintió desolado.
—¿Crees que era una creación demoníaca?
—No, no, no quería decir eso. No se trata de un simulacro conjurado como una broma maligna. Es Calvi, estoy segura. Pero no es el Calvi que siempre hemos conocido. Está embrujado; he visto las señales. Ignoro qué es lo que esa perra le hizo anoche en el baile, pero ahora lo ha multiplicado por diez. Es su criatura, en mente y cuerpo, y probablemente también en alma.
Tirand estaba a punto de contestar, cuando un ruido en la otra punta del comedor los sobresaltó. Alzaron la vista y vieron a un criado tendido en el suelo entre un montón de platos y tazas desparramados. Calvi estaba a dos pasos de él, contemplando el desastre. Sonreía como un chiquillo travieso, y las escandalizadas expresiones de los adeptos que estaban más cerca de la escena les revelaron todo lo sucedido sin que fueran necesarias explicaciones. Había sido un capricho momentáneo, una travesura mezquina y despreciable sin excusa o motivo lógico, y, cuando vio las reacciones de su reducido público, Calvi se rió sonoramente; y luego se dio la vuelta y salió con aire fanfarrón del comedor.
Algunos de los adeptos ya acudían a ayudar al desgraciado criado. Shaill, que también había empezado a ir hacia ellos, se paró cuando vio que no eran necesarias más manos, y miró a Tirand.
—Oh, dioses —dijo en voz baja—. ¿Qué vamos a hacer?
La boca de Tirand era una línea recta y dura.
—Debo hablar con nuestro señor Ailind.
La Matriarca vaciló antes de hablar.
—Tirand…, para ser franca, ¿crees sinceramente que nuestro señor Ailind puede o quiere hacer algo para ayudarnos?
La expresión del Sumo Iniciado se tornó cauta.
—¿Qué quieres decir?
Ella suspiró.
—¿No le pediste ayuda anoche? ¿Y no te la negó?
—Yo… Él no podía hacer nada.
—Pero se la pediste. —Esta vez no era una pregunta, sino una afirmación; Shaill había presenciado el apremiante acercamiento de Tirand al señor del Orden y, al igual que Strann, sabía qué lo había provocado, aunque no estaba lo bastante cerca para escuchar qué se habían dicho.
—Se la pedí, sí —reconoció Tirand. Era evidente que no le gustaba admitir la verdad, pero era demasiado honrado para negarla—. Pero está claro que ahora las circunstancias han cambiado.
Shaill no acababa de verle la lógica a aquella afirmación pero la dejó pasar.
—Creo que será mejor que no perdamos el tiempo —dijo—. Y, si nuestro señor Ailind no puede actuar, debemos encontrar la manera de tomar el asunto en nuestras manos.
Tirand se levantó de la mesa con brusquedad.
—Tienes razón, claro está —contestó, con un tono de voz que sorprendió a Shaill, porque daba a entender que le había tocado un punto muy sensible—. Volveré a hablar con él ahora. No —dijo, cuando ella también hizo ademán de levantarse—. No pasa nada. Seguramente es mejor que lo vea a solas. Te buscaré un poco más tarde y te comunicaré lo que haya dicho.
La Matriarca lo vio salir. No creía que consiguiera mucho más alivio de Ailind de lo que había conseguido la noche anterior. Y, aunque no le agradaba la idea de ser desleal con Tirand, también pensaba que, si sus suposiciones eran correctas, podía ir siendo hora ya de buscar consejo en otra parte.
Strann aparentó estar dormido cuando oyó abrirse la puerta del dormitorio de Ygorla. Desde su montón de cojines, en el suelo de la habitación exterior, donde a la usurpadora le gustaba que durmiera cada noche, mantuvo la respiración suave y firme y observó a través de los ojos entrecerrados, ocultos por un mechón de pelo bien colocado; y vio salir a Calvi.
No le hizo falta ver con claridad al Alto Margrave o escuchar las palabras de la breve conversación entre él e Ygorla para saber que la hechicera había hecho su trabajo bien y a conciencia. El repugnante tono de adoración de Calvi, junto a las afectadas risitas de Ygorla, le dijeron todo lo que necesitaba saber, y el conocimiento le retorció el estómago. Luego la puerta volvió a cerrarse, y Strann cerró rápidamente los ojos cuando Calvi atravesó la habitación, pasando cerca de él. Notó que el joven se detenía para contemplarlo y sintió un escalofrío peculiar e instintivo cuando su mente recogió el atisbo de un aura desagradable. Calvi se marchó, y poco después la voz de Ygorla lo llamó desde la habitación.
—¡Rata! ¡Ven aquí!
Strann se alisó apresuradamente el cabello, se ajustó el odiado collar enjoyado y acudió a responder a su llamada. Ella estaba echada indolentemente en la cama, vestida únicamente con una fina camisa, y le dirigió una sonrisa provocativa cuando él entró en la habitación.
—Ah, así que estabas despierto. Eso pensaba.
Strann se ruborizó, al darse cuenta de que había cometido un error táctico. Pero Ygorla dio otra interpretación al repentino rubor de sus mejillas, y una sonrisa se dibujó en su rostro.
—¿Por qué estás levantado y dando vueltas en tu ratonera tan temprano? Estás celoso, ¿no es cierto? De verdad, no tienes por qué estarlo. Calvi es mucho más joven que tú, al fin y al cabo, y es mucho más atractivo. Y no podemos permitir que te hagas ilusiones por encima de tu posición, ¿verdad?
Strann desvió la mirada e interpretó bien el papel de parecer alicaído.
—Señora, un hombre no puede evitar tener sueños, por muy locos e imposibles que sean —repuso con voz apenada.
Ygorla se rió, satisfecha con su respuesta.
—Bien, querida rata, lo máximo que puedes esperar, y debería ser más que suficiente, es complacerme en aquellos aspectos sin importancia que están al alcance de tu talento. Tengo una tarea para ti. Deberías encontrarla entretenida porque pondrá a funcionar esa pequeña, retorcida y mentirosa mente que tienes.
Aunque mantuvo una expresión neutra, Strann sintió despertar su interés. Ygorla había dado a entender que iba a hacerle una confidencia, precisamente lo que Tarod esperaba que hiciera.
—Mi emperatriz, estoy a vuestras órdenes —contestó.
—Así es. Bien, escucha. Y siéntate. No me gusta que estés así por encima de mí. Ahí, en el suelo.
Él se acomodó con las piernas cruzadas y atento, y ella se apoyó en un codo y lo miró con agudeza.
—Sé cómo son las ratas, Strann
Narrador de Historias
. Sé que a pesar de toda su aparente inocencia y timidez son tan curiosas como los gatos y tan astutas como los zorros. Y no me cabe la menor duda de que sabes mucho más de lo que está ocurriendo aquí de lo que finges.
Las manos de Strann, que habían estado agitándose en su regazo, quedaron de repente inmóviles. Ygorla lo vio y asintió.
—Sí, sabes mucho más de lo que te atreves a decir. ¿Cuántos días pasaste en el Castillo, rata, antes de que yo llegara? ¿Con cuántas personas hablaste, cuántas conversaciones escuchaste? No intentes hacerme creer que la presencia de un señor del Caos y un señor del Orden dentro de estas murallas no hizo que tus bigotes se erizaran. ¿Te ganaste su confianza, o te limitaste a acechar en rincones oscuros con las orejas bien tiesas para enterarte así de lo que querías saber?
Strann, sudoroso, comenzó a decir:
—Majestad, yo sólo hice…
—Sólo hiciste lo que servía a mis propósitos, y no me cabe duda de que lo hiciste muy bien —lo interrumpió ella. De repente se incorporó y se inclinó hacia adelante. Con una mano cogió la gema del Caos que pendía de su cuello y se la mostró como un desafío—. Contéstame, rata, y contéstame con sinceridad si es que aprecias tu mano recuperada. ¿Sabes lo que es esto?
Tenía unos segundos, nada más, para decidir qué decir, y su mente trabajó con mayor rapidez que en toda su vida. Si mentía, ella podría darse cuenta, y entonces perdería mucho más que la oportunidad de ganarse su confianza. Pero, si le decía la verdad, podría con la misma facilidad hacerlo pedazos por atreverse a investigar asuntos que no eran de su incumbencia. Strann titubeó y al fin se decidió a decir la verdad, o una aproximación bastante fiable.
La miró y se permitió que un cierto grado de astucia apareciera en su expresión, junto con una sonrisa débilmente cómplice.
—Señora —repuso—, creo que lo sé.
No le hizo falta explicarse. Ygorla había sabido siempre que Strann estaba al tanto de bastante más de lo que ella le había explicado, y la pregunta sólo había buscado poner a prueba su franqueza. Strann se sintió profundamente aliviado de haber escogido la respuesta correcta; y doblemente agradecido porque Ygorla tuviera una idea equivocada acerca de dónde y cómo había conseguido aquella información.
—Entonces —dijo ella con dulzura—, si sabes lo que tengo en mi poder, quizá también tengas una idea de qué pienso hacer con ello.
—Yo… no diría que tuviera ninguna idea, Majestad —aventuró Strann con cautela—. He oído rumores, pero…
—Ah, rumores. ¿Y qué conclusión saca tu astuto cerebro de esos rumores?
Tras una larga pausa. Strann contestó en voz baja:
—Que, aunque tengáis el reino mortal en vuestro poder, señora, puede haber —se humedeció los labios y la miró con fijeza—… puede haber, digamos que… mayores cimas que deseéis coronar.
Ygorla le devolvió por un momento la mirada, con ojos tan brillantes como el gran zafiro de la cadena.
—Sí, rata —dijo al fin—. Eres una rata inteligente, como sospechaba. Creo que me resultarás muy útil en los días venideros. —Salió de la cama, y se encaminó lenta, negligentemente hacia la mesa donde se encontraba una jarra de su vino preferido—. ¿Así que los señores del Caos han admitido su dilema ante el Círculo?
—¿Su dilema, señora?
Ella se volvió.
—No disimules conmigo. Si sabes qué es esta joya, entonces sabes perfectamente de qué estoy hablando.
Strann inclinó la cabeza.
—No participo en las discusiones de los dioses, Majestad. Pero…
—Pero sabes escuchar a escondidas, y tu amiguita Karuth sin duda fue lo bastante ingenua para contarte todo lo que no pudiste averiguar por métodos más furtivos. Al fin y al cabo, parece tener la confianza de Tarod —añadió Ygorla con una risotada—. O quizá bastante más que su confianza, por lo que vimos anoche, ¿eh?
Por fortuna, Strann conocía suficientemente bien a Karuth y a Tarod para no morder el anzuelo, y él también se echó a reír.
—Como ya dije entonces, majestad, ¡creo que debería estar realmente desesperada para volverse en esa dirección!
—Así que crees que le has destrozado el corazón, ¿no es así? —Soltó otra risotada, y Strann supo que su calculada referencia insultante a Tarod había logrado su aprobación—. Pero eso no nos lleva a ningún lado ahora, aunque podría resultar útil más adelante.
Hizo un descuidado pase en el aire, y una mano fantasmal de siete dedos se materializó y sirvió vino de la jarra en una copa antes de llevársela. Ella bebió un buen trago, dijo «Aaah» con deleite, y, tras hacer desaparecer al elemental, volvió a mirar a Strann.
—Respóndeme a una pregunta. En todas tus investigaciones y curioseos, ¿te ha hablado alguien de un ser llamado Narid-na-Gost?
Strann no se esperaba aquello y lo cogió completamente desprevenido. Sin embargo, por una cuestión de suerte, Ygorla entendió mal la causa de su confusión.
—¿No? Ah, entonces quizás el Caos tiene sus motivos para mantener ese pequeño secreto. Pero quiero que recuerdes ese nombre, rata. ¿Sabes? Narid-na-Gost es, podríamos decir, un antiguo aliado mío, cuya lealtad y utilidad están ahora en duda.
Se volvió para mirar la ventana mientras hablaba, de forma que no vio la expresión de asombro que Strann no consiguió disimular con la suficiente rapidez. Narid-na-Gost, su demonio progenitor, ¿ya no era su aliado? ¡Aquéllas eran noticias importantísimas, realmente!
—Hubo un tiempo —prosiguió Ygorla con desdén— en que tuve motivos para sentirme agradecida a esta criatura. Sin embargo —la irritación se hizo evidente en su tono de voz—, ahora sospecho que no es nada fiable, y que sus conspiraciones pueden interferir con mis planes. Quiero averiguar si mis sospechas son correctas.
Con el pulso acelerado, ávido por saber más, Strann preguntó con deferencia:
—¿En qué manera puedo seros de utilidad, mi emperatriz?
—Usando el talento que tanto te ha servido ya aquí, y espiándolo —contestó ella, mirándolo con fijeza por encima del hombro—. Te usaré como mi mensajero, para que me comuniques con mi pa… con esta criatura. Quiero que te ganes su confianza y que me informes de todo lo que descubras.
Era una oportunidad insospechada, pensó Strann, y reprimió el momentáneo y desagradable escalofrío que le provocó la idea de tener que tratar con un demonio.
—Y los mensajes que llevaré, majestad —sonrió y se tocó un lado de la nariz con un dedo, en el antiquísimo gesto de connivencia—, ¿podría suponer que estarán… calculados para poner al descubierto cualquier traición que pueda estar acechando en los pensamientos de Narid-na-Gost?
Ygorla sonrió.
—Demuestras una vez más ser una rata inteligente. Sí, eso es exactamente lo que puedes suponer, y utilizaré al máximo tus habilidades de bardo para que me ayudes a componer esos mensajes de forma que alcancen su objetivo. —Dejó la copa de vino, ya vacía, y juntó las manos ante su rostro—. Mi delicioso nuevo amante regresará junto a mí en cualquier momento, de manera que te despediré, no vaya a ponerse celoso él también. —Engañada por la expresión triste que Strann fingió, se rió con ligereza, le hizo un coqueto mohín, y extendió una mano—. Ve y toca la manzón de Karuth Piadar. Compón para mí una canción que ensalce la virilidad de Calvi Alacar. Te mandaré llamar más adelante durante el día, y entonces veremos qué hay que hacer.
—Vuestra voluntad, majestad, es mi deleite pero también mi solitaria pena —dijo Strann, doblando una rodilla y besando sus dedos extendidos.
Ella estaba pensando en otra cosa. Se aburría y no lo escuchaba.
—Sí, sí, claro —contestó, dándole una palmadita en la cabeza—. Ahora, márchate.
Mientras Strann retrocedía humildemente y salía de la habitación, Ygorla centró otra vez su atención en la ventana y miró la torre meridional del Castillo. Strann, pensó, sería un excelente correveidile, porque el idiota estaba lo bastante atortelado para ser de fiar, mientras que a la vez era consciente del lugar que le correspondía y le tenía el miedo suficiente para obedecer sus instrucciones al pie de la letra. Sería sumamente interesante ver qué información traía de las visitas a su padre en su aguilera. Y, si lo que averiguaba confirmaba lo que ya sospechaba, entonces podría ser el momento oportuno de cambiar sus planes. Narid-na-Gost estaba resultando un estorbo y una molestia. Hasta ahora había tenido que tragarse su insatisfacción y aguantar sus quejas y advertencias por el gran plan. Pero, desde el baile de la noche pasada se le había ocurrido la posibilidad de un nuevo arreglo. Por el momento, la idea estaba en pañales; pero, cuantas más vueltas le daba, más la atraía, porque le ofrecía la posibilidad de librarse de la entorpecedora influencia de su progenitor y al mismo tiempo conseguir un poder de tal magnitud que haría que la soberanía sobre aquel mundo mortal pareciera una nimiedad.