Calvi, con los ojos pesados por la falta de sueño, se atrevió a hacer una pregunta. Se la hizo a Ailind, poniendo especial cuidado en evitar la mirada de Tarod.
—Perdonadme, mi señor, pero debo preguntar: ¿correremos algún peligro?
Ailind enarcó sus pálidas cejas, y su expresión se tornó fría.
—¿Eres un cobarde, Alto Margrave?
Calvi enrojeció, y la Matriarca dijo con cierta brusquedad:
—El Alto Margrave tan sólo ha expresado lo que todos pensamos, mi señor Ailind; pero, a diferencia del resto, no le da vergüenza admitir la verdad. Eso, en mi opinión, es lo contrario a la cobardía.
—Y para responder a tu pregunta, Calvi, no, no existe peligro. —Los ojos de color esmeralda de Tarod se centraron en el joven, quien se vio obligado, muy a su pesar, a devolverle la mirada—. Como he explicado, al usar el Laberinto, nos colocaremos ligeramente separados de la realidad de Hannik. Te parecerá que estamos allí, pero estaremos resguardados y por lo tanto a salvo.
Calvi asintió y luego clavó la vista en el suelo. Tenía un aspecto abatido, como si se encontrara atrapado entre dos enemigos igualmente desagradables, y Strann se preguntó, frunciendo el entrecejo, qué había motivado aquella actitud despectiva y arrogante en Ailind, hacia alguien que era, al fin y al cabo, uno de sus más fieles servidores. Nadie más dijo nada, por lo que Tarod sugirió que, sin perder más tiempo, los siete fueran a ponerse ropas más prácticas y que volvieran a reunirse en el patio. Strann tenía ahora habitación propia, un cuarto pequeño pero bastante acogedor en el mismo pasillo donde se encontraban los aposentos de Karuth, y, cuando salieron juntos del comedor, la cogió del brazo y le susurró al oído:
—¿No has encontrado nada extraño en la forma de comportarse de Ailind con el Alto Margrave?
—¿Extraño? —Karuth lo miró—. No. No hubiera esperado otra cosa de él. Los señores del Orden son fríos como pescados, Strann, y no tienen ninguna consideración con las debilidades humanas.
—De todas formas, ¿no te parece que ha sido un poco… exagerado?
Ella se encogió de hombros.
—Para la norma de Ailind, no. Pobre Calvi… Me alegro de que Shaill lo defendiera. Me habría gustado decir algo, pero no creo que hubiera sido bien recibido.
—Desde luego —asintió Strann—. Tarod lo tiene aterrorizado, ¿no es cierto?
—Y con razón, Strann. —Karuth recordó el primer encuentro de Calvi con Tarod, en el Salón de Mármol, la noche en que ella había llevado a cabo el ritual que había traído al Caos al mundo de los mortales. Calvi había querido intervenir, había intentado protestar ante la presencia de Tarod, y Tarod había acabado perdiendo la paciencia. Karuth nunca sabría qué clase de visión había conjurado en la mente de Calvi, pero aquello había desatado el temor del Alto Margrave, y en igual medida su odio.
Strann, que no conocía los detalles del incidente, dijo:
—Quizá la tenga; no lo sé. De todos modos, me parece que Ailind tiene el propósito de indisponerse con él. Y en las presentes circunstancias eso no tiene mucho sentido.
Casi habían llegado al final de la escalera, y Karuth se detuvo, para dirigirle una mirada inquisitiva.
—¿Qué quieres decir, Strann? —inquirió, con el tono de voz repentinamente alerta—. ¿Qué plan estás concibiendo del que no me has dicho nada?
—No estoy planeando nada —repuso Strann. Su voz, advirtió Karuth, sonaba extraña; había una tensión inexistente un momento antes—. Pero comienzo a preguntarme… y no es más que una intuición, nada más concreto que eso… si no habrá alguien que sí lo está haciendo.
La nieve, la escarcha, y la segunda luna ya baja en el cielo habían convertido la noche en plata. Karuth no fue la única que soltó un suspiro involuntario y pasmado cuando, al salir el grupo por las gigantescas puertas del Castillo, la resplandeciente vista del macizo y la península se extendió ante ellos. Muy abajo, el omnipresente sonido de la marea rugiendo contra las grandes masas de tierra sonaba claro como el cristal en la quietud, pero el mar era un espejo enorme, oscuro y resplandeciente bajo la luz de la luna y de las estrellas, mientras que el cielo constituía un telón de fondo de un negro profundo y aterciopelado.
Karuth sintió que una de las manos de Strann, enfundadas en guantes, se cerraba con fuerza sobre las suyas, mientras que la otra se deslizaba por sus hombros para mantenerla caliente; pero los dos estaban demasiado absortos por la vista nocturna para notar las miradas —rápida e iracunda la de Tirand, resentida la de Calvi— o la ligera sonrisa de Tarod al verlos acercarse todavía más. Ailind ya se les había adelantado. Como su contrario del Caos, no le importaba nada el intenso frío y llevaba ropas muy ligeras, y ahora los esperaba en el lugar donde, en medio de la hierba helada y crujiente, se veía con claridad un rectángulo más oscuro recortado en la explanada.
Al acercarse al Laberinto, Karuth sonrió con ironía.
—Cuando pienso en la cantidad de horas que Arcoro Raeklen Vir y yo pasamos investigando entre los archivos antiguos buscando claves para esto —dijo—, me da vergüenza decir que soy una maga.
Strann enarcó una ceja inquisitiva.
—¿Arcoro qué?
A ella la sorprendió darse cuenta de que se sentía halagada ante la idea de que él pudiera sentir celos.
—Un adepto superior a quien se le ocurrió la idea al mismo tiempo que a mí —contestó; luego su rostro se ensombreció—. Fue uno de los que partió hacia el sur para intentar ayudar a los Margraves en la resistencia contra Ygorla. Desde que se fueron no hemos tenido noticias de ninguno de ellos.
Strann le apretó los dedos.
—Ojalá haga Yandros que pronto estén de regreso en casa sanos y salvos.
No se había percatado de que Tarod podía oírlo, y dio un respingo cuando la voz del señor del Caos le llegó con suavidad desde unos cuantos pasos de distancia.
—Yandros lo haría, Strann, si para él fuera posible. —Se aproximó a ellos y posó suavemente una mano en el brazo de Karuth—. Estamos listos. No será una experiencia agradable, y tal vez algunos se encuentren menos preparados de lo que pensaban. Haz lo que puedas para ayudarlos.
Se alejó para unirse a Ailind, y Karuth lo siguió con la vista. El brazo le cosquilleaba allí donde la habían tocado sus dedos, y sintió una peculiar emoción en su interior, algo entre el miedo y el placer, junto al reconocimiento asombrado de que el señor del Caos le había hecho un gran cumplido. ¿Quiénes, se preguntó, serían los eslabones débiles? Calvi, desde luego, y quizá también Shaill; a pesar de toda su sabiduría y fuerza mundanas, la Matriarca poseía una rara compasión que podía hacerla vulnerable. ¿Y Tirand? Lo miró, de pie, tenso y en actitud un poco desafiante junto a Ailind, como si estuviera decidido a demostrar al mundo su inquebrantable fidelidad. Sí, Tirand era vulnerable. Mucho más de lo que quería hacer creer; más, quizá, de lo que él mismo creía. Karuth no sabía qué hacer para ayudarlo. Pero mujer prevenida valía por dos; al menos lo intentaría si surgía la necesidad.
Ailind se hizo a un lado cuando Tarod se acercó al Laberinto. El señor del Caos no hizo ningún aspaviento, sino que dijo una única palabra en un idioma que había desaparecido del mundo de los mortales hacía un milenio y entró en el rectángulo de hierba oscura. Tirand miró a Ailind como pidiendo permiso; el señor del Orden asintió, y el Sumo Iniciado siguió los pasos de Tarod.
Ambos desaparecieron. Alguien —Karuth sospechó que había sido Calvi, aunque no estaba segura— emitió una pequeña exclamación de asombro, reprimida rápidamente. Sen, con un característico encogimiento de hombros, y lanzando una mirada cargada de ironía por encima del hombro, fue el siguiente, y Gant Faran Trynn fue tras él, con la misma tranquilidad con que entraba en su clase. Los otros —Karuth, Strann, Shaill y Calvi— avanzaron tras ellos y, sin detenerse a pensar, sin atreverse a considerar por un momento qué podía estar aguardándolos, entraron juntos en el rectángulo, seguidos a poca distancia por Ailind.
Ni siquiera las habilidades de bardo de Strann habrían bastado para describir la sensación que se apoderó de todos cuando entraron en el Laberinto. A Karuth le pareció que se movía en siete direcciones distintas a la vez, no todas ellas físicas; los rostros de sus compañeros parecían bailar y oscilar al azar a su alrededor, y sus expresiones de asombro casi resultaban cómicas. Luz brillante, oscura negrura, ruido y silencio, y algo que no era nada de eso y todo a la vez se apoderó de sus sentidos y se sintió consciente, viva, de una manera que nunca antes había experimentado. Desde muy, muy lejos, parecía que la voz de Tirand gritaba: «¡Manteneos juntos! ¡Manteneos juntos!», pero las palabras carecían de sentido y sólo le daban ganas de reír. Entonces, repentinamente, llegó la sensación de atravesar un vórtice enorme y al mismo tiempo claustrofóbico. Lo que la rodeaba se invirtió, volvió a invertirse, y el mundo regresó a la normalidad.
Pero no era el mundo del macizo del Castillo; no se trataba de la belleza tranquila, helada, clara e inmóvil de la Península de la Estrella. Lo primero que hizo que los atolondrados sentidos de Karuth regresaran bruscamente a la realidad fue un olor a humo, acre e infame, que mancillaba el aire nocturno. Luego escuchó el ruido. Tenía dos ingredientes principales. El primero era un sonido horriblemente rítmico, extraño y sobrenatural, como el lento chasquido de aire desplazado en el momento en que muchas alas gigantescas batieran en la noche en terrible unísono. Y el segundo era el griterío agudo, desesperado de una gran multitud, que lanzaba vítores, alabanzas y exclamaciones como si les fuera el alma en ello.
Karuth sintió el contacto físico e inconfundible de unas manos que la sostenían y enderezaban cuando estuvo a punto de perder el equilibrio y caer. El cabello de Strann le rozó el rostro y sintió su aliento en la oreja; con un último tirón la transición quedó acabada, y se encontró de pie, apretujada entre sus compañeros sobre el sólido pavimento de una amplia plaza de ciudad. Caía una fina lluvia, pero no era suficiente para apagar las antorchas que formaban una gran avenida llameante que convertía la noche en una horrible parodia del día. Tampoco podía la lluvia tocar las otras luces, el torbellino deslumbrante de salvajes colores que giraba y danzaba y abrasaba y ardía en el cielo, por encima de la procesión que se dirigía hacia la plaza siguiendo la avenida principal de Hannik.
Karuth vio las diez retorcidas monstruosidades, enjaezadas a pares, que volaban lentamente y con terrible elegancia sobre la calle. Vio el enorme carruaje negro y descubierto, sin ruedas, que iba tras ellas, a metro y medio del suelo, rodeado por una hueste enloquecedora de formas y siluetas imposibles, y escuchó sus ululantes gritos que se elevaban como los aullidos de los condenados por encima de los vítores de la multitud. Balanceándose y avanzando tras el carruaje iban dos carretas con pesados cortinajes negros, empujados por criaturas que pertenecían al reino de las pesadillas. Y, alineadas en la plaza y en la avenida, vio a personas, incontables personas, empapadas por la lluvia, temblando, estremeciéndose, horrorizadas, que caían de rodillas y alzaban los brazos en súplicas histéricas, mientras rendían el homenaje del terror total e impotente al poder sobrenatural que las había esclavizado.
Entonces, como si sus sentidos hubieran sido repentina y sorprendentemente agudizados, y la comprensión se hubiera apoderado de ella, los ojos de Karuth enfocaron con terrible claridad. Veintiún años retrocedieron como si nunca hubieran existido, y, con la completa y desoladora certeza del reconocimiento, su desorbitada mirada se centró en el rostro hermoso, mortífero, que reía de la niña que ella había ayudado a traer al mundo: la hija del Caos y terrible emperatriz, Ygorla.
L
a gente de Hannik había sido advertida de su llegada. Al caer la noche, una bandada de heraldos demoníacos llegó volando desde el sur y, mientras sobrevolaban la ciudad, un rostro enorme, membranoso e informe cobró vida en medio de ellos y anunció la inminente llegada de la Margravina de los Dominios Mortales. Minutos después, una horda de diminutos elementales con voces chillonas, garras como alfileres y colas con púas que producían un doloroso picotazo, cayó en enjambre sobre todos y cada uno de los edificios, y sacó a sus habitantes a las calles para que dieran la bienvenida a Ygorla.
El Margrave de Han fue tan estúpido que agrupó a su milicia e intentó ofrecer resistencia. Su casa fue la primera en ser incendiada y ahora la enorme hoguera, alimentada por chillones elementales de fuego, despedía un atroz resplandor en el límite oriental de la ciudad, como un sangriento amanecer artificial. La hueste de Ygorla tardó menos de cinco minutos en acabar con la resistencia de la milicia, breve y valerosa, pero inútil. Ahora, bestias negras con dientes afilados como cuchillas, primos gigantescos de las «mascotas» que merodeaban por el palacio de la Isla de Verano, babeaban y gruñían sobre los restos de los guerreros, mientras que el Margrave, cargado de cadenas con pinchos, era mostrado por las calles, montado sobre un horror jorobado de ocho piernas que no cesaba de soltar risitas, para demostrar a los ciudadanos el precio de su osadía. Tras él avanzaba a trompicones toda su casa; la Margravina, sus tres hijas y un hijo que no tendría más de cinco o seis años, y toda la servidumbre. Algunos lloraban desconsolados, otros guardaban un glacial silencio. A todos les habían arrancado los ojos.
Tras aquellas lastimosas víctimas, moviéndose bajo las sombras de las alas de las bestias voladoras, como polluelos bajo la protección de una gallina monstruosa, avanzaban más ciudadanos. Parecían haber sido arrancados de entre la multitud para aumentar el séquito de Ygorla, y, a medida que avanzaba la procesión, Karuth vio siluetas inhumanas que aparecían aquí y allá entre los espectadores, cogían hombres, mujeres y niños, al parecer al azar, y los obligaban a unirse al grotesco desfile. Mientras avanzaban por la calle principal, como una marea lenta y devastadora, alguien cogió a Karuth del brazo, y ella alzó la vista, con el rostro rígido, para encontrarse con la mirada de Tarod.
—Retrocede —le dijo en voz baja—. Sube los escalones del edificio que tienes a tu espalda. Verás mejor.
Era imposible decir si el señor del Caos se sentía conmovido o indiferente ante lo que veía. La expresión de Ailind era igualmente inescrutable, mientras conducía a sus seguidores por los amplios escalones de una casa imponente cuya fachada daba a la plaza, seguramente el hogar de uno de los muchos ricos vinateros de Hannik. Bajo el pórtico de la casa se vieron a resguardo de la llovizna, y la altura de los escalones los apartó del tumulto en el pavimento. Ahora que su visión no se veía entorpecida por cabezas que se movían o por el ondear de las antorchas, la horrible enormidad de la escena sacudió a Karuth como si se tratara de un golpe físico. Sus compañeros también reaccionaron; oyó a Sen Briaray Olvit blasfemar con violencia y repetidamente en voz baja, mientras que Calvi se tapaba los ojos y la Matriarca no cesaba de repetir: «Oh, pobres almas…, pobres almas indefensas…». Cuando Karuth miró de reojo a Strann, le pareció como si su rostro estuviera tallado en madera blanca; tan sólo sus ojos, centrados con terrible intensidad en la calle, se veían vivos, ardiendo con emoción reprimida.