A menos que, señor Cavaliere, Usted no haya retractado la justa defensa de nuestra cultura por deferencia hacia el narigudo con el kaffiah y las gafas negras que responde al nombre de Su Alteza Real el príncipe Al Walid: miembro de la Casa Real Saudí y, según se cuenta, Su socio. (Sí, sí, el mismo del cual el alcalde Giuliani ha rechazado orgullosamente el cheque de diez millones de dólares ofrecido a la ciudad de Nueva York después del apocalipsis… «No, thanks. I don’t want them. No, gracias. No los quiero»). Porque, en este caso, digo que a esta Alteza Real el Primer Ministro de mi país no debería ni siquiera estrecharle la mano. Ni siquiera murmurarle un buenos días. Digo que Su vinculación con el susodicho desacredita a mi país y se mofa de nuestros valores, nuestros principios. Lo digo y le recuerdo a Usted que la Casa Real Saudí está acusada por toda la prensa occidental y por todos los Servicios Secretos del mundo civilizado de financiar secretamente el terrorismo islámico. Le recuerdo que numerosos miembros de esa familia son accionistas del Rabita Trust: el instituto-de-beneficencia que el bien informado ministerio norteamericano del Tesoro ha colocado en la lista negra de los organismos financieros vinculados a Osama bin Laden, y contra el cual George Bush se ha expresado con ardiente desdén. Le recuerdo que varios príncipes de esa familia (seis mil príncipes, Dios mío, seis mil) tienen un dedo o dos o tres o diez en la Fundación Muwafaq: el otro instituto-de-beneficiencia que siempre según el bien informado ministerio norteamericano del Tesoro transfiere al extranjero los fondos que Bin Laden utiliza para realizar sus masacres. Le recuerdo que en Arabia Saudí los inmensos capitales del desnacionalizado Bin Laden no han sido bloqueados todavía por la Casa Real y que en Arabia Saudí no manda la Ley: manda la Casa Real Saudí. Le recuerdo que hace veinte años, cuando los palestinos nos mataban en los aviones y en los aeropuertos, esa misma Casa Real Saudí financiaba generosamente al terrorista Arafat. (Me lo reveló el ministro del Petróleo, Ahmad Yamani, y por lo demás eso era una cosa conocida en todo el mundo). Le recuerdo que en Arabia Saudí el Ministerio de la Religión está confiado por voluntad de la Casa Real a los fundamentalistas más extremistas, (aquellos por los que Bin Laden fue instruido), y que este ministerio construye en todo el mundo mezquitas donde los jóvenes son reclutados para la Guerra Santa. (Sucedió también en Chechenia con los resultados que conocemos tan bien). Se lo recuerdo, y la sospecha de que Usted se haya retractado por deferencia a su socio me indigna profundamente. Me indigna y concluyo: tiene razón quien le dice que gobernar un país no es como dirigir una empresa o tener un equipo de fútbol. Para ser un jefe de gobierno es necesario tener dotes que sus numerosos predecesores jamás han demostrado, verdad, que ni siquiera sus colegas europeos demuestran, verdad, pero que Usted no ha ciertamente estrenado. Las dotes que tenían, por ejemplo, Klemens Wenzel Lothar, príncipe de Metternich, y Camillo Benso, conde de Cavour, y Benjamín Disraeli. En nuestro tiempo, Winston Churchill y Franklyn Delano Roosevelt y Charles De Gaulle. Coherencia, credibilidad, conocimiento de la Historia presente y pasada. Estilo y clase de sobra. Y, sobre todo, coraje. ¿O bien, sobre este último aspecto, pido demasiado?
Quizá pido demasiado. Porque, señor Primer Ministro de mi país, yo nací y crecí con una riqueza bastante insólita y por consiguiente (temo) no muy familiar a Usted: la riqueza de haber sido educada como Bobby y el alcalde Giuliani… Y, para explicarme mejor, traslado el discurso al tema de mi madre. Oh, señor cavaliere, Usted no tiene idea de quién era mi madre. No tiene ni idea de lo que enseñó a sus hijas. (Todas hermanas, nosotras. Ningún hermano). Cuando en la primavera de 1944 mi padre fue arrestado por los nazi-fascistas, nadie sabía adonde lo habían conducido. El diario de Florencia informaba sólo que lo habían prendido porque era un-criminal-vendido-a-los-enemigos. (Léase angloamericanos). Pero mi madre dijo: «Yo lo encontraré». Fue de prisión en prisión, luego a Villa Triste (¡Villa Triste!), el centro de torturas, y allí consiguió introducirse en la oficina del Jefe. Un tal Mario Carita (¡Caridad!) el cual admitió que sí, que mi padre estaba bajo su custodia, y en tono socarrón añadió: «Señora, puede vestirse de negro. Mañana a las 6 su marido será fusilado en el Parterre. Nosotros no perdemos el tiempo en procesos». ¡Eh…! me he preguntado siempre cómo habría reaccionado yo en su lugar. Y la respuesta siempre ha sido: no lo sé. Pero sé cómo reaccionó mi madre. Todo el mundo lo sabe. Permaneció un momento inmóvil. Fulminada. Luego, lentamente, levantó el brazo derecho. Apuntó el dedo índice a Mario Carita y con voz firme, tuteándolo como si fuese un criado suyo, le espetó: «Mario Carita, mañana por la mañana a las 6 haré lo que dices. Me vestiré de negro. Pero si has nacido del vientre de una mujer, aconseja a tu madre que haga lo mismo. Porque tu día está llegando».
En cuanto a lo que sucedió después, bien: lo contaré en otra ocasión. Por ahora le basta saber que mi padre no fue fusilado, que Mario Carita acabó pronto sus días como mi madre le había augurado, y que su Italia no es mi Italia. Nunca lo será.
* * *
No es tampoco la Italia desmeollada, floja, que por Libertad entiende licencia. (Yo-hago-lo-que-quiero). Evidente. La Italia que ignora el concepto de disciplina, mejor, de autodisciplina, y que ignorándolo no lo vincula al concepto de libertad: no comprende que la libertad es también disciplina, mejor, autodisciplina. La Italia que en su lecho de muerte mi padre describía con estas amargas palabras: «En Italia se habla siempre de Derechos y nunca de Deberes. En Italia se finge ignorar o se ignora que cada Derecho comporta un Deber, que quien no cumple su propio deber no merece tener ningún derecho». Y luego: «Porca miseria, ¿no me habré equivocado al trabajar tanto por mi país, al ir a la cárcel por los italianos?». Con aquella Italia, la Italia pobre que no consigue nada. Pobre en honor, en orgullo, en conocimiento e incluso en gramática. La Italia, por ejemplo, de los célebres magistrados y diputados que, no conociendo la Consecutio-temporum, pontifican desde las pantallas de la televisión con monstruosos errores de sintaxis. (No se dice: «Si hace dos años he conocido». Se dice «Si hace dos años hubiera conocido»: ¡ignorantes! No se dice: «Creo que era». Se dice «Creo que sea»: ¡analfabetos!). La Italia de los maestros y de las maestras, de los profesores y de las profesoras, de los que recibo cartas con errores de sintaxis y de ortografía. Así cuando tienes un secretario que ha sido alumno de ellos te encuentras con un mensaje igual al que tengo delante de mis ojos. «Señora, su amiga se encuentras ha Chicago». La Italia de los universitarios que estudian la historia y confunden a Mussolini con Rossellini, el marido-de-Ingrid-Bergman, (me lo dijeron a mí), y no saben que Dachau y Mathausen eran campos de concentración para exterminar a los judíos. «¿Quién es Dachau? ¿Qué es Mathausen?». Y por favor no les preguntes quiénes eran, por ejemplo, los Carbonarios del Risorgimento. Te contestan: «Unos que vendía carbón». Por caridad no les preguntes quiénes eran Silvio Pellico, Cario Alberto, Massimo d’Azeglio, Federico Confalonieri, Ciro Menotti o Pío IX. Y ni siquiera quiénes eran Cavour, Vittorio Emanuele II, Mazzini, qué era la Joven Italia. Te miran con la pupila apagada y la lengua colgando. Como máximo algunos conocen el nombre de Garibaldi y, gracias a una película con Marion Brando, saben que Napoleón era el marido de Josefina. En cambio conocen el arte de drogarse, pasar las noches en las discotecas, comprarse vaqueros que cuestan tanto como la mensualidad de un obrero. Conocen la manera de ser mantenidos hasta los treinta años por progenitores más ineptos que ellos. Progenitores que les regalan el teléfono móvil cuando tienen nueve años, el ciclomotor cuando tienen catorce, el coche cuando tienen dieciocho. (Así cuando buscas un secretario que pueda sustituir al que escribe se encuentra-ha-Chicago, y al candidato de veintisiete años le preguntas qué trabajo ha desempeñado hasta ahora, te responde: «Una vez fui profesor de tenis. Yo juego muy bien al tenis»). Saben también hacinarse para oír las alocuciones de un Papa que en mi opinión tiene una gran nostalgia del poder temporal y calladamente lo ejercita con gran habilidad. Saben también esconder el rostro tras los pasamontañas para interpretar el papel de guerrilleros en tiempo de democracia, o sea cuando no están los Carita y los Pinochet, los pelotones de ejecución. Los cobardes. Los moluscos (como yo los llamo). Los herederos de los «revolucionarios» que, en el año 1968, emputecían las universidades y que hoy administran Wall Street o la Bolsa de Milán, de Londres, de Madrid. Y estas cosas me disgustan profundamente. Me disgustan porque la desobediencia civil es algo muy serio, no es un pretexto para divertirse y hacer carrera. El bienestar es una conquista de la civilización, no es un pretexto para vivir de gorra. Yo comencé a trabajar el día en que cumplí dieciséis años, a los dieciocho me compré la bicicleta y me sentí una reina. Mi padre comenzó a trabajar a los nueve años. Mi madre, a los doce. Y antes de morir, me dijo: «Sabes, estoy contenta de que ciertas injusticias contra los niños se hayan resuelto». Pobre mamá. Creía que no haciendo trabajar a los niños ya estaba todo resuelto. Creía que con la enseñanza obligatoria y la universidad accesible a los pobres (una maravilla que ella nunca conoció, ni tan siquiera concibió) los jóvenes habrían aprendido las cosas que ella nunca aprendió y que tanto hubiera querido aprender. Creía haber ganado, creía que habíamos ganado. ¡Menos mal que murió antes de descubrir la verdad! Porque hemos perdido, por Dios. Hemos perdido. En lugar de jóvenes cultos, nuestra sociedad se ahoga en el mar de los burros que he mencionado. En lugar de futuros líderes, los moluscos que he dicho. Y ahórrate el habitual «no-todos-son-así, hay-también-buenos-estudiantes, licenciados-serios, chicos-y-chicas-de-primera-calidad». Sé muy bien que los hay. ¡Faltaría más! Pero son pocos, demasiado pocos. Y no me bastan. No bastan.
En cuanto a la Italia de la cigarras con las cuales he empezado este sermón desesperado… Las cigarras que mañana me odiarán más que antes, que entre un plato de espaguetis y un bistec me maldecirán más que antes, más que antes desearán verme asesinada por un hijo de Alá… Esas cigarras presuntuosas, venenosas, envidiosas, que con sus debates televisivos nos atormentan más que las cigarras de verdad. Fri-fri, fri-fri, fri-fri… (¡Ah, cómo les gusta pavonearse en televisión! Aunque sean viejos. A los viejos, casi más que a los otros. ¿Por qué? ¿Han conseguido tan poco en su vida hecha de poco? ¿No han sabido traer alguna sabiduría a su vejez?). Esas criaturas patéticas, parasitarias, inútiles. Esos falsos Sans-Coulottes que, disfrazados de ideólogos, teólogos, periodistas, cronistas, escritores, actores, grillos cantores y vendidos a una izquierdas sin dignidad, putas à la page, dicen sólo lo que está de moda. Lo que les dicen que digan. O bien lo que les sirve para colarse en la jet-set pseudo-in-telectual, aprovecharse de los privilegios que eso conlleva, ganar dinero. (Mucho dinero). Esos insectos que han sustituido la ideología marxista por la moda de lo Politically Correct. La moda o bien la asquerosa hipocresía que en nombre de la Fraternidad (sic) predica el pacifismo a ultranza, repudia también las guerras que hemos librado contra los nazi-fascistas de ayer, besa los pies de los invasores y crucifica a los defensores. La moda o bien la engañifa que en nombre del Humanitarismo (sic) absuelve a los delincuentes y condena a las víctimas, llora por los Talibanes y escupe contra los americanos, les perdona todo a los palestinos y nada a los israelíes. (Y que en el fondo querría volver a ver a los judíos exterminados en los campos de Dachau y Mathausen). La moda o bien la demagogia que en nombre de la Igualdad (sic) niega la calidad y el mérito, la competición y el éxito. Pone en un mismo plano a una persona culta y una analfabeta, un ciudadano respetable y un payaso girouette que exaltaba Pol Pot. La moda o la cretinez que, en nombre de la Justicia (sic), abole las palabras del diccionario y llama «obreros ecológicos» a los barrenderos. Llama «colaboradoras familiares» a las criadas. Llama «personal no enseñante» a los conserjes de los colegios, «invidentes» a los ciegos, «no oyentes» a los sordos, «no caminantes» (supongo) a los cojos. Y «función política del hecho social», el asesinato político. La moda o bien la inmoralidad que llama «tradición local» o «cultura diferente» a la ablación. Es decir, la costumbre feroz con la cual, para impedir el placer sexual numerosos musulmanes cortan el clítoris a las muchachas y les cosen los labios mayores de la vulva. (Dejan solamente una pequeña grieta que permite orinar. Imagínate pues el sufrimiento de una desfloración y luego de un parto). La moda o bien la farsa según la cual los occidentales descubrieron la filosofía griega a través de los árabes. Según la cual el árabe es la lengua de la Ciencia y desde el siglo IX la más importante del mundo. Según la cual cuando escribió sus fábulas Jean de la Fontaine no se inspiró en Esopo: plagió unos cuentos indios traducidos por un árabe llamado Ibn-al-Muqaffa.
Por ejemplo la cínica explotación de la palabra racista. No saben qué significa pero la explotan igualmente. («Speaking of racism in relation to a religion is a big disservice to the language and to the intelligence. Hablar de racismo a propósito de religión es hacerle un gran perjuicio a la lengua y a la inteligencia», ha declarado un estudioso afroamericano cuyos antepasados eran esclavos). Y es inútil hacer votos para que razonen, para que piensen. Porque en el mejor de los casos reaccionan como el cretino del proverbio tan amado por Mao Tse Tung: «Cuando le señalas la luna con el dedo, el cretino mira el dedo no la luna». Y paciencia si, en algunos casos, la Luna la ven bien. Paciencia si en el fondo de su pequeño corazón piensan como pienso yo. Porque, no teniendo los cojones necesarios para ir contra corriente, fingen ver el dedo y basta. En cuanto a las Súper Cigarras de Lujo, es decir, a los amos de la jet-set político-intelectual, me parecen la banda de Barras y Tallien y Fouché: los tres chaqueteros sobre los que he hablado a propósito de los «girouettes» paridos por la Revolución Francesa, los tres comisarios del Terror que eliminaron a Robespierre y se pusieron al servicio de Napoleón…
¿Es esta la gente con la cual querrías verme chacharear cuando me reprochas el silencio que elegí, cuando desapruebas mi puerta cerrada? ¡Ahora le pongo un cerrojo a mi puerta cerrada! Mejor: compro un perro rabioso, y agradecedle a Dios si sobre el cancel que precede a la puerta cerrada coloco un cartel con la advertencia: «Cave canem». Ahora te digo por qué. Porque he sabido que algunas Súper Cigarras de Lujo vendrán pronto a Nueva York. Vendrán de vacaciones, para visitar la nueva Herculano y la nueva Pompeya, o sea las Torres que no existen más. Tomarán un avión de lujo, se alojarán en un hotel de lujo, el Waldorf Astoria o el Four Seasons o el Plaza donde por una noche no se paga menos de seiscientos cincuenta dólares, es decir, un millón y medio de liras, y una vez dejadas las maletas correrán a ver los escombros. Con sus costosas máquinas fotografiarán los restos, del acero fundido, dispararán sugestivas imágenes que luego mostrarán en los salones esnobs de la capital. Con sus costosos zapatos de dos millones el par pisarán el café molido, en fin comprarán las máscaras antigás que en Nueva York se venden en caso de ataque químico o bacteriológico. Es chic, comprendes, regresar a Roma con una máscara antigás comprada en caso de ataque químico o bacteriológico. Permite vanagloriarse, decir: «¡Sabes, en Nueva York he arriesgado la piel!». Permite incluso lanzar una nueva moda: la moda de las Vacaciones Peligrosas. Hace algunos años inventaron las Vacaciones Inteligentes, ahora inventarán las Vacaciones Peligrosas… Y las cigarras de lujo o de no lujo de los otros países europeos harán exactamente lo mismo. Aleluya: heme aquí en Europa.