Discursito sobre Europa. Queridas cigarras españolas, inglesas, francesas, alemanes, holandesas, portuguesas, húngaras, escandinavas, etcétera, etcétera, amén: no os regocijéis demasiado al leer mis vituperios contra las Italias que no son mi Italia. Vuestros países no son en absoluto mejores que el mío. Nueve de cada diez son copias desoladoras del mío, y lo que he dicho sobre los italianos vale también para vosotros: siempre o casi siempre hechos de la misma pasta… Idénticas las culpas, las cobardías, las hipocresías. Idénticas las cegueras, las mezquindades, las miserias. Idénticos los líderes de derecha y de izquierda, idéntica la arrogancia de sus secuaces. Idéntica la presunción, la demagogia, la tontería. Idéntico el tránsfuga intelectual y el terrorismo. ¡Oh sí, en este sentido pertenecemos realmente a una gran familia! Para darnos cuenta es suficiente echar un vistazo al fallido Club Financiero que llaman Unión Europea: el penoso embrollo que ha servido sólo para facilitar la invasión islámica, imponemos la estupidez llamada Moneda Única, pagar salarios fabulosos y exentos de tasas y enriquecidos por fabulosos reembolsos de gastos a sus parlamentarios, robar el parmesano y el gorgonzola a los italianos, abolir setenta razas caninas (todos-los-perros-son-iguales, ha comentado desdeñosamente la antropóloga Ida Magli), y a uniformar los asientos de los aviones. (Todos-los-culos-son-iguales). Esa decepcionante Unión Europea donde se habla siempre francés e inglés y alemán, nunca el español o el italiano o el flamenco o el húngaro o el finlandés o qué sé yo. Y donde manda aquella troika habitual. (¡Caramba! Hace siglos que Francia e Inglaterra y Alemania se detestan, empero siguen mandando juntos…). Esa ambigua Unión Europea que masoquistamente alberga a quince millones de musulmanes, masoquistamente tolera su arrogancia, masoquistamente fornica con los países árabes y embolsa sus infectos petrodólares. Esa estúpida Europa que parlotea de «identidad-cultural» con el Oriente Medio. (¡¿Qué significa identidad-cultural-con-el-Oriente Medio, tontos?! ¿Dónde está la identidad-cultural con el Oriente Medio, estúpidos? ¿En la Meca? ¿En Belén, en Damasco, en Beirut? ¿En El Cairo, en Teherán, en Bagdad, en Kabul?!). Esa irritante Unión Europea, esa mentira a la cual con el parmesano y el gorgonzola Italia está sacrificando su propia lengua y su propia identidad nacional… ¡Ah! ¡Cómo soñaba a Europa cuando era joven, muy joven, cuando tenía dieciséis y diecisiete y dieciocho años! Venía de la jodida Segunda Guerra Mundial, comprendes. Una guerra en la que los italianos y los franceses, los italianos y los ingleses, los italianos y los alemanes, los alemanes y los franceses, los alemanes y los ingleses, los alemanes y los polacos y los holandeses y los daneses y los griegos, etcétera, etcétera, amén, se habían matado entre ellos: ¿recuerdas? Extasiado por la nueva lucha mi padre predicaba el Federalismo Europeo, espejismo de Cario y Nello Rosselli, para predicarlo convocaba mítines, hablaba al pueblo, gritaba: «¡Europa, Europa! ¡Somos todos hermanos, tenemos que hacer Europa!». Y llena de entusiasmo yo le seguía como le había seguido cuando durante el fascismo gritaba: «Libertad, Libertad». Con la paz empezábamos a conocer a los que habían sido nuestros enemigos y viendo a los alemanes sin uniformes, sin ametralladoras, sin cánones, me decía: «Son como nosotros. Si visten como nosotros, comen como nosotros, ríen como nosotros, aman como nosotros la música y la literatura y la pintura y la escultura, como nosotros quieren la democracia y rezan o no rezan: ¿es, pues, posible que nos hayan hecho tanto daño, que nos hayan asustado tanto, que nos hayan arrestado y torturado y matado?». Luego me decía: «pero nosotros también los hemos matado. Nosotros también…». Y con un escalofrío de horror me preguntaba si durante la Resistencia yo también había matado, había contribuido a la muerte de algún alemán. Me lo preguntaba y al contestarme sí, probablemente sí, seguramente sí, ensayaba una especie de vergüenza. Me parecía haber combatido en la Edad Media cuando Florencia y Siena estaban en guerra y, después de una batalla, el agua del río Amo se volvía roja de sangre. La sangre de los florentinos y la sangre de los sieneses. Con un escalofrío de estupor contestaba mi orgullo de haber sido un soldado para mi patria, y concluía: «¡Basta, basta! Mi padre tiene razón. Somos todos hermanos, tenemos que hacer Europa. ¡Europa, Europa! ¡Viva Europa!». Bueno. Los italianos de las Italias que no son mi Italia cacarean que hemos hecho Europa. Los franceses, los ingleses, los españoles, los alemanes (etcétera) que se asemejan a los italianos dicen lo mismo. Pero este Club Financiero que roba mi parmesano y mi gorgonzola, que sacrifica mi bella lengua y mi identidad nacional, que me irrita con el Politically Correct y con sus ridículas demagogias populistas, todos-los-perros-son-iguales, todos-los-culos-son-iguales, esta mentira que facilita la invasión islámica y hablando de Identidad-Cultural fornica con los enemigos de nuestra civilización, no es la Europa que yo soñaba. No es Europa, es el suicidio de Europa.
El suicidio de Europa, sí. Y dicho esto vuelvo a Italia. Termino de la forma que sigue.
* * *
¿Cuál es, entonces, mi Italia? Muy sencillo, querido, muy sencillo. Es la Italia opuesta a las Italias de las que te he hablado. Una Italia ideal. Una Italia seria, inteligente, valiente, digna, y, por lo tanto, merecedora de respeto. Una Italia laica, una Italia que defienda sus principios y sus valores, o sea su cultura y su identidad. Una Italia que no se deje intimidar ni por los hijos de Alá ni por los Fouchè y los Barras y los Tallien. Una Italia orgullosa de sí misma, una Italia que se lleve la mano al corazón cuando salude a la bandera blanca, roja y verde. En definitiva, la Italia que soñaba de niña, cuando no tenía zapatos pero estaba llena de ilusiones. Y esa Italia, una Italia que existe, existe aunque sea abucheada o burlada o insultada, cuidado quién me la toca. Cuidado quién me la roba. Cuidado quién me la invade. Porque que los invasores sean franceses de Napoleón o austriacos de Francisco José o alemanes de Hitler o árabes de Osama bin Laden para mí es exactamente igual. Que para invadirla utilicen cañones o pateras, la Guerra mundial o la Guerra Santa, lo mismo.
Stop. Lo que tenía que decir lo he dicho. La rabia y el orgullo me lo han ordenado, la conciencia limpia y la edad me lo han permitido. Ahora basta. Punto y basta.
ORIANA FALLACI
Nueva York, septiembre 2001
ORIANA FALLACI, (1929-2006). Florentina, ha sido definida como «uno de los escritores más leídos y amados del mundo» por el rector del Columbia College de Chicago que le concedió el doctorado honoris causa en Literatura. Como corresponsal de guerra cubrió los principales conflictos bélicos de nuestra época, desde la guerra de Vietnam a Oriente Medio. Entre sus libros principales,
Carta a un niño que no llegó a nacer
(1975),
Un hombre
(1979),
Inshallah
(1990) y la trilogía formada por La rabia y el orgullo (2001),
La Fuerza de la razón
(2004) y
Oriana Fallaci se entrevista a sí misma. El Apocalipsis
(2004).