La rabia y el orgullo

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Authors: Oriana Fallaci

Tags: #Ensayo, Política

 

Con
La rabia y el orgullo,
Oriana Fallaci rompe un silencio que ha durado diez años. Lo rompe inspirándose en el apocalipsis que la mañana del 11 de septiembre de 2001 no lejos de su casa de Manhattan, desintegró las dos torres de Nueva York y redujo a cenizas a miles de personas.

Enriquecido con un dramático prefacio donde cuenta cómo nació este texto y explica por qué el terrorismo islámico no se concluye con la derrota de los Talibanes en Afganistán, Oriana Fallaci describe la realidad global de la Guerra Santa. Además, cogiéndonos por sorpresa, habla de sí misma: de su trabajo, de su hermético aislamiento, de sus rigurosas e intransigentes posiciones.

Insertando a menudo recuerdos personales y episodios aclaratorios de su vida, nos habla de los temas relacionados con el 11 de septiembre de 2001: Norteamérica, Europa, Italia, el Islam, nosotros. Sobre todo de nosotros. Con su famoso coraje, lanza durísimas acusaciones y arroja furiosas invectivas. Con su brutal sinceridad, expone penetrantes ideas y pasiones, incómodas verdades y reflexiones que había reprimido durante estos años de obstinado silencio.

Este «pequeño libro», como lo califica Oriana Fallaci en su prefacio, es en realidad un gran libro. Un libro precioso, un libro que sacude las conciencias, más bien las trastorna. Pero es también el retrato de un alma: la suya.

Permanecerá en nosotros como una espina dentro de nuestra cabeza y nuestro corazón.

Oriana Fallaci

La rabia y el orgullo

ePUB v1.0

Deucalión
17.07.12

Título original:
La rabbia e l'orgoglio

Oriana Fallaci, 2001.

Traducción: Miguel Sánchez

Diseño portada: Enzo Aimini

Editor original: Deucalión (v1.0)

ePub base v2.0

A mi padre y a mi madre, Edoardo y Tosca Fallaci,

que me enseñaron a decir la verdad

y a mi tío, Bruno Fallaci,

que me enseñó a escribirla.

AL LECTOR

Yo había elegido el silencio, yo había elegido el exilio. Porque en América, ha llegado el momento de decirlo alto y claro, resido como una expatriada. Vivo en el autoexilio político que contemporáneamente a mi padre me impuse hace muchos años. Es decir, cuando ambos nos dimos cuenta de que vivir codo a codo con una Italia cuyos ideales yacían en la basura se había convertido en algo demasiado difícil, demasiado doloroso, y desilusionados ofendidos heridos cortamos los lazos con la mayoría de nuestros compatriotas. Él, retirándose a una remota colina del Chianti adonde la política a la que había consagrado su vida de hombre íntegro y probo no llegaba. Yo, vagando por el mundo y después escogiendo Nueva York donde entre mí y aquellos compatriotas estaba el océano Atlántico. Este paralelismo puede parecer paradójico, lo sé. Pero cuando el exilio habita en un alma desilusionada ofendida herida, créeme, la situación geográfica no cuenta. Cuando amas a tu país (y sufres por él) no existe diferencia alguna entre hacer de Cincinnato en una remota colina del Chianti, junto a tus perros y tus gatos y tus gallinas, o ser escritor en una isla de rascacielos apretujados por millones de habitantes. La soledad es idéntica. La sensación de fracaso, también.

Además, Nueva York ha sido siempre el Refugium Peccatorum de los expatriados. De los exiliados. En 1850, tras la caída de la República Romana y la muerte de Anita y la huida de Italia, Garibaldi también vino aquí: ¿recuerdas? Llegó de Liverpool el 30 de julio, tan furioso que en el momento de desembarcar dijo quiero-solicitar-la-ciudadanía-americana, y durante dos meses vivió en Manhattan como huésped del livornés Giuseppe Pastacaldi: 26 Irving Place. (Dirección que conozco muy bien porque aquí en 1861 se refugió mi bisabuela Anastasia también huida de Italia). Después se trasladó a Staten Island, pobre Garibaldi, para vivir en casa del florentino Antonio Meucci (el futuro inventor del teléfono) y para ir tirando abrió una fábrica de salchichas que no tuvo éxito. De hecho la convirtió en una fábrica de velas, y en la taberna de Manhattan adonde cada sábado se desplazaba para jugar a las cartas (la taberna Ventura de Fulton Street), una noche dejo una tarjeta que decía: «Damn the sausages, bless the candles, God save Italy if he can. Malditas las salchichas, benditas las velas, que Dios salve a Italia si puede». Y aún antes que Garibaldi, ¿sabes quiénes vinieron? En 1833, Piero Maroncelli: el escritor romano que había compartido con Silvio Pellico la celda del despiadado penal de Spielberg (la misma en la que los austriacos le amputaron despierto la pierna gangrenada), y que en Nueva York, trece años después, murió de privaciones y nostalgia. En 1835, Federico Confalonieri: el aristocrático milanés condenado a muerte por los austriacos y a quien su mujer Teresa Casati había salvado arrojándose a los pies del emperador Francesco I. En 1836, Felice Foresti: el estudioso ravenés al que los austriacos le habían conmutado la pena de muerte por veinte años en Spielberg y al que Nueva York acogió otorgándole la cátedra de literatura del Columbia College. En 1837, los doce lombardos condenados a la horca y en el último momento indultados por los austriacos (a fin de cuentas menos inhumanos que el Papa y los Borbones…). En 1838, el general Giuseppe Avezzana que en 1822 había sido condenado a muerte en contumacia por participar en los primeros movimientos constitucionales de Piamonte. En 1846, el mazziniano Cecchi-Casali que en Manhattan fundó el periódico L’Esule Italiano. En 1849, el secretario de la Asamblea constituyente romana Quirico Filopanti…

Y eso no es todo. Porque después de Garibaldi muchos otros encontraron asilo en este Refugium Peccatorum. En 1858, por ejemplo, el historiador Vincenzo Botta que durante veinte años enseñó en la New York University como Profesor Emérito. Y al principio de la Guerra Civil, es decir, el 28 de mayo de 1861, aquí se formaron las dos unidades de voluntarios italianos a quienes Lincoln pasó revista a la semana siguiente: la Italian Legion que sobre la bandera americana llevaba un gran lazo tricolor con la inscripción «Vincere o Morire», y los Garibaldi Guards, o sea el Thirtyninth New York Infantry Regiment que en lugar de la bandera americana enarbolaba la bandera italiana con la que Garibaldi había combatido en Lombardía y en Roma. Oh sí: los míticos Garibaldi Guards. El mítico Trigésimo Noveno de Infantería que durante los cuatro años de guerra sobresalió en las batallas de First Bull Run, Cross Keys, Gettysburg, North Anna, Bristoe Station, Po River; Mine Run, Spotsylvania, Wilderness, Coid Harbor, Strawberry Plain, Petersburg, Deep Bottom, hasta Appomattox. Si no me crees, mira el obelisco que está en el cementerio de Ridge, en Gettysburg, y lee la lápida que elogia a los italianos caídos el 2 de julio de 1863 por haber recuperado los cañones capturados por los sudistas del general Lee al nordista Fifth Regiment US Artillery. «Passed away before life’s noon / Who shall say they died too soon? / Ye who mourn, oh, cease from tears / Deeds like these outlast the years».

Por lo que respecta a los exiliados que hallaron asilo en Nueva York durante el fascismo, son incontables. Y con frecuencia son hombres (casi todos intelectuales de gran valía) que yo conocí de niña porque eran compañeros de mi padre, por tanto militantes de Giustizia e Liberta: el movimiento fundado en los años treinta por Cario y Nello Rosselli, los dos hermanos asesinados en Francia por los Cagoulards a las órdenes de Mussolini. (En 1937, en Bagnole-de-l’Orne, cerca de Alençon, a tiros…). Entre esos compañeros, Girolamo Valenti que aquí fundó el periódico antifascista Il Mondo Nuovo. Armando Borghi que junto a Valenti organizó la Resistencia Italoamericana. Cario Tresca y Arturo Giovannitti que con Max Ascoli fundaron The Antifascist Alliance of North America. Y en 1927, mi querido Gaetano Salvemini quien enseguida se trasladó a Cambridge, Massachusetts, para enseñar Historia en la Universidad de Harvard y quien durante catorce años aturdió a los americanos con sus conferencias contra Hitler y Mussolini. (De una conservo la convocatoria. La tengo en mi living-room, en un hermoso marco de plata, y dice: «Sunday, May 7th 1933 at 2,30 p.m. Antifascist Meeting. Irving Plaza hotel, Irving Plaza and 15th Street, New York City. Professor G. Salvemini International-known Historian, will speak on Hitler and Mussolini. The meeting will be held under the auspices of the Italian organization Justice and Liberty. Admission, 25 cents»). En 1931, su gran amigo Arturo Toscanini, a quien Costanzo Ciano (padre de Galeazzo y suegro de Edda, o sea la hija mayor de Mussolini, y además embajador ante Francisco Franco durante la Guerra Civil española) acababa de abofetear en Bolonia porque en un concierto se había a negado tocar el himno de los Camisas Negras: «Giovinezza, Giovinezza, Primavera di Bellezza». En 1940, Alberto Tarchiani y Alberto Cianca y Aldo Garosa y Nicola Chiaromonte y Emilio Lussu que en Manhattan buscaron a Randolfo Pacciardi y don Sturzo con los cuales fundaron la Mazzini Society y luego el semanario Nazioni Unite…

Quiero decir: aquí estoy en buena compañía. Cuando me falta la Italia que no es la Italia malsana de la que hablaba al principio (y me falta siempre) no tengo más que convocar a esos nobles modelos de mi primera juventud: fumarme un cigarrillo con ellos y pedirles que me consuelen un poco. Écheme-una-mano, profesor Salvemini. Echeme-una-mano, profesor Cianca. Echeme-una-mano, profesor Garosci… Ayudadme-a-pensar-que-no-estoy-sola. O bien no tengo más que evocar a los gloriosos fantasmas de Garibaldi, Maroncelli, Confalonieri, Foresti, etcétera. Hacerles una reverencia, ofrecerles una copita de aguardiente, poner el disco del «Nabucco» interpretado por la Orquesta Filarmónica de Nueva York dirigida por Arturo Toscanini. Escucharlo con ellos. Y cuando me falta mi Florencia, cuando me falta mi Toscana, (algo que me pasa con aún mayor frecuencia), me basta subir a un avión y dirigirme allí. Pero de incógnito, como hacía Mazzini cuando dejaba Londres para ir a Turín y visitar clandestinamente a su Giuditta Sidoli. En mi Florencia, en mi Toscana, de hecho, paso más tiempo de lo que la gente cree. A veces, meses y meses o un año seguido. Si no se sabe es porque voy de incógnito, a la Mazzini. Y si voy de incógnito, a la Mazzini, es porque me repugna encontrar a los supuestos compatriotas por culpa de los cuales mi padre murió autoexiliado en su remota colina y yo sigo viviendo en esta isla de rascacielos apretujados por millones de habitantes.

Conclusión: el exilio requiere disciplina y coherencia. Virtudes en las que fui educada por unos seres extraordinarios. Un padre que tenía la fuerza de un Muzio Scevola, una madre que parecía la madre de los Gracos. Además, unos seres extraordinarios para los cuales la severidad era un antibiótico contra la holgazanería. Y por disciplina, por coherencia, he permanecido callada durante todos estos años como un lobo desdeñoso. Un viejo lobo consumido por el deseo de destripar las ovejas, descuartizar los conejos, y que a pesar de eso logra controlarse. Pero hay momentos de la vida en que callar se convierte en una culpa. Hablar, en una obligación. Un deber civil, un desafío moral, un imperativo categórico del cual no te puedes evadir. Así, dieciocho días después del apocalipsis de Nueva York, rompí el silencio con el larguísimo artículo que apareció en un periódico italiano. Luego, en otros extranjeros. Y ahora interrumpo (no rompo: interrumpo) el exilio con este pequeño libro que duplica el texto del articulo. Por lo tanto, es preciso que explique por qué lo duplica cómo lo duplica, y de qué modo nació este pequeño libro.

* * *

Nació de repente. Estalló como una bomba, como la catástrofe que la mañana del 11 de septiembre incineró a millares de personas y desintegró dos de los edificios más hermosos de nuestra época: las Torres del World Trade Center. De verdad, la víspera de la catástrofe yo pensaba en otras cosas: trabajaba en la novela que llamo mi-niño. Una novela muy densa y laboriosa que a lo largo de estos años nunca he abandonado, como mucho la he dejado dormir unas semanas o algunos meses para curarme en un hospital o para efectuar en los archivos y las bibliotecas las investigaciones en que se basa. Un niño muy difícil, muy exigente, cuyo embarazo ha durado gran parte de mi vida de adulta, cuyo parto comenzó gracias a la enfermedad que acabará matándome, y cuyo primer gemido no sé cuándo se oirá. Probablemente cuando ya esté muerta. (¿Por qué no? Las obras postumas tienen la exquisita ventaja de ahorrarte las tonterías o perfidias de quienes no sabiendo escribir ni tampoco concebir una novela pretenden juzgar, más bien maltratar, a quien la concibió y la escribió). Ese 11 de septiembre yo pensaba en mi niño, así pues, y una vez superado el trauma, me dije: «Debo olvidar lo que ha sucedido y sucede. Debo ocuparme de él y basta. Si no, lo abortaré». Así, conteniendo el aliento, me senté al escritorio. Cogí la página del día anterior, intenté reencontrar mis personajes: criaturas de un mundo lejano, de un tiempo en que los aviones y los rascacielos no existían de veras. Pero duró muy poco. El hedor de la muerte entraba por las ventanas, de las calles desiertas llegaba el sonido obsesivo de las ambulancias. El televisor todavía encendido parpadeaba repitiendo las imágenes que quería olvidar. Y de pronto salí de casa. Busqué un taxi, no lo encontré, me dirigí a pie hacia las Torres que ya no existían y…

Después, no sabía qué hacer. De qué modo ser útil, servir de algo. Y justo cuando me preguntaba qué-hago, qué-hago, la TV me mostró las imágenes de los palestinos que locos de alegría celebraban la masacre. Berreaban Victoria-Victoria. Y alguien me contó que en Italia mucha gente los imitaba carcajeándose Bien-a-los-americanos-les-está-bien. Entonces, con el ímpetu de un soldado que sale de la trinchera y se lanza contra el enemigo, me arrojé sobre la máquina de escribir. Hice lo único que podía hacer: escribir. Notas convulsas, desordenadas, que apuntaba para mí misma, o sea dirigiéndome a mí misma. Ideas, reflexiones, recuerdos. Invectivas que volaban de América a Italia, de Italia saltaban a los países musulmanes, y de los países musulmanes rebotaban a América. Conceptos que durante años había tenido aprisionados en mi cerebro y en mi corazón diciéndome es-inútil, la-gente-está-sorda, no-escu-cha, no-quiere-escuchar. Ahora manaban como una cascada de agua fresca. Rodaban sobre el papel como un llanto incontenible. Y aquí permíteme confiarte una cosa que siempre he escondido. Con las lágrimas yo no lloro. Aunque me golpee un violento dolor físico, aunque me atormente una pena punzante, de mis lagrimales no sale nada. Se trata de una disfunción neurológica, o bien de una mutilación fisiológica, que me oprime desde hace más de medio siglo. Es decir, desde el 25 de septiembre de 1943, el sábado en que los Aliados bombardearon Florencia por primera vez y cometieron un montón de errores. En vez de alcanzar su objetivo, el ferrocarril que los alemanes utilizaban para transportar las municiones y las tropas, alcanzaron el barrio contiguo y el viejo cementerio de la plaza Donatello. El Cementerio de los Ingleses, donde está enterrada Elizabeth Barrett Browning. Yo estaba con mi padre en la iglesia de la Santísima Annunziata, apenas a trescientos metros de la plaza Donatello, cuando las bombas empezaron a caer. Huyendo nos refugiamos allí, y ¿quién conocía el horror de un bombardeo? A cada descarga los sólidos muros de la iglesia temblaban como árboles embestidos por un vendaval, los vitrales se rompían, el suelo vibraba, el altar se tambaleaba, el cura gritaba: «¡Jesús! ¡Ayúdanos, Jesús!». De repente comencé a llorar Silenciosamente. Sin gimoteos, sin sollozos. Pero mi padre lo vio igualmente. Y con la intención de ayudarme, pobrecito cometió un error. Me dio una bofetada tremenda. Dios, qué bofetada. Peor aún. Severamente me miró a los ojos y me susurró: «Una niña no llora». Así, desde aquel 25 de septiembre ya no lloro. Dad gracias al cielo si alguna vez se me humedecen los ojos, me tiembla la voz. Pero por dentro lloro más que quienes lloran con lágrimas, a veces lo que escribo son puras lágrimas, y lo que escribí en aquellos días era realmente un llanto incontenible. Por los vivos, por los muertos. Por los que parecen vivos pero están muertos como los italianos, los europeos, que no tienen cojones para cambiar. Y también por mí misma que habiendo llegado a la última etapa de mi vida tengo que explicar por qué vivo exiliada en América y por qué a Italia voy de incógnito.

Luego, hacía una semana que lloraba cuando el director del diario vino a Nueva York. Vino a pedirme que rompiera el silencio que ya había roto, y se lo dije. Le mostré también mis notas convulsas y desordenadas, y él se inflamó como si hubiese visto a Greta Garbo en el escenario de la Scala quitarse las gafas negras y ofrecerse en un descocado strip-tease. O como si hubiese visto al público que hace cola para comprar su diario, perdón, para acceder a la platea y a los palcos y al gallinero. Así inflamado me pidió que prosiguiera, que enlazara las diversas partes con asteriscos, que lo organizara todo como una especie de carta dirigida a él. Y espoleada por el deber civil, el desafío moral, el imperativo categórico, acepté. Desatendiendo de nuevo al niño que privado de leche y de madre dormía bajo aquellas notas convulsas y desordenadas, regresé a la máquina de escribir donde el incontenible llanto se transformó en un grito de rabia y de orgullo. Un «J’accuse». Una requisitoria o más bien un sermón dirigido a los italianos y a los demás europeos que arrojándome algunas flores, acaso, y sin duda muchos huevos podridos, me habrían escuchado desde la platea y los palcos y el gallinero.

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