La rabia y el orgullo (3 page)

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Authors: Oriana Fallaci

Tags: #Ensayo, Política

Se conocen hasta los lugares de sus encuentros, ahora. Y no son los salones de las heroicas condesas del Risorgimento, los magníficos palacios donde desafiando los pelotones de ejecución o la horca nuestros abuelos conspiraban para liberar la patria del enemigo. Son las carnicerías Halal, es decir, las carnicerías islámicas de las que nuestros huéspedes musulmanes han llenado Italia porque ellos comen sólo carne de animal degollado y desangrado y deshuesado. (Así, quien como nosotros cocina la carne con la sangre y el hueso es un Infiel digno de desprecio y merecedor de castigo). Pero se encuentran también en las pollerías árabes y en los cafés Internet y, obviamente, en las mezquitas. En cuanto a los imanes de las mezquitas, ¡aleluya! Enorgullecidos por la matanza de Nueva York se quitaron la máscara, y el elenco es largo. Incluye al carnicero marroquí que, con miserable deferencia, los periodistas italianos llaman Líder Religioso de la Comunidad Islámica de Turín. El pío Descuartizaterneros que en el año 1989 aterrizó en Turín con un visado turístico y que, contribuyendo como nadie a transformar la ciudad de Cavour y de Costanza d’Azeglio en una kasbah, en doce años abrió tres carnicerías-halal y cinco mezquitas. El Feroz Saladino que levanta imagen de Osama bin Laden declara: «La Yihad es una guerra justa, justificada. No lo digo yo, lo dice el Corán. Muchos hermanos de Turín desearían partir para unirse a la lucha». (Señor Ministro Italiano del Interior o Señor Ministro Italiano de Asuntos Exteriores, ¿por qué no los reexpiden su Marruecos con los hermanos ansiosos-de-unirse-a-la-lucha?). Incluye también al Imán que dirige la Comunidad Islámica de Génova (otra gloriosa ciudad profanada y transformada en kasbah), asi como a sus colegas de Nápoles y Roma y Ban y Bolonia. Todos tibias de santos ocupados en alabar al nuevo profeta Bin Laden y en defenderlo impúdicamente. Pero el más impúdico de todo es el Imán de Bolonia cuya mente excelsa ha producido el siguiente veredicto: «Fue la derecha americana la que abatió las dos Torres Gemelas y ahora utiliza a Bin Laden como tapadera. Si no fue la derecha americana, fue Israel. En cualquier caso, Bin Laden es inocente y el peligro no es Bin Laden: es América».

Parece un cretino y basta, ¿verdad? Ah, no. En defensa de la fe, el Corán admite la mentira y calumnia y la hipocresía. Cualquier teólogo del Islam te lo confirmará. El 10 de septiembre de 2001, es decir, veinticuatro horas antes del apocalipsis neoyorquino, precisamente en la mezquita de Bolonia la policía secuestró una octavilla que ensalzaba los atentados y anunciaba «la inminencia de un acontecimiento excepcional». Casi siempre hijos o nietos de comunistas que negaban o aprobaban las purgas de Stalin, sus protectores italianos sostienen que en la jerarquía islámica el Imán es un personaje inocuo e irrelevante: un pelele que se limita a guiar la oración de los viernes. Un párroco desprovisto de todo poder. Ah, no, señores: al contrario. El Imán es un notable que dirige y administra su comunidad con plenos poderes. Pío Descuartizaterneros o no, Feroz Saladino o no, el Imán es un importante sacerdote que influye o manipula cuanto quiere las mentes y las acciones de sus fieles. Un provocador que durante el sermón lanza mensajes políticos, empuja a sus fieles a cumplir una cosa u otra. Todas las revoluciones (sic) del Islam han germinado en las mezquitas gracias a los imanes. La Revolución (sic) Iraní comenzó en las mezquitas gracias a los imanes y no en las universidades como hoy se cuenta a la gente. Detrás de cada terrorista islámico hay necesariamente un imán. Y te recuerdo que Jomeini era un imán, que los líderes del Irán son imanes. Te lo recuerdo y afirmo que la mayoría de los imanes son Guías Espirituales del terrorismo.

En cuanto al Pearl Harbor que amenaza todo Occidente, mira: sobre el hecho de que la guerra química y la guerra biológica son una estrategia de los nuevos nazi-fascistas de la tierra, no hay duda alguna. Durante los bombardeos de Kabul un belicoso Bin Laden nos las prometió, y es notorio que Sadam Hussein ha sentido siempre una gran debilidad por este tipo de matanza. A pesar de las toneladas de bombas que en 1991 los americanos lanzaron contra los laboratorios y fábricas de Irak, Sadam continúa su producción de gérmenes y bacterias y bacilos para esparcir la peste bubónica o la viruela o la lepra o el tifus. Por lo demás, el yerno que Sadam Hussein hizo asesinar en 1999 lo había dicho en 1998: «En las proximidades de Bagdad tenemos enormes depósitos de ántrax». Junto a los enormes depósitos de ántrax, inmensas cantidades de gas nervino. (Una pesadilla, el gas nervino, que yo viví de lleno durante la Guerra del Golfo. Es decir, en Arabia Saudí, y que los iraníes pagaron en los años ochenta con millares de muertos: ¿recuerdas?). Bien: hasta hoy la guerra química sigue siendo una posibilidad y nada más. La guerra biológica se ha limitado al carbunco de las Anthrax Letters, y la responsabilidad de Sadam Hussein o de Bin Laden no se ha demostrado. Pero el Pearl Harbor del que hablo incluye también un peligro que nos hace contener el aliento desde que el FBI lo notificó con las tremendas palabras «It is not a matter of If, it is a matter of When. No es una cuestión de Si, es una cuestión de Cuándo». Un peligro para mí más siniestro que el ántrax y la peste bubónica y la lepra y el gas nervino, y que amenaza a Europa más que América. Porque se refiere a los monumentos antiguos, a las obras de arte, a los tesoros de nuestra Historia y de nuestra cultura occidental.

Al decir when-not-if, cuándo-no-si, los americanos piensan en sus propios tesoros: obvio. La Estatua de la Libertad, el Jefferson Memorial, el obelisco de Washington, la Liberty Bell, o sea la Campana de Filadelfia, el Golden Gate de San Francisco, el Puente de Brooklyn, etcétera. Y los comprendo. Por lo demás, yo también pienso en todo eso. Pienso en esos tesoros como pensaría en el Big Ben de Londres o en la Abadía de Westminster si fuese inglesa, en Notre Dame y en el Louvre y la Torre Eiffel, y los Castillos del Loira si fuese francesa, en la Catedral de Burgos y en El Escorial y en el Museo del Prado si fuese española. Pero soy italiana y pienso más en la Capilla Sixtina y en la Cúpula de San Pedro y en el Coliseo, en el Puente de los Suspiros y en la Plaza de San Marcos y en los palacios del Gran Canal, en la Catedral de Milán y en la Pinacoteca de Brera y en el Códice Atlántico de Leonardo da Vinci. Soy toscana y pienso más aún en la Torre de Pisa y en la Plaza de los Milagros, en la Catedral de Siena y en la Plaza del Campo, en las necrópolis etruscas y en las torres de San Gimignano. Soy florentina y pienso mucho más en la Catedral de Santa Maria del Fiore, en el Baptisterio, en la Torre de Giotto, en el Palacio de la Señoría, en el Palacio Pitti, en la Galería de los Uffizi, en el Ponte Vecchio que es el único puente antiguo que tenemos en Florencia porque el puente de Santa Trinita es una reconstrucción: el abuelo de Bin Laden, o sea Hitler lo destruyó en 1944 con los otros. Pienso también en las bibliotecas centenarias donde conservamos los manuscritos iluminados de la Edad Media y el Códice Virgiliano. Pienso también en la Galería de la Academia con el David de Michelangelo. (Un David escandalosamente desnudo, Dios mío, luego especialmente mal visto por los fieles del Corán). Con el David, los cuatro «Prigioni» y el Descendimiento que Michelangelo esculpió de viejo. Y si los jodidos hijos de Alá me destruyeran uno sólo de estos tesoros, uno sólo, sería yo quien se convertiría en una asesina. Así que escuchadme bien, secuaces de un dios que predica el ojo-por-ojo-y-diente-por-diente: yo no tengo veinte años pero nací en la guerra, en la guerra crecí, en la guerra he vivido la mayor parte de mi existencia. De guerra entiendo, y tengo más cojones que vosotros: cobardes acostumbrados a morir matando millares de inocentes, niñas de cuatro años incluidas. Oídme bien porque, aunque he hablado de colisión cultural intelectual religiosa y no militar, ahora os digo: guerra habéis querido, ¿guerra queréis? Por lo que me concierne, que guerra sea. Hasta el último aliento.

* * *

Dulcis in fundo. Esta vez con una sonrisa. Y es inútil añadir que en ciertos casos la sonrisa, como la risa, esconde algo muy diferente. Ya adulta descubrí que durante las torturas infligidas por los nazi-fascistas mi padre reía. Así un día, mientras caminábamos por los bosques del Chianti, le dije: «Padre, ¿es verdad que durante las torturas te reías?». Mi padre se ensombreció y después murmuró con tristeza: «Hija mía… En algunos casos reír es lo mismo que llorar». Apenas informado de que el artículo se estaba convirtiendo en un libro, el profesor Howard Gotlieb de la Boston University, la universidad americana que desde hace décadas recoge y cuida mi trabajo, me llamó y me preguntó: «How we define
The Rage and the Pride
, ¿cómo definiremos
La rabia y el orgullo
?». «I don't know, no lo sé», respondí explicándole que esta vez no se trataría de una novela ni de un reportaje y tampoco de un ensayo o de unas memorias o de un panfleto. Luego lo volví a pensar y le dije: «A sermón. Un sermón». (Definición adecuada, creo, porque en realidad este pequeño libro es lo que el artículo ya era: un sermón dirigido a los italianos y a los otros europeos. Debía ser una carta sobre la guerra que los hijos de Alá han declarado a Occidente, pero poco a poco se convirtió en un sermón para los italianos y los otros europeos). Ayer el profesor Gotlieb me llamó de nuevo, y me preguntó: «How do you expect the Italians, the Europeans, to take it? ¿Cómo espera que se lo tomen los italianos, los europeos?». «I don't know, no lo sé», respondí. «Un sermón se juzga por los resultados, no por los aplausos o los silbidos que recibe. Y antes de ver los resultados del mío tendrá que pasar mucho tiempo. No se puede despertar de repente y con un pequeño libro escrito en pocas semanas a quien duerme como un oso en letargo. No sé tampoco si el oso despertará, profesor Gotlieb. De veras no lo sé…»

En compensación sé que cuando se publicó el artículo, en cuatro horas el diario agotó un millón de ejemplares y ocurrieron episodios conmovedores. Por ejemplo, el del señor que en Roma compró todos los ejemplares de un quiosco (treinta y seis ejemplares) y los repartió por la calle. O el de la señora que en Milán hizo docenas de fotocopias y las distribuyó del mismo modo. Sé también que millares de italianos escribieron al director para darme las gracias. (Y yo se las doy a ellos y también al señor de Roma y a la señora de Milán). Sé que los teléfonos y el correo electrónico de la redacción estuvieron congestionados durante tres días, y que sólo una minoría de lectores estuvo en desacuerdo conmigo. Cosa que no se deduce de las opiniones que el director escogió y publicó bajo el título «E Italia se dividió bajo el signo de Oriana». Bah… Si el recuento de los votos no es una opinión, querido mío, y si el voto de quien está en contra de mí no vale diez veces el voto de quien está conmigo, me parece verdaderamente injusto decir que yo dividí a Italia en dos. Además, mi país no necesita ninguna Oriana para dividirse en dos: está dividido en dos al menos desde la época de los güelfos y los gibelinos. Piensa que en 1861, cuando proclamada la Unidad de Italia los garibaldinos de los cuales he hablado al comienzo de este prólogo vinieron aquí para participar en la Guerra de Secesión americana, incluso ellos se dividieron en dos. Porque no todos eligieron combatir en las unidades de los nordistas: no. La mitad eligió combatir al lado de los sudistas, y en lugar de reunirse en Nueva York se trasladaron a Nueva Orleans. En lugar de enrolarse en los Garibaldi Guards, o sea en el Trigésimo Noveno Regimiento de Infantería que desfiló ante Lincoln, se enrolaron en los Garibaldi Guards del Italian Battalion-Louisiana Militia que en 1862 se convirtió en el Sexto Regimiento de Infantería de la European Brigade. También ellos, fíjate bien, con una bandera tricolor que había pertenecido a Garibaldi y que llevaba la inscripción: «Vincere o Morire». También ellos, fíjate bien, para distinguirse con heroísmo en First Bull Run, Cross Keys, North Anna, Bristoe Station, Po River, Mine Run, Spotsylvania, Wilderness, Coid Harbor, Strawberry Plain, Petersburg, y así hasta Appomattox. ¿Y sabes qué sucedió en 1863 en la tremenda batalla de Gettysburg donde, entre nordistas y sudistas, murieron cincuenta y cuatro mil hombres? Sucedió que la tarde del día 2 de julio los trescientos sesenta y cinco Garibaldi Guards del Trigésimo Noveno Regimiento de Infantería a las órdenes del general nordista Hancock se encontraron frente a frente con los trescientos sesenta Garibaldi Guards del Sexto Regimiento de Infantería a las órdenes del general sudista Early. Los primeros con el uniforme azul, los segundos con el uniforme gris. Ambos con la bandera tricolor que, con la divisa «Vincere o Morire», había ondeado en Italia para hacer la Unidad de Italia. Los unos gritando puerco-sudista, los otros aullando sucio-nordista, se lanzaron a un furioso cuerpo a cuerpo para tomar la colina llamada Cemetery Hill, y se mataron los unos a los otros. Noventa y cinco muertos entre los garibaldinos del Trigésimo Noveno. Sesenta, entre los garibaldinos del Sexto. Y al día siguiente, durante el ataque final que ocurrió en medio del valle, casi el doble. Todo eso, querido mío, sin haber leído ningún artículo de Fallaci. Es decir, sin que yo tuviese ninguna culpa.

Sé también que entre aquellos cuyo voto vale (parece) diez veces más, o sea la parte de los que se expresaron contra mí, un malintencionado escribió: «Fallaci se hace la valiente porque tiene un pie en la tumba». (Respuesta: no, pobre idiota. No. Yo no me hago la valiente. Yo soy valiente. En la paz y en la guerra, con la derecha y con la izquierda. Yo siempre lo he sido. Y siempre he pagado un altísimo precio por eso. Cosa que incluye amenazas físicas y morales, vilezas canalladas de los celosos. Si me lees mejor, lo veras. En cuanto al pie en la tumba, toco madera. No gozo de buena salud, es verdad, pero los enfermizos como yo acaban muchas veces por enterrar a los otros. No olvides que un día salí viva de una morgue donde me habían tirado creyéndome muerta… Si uno de esos tibias de santos no me mata antes de que lo mate yo, ¿quieres apostarte que iré a tu funeral?). En fin, sé que tras publicarse el artículo la Italia fea, la Italia mezquina, la Italia que se vende al extranjero del turbante, la Italia a causa de la cual sigo viviendo en el exilio, armó un gran revuelo a favor de los hijos de Alá. De modo que el director inflamado se convirtió en un director espantado, lleno de espanto tomó sus medidas invitando a los que yo llamo cigarras a escribir contra mí en su diario, a denigrar la fatiga que él mismo había alentado. Y lo que hubiera podido ser una buena ocasión para defender nuestra cultura se transformo en una escuálida feria de escuálidas vanidades. Un mercado de exhibicionismos desoladores, de oportunismos repugnantes: yo-también, yo-también… Como sombras de un pasado que nunca muere, izaron la bandera del supuesto pacifismo. Levantaron de nuevo el Muro de Berlín, y encendieron un gran fuego para quemar (o tratar de quemar) a la hereje, y: «¡A la hoguera, a la hoguera! Allah akbar, Allah akbar!». Con la hoguera, las ofensas y las maldiciones y las condenas y los maratones de escritos que (al menos en extensión) intentaban imitar al mío. O así me lo contaron los que, pobrecitos, se tomaron la molestia de leerlos. Yo, debo confesarlo, no los he leído. Ni los leeré. Primero, porque me esperaba la algazara y sabía sobre qué los yo-también, yo-también habrían divagado. No sentía, en suma, ninguna curiosidad. Segundo, porque cuando terminé el artículo advertí al director entonces inflamado que no participaría en reyertas o polémicas vanas. Tercero, porque las Cigarras son invariablemente personas sin ideas ni calidad: frívolas sanguijuelas que para alimentar su vanidad se adhieren a la sombra de quien está al sol. Y cuando chirrían en la prensa aburren mortalmente. (El hermano mayor de mi padre era Bruno Fallaci. Un gran periodista. Detestaba a los periodistas, cuando yo trabajaba para los diarios me reprochaba siempre ejercer de periodista y me perdonaba solamente cuando trabajaba como reportero de guerra. Pero era un gran periodista. Además era un gran director, un verdadero maestro, y enumerando las reglas del periodismo vociferaba: «¡Ante todo, no aburrir al lector!». Las cigarras al contrario, aburren mortalmente). Por último porque yo llevo una vida muy severa e intelectualmente rica. En este tipo de vida no hay lugar para los mensajeros de poquedad y de frivolidad y para mantenerlos a distancia sigo el consejo de mi célebre compatriota: el superexiliado Dante Alighieri. «No te cuides de ellos, sino mira y pasa». Mejor: mientras paso, tampoco los miro.

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