Algunos no están ni contentos ni descontentos. América está lejos, piensan. Entre Europa y América hay un océano inmenso. Eh, no, tontos míos. No. Hay un hilo de agua. Porque cuando está en juego el destino de Occidente, la supervivencia de nuestra civilización, Nueva York somos nosotros. América somos nosotros. Nosotros españoles, italianos, franceses, ingleses, alemanes, suizos, austriacos, holandeses, húngaros, eslovacos, polacos, escandinavos, belgas, rumanos, griegos, portugueses. Etcétera, etcétera, amén. Y también nosotros rusos, por Dios, que en Moscú hemos librado nuestra porción de matanzas realizadas por los musulmanes de Chechenia. Si América cae, cae Europa. Cae Occidente, caemos nosotros. Y no sólo en sentido económico, o sea el sentido que preocupa más a los italianos, a los europeos… Cuando era joven e ingenua conocí al comediógrafo Arthur Miller y durante el encuentro le dije: «Los americanos lo miden todo por el dinero. Sólo les preocupa el dinero». Y justamente, desdeñosamente, Arthur Miller me respondió: «¿Ustedes no?»). Caeremos en todos los sentidos, tontos míos. Y en lugar de los campanarios nos encontraremos los minaretes, en lugar de las minifaldas nos encontraremos el chador o mejor dicho el burkah, en lugar de la copita de coñac, nos tomaremos la leche de camella. En lugar de la democracia, la teocracia. En lugar de la libertad, una Inquisición gestada por los Torquemadas con la sotana y el turbante y el trasero expuesto. ¿Ni siquiera esto entendéis, ni siquiera esto queréis entender, sordos? Ciegos, sordos. Blair lo ha entendido. Se ha puesto inmediatamente del lado de Bush. Chirac, no Como sabes, después de la catástrofe también Chirac vino aquí. Vino, vio los escombros de las Torres, supo que los muertos eran un número incalculable y puede ser inconfesable, pero no se trastornó. Durante la entrevista a la CNN, cuatro veces Christiane Amanpour le preguntó de qué modo y en qué medida pensaba oponerse a la Yihad. Y cuatro veces eludió la respuesta escurriéndose como una anguila. Cuatro. Y la cuarta vez grité: «Monsieur le Président! ¿Recuerda el desembarco en Normandía? ¿Recuerda cuántos americanos cayeron en Normandía para expulsar de Francia a los nazis?».
El problema es que de España a Suecia, de Alemania a Grecia, ni siquiera en los otros países europeos veo a Ricardos Corazón de León. Y mucho menos los veo en Italia donde a dos semanas del apocalipsis el gobierno no ha detectado ni arrestado a ningún cómplice de Osama bin Laden. ¡Por Dios, señor Primer Ministro de Italia! En cada región de este continente algún cómplice ha sido detectado y arrestado. En Italia donde las mezquitas de Milán y Turín y Roma desbordan de canallas que aclaman a Bin Laden, de terroristas o aspirantes a terroristas, a los cuales les gustaría tanto desintegrar la Cúpula de San Pedro, no se ha capturado a ninguno. Ninguno. Contésteme, señor Primer Ministro, contésteme: ¿son tan incapaces sus policías y carabinieri? ¿Son tan ineficaces sus servicios secretos? ¿Son tan inertes sus funcionarios? ¿Son todos tibias de santos, son todos pobres inocentes con la ramita de olivo, los hijos de Alá que cortésmente hospedamos? ¿O la idea de proceder contra ellos le da miedo? A mí, como ve, no. ¡Por Dios! Yo no niego a nadie el derecho a tener miedo. He escrito mil veces, por ejemplo, que quien no tiene miedo de la guerra es un cretino y quien dice que no tiene miedo a la guerra es un mentiroso. Pero en la Vida y en la Historia hay casos en los que no se debe, no se puede tener miedo. Casos en los que tener miedo es inmoral e incivil. Y quienes por mala fe o falta de coraje o costumbre de cabalgar con un pie en dos estribos se sustraen a esa obligación me parecen, además, cobardes, estúpidos y masoquistas.
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Masoquistas, sí masoquistas. Partiendo de esta palabra abro finalmente al discurso sobre lo que tú llamas Contraste-entre-las-Dos-Culturas, y bien: para empezar, me molesta incluso hablar de «dos» culturas. Es decir, ponerlas en el mismo plano como si fueran dos realidades paralelas: dos entidades de igual peso y de igual medida. Porque detrás de nuestra civilización está Homero, está Sócrates, está Platón, está Aristóteles, está Fidias. Está la antigua Grecia con su Partenón, su escultura, su poesía, su filosofía, su invención de la Democracia. Está la antigua Roma con su grandeza, su concepto de la Ley, su literatura, sus palacios, sus anfiteatros, sus acueductos, sus puentes, sus calles. Hay un revolucionario, aquel Jesús muerto crucificado que nos enseñó (y paciencia si no lo hemos aprendido) el concepto de amor y justicia. Hay también una Iglesia que nos puso la Inquisición, de acuerdo. Que nos torturó, nos quemó mil veces en la hoguera. Que durante siglos nos obligó a esculpir o pintar sólo Cristos y Santos y Vírgenes, que casi me mató a Galileo Galilei. Lo humilló, lo silenció. Pero ha dado también una gran contribución a la Historia del Pensamiento, esa Iglesia. Ni siquiera una atea como yo puede negarlo. Y después está el Renacimiento. Está Leonardo da Vinci, Michelangelo, Raffaello, Donatello, etcétera. Por ejemplo, El Greco y Rembrandt y Goya. Hay una arquitectura que va_ bien allende de los minaretes y de las tiendas en el desierto. Está la música de Bach y Mozart y Beethoven, hasta llegar a Rossini y Donizetti y Verdi and Company. (Esa música sin la cual no sabemos vivir y que en la cultura o supuesta cultura islámica está prohibida. Pobre de ti si silbas una cancioncilla o tarareas el coro de «Nabucco». «Como máximo puedo concederle alguna marcha para los soldados», me dijo Jomeini cuando afronté el asunto). Finalmente está la Ciencia y la tecnología que de ella se deriva. Una ciencia que en pocos siglos ha cambiado el mundo. Ha realizado sortilegios dignos del mago Merlín, milagros dignos de la resurrección de Lázaro. Y Copérnico, Galileo, Newton, Darwin, Pasteur, Einstein (digo los primeros nombres que se me ocurren) no eran precisamente secuaces de Mahoma. ¿O me equivoco? El motor, el telégrafo, la electricidad, el radio, la radio, el teléfono, la televisión no se deben precisamente a los mullah y a los ayatollah. ¿O me equivoco? El barco de vapor, el tren, el automóvil, el avión, las naves espaciales con las cuales hemos ido a la Luna o a Marte y en el futuro iremos Dios sabe dónde, lo mismo. ¿O me equivoco? Los trasplantes de corazón, de hígado, de pulmón, de ojos, los tratamientos para el cáncer, el descubrimiento del genoma, ídem. ¿O me equivoco? Y aunque todo eso fuese algo para tirar a la basura (cosa que no creo) dime: detrás de la otra cultura, la cultura de los barbudos con la sotana y el turbante, ¿qué hay?
Busca busca, no encuentro más que a ese Mahoma con ese Corán escrito plagiando la Biblia y la Torah y el Nuevo Testamento, y la filosofía helénica. No encuentro más que Averroes con sus méritos de estudioso, (los «Comentarios» sobre Aristóteles, etcétera), y el Omar Khayyām con sus poesías. Arafat os añadiría las matemáticas. De nuevo vociferando y escupiendo saliva, en 1972 ese charlatán me dijo que su cultura era superior a la mía. (Como ves, él puede utilizar la palabra «superior»). Dijo que lo era porque sus antepasados habían inventado los números y las matemáticas. El problema es que, además de una inteligencia muy débil, Arafat tiene poca memoria. Por eso cambia de idea y se desdice cada cinco minutos. Estimado señor Arafat, (estimado por decir algo), sus antepasados no inventaron los números y las matemáticas. Inventaron la grafía de los números que también nosotros, despreciables infieles, utilizamos. No inventaron, no, las matemáticas. Las matemáticas nacieron más o menos al mismo tiempo en todas las antiguas civilizaciones, señor. En Mesopotamia, en Grecia, en India, en China, en Arabia, en Egipto, en la tierra de los mayas… Antes de abrir la boca, infórmese. Aprenderá que sus antepasados nos han dejado solamente unas cuantas hermosas mezquitas, unos cuantos hermosos edificios en España, (por ejemplo, la Alhambra), y un Corán con el cual hace mil cuatrocientos años atormentan más que los cristianos con los Evangelios y los hebreos con la Torah. Y aclarado este punto, veamos cuáles son los méritos y virtudes de ese libro que las cigarras respetan más que «Das Kapital». ¿Méritos y virtudes? Desde que los hijos de Alá han destruido las Torres, las Cigarras se enronquecen para asegurarme que el Corán predica la paz y la fraternidad y la justicia. (Me lo asegura hasta Bush, pobre Bush, que con sus veinticuatro millones de americanos árabe-musulmanes tiene que ser diplomático). Pero dígame, en nombre de la lógica, dígame: si este Corán es tan justo y fraternal y pacífico, ¿cómo se explica la historia del Ojo-por-Ojo-y-Diente-por-Diente? ¿Cómo se explica la historia del chador y del burkah, o sea la sábana que cubre el rostro de las musulmanas más desgraciadas, de manera que para echar un vistazo al prójimo las infelices deben mirar a través de una minúscula rejilla colocada cerca de los ojos? ¿Cómo se explica la poligamia y el principio de que las mujeres cuentan menos que los camellos, que no pueden ir a la escuela no pueden ir al médico, no pueden hacerse fotografías, etcétera, etcétera? ¿Cómo se explica el veto a las bebidas alcohólicas y la pena de muerte (¡de muerte!) para quien las consume? ¿Cómo se explica la historia de las adúlteras lapidadas o decapitadas? (Los adúlteros, no). ¿Cómo se explica la historia de los ladrones a los que en Arabia Saudí cortan la mano? (Al primer robo, la mano izquierda. Al segundo, la derecha. Al tercero, quién sabe). También esto está en el Sacro Libro: ¡¿sí o no?! Está, sí, y no me parece tan justo. No me parece tan fraternal, no me parece tan pacífico. No me parece ni siquiera muy inteligente. Y a propósito de inteligencia: ¿es verdad que en Europa los actuales líderes de la izquierda o de lo que llaman izquierda no quieren oír lo que digo? ¿Es verdad que al oírlo montan en cólera, berrean inaceptable-inaceptable? ¿Por qué? ¿Se han convertido todos al Islam? ¿En lugar de frecuentar las Casas del Pueblo ahora frecuentan las mezquitas? ¿O bien berrean tonterías para solidarizarse con un Papa que condena el divorcio, absuelve a los kamikaces palestinos, pide perdón a quien le robó el Santo Sepulcro? ¡Bah! Tenía razón mi tío Bruno cuando decía: «Italia, que no tuvo Reforma, es el país que ha vivido y vive más intensamente la Contrarreforma».
Aquí está, pues, mi respuesta a tu pregunta sobre el Contraste-entre-las-Dos-Culturas. En el mundo hay sitio para todos. En la propia casa cada uno hace lo que le gusta. Y si en algunos países las mujeres son tan cretinas que toleran el chador y el burkah, peor para ellas. Si son tan tontas que aceptan no ir a la escuela, no ir al médico, no dejarse fotografiar, etcétera, etcétera, peor para ellas. Si son tan necias que aceptan casarse con un maníaco sexual que necesita cuatro mujeres, peor para ellas. Si sus hombres son tan bobos que no beben cerveza o vino, (pero fuera de los países musulmanes se emborrachan), ídem. No seré yo quien se lo impida. He sido educada en la libertad, yo, y mi madre repetía siempre: «El mundo es hermoso porque es variado». Pero si pretenden imponer las barbaridades de su vida a la mía, si las monstruosidades de su Corán osan imponerlas en mi país… Lo pretenden. Osama bin Laden ha declarado muchas veces que toda la Tierra debe ser musulmana, que todos debemos convertirnos al Islam, que por las buenas o por las malas él nos convertirá, que con esa intención nos masacra y nos masacrará. Y eso no me gusta nada. No me puede gustar a mí ni a vosotros, hipócritas defensores del Islam. No me gusta y me dan ganas de invertir los papeles, de matarlo a él. La tragedia es que el problema no se resuelve con la muerte de Osama bin Laden. Porque los Osamas bin Laden son decenas de miles y no están sólo en los países musulmanes. Están por doquier, y los más aguerridos están precisamente en Europa. La Cruzada al Revés dura desde hace demasiado tiempo, amigo mío. Y seducida por nuestro bienestar, nuestras comodidades, nuestras oportunidades, alentada por la flaqueza y la incapacidad de nuestros gobernantes, sostenida por los cálculos de la Iglesia católica y por oportunismos de la soi-disant izquierda, protegida por nuestras leyes complacientes, nuestro liberalismo, nuestro pietismo, nuestro (vuestro) miedo, avanza inexorablemente. Avanza sin cimitarras, esta vez. Sin picas, sin banderas, sin caballos árabes. Pero los soldados que la componen son belicosos como su antepasados, es decir, los moros que hasta el siglo XV dominaron España y Portugal. Como sus antepasados ocupan nuestras ciudades, nuestras calles, nuestras casas, nuestras escuelas. Y a través de nuestra tecnología, nuestros ordenadores, nuestros Internets, nuestros teléfonos móviles se infiltran dentro de los ganglios de nuestra civilización. Preparan las futuras olea-das. Los quince millones de musulmanes que hoy viven en Europa (¡quince!) son solamente los pioneros de las futuras oleadas. Y créeme: vendrán cada vez más. Exigirán cada vez más. Pues negociar con ellos es imposible. Razonar con ellos, impensable. Tratarlos con indulgencia o tolerancia o esperanza, un suicidio. Y cualquiera que piense lo contrario es un pobre tonto.
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Te lo dice una que ese tipo de fanatismo lo ha conocido bastante bien. En Irán, en Irak, en Pakistán, en Bangladesh, en Arabia Saudí, en Kuwait, en Libia, en Jordania, en Líbano, y en su propio país. O sea, en Italia. Lo ha conocido y, aún a través de episodios grotescos, con desoladoras confirmaciones. Yo no olvidaré nunca lo que me pasó en la embajada iraní de Roma cuando solicité el visado para ir a Teherán, (entrevista a Jomeini), y me presenté con las uñas pintadas de rojo. Según su juicio, un signo de inmoralidad. Un delito por el que en los países más fundamentalistas te cortan los dedos. Con voz increpante me intimaron a quitarme inmediatamente aquel rojo, y si no les hubiese contestado lo que a mí me habría gustado quitarles o sea cortarles a ellos, me habrían castigado en mi propio país. No olvidaré tampoco lo que me pasó en Qom, la ciudad santa de Jomeini donde como mujer fui rechazada en todos los hoteles. ¡Todos! Para entrevistar a Jomeini tuve que ponerme el chador, para ponerme el chador debía quitarme los vaqueros, para quitarme los vaqueros tuve que aislarme, y naturalmente habría sido normal hacer esto en el coche con el cual había llegado a Teherán. Pero el intérprete me lo impidió. «Usted está loca señora, está loca. Nos fusilarían a los dos». Así, de rechazo en rechazo, llegamos al ex Palacio Real donde un guardia caritativo nos hospedó. Nos prestó la que fuera sala del trono, una sala donde me parecía ser la Virgen que, para dar a luz al niño Jesús, se refugia con José en el establo caldeado por el asno y el buey. ¿Y sabes qué sucedió? Sucedió que, como a un hombre y a una mujer no casados entre ellos el Corán les prohíbe que estén detrás de una puerta cerrada, de repente la puerta de la sala se abrió. El Controlador de la Moralidad (un mullah muy riguroso) irrumpió gritando vergüenza-vergüenza, escándalo-escándalo, y había una sola manera de no terminar fusilados: casarse. Firmar el acta de matrimonio temporal (cuatro meses) que el mullah nos venteaba sobre la cara, casarse. El problema es que el intérprete tenía una mujer española. Una tal Consuelo que de ningún modo estaba dispuesta a aceptar la poligamia. Y yo no quería casarme con nadie. Mucho menos con un iraní que tenía una mujer española y de ningún modo estaba dispuesta a aceptar la poligamia. Al mismo tiempo tampoco quería acabar fusilada, o sea perder la entrevista con Jomeini, en ese dilema me debatía, y…