Pero hay una cigarra a la que me divierte responder. Una de la cual ignoro el sexo y la identidad y que, me han dicho, para contradecir mi desprecio por la cultura islámica me acusa de dos crímenes: no conocer
Las mil y una noches
y negar a los árabes el mérito de haber definido el concepto de Cero. Eh, no: incauto Señor o Señora o Mitad y Mitad o lo que sea. Yo soy una apasionada de la matemática y el concepto de Cero lo conozco bastante bien. Piense que en mi
Insciallah,
novela construida sobre la fórmula de Boltztnann (la que dice Entropía-igual-a-la-Constante-de-Boltzmann-multiplicada-por-el-logaritmo-natural-de-las-probabilidades-de-distribución), sobre el concepto de Cero fabrico la escena en la cual el sargento mata a Passepartout. Más aún: la fabrico sirviéndome del problema más diabólico que acerca de tal concepto la Normale de Pisa haya nunca impuesto a sus alumnos: «Decir por qué Uno es más que Cero» (tan diabólico que necesita resolverlo por absurdo). Bien: afirmando que el concepto de Cero se debe a la cultura islámica, usted se refiere seguramente al matemático árabe Mubammad ibn Musa al-Khwārizī que en 810 d.C. introdujo en los países mediterráneos la numeración decimal con el recurso del Cero. Pero se equivoca. Pues, en su obra, Muhammad ibn Musa al-Khwārizī declara que la numeración decimal con el recurso del Cero no es cosa suya: el concepto de Cero fue enunciado en el año 628 d.C. por el matemático indio Brahmagupta, autor del tratado de astronomía
Brama-Sphuta-Siddhanta.
Según algunos, es verdad, Brahmagupta lo enunció después de los mayas. Ya dos siglos antes, dicen, los mayas indicaban el nacimiento del Universo con el Año Cero, el primer día de cada mes lo indicaban con el signo de Cero, y en los cálculos donde faltaba un número rellenaban el vacío con el Cero. De acuerdo. El hecho es que, para llenar aquel vacío, los mayas ni siquiera usaban el punto que hubieran usado los griegos: esculpían o dibujaban un hombrecito con la cabeza vuelta hacia atrás. Este hombrecito, incauto Señor o Señora o Mitad y Mitad o lo que sea, es fuente de muchas dudas. Y, a costa de afligirla concluyo que en la historia de la matemática noventa y nueve de cada cien estudiosos atribuyen a Brahmagupta la paternidad del Cero.
En cuanto a
Las mil y una noches,
me pregunto qué calumniador te ha contado que no conozco esa delicia. Sabes, cuando era niña dormía en el Cuarto de los Libros. Definición que mis amados y pelados genitores daban a un saloncito abarrotado de libros comprados a plazos. En los anaqueles situados sobre el minúsculo sofá que yo llamaba mi cama había un gran volumen con una dama vestida de árabe que me sonreía bajo el título. Una noche lo cogí y… Mi madre no quería. Apenas se dio cuenta de que lo estaba leyendo, me lo quitó de las manos. «¡Eso no es un libro para niños!». Luego me lo devolvió. «Lee, lee. No importa». Así
Las mil y una noches
llegaron a ser los cuentos de mi infancia y desde entonces forman parte de mi patrimonio libresco. Puedes encontrarlas en mi casa de Florencia, en mi casa de campo en Toscana, en mi casa de Nueva York, y aquí tengo tres ediciones diferentes. La tercera, en francés. Se la compré el verano pasado a mi librero-anticuario de Boston, Ken Gloss, junto con las
Les Oeuvres Complètes de Madame de La Fayette
impresas en París en 1812 y
Les Oeuvres Completes de Molière
también impresas en París en 1799. Se trata de la edición que Hiard, le libraire-éditeur de la Bibliothèque des Amis des Lettres, hizo en 1832 con el prólogo de Galland. Una edición en siete volúmenes que cuido como si fuese de oro. Pero, honestamente, no me parece el caso comparar aquellos graciosos cuentos con la
Ilíada
o la
Odisea
de Homero. No me parece el caso comparar con los
Diálogos
de Platón, la
Eneida
de Virgilio, las
Confesiones
de San Agustín, la
Divina Comedia
de Dante Alighieri, las tragedias y las comedias de Shakespeare, el
Quijote
de Cervantes,
La crítica de la razón pura
de Kant,
Guerra y paz
de Tolstói… No me parece serio.
Fin de la sonrisa y última puntualización.
* * *
Yo me gano la vida con mis libros. Con mis escritos. Vivo de mis derechos de autor y me jacto de eso. Me jacto aunque el porcentaje que un autor recibe por cada ejemplar sea un porcentaje modesto, mejor dicho, irrisorio. Una cifra que especialmente con los libros de bolsillo (con las traducciones, todavía peor), no basta para comprar medio lapicero vendido por los hijos de Alá que venden lapiceros y jamás han oído hablar de
Las mil y una noches.
Mis derechos de autor los recibo. Por lo demás, sin ellos sería yo quien vendería lapiceros en las calles de Europa. Pero no escribo por dinero. Nunca he escrito por dinero. Nunca. Tampoco cuando era muy joven y tenía necesidad de dinero para ayudar a mi familia y para pagarme la Universidad, la Facultad de Medicina que en aquel tiempo era muy costosa. A los diecisiete años comencé a trabajar como reporter en un diario de Florencia. Y a los diecinueve, o algo más, fui despedida sin previo aviso por haber rechazado el principio del horrendo vocablo «mercader de palabras». Eh, sí. Me habían ordenado escribir falsedades sobre el mitin de un famoso líder por el cual mira bien, yo sentía una profunda antipatía. Mejor, profunda aversión. (El comunista Palmiro Togliatti). Falsedades, mira bien, que ni siquiera debía firmar. Escandalizada dije que las mentiras yo no las escribía, y el director (un democristiano seboso y engreído) me respondió que los periodistas eran mercaderes de palabras obligados a escribir las cosas por las cuales estaban pagados. «No se escupe en el plato donde se come». Temblando de indignación repliqué que en aquel plato podía comer el, que antes de convertirme en un mercader de palabras prefería morirme de hambre. Y allí mismo me despidió. El doctorado en Medicina tampoco lo conseguí por eso. Es decir, porque me encontré sin el sueldo necesario para pagarme la Universidad. No: nadie fue jamás capaz de inducirme a escribir una sola línea por dinero. Todo lo que he escrito en mi vida no ha tenido nunca que ver con el dinero. He sabido siempre, siempre, que la palabra escrita influye sobre los pensamientos y las acciones de la gente más que las bombas. Y la responsabilidad que deriva de ese conocimiento no puede ser ejercitada pensando en el dinero o a cambio de dinero. Por consiguiente, aquellas cuatro páginas y un cuarto del diario no las rellené pensando en el dinero. La desgarradora fatiga que a lo largo de aquellas semanas destruyó mi cuerpo maltrecho no me la impuse por dinero. Ni mucho menos puse a dormirá mi niño, mi difícil novela, para ganar más de lo que gano con mis Derechos de Autor. Y ahora viene el final agridulce. Un final que para mí cuenta mucho porque concierne a mi dignidad y mi moralidad.
Cuando el director ahora espantado vino a Nueva York para incitarme a romper el silencio ya roto no me habló de dinero. Y esto no me desagradó. Me pareció casi elegante que él no tocase el tema del dinero respecto a un trabajo aviado por la muerte de tantas criaturas y en mi intención destinado a taladrar las orejas de los sordos, abrir los ojos de los ciegos, inducir a los descerebrados a usar el cerebro. Algunos días después de la publicación, empero, fui informada a bocajarro de que la remuneración por mi dolorosa fatiga estaba lista. Una remuneración muy-muy-muy-suntuosa. Tan suntuosa (la cifra no la sé, ni quiero saberla) que hacía innecesario reembolsarme los enormes gastos de las llamadas telefónicas intercontinentales. Bien: aunque comprendiendo que según las leyes de la economía pagarme era normal (no por casualidad los artículos escritos por mis denigradores para el mismo diario y el mismo director habían sido regular y perfumadamente pagados), yo rechacé la muy-muy-muy-suntuosa remuneración. Tout-court. Con desprecio y desdén. Mejor: antes de rechazarla sentí el mismo malestar y estupor sentidos cuando (tenía catorce años) había descubierto que el Ejército italiano se aprestaba a pagarme la licencia de soldado tras un año de combates contra los nazi-fascistas en el Corpo Volontari della Libertà. (Me refiero al tierno episodio del que hablo en el pequeño libro a propósito del dinero finalmente aceptado para comprar los zapatos que ni yo ni mis hermanitas teníamos). Bien… Me han informado de que al recibir el desdeñoso rechazo el director en cuestión se transformó en una estatua de sal como la mujer de Lot. Pero sea a él sea a quien lee yo digo: ahora los zapatos los tengo. Y si no los tuviese, preferiría caminar descalza sobre la nieve antes que haberme embolsado aquel dinero. Hasta aceptar un céntimo me habría ensuciado el alma.
ORIANA FALLACI
Nueva York, mayo 2002
Me pides que hable, esta vez. Me pides que rompa al menos esta vez el silencio que he elegido, que me he impuesto desde hace años para no mezclarme con las cigarras. Y lo hago. Porque me he enterado de que en Italia algunos se alegraron de lo que ha pasado como la otra noche en televisión se alegraron los palestinos de Gaza. «¡Victoria!, ¡Victoria!». Hombres, mujeres, niños… (Admitiendo que quien hace una cosa así pueda ser definido como un hombre, una mujer o un niño). Me he enterado de que algunas cigarras de lujo, políticos o supuestos políticos, intelectuales o supuestos intelectuales, y otros que no merecen ser llamados hombres o mujeres o niños se comportan del mismo modo. Dicen: «Bien. A los americanos les está bien». Y estoy muy, muy enfadada. Enfadada. Con una rabia fría, lúcida, racional. Una rabia que elimina cualquier tipo de tolerancia o indulgencia, que me ordena responderles y, sobre todo, escupirles a la cara. Yo les escupo a la cara. Enfadada como yo, ayer la poetisa afroamericana Maya Angelou rugió: «Be angry. It’s good to be angry. It’s healthy. Es bueno estar enfadados. Es sano». Y si para mí es bueno, es sano, yo no lo sé. Pero sé que para ellos no lo será… Hablo de los que admiran a Osama bin Laden, de los que por Osama bin Laden expresan comprensión o simpatía o solidaridad. Rompiendo el silencio acciono el detonador de una bomba que desde hace demasiado tiempo quiere explotar. Verás.
Me pides también que cuente cómo viví yo ese Apocalipsis: que dé mi testimonio. Empezaré pues con eso. Estaba en casa, mi casa se halla en el centro de Manhattan, y alrededor de las 9 he advertido la sensación de un peligro que quizá no me había alcanzado pero que me concernía. La sensación que tienes en la guerra o mejor en combate cuando percibes a flor de piel la bala o el cohete que silba, entonces estiras las orejas y gritas a quien está cerca de ti: «Down! Get down! ¡Al suelo! ¡Echate al suelo!». La rechacé. No estaba en Vietnam, me he dicho, no estaba en una de las tantas y malditas guerras que desde mi niñez han atormentado mi vida. Estaba en Nueva York, por Dios, en una maravillosa mañana de septiembre: el 11 de septiembre de 2001. Sin embargo la sensación ha continuado poseyéndome, inexplicable, he encendido el televisor: cosa que nunca hago por la mañana. Bien, el sonido no funcionaba. La imagen sí. Y en todos los canales, aquí hay casi cien canales, veías una Torre del World Trade Center que desde el piso ochenta hasta la cima ardía como una gigantesca cerilla. ¿Un cortocircuito? ¿Una avioneta que se había estrellado? ¿O bien un acto de terrorismo bien planeado? Casi paralizada me he hecho las tres preguntas y, mientras me las hacía, en la pantalla ha aparecido un avión. Blanco, grande. Un avión de línea. Volaba muy bajo, y volando muy bajo se dirigía hacia la segunda Torre como un bombardero que apunta a su objetivo y se arroja sobre él. Entonces he comprendido qué estaba pasando. Quiero decir: he comprendido que se trataba de un avión kamikace, que en la primera Torre había sucedido lo mismo. Y en ese mismo momento el sonido ha vuelto, ha transmitido un coro de gritos salvajes. Repetidos, salvajes. «God! Oh, God! God, God, Gooooooood! ¡Dios! ¡Oh Dios! ¡Dios, Dios, Dioooooooos!». Y el avión blanco se ha ensartado en la segunda Torre como un cuchillo que se ensarta en una barra de mantequilla.
Eran las nueve y tres minutos, ahora. Y no me preguntes qué sentí en ese momento o después. No lo sé, no lo recuerdo. Era un trozo de hielo. También mi cerebro era hielo. No recuerdo tampoco si algunas cosas las vi en la primera o en la segunda Torre. La gente que para no morir quemada viva se lanzaba por las ventanas de los sos ochenta o noventa o cien, por ejemplo Rompían los cristales de las ventanas, saltaban se lanzaban al vacío como cuando saltamos de un avión en paracaídas… A docenas. Sí, a docenas. Y caían tan lentamente, tan lentamente… Caían agitando los brazos y las piernas, nadando en el aire… Sí, parecían nadar en el aire. Y no llegaban nunca. A la altura de los pisos treinta aceleraban. Comenzaban a gesticular desesperados, supongo que arrepentidos, como si gritasen help-socorro-help… Y tal vez lo gritaban de verdad, he sabido después. En fin, caían al suelo y paf. Se rompían como copas de cristal. ¡Por Dios! Yo creía haber visto de todo en la guerra. Me consideraba vacunada por la guerra, y sustancialmente lo estoy. Nada me sorprende ya. Ni siquiera cuando me enfado, ni siquiera cuando me indigno. Pero en la guerra siempre he visto gente que muere porque la matan. Nunca he visto gente que muere matándose, arrojándose al vacío sin paracaídas, saltando por las ventanas de un octogésimo o nonagésimo o centésimo piso… Han continuado matándose así hasta que las dos Torres, la primera alrededor de las diez, la otra a las diez y media, se han desploma-do y… Sabes, junto con la gente que muere porque la matan, en la guerra yo he visto siempre cosas que se derrumbaban porque estallaban como una bomba. Pero las dos Torres no se derrumbaron de esta manera ni por esta razón. La primera ha implosionado, se ha engullido a sí misma. La segunda se ha fundido, se ha derretido como una barra de mantequilla. Y todo ha ocurrido, o así me parecía, en un silencio sepulcral. ¿Posible? ¿Existía realmente aquel silencio o estaba dentro de mí?
Quizá estaba dentro de mí. Encerrada dentro de aquel silencio he escuchado la noticia del tercer avión caído sobre el Pentágono, y la del cuarto caído en un bosque de Pensilvania. Encerrada dentro de aquel silencio me he puesto a calcular el número de muertos y Dios… Sabes, en la batalla más sangrienta que llegué a ver en Vietnam, la batalla de Dak To, hubo cuatrocientos muertos. En la masacre de Ciudad de México, la masacre donde me pillé tres balazos, uno en la espina dorsal, la cifra oficial fue de ochocientos. Y cuando creyéndome muerta me llevaron a la morgue, allí me dejaron sepultada entre los cadáveres, aquellos que pronto me encontré encima me parecían todavía más. En las Torres trabajaban más de cincuenta mil personas. A las 9 de la mañana allí ya estaban más de la mitad, y muchas no tuvieron tiempo de abandonar los edificios. Una primera estimación habla de siete mil
missing.
Pero hay una diferencia entre la palabra
missing,
desaparecido, y palabra
dead:
muerto. En Vietnam siempre se hacía la distinción entre los
missing-in-action
y los
killed in-action.
De todas formas, y sea cual sea el número final, estoy convencida de que nunca nos dirán toda la verdad. Para no acrecentar la intensidad de este apocalipsis, para no alentar otros Apocalipsis… Y los dos abismos que engulleron a miles y miles de criaturas son demasiado profundos, demasiado tapados por los escombros. Casi siempre los operarios desentierran sólo miembros esparcidos. Una nariz por aquí, un dedo por allá. O bien una especie de cieno que parece café molido y que, sin embargo, es materia orgánica: los restos de los cuerpos que en un instante se desintegraron. Ayer el alcalde Giuliani envió otros diez mil sacos para meter los cadáveres. Pero quedan allí inutilizados.