La rabia y el orgullo (5 page)

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Authors: Oriana Fallaci

Tags: #Ensayo, Política

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¿Qué pienso de la invulnerabilidad que muchos atribuían a América, qué siento por los kamikaces que nos afligen? Por los kamikaces, ningún respeto. Ninguna piedad. No, ni siquiera piedad. Yo que siempre suelo acabar por sentir piedad. A mí los que se suicidan para matar a los otros siempre me han caído antipáticos, empezando por los japoneses de la Segunda Guerra Mundial. Eh, oui… Nunca los consideré ejemplos de valor como nuestro Pietro Micca que para bloquear la llegada de las tropas francesas, en 1706, prende fuego a la pólvora y salta por los aires con la ciudadela de Turín. En otras palabras, nunca los consideré soldados. Y mucho menos mártires o héroes, como el señor Arafat me los definió, vociferando y escupiendo su hedionda saliva, cuando en 1972 lo entrevisté en Ammán. (Lugar donde sus mariscales entrenaban también a los terroristas alemanes de la Baader-Meinhof). Los considero vanidosos y basta. Exhibicionistas que en lugar de perseguir la gloria a través del cine o la política o el deporte, la buscan en su propia muerte y en la de los otros. Una muerte que en lugar del premio Oscar o de la cartera ministerial o el título de campeón les procurará (eso creen) la admiración del mundo. Y en el caso de los que rezan a Alá, la eternidad en el Djanna: el Paraíso del que habla el Corán, el jardín del Edén donde los héroes se follan a las vírgenes huríes. Me apuesto a que son vanidosos también físicamente. Tengo ante mis ojos la fotografía de los kamikaces a los cuales me refiero en mi
Insciallah,
la novela que empieza con la destrucción de la base americana y de la base francesa en Beirut. (Más de cuatrocientos muertos). Se la hicieron, esta foto, antes de ir a la muerte. Y antes de hacérsela pasaron por el peluquero. Mira qué buen corte de pelo, qué bonitos bigotes engominados, qué hermosa barbita bien recorta da, qué patillas coquetas… En cuanto a los que se arrojaron contra las Torres y el Pentágono, los juzgo particularmente odiosos. Se ha descubierto que su jefe Muhammed Atta dejó dos testamentos. Uno que dice: «En mis funerales no quiero seres impuros. Es decir, animales y mujeres». Otro que dice: «Ni siquiera cerca de mi tumba quiero seres impuros. Sobre todo los más impuros de todos: las mujeres embarazadas». Y me consuela pensar que este bastardo nunca tendrá funerales ni tumbas. De él tampoco, naturalmente, ha quedado ni siquiera un cabello.

Me consuela, sí, y me gustaría ver la cara del señor Arafat oyéndomelo decir. Porque no tenemos buenas relaciones, yo y Arafat. Él no me ha perdonado jamás las acaloradas diferencias de opinión que tuvimos durante el encuentro en Ammán, y yo jamás le he perdonado nada. Ni siquiera el hecho de que un periodista, presentándose imprudentemente como amigo-mío, fuera acogido con una pistola en el pecho. Por consiguiente nos deseamos mutuamente lo peor. Pero si lo encontrase de nuevo, o mejor dicho si yo le concediese audiencia, le diría: señor Arafat, ¿sabe quiénes son los mártires? Son los pasajeros de los cuatro aviones secuestrados y convertidos en bombas humanas. Entre ellos, la niña de cuatro años que se desintegró dentro de la segunda Torre. Son los empleados que trabajaban en las dos Torres y en d Pentágono y los trescientos cuarenta y tres bomberos y sesenta y seis policías que murieron al intentar salvarlos. (La mitad o casi con apellido italiano, o sea oriundos de Italia. Y entre ellos, un padre con su hijo: Joseph Angelini senior y Joseph Angelini junior). ¿Y sabe quiénes son los héroes? Son los pasajeros del vuelo que debía estrellarse contra la Casa Blanca y que, sin embargo, se estrelló en el bosque de Pensilvania porque todos los que iban a bordo se rebelaron. ¡Ellos sí que merecían un Paraíso, señor Arafat! El problema es que ahora usted hace de Jefe de Estado ad perpetuum, el monarca, el benévolo dictador. Visita al Papa, frecuenta la Casa Blanca, dice condenar el terrorismo, maldito mentiroso, y con su camaleónica habilidad para desmentirse sería capaz de admitir que tengo razón: charlatán hecho de nada. Cambiemos de tema, pues. Hablemos de la invulnerabilidad que todo el mundo atribuía a Estados Unidos.

¿Invulnerabilidad? Tonterías. Cuanto más democrática y abierta es una sociedad, tanto más expuesta está al terrorismo. Cuanto más libre es un país, cuanto menos tolera las medidas policiales tanto más padece o se arriesga a padecer los secuestros y masacres que se han producido durante tantos años en Italia, y en Alemania y en otras partes de Europa. Y que, agigantados, se han desencadenado en América el 11 de septiembre. No casualmente los países sin democracia, los países gobernados por un régimen policial, siempre han acogido y ayudado a los terroristas. La Unión Soviética, los satélites de la Unión Soviética, la China Popular, por ejemplo. Libia, Siria, Irak, Irán, el Líbano arafatiano. El mismo Egipto donde los terroristas islámicos asesinaron también a Sadat. La misma Arabia Saudí de la cual Osama bin Laden es un súbdito renegado pero secretamente protegido y amado y financiado. El mismo Pakistán, obviamente Afganistán, casi todo el continente africano… En los aeropuertos y en los aviones de esos países yo siempre me he sentido segura, tranquila como un recién nacido que duerme. Lo único que temía, allí, era el peligro de ser arrestada porque escribía en contra de los terroristas. En los aeropuertos y en los aviones europeos, al contrario, me he sentido siempre nerviosa. En los aeropuertos y en los aviones americanos, doblemente nerviosa, y en Nueva York tres veces más nerviosa. (En Washington, no. Debo admitir que el avión que se estrelló contra el Pentágono no me lo esperaba). ¿Por qué crees que la mañana del 11 de septiembre mi subconsciente había advertido tanta angustia, tanta sensación de peligro? ¿Por qué crees que, contrariamente a mis costumbres, había encendido el televisor? ¿Por qué crees que entre las tres hipótesis que me atormentaban mientras la primera Torre se quemaba y el sonido no funcionaba, había aquella de un atentado? ¿Y por qué crees que apenas apareció el segundo avión comprendí qué sucedía? Pues que América es el país más fuerte del mundo, el más rico, más potente, más moderno, más capitalista, casi todos han caído y todavía caen en la trampa de su invulnerabilidad. Los americanos mismos. Y pocos comprenden que su vulnerabilidad nace precisamente de su fuerza, su riqueza, su potencia, su capitalismo, su modernidad. La vieja historia del pez que se muerde la cola.

Nace también de su liberalidad, de su esencia multiétnica, de su respeto por sus ciudadanos y sus huéspedes. Por ejemplo: veinticuatro millones de americanos son árabe-musulmanes. Y cuando un Mustafá o un Muhammed viene, digamos, de Riad o de Kabul o de Argel para visitar al abuelo le prohíbe que se inscriba en una escuela para aprender a pilotar un 757. (Apenas ciento sesenta dólares por lección). Nadie le prohíbe que se inscriba en una universidad para estudiar química y biología, las dos ciencias necesarias para desencadenar una guerra bacteriológica. Ni siquiera si el gobierno teme que Mustafá o Muhammed secuestre un 757 o provoque una hecatombe dispersando bacterias. Y dicho esto volvamos al punto de partida inicial: ¿cuáles son los símbolos de la fuerza, de la riqueza, de la potencia, del capitalismo americano, de la modernidad americana? Por cierto no son el jazz, el rock-and-roll, el chewing-gum, la hamburguesa, y Broadway y Hollywood, diría: son los rascacielos, el Pentágono, la ciencia, la tecnología. Esos impresionantes rascacielos. Tan altos, tan hermosos que al levantar la vista casi te hacen olvidar las Pirámides y los divinos palacios de nuestro pasado. Esos aviones gigantescos, exagerados, que sustituyen a los camiones y los trenes porque aquí todo se desplaza en avión: el correo, el pescado fresco, las casas prefabricadas, los soldados, los cañones, los carros blindados, la fruta fresca, nosotros mismos. (Y no olvides que la guerra aérea fue inventada por ellos, o cuando menos fueron ellos quienes la llevaron hasta la histeria). Ese Pentágono aterrador. Esa ceñuda fortaleza que daría miedo a Gengis Khan y a Napoleón. Esa ciencia omnipresente, omnipotente, inigualable. Esa tecnología impresionante que en poquísimos años ha cambiado radicalmente nuestra vida cotidiana, nuestra forma milenaria de comunicarnos, de comer, de vivir, de morir. ¿Y dónde ha golpeado Osama bin Laden? En los rascacielos, en el Pentágono. ¿Cómo? Con los aviones, la ciencia, la tecnología. Y a propósito de tecnología: ¿sabes lo que más me impresiona de este siniestro multimillonario, este ex playboy que en vez de cortejar a las princesas rubias y divertirse en los night clubs (como hacía en Beirut y en los Emiratos cuando tenía veinte años) se divierte con las matanzas celebradas en nombre de Alá? El hecho de que gran parte de su desmesurado patrimonio provenga de una corporación especializada en demoliciones, y que él mismo sea un experto demoledor. (La demolición es una especialidad de la tecnología americana). De hecho, si pudiese entrevistarlo, una de mis preguntas sería precisamente sobre ese asunto. Otra, sobre su difunto y ultra-polígamo padre que entre varones y mujeres ha generado cincuenta y cuatro descendientes y de él (el decimoséptimo) amaba decir: «Siempre ha sido el más bueno más dulce, el más bueno». Otra, sobre sus feas hermanas que en Londres y en la Costa Azul se dejan fotografiar con la cara y la cabeza descubiertas, los enormes senos y las inmensas nalgas bien visibles a través de las camisetas y los pantalones excesivamente adherentes. Otra, sobre sus numerosas esposas y concubinas. En fin, sobre las relaciones que todavía mantiene con Arabia Saudí. Esa horrible Arabia Saudí. Esa infecta caja fuerte de la que todos dependemos por el maldito petróleo… Preguntaría: «Señor Bin Laden, ¿cuánto dinero recibe de sus compatriotas y de los miembros de la familia real?». Y después de esas preguntas debería informarlo de que Nueva York no ha sido puesta de rodillas por sus kamikaces. Para informarlo debería contarle lo que dijo Bobby: el niño neoyorquino (ocho años) ayer entrevistado por un periodista de la televisión. He aquí. Palabra por palabra:

«My mom always used to say: “Bobby, if you get lost on the way home, have no fear. Look at the Towers and remember that we live ten blocks away on the Hudson River”. Well, now the Towers are gone. Evil people wiped them out with those who were inside. So, for a week I asked myself: Bob how do you get home if you get lost now? Yes, I thought a lot about this, but then I said to myself: Bobby, in this world there are good people too. If you get lost now, some good person will help you instead of the Towers. The important thing is to have no fear». Traduzco: «Mi mamá repetía siempre: “Bobby, si te pierdes de regreso a casa, no tengas miedo. Mira las Torres y recuerda que nosotros vivimos a diez manzanas subiendo por Hudson River.” Bueno, ahora las Torres no existen más. Gente mala las ha destruido con las personas que había dentro. Así hace una semana que me pregunto: Bobby, si te pierdes ahora, ¿cómo harás para regresar a casa? Me lo pregunto, sí. Pero luego me contesto: Bobby, en este mundo también hay gente buena. Si te pierdes ahora, alguien bueno te ayudará en lugar de las Torres. Lo importante es no tener miedo».

Y sobre este asunto tengo que decir algo más.

* * *

Cuando llegaste aquí para pedirme romper el silencio ya roto estabas casi aturdido por la heroica eficiencia y la admirable unidad con la que los americanos estaban afrontando este apocalipsis. Oh, sí. A pesar de los defectos que continuamente se les reprocha, que yo misma les reprocho, (pero como sostendré, los de Europa y sobre todo los de Italia son mucho peores), América es un país con grandes cosas que enseñar. Y a propósito de su heroica eficiencia déjame cantar un peán para el alcalde de Nueva York. Ese Rudolph Giuliani tiene apellido italiano, es de origen italiano, nos hace quedar bien ante el mundo entero. Oh, sí: es un grande, grandísimo alcalde, Rudolph Giuliani Te lo dice una que nunca está contenta con nada ni nadie, empezando por sí misma. Un alcalde digno de otro grandísimo alcalde con apellido italiano, Fiorello La Guardia, y a cuya escuela muchos de nuestros alcaldes europeos deberían ir, presentarse con la cabeza baja aún cubierta de ceniza, balbucear: «¿Señor Giuliani, nos explica por favor cómo se hace?». Porque Giuliani no delega sus responsabilidades en el prójimo, no. No pierde d tiempo en pretenciosas avideces. No se divide entre el cargo de alcalde y el de ministro o diputado (¿hay alguien que me esté escuchando en las tres duda-des de Stendhal, por ejemplo, o sea en Nápoles y Florencia y Roma?). Corriendo el riesgo de acabar convertido en cenizas el 11 de septiembre fue primero en llegar, entrar en los rascacielos. Y se salvó por pura casualidad. Mejor: en cuatro días puso nuevamente de pie la ciudad. Una ciudad que cuenta con nueve millones y medio de habitantes, dos millones sólo en Manhattan… Cómo lo hizo, no lo sé. El pobre está enfermo como yo, el cáncer que va y viene le ha picoteado también a él. Y como yo se comporta como si estuviese sano: trabaja lo mismo. Pero yo trabajo sentada a mi escritorio, caramba. Él, al contrario… Parecía un general que participa personalmente en una batalla, un soldado que se lanza al ataque con la bayoneta. «¡Adelante, compañeros! ¡Manos a la obra, muchachos!». Y ayer nos dijo: «The first of the Human Rights is Freedom from Fear: do not have fear. El primero de los Derechos Humanos es la Libertad de no Tener Miedo: no tengáis miedo». Pero puede comportarse de este modo porque los que trabajan con él son como él. Tipos sin vanidad, sin pereza, y con cojones. Uno es el único bombero que tras la caída de la segunda Torre fue rescatado vivo. Se llama Jimmy Grillo (otro apellido italiano). Tiene veintiocho años, los cabellos rubios como el trigo maduro, las pupilas azules como el mar cristalino, y parece un Ecce Homo. Heridas, quemaduras, cortes, tiritas. Hoy le han preguntado si quiere cambiar de trabajo. Ha respondido: «I am a fireman, and all my life I shall always be a fireman. Always here, always in New York. To protect my city and my people and my friends. Yo soy un bombero y seré siempre un bombero. Siempre aquí, en Nueva York. Para proteger mi ciudad, mi gente, mis amigos».

En cuanto a la admirable capacidad de unirse, a la cohesión casi marcial con la cual los americanos responden a las desgracias y al enemigo debo admitir que en un primer momento me ha sorprendido también a mí. Lo sabía, sí, que esa cohesión había surgido en 1941, o sea en los tiempos de Pearl Harbor: cuando el pueblo se apretó alrededor de Roosevelt y Roosevelt entró en guerra contra la Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini, el Japón de Hirohito. La había olido, sí, el día en que Kennedy fue asesinado. Pero después vino la guerra de Vietnam, el tajo lacerante causado por la guerra de Vietnam. Y, en cierto modo, esto me había recordado su Guerra Civil de un siglo y me dio atrás. Así al ver a los blancos y los negros que lloraban abrazados, los demócratas y los republicanos que cantaban juntos God bless America, Dios bendiga América, al verlos dejar de lado todas sus diferencias, creía soñar. Lo mismo, cuando Bill Clinton (persona por la cual nunca sentí ternura) ha declarado: «Unámonos al presidente Bush, confiemos en nuestro presidente Bush». Lo mismo, cuando esas palabras fueron repetidas por su esposa senadora por el Estado de Nueva York. Lo mismo, cuando han sido reiteradas por Lieberman, el ex candidato demócrata a la vicepresidencia. (Sólo el derrotado Al Gore ha mantenido un escuálido, penoso, imperdonable silencio). Lo mismo, cuando el Congreso ha votado por unanimidad aceptar la guerra, castigar a los culpables. Lo mismo cuando he descubierto que la divisa de los americanos es una divisa latina y dice: «Ex pluribus unum. De todos uno». Y cuando me han contado que los niños la aprenden en la escuela, la recitan como en Italia se recita el Padrenuestro, me he conmovido. ¡Ah, si los europeos y en particular los italianos aprendiesen esta lección! Es un país tan dividido, Italia. ¡Tan sectario, tan envenenado por sus mezquindades tribales! Se odian también en el seno del propio partido, en Italia. No son capaces de estar juntos ni siquiera bajo el mismo emblema, el mismo distintivo. Celosos, biliosos, vanidosos, mezquinos, no piensan más que en sus intereses personales. No se preocupan más que de su pequeña carrera, de su pequeña gloria, de su pequeña popularidad. Por sus intereses personales se hacen maldades, se traicionan, se acusan, se escupen, se arrojan la recíproca mierda… Yo estoy absolutamente convencida de que si Osama bin Laden hiciese saltar por los aires la Torre de Giotto o la Torre de Pisa, la oposición culparía al gobierno y el gobierno a la oposición. Los jefecillos del gobierno y jefecillos de la oposición culparían a sus propios pañeros o camaradas. (En España, en Francia, Alemania, etcétera, también…). Y aclarado esto déjame que te explique de dónde nace esa capacidad de unirse, de responder unidos a las desgracias y al enemigo, que caracteriza a los americanos. Nace de su patriotismo. Yo no sé si en habéis visto y comprendido lo que pasó en Nueva York cuando Bush vino a elogiar y agradecer a los trabajadores (y trabajadoras) que intentando salvar a alguien excavan entre aquella especie de café molido para sacar solamente una oreja o un dedo o una nariz. Sin ceder, mira bien, sin resignarse. Y si preguntas cómo lo consiguen, responden: «I can allow myself to be exhausted, not to be defeated. Puedo permitirme estar exhausto, no derrotado» ¿Los habéis visto o no? Mientras Bush los elogiaba y les daba las gracias, no hacían más que ondear las banderitas americanas, alzar el puño cerrado, gritar: «Iuessè! Iuessè! Iuessè! ¡USA, USA, USA!». En un país totalitario habría pensado: «Mira qué bien los ha organizado el poder!». En América, no. En América estas cosas no se organizan. No se manipulan, ni se ordenan. Especialmente en una metrópoli desencantada como Nueva York, con operarios como los operarios de Nueva York. Son ingobernables, los operarios de Nueva York. Ariscos, anarcoides, más libres que el viento. Ellos, te lo aseguro, no obedecen ni siquiera a sus sindicatos. Pero si les tocas su bandera, si les tocas su Patria… En inglés la palabra Patria no existe. Para decir Patria tenemos que unir dos palabras. Father Land. Tierra de los Padres. Mother Land, Tierra Madre. Native Land, Tierra Nativa. O decir simplemente My Country, Mi País. Pero el sustantivo
Patriotism
existe. El adjetivo
Patriotic
existe. Y aparte de Francia, no puedo imaginar un país más patriótico que América. ¡Ah! Yo sentí una especie de humillación al ver a los operarios americanos que alzando el puño y ondeando las banderitas gritaban Iuessè-Iuessè-Iuessè sin que nadie se lo hubiese ordenado. Porque los operarios italianos que ondean la tricolor y gritan Italia-Italia no los puedo imaginar. En las manifestaciones y en los comicios les he visto enarbolar tantas banderas rojas, a los operarios italianos. Ríos, lagos, de banderas rojas. Las banderas tricolores, empero, muy raramente. Mejor; nunca. Mal dirigidos o tiranizados por una izquierda devota de la Unión Soviética, las banderas tricolores se las han dejado siempre a los adversarios. Y no es que los adversarios hayan hecho un buen uso de tal don. Tampoco lo han derrochado, gracias a Dios. Y los que van a misa, igualmente. Resultado, hoy la bandera italiana se puede ver sólo en las Olimpiadas si por casualidad ganamos una medalla, o en los estadios de fútbol durante los encuentros internacionales. Única ocasión, además, en la cual se oye el grito Italia-Italia. Eh, sí. Hay una gran diferencia entre un país en el cual la bandera de la Patria es enarbolada sólo por los palurdos de los estadios o los vencedores de las Olimpiadas, y un país en el cual es enarbolada por el pueblo entero. Ante todo, por los ingobernables operarios que en Nueva York excavan entre el café molido para rescatar una oreja o un dedo o una nariz de las criaturas masacradas en nombre del Corán.

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