La rabia y el orgullo (2 page)

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Authors: Oriana Fallaci

Tags: #Ensayo, Política

Trabajé todavía un par de semanas. Sin parar, sin comer, sin dormir. No sentía ni siquiera el hambre, no sentía ni siquiera el sueño. Me sustentaba sólo con cigarrillos y café. Y aquí debo hacer una puntualización tan esencial como la de las lágrimas. Debo aclarar que para mí escribir es algo muy serio. No es una diversión o un entretenimiento o un desahogo o un alivio. No lo es porque nunca olvido que las palabras escritas pueden hacer un gran bien pero también un gran mal, pueden curar pero también matar. Estudia la Historia y verás que detrás de cada manifestación del Bien o del Mal hay un escrito. Un libro, un artículo, un manifiesto, un poema, una oración, una canción (Una Biblia, una Torah, un Corán, un Das Kapital. O una Marsellesa, un Himno de Mameli, un Yankee Doodle Dandy). En consecuencia nunca escribo con rapidez, de un tirón. Soy un escritor lento, un escritor prudente. Soy también un escritor siempre descontento, siempre insatisfecho. No me parezco, no, a los escritores que siempre se contentan con su producción como una gallina que ha puesto el huevo, que se regocijan como si hubiesen meado ambrosía o colonia. Además tengo muchas manías. Estoy obsesionada por la métrica, por el ritmo de la frase, la cadencia de la página, el sonido de las palabras. Y cuidado con las asonancias, las rimas, las repeticiones indeseadas: la forma me interesa tanto como la sustancia. Creo que la forma es un recipiente dentro del cual la sustancia se acomoda como un líquido dentro de un vaso, y administrar esta simbiosis a veces me bloquea. Esta vez, en cambio, no me bloqueaba. Escribía deprisa, de corrido, sin ocuparme de asonancias, rimas, repeticiones, pues el ritmo surgía espontáneamente. Y como nunca siendo consciente de que mi responsabilidad, como nunca siendo consciente de que escribir puede curar o matar. (¿Llega a tanto la pasión?). El problema es que cuando terminé y estuve a punto para enviar el texto, comprendí que en lugar de un artículo había escrito un pequeño libro. Para darlo al diario tenía que cortarlo, reducirlo a una extensión aceptable.

Lo reduje casi a la mitad. El resto lo metí en un cajón y lo dejé durmiendo con el niño. Metros y metros de papel en los que había puesto el alma. El capítulo de los dos Budas destruidos en Bāmiyān, por ejemplo, o sobre mi Kondun. (El Dalai Lama). El de las tres mujeres ajusticiadas en Kabul porque iban a la peluquería y sobre las feministas a las que no les importan las mujeres con el burkah o el chador. El de AliBhutto obligado a casarse antes de cumplir los trece años, y el del rey Hussein al cual explico de qué modo me trataron los palestinos durante un bombardeo israelí. El de los comunistas italianos que durante medio siglo me han tratado peor que los palestinos, y el del Cavaliere que gobierna Italia. El de la libertad entendida como licencia, de los deberes desarzonados por los derechos, de los moluscos sin conocimiento. (O sea, nuestros jóvenes deteriorados por el bienestar, por la escuela, por sus familias, por una sociedad que ni siquiera es capaz de conjugar los verbos e hilar la concordancia de los tiempos). El de los chaqueteros de ayer, de hoy, de siempre… Corté también los párrafos sobre Jimmy Grillo, el bombero que no se rinde, y sobre Bobby: el niño neoyorquino que cree en la bondad y en el coraje. No obstante, el texto seguía siendo igualmente largo. El director inflamado intentó ayudarme. Las dos páginas enteras que me había reservado en el diario se convirtieron en tres, luego en cuatro, luego en cuatro y un cuarto. Una extensión nunca concedida, creo, a un único artículo. Con la esperanza de que se lo diese completo, supongo, me propuso también publicarlo en dos entregas. Cosa que rechacé porque un grito no puede publicarse en dos entregas. Publicándolo en dos entregas no hubiera conseguido lo que esperaba: abrir (o intentar abrir) los ojos de quien no quiere ver, destapar las orejas de quien no quiere oír, inducir a pensar a quien no quiere pensar. Además, antes de transmitirlo quité los párrafos demasiado violentos. Simplifiqué los pasajes demasiado complicados. (Para hacerte entender tienes que adaptarte un poco, ¿verdad?). Y en el cajón guardé los metros y metros de papeles intactos. El texto completo. El pequeño libro.

Bien: las páginas que siguen a este prólogo son el pequeño libro, el texto completo que escribí en las dos semanas durante las cuales no comía, no dormía, aguantaba despierta con café y cigarrillos, y las palabras brotaban como una cascada de agua fresca. Correcciones hay pocas. (Por ejemplo, las quince mil seiscientas setenta liras con las cuales a los catorce años fui licenciada por el Ejército italiano y que en el diario había erróneamente indicado con la cifra de catorce mil quinientas cuarenta: mil ciento treinta liras menos). En cuanto a los cortes, esta vez son mínimos. Tienen solamente que ver con cosas sin ninguna importancia para mí. Por ejemplo, el nombre del diario al que yo beneficié y el nombre del director con el cual (como se verá pronto) ya no me hablo. Sic transit gloria mundi. Expresión latina que significa: así pasa la gloria del mundo.

* * *

No sé si algún día el pequeño libro crecerá. En esta edición española a la que me he dedicado ocupándome de la traducción y añadiendo aquí y allá algunas páginas, algunas frases, algunas ideas, algunas invectivas, ya ha crecido. Pero sé que al publicarlo, incluso traducido, me siento ser, o mejor me parece ser Gaetano Salvemini que el 7 de mayo de 1933 habla en el Irving Plaza contra Hitler y Mussolini. Iluminado por el amor a la libertad se desgañita ante un público que no lo comprende (pero lo comprenderá en 1941 cuando, el 7 de diciembre, los japoneses aliados de Hitler y Mussolini bombardean Pearl Harbor) y vocifera: «¡Si os quedáis inertes, si no nos echáis una mano, antes o después os atacarán también a vosotros!». Con todo hay una diferencia entre el pequeño libro y el antifascist-meeting del Irving Plaza: sobre Hitler y Mussolini, en aquel tiempo, los americanos sabían poco. Podían pues permitirse el lujo de no creer demasiado en Salvemini que vaticinaba desgracias. Sobre el fundamentalismo islámico, por el contrario, hoy lo sabemos todo. En otras palabras, para nosotros el futuro ha empezado ya. Apenas dos meses después del apocalipsis de Nueva York, el mismo Bin Laden demostró que no me equivoco cuando os grito: «No entendéis, no queréis entender, que una Cruzada al Revés está en marcha. Una guerra de religión que ellos llaman Yihad, Guerra Santa. No entendéis, no queréis entender, que para los musulmanes Occidente es un mundo que hay que conquistar castigar someter al Islam». Lo demostró con el discurso televisivo durante el cual ostentaba el anillo con la piedra negra como la piedra de La Meca El discurso durante el cual amenazó también a la Onu y calificó a su Secretario General de «criminal». El discurso que incluía a los italianos y los franceses y los ingleses entre los enemigos a castigar. El discurso donde faltaba solamente la voz histérica de Hitler o aquella grosera de Mussolini, el balcón del Palacio Venecia o el escenario de Alexanderplatz. «En su esencia la nuestra es una guerra de religión y quien lo niega, miente», dijo. «Todos los árabes y todos los musulmanes deben tomar partido: si se mantienen neutrales reniegan del Islam», dijo. «Los líderes árabes y musulmanes que están en las Naciones Unidas se sitúan fuera del Islam, son Infieles que no respetan el mensaje del Profeta», dijo. «Aquellos que se refieren a la legitimidad de las instituciones internacionales renuncian a la única y auténtica legitimidad: la legitimidad que procede del Corán», dijo. Y luego: «La gran mayoría de musulmanes del mundo se ha alegrado de los atentados contra las Torres Gemelas. Lo demuestran los sondeos».

¿Había, sin embargo, necesidad de tener esta prueba? De Afganistán a Sudán, de Indonesia a Pakistán, de Malasia a Irán, de Egipto a Irak, de Argelia a Senegal, de Siria a Kenia, de Libia al Chad, del Líbano a Marruecos, de Palestina a Yemen, de Arabia Saudí a Somalia, el odio por Occidente crece a ojos vista. Se agiganta como un fuego alimentado por el viento, y los secuaces del Fundamentalismo Islámico se multiplican como los protozoos de una célula que se divide para transformarse en dos células, luego en cuatro, luego en ocho, luego en dieciséis, luego en treinta y dos, y así hasta el infinito. Para comprenderlo basta mirar las imágenes que encontramos cada día en la televisión. Las multitudes que abarrotan las calles de Islāmābād, las plazas de Nairobi, las mezquitas de Teherán. Los rostros enfurecidos, los puños amenazadores, las pancartas con el retrato de Bin Laden, las hogueras que queman la bandera americana y el monigote con los rasgos de George Bush. Quien en Occidente cierra los ojos, quien escucha los hosannas al Dios-misericordioso-e-iracunio, los berridos Allah-akbar, Allah-akbar. Yihad-Guerra Santa-Yihad. ¿Simples grupos de extremistas? ¡¿Simples minorías de fanáticos?! Son millones y millones, los fanáticos. Son millones y millones, los extremistas. Esos millones y millones para los que Osama bin Laden es, vivo o muerto, una leyenda comparable a la leyenda de Jomeini. Esos millones y millones que, desaparecido Jomeini, se reconocen en el nuevo líder, el nuevo héroe. Hace unas cuantas noches vi a los de Nairobi. (Lugar del que nunca se habla). Abarrotaban la plaza del mercado más que en Gaza o Islāmābād o Jakarta, y un reportero de TV preguntó a un viejo: «Who is for you, quién es para usted, Bin Laden?». «A hero, our hero! ¡Un héroe, nuestro héroe!», respondió el viejo, feliz. «And if he dies?, ¿y si muere?», añadió el reportero. «We find another one, encontraremos a otro», respondió el viejo, igualmente feliz. En otras palabras, el hombre que les guía cada vez no es más que la parte visible del iceberg, la cumbre de la montaña que emerge de las profundidades sumergidas del océano. Y el verdadero protagonista de esta guerra no es Osama bin Laden. No es la parte visible del iceberg, la cumbre de la montaña: es la Montaña. Esa Montaña que no se mueve desde hace mil cuatrocientos años, desde hace mil cuatrocientos años no sale de las profundidades de su ceguera, no abre las puertas a las conquistas realizadas por la civilización, no quiere saber nada de libertad ni de justicia ni de democracia ni de progreso. Esa Montaña que a pesar de las escandalosas riquezas de sus amos (acordémonos de Arabia Saudí), vive aún en una miseria medieval, vegeta aún en el oscurantismo y puritanismo de una religión que produce solamente religión. Esa Montaña que se ahoga en el analfabetismo (los países musulmanes tienen una tasa de analfabetismo que oscila entre el sesenta y el ochenta por ciento) y toma las noticias de las viñetas realizadas por dibujantes vendidos a la dictadura de los mullahs. Esa Montaña que estando secretamente celosa de nosotros, secretamente seducida por nuestro sistema de vida, culpa a Occidente de las pobrezas materiales y espirituales del mundo islámico. La retrogradación del mundo islámico. Se equivocan, pues, los optimistas que creen que la Guerra Santa concluyó en noviembre de 2001 con la derrota del régimen Talibán en Afganistán. Se equivocan cuando se alegran porque algunas mujeres de Kabul se quitan el burkah, muestran el rostro descubierto, osan ir de nuevo al médico, a la escuela, a la peluquería. Se equivocan regocijarse viendo que tras la derrota de los Talibanes sus maridos se recortan o se afeitan la barba como, tras la caída de Mussolini, los italianos se quitaban el distintivo fascista.

Se equivocan, porque la barba vuelve a crecer y el burkah se vuelve a poner. En los últimos veinte años Afganistán ha sido una sucesión de barbas rasuradas y vueltas a crecer, de burkahs quitados y vueltos a poner. Se equivocan porque los vencedores o presuntos vencedores de ahora rezan a Alá como los derrotados de ahora, y los derrotados de ahora se diferencian solamente por una cuestión de barba. (En efecto, las mujeres los temen como a los otros). Además los actuales vencedores confraternizan con los actuales vencidos, por unos pocos dólares les ponen en libertad, y al mismo tiempo se pelean entre ellos, alimentan el caos y la anarquía. Sobre todo, esos optimistas se equivocan porque entre los diecinueve kamikaces de Hueva York y de Washington no había un solo afgano y los futuros kamikaces tienen otros lugares donde entrenarse, otras cuevas donde refugiarse. Mira bien el mapa. Al sur de Afganistán está Pakistán, al norte se hallan los Estados musulmanes de la ex Unión Soviética, al oeste Irán, junto a Irán está Irak, junto a Irak está Siria, junto a Siria está el Líbano ahora completamente musulmán. Junto al Líbano está la musulmana Jordania, junto a Jordania está la ultramusulmana Arabia Saudí, y al otro lado del mar Rojo está el continente africano con todos sus países musulmanes. Su Egipto y su Libia y su Somalia, para empezar. Sus viejos y sus jóvenes que aplauden la Guerra Santa. Por lo demás, el enfrentamiento entre nosotros y ellos no es militar. Es cultural, intelectual, religioso, y nuestras victorias militares no solucionan la ofensiva de beligerancia islámica. Al contrario, la estimulan. La exacerban, la multiplican. Lo peor para nosotros está todavía por llegar. He aquí la verdad. Y la verdad se coloca necesariamente en el medio. A veces está sólo en un lado. Salvemini también lo dijo en aquel antifascist-meeting del Irving Plaza el 7 de mayo de 1933.

* * *

A pesar de las semejanzas de fondo, hay otra diferencia entre este pequeño libro y el antifascist-meeting del Irving Plaza. Porque los americanos que el 7 de mayo de 1933 escuchaban al incomprendido Salvemini (incomprendido igual que ahora yo) no tenían en su propio país a las SS de Hitler o a los Camisas Negras de Mussolini. Para distraerlos de la realidad, para nutrir su escepticismo, había en medio un océano de agua y de aislacionismo. A los SS y los Camisas Negras de los Bin Laden, en cambio, los italianos y los otros europeos los tienen en sus ciudades, en sus campos, en sus escuelas, en sus oficinas. En su vida cotidiana en sus patrias. Estos nuevos SS, estos nuevos Camisas Negras están por todas partes. Protegidos por el cinismo, el oportunismo, el cálculo, la estupidez de quienes nos los presentan como fueran tibias de santos. Pobrecitos-pobrecitos, mira-que-pena-dan-cuando-desembarcan-de-las-pateras. Racista-racista, tú-que-no-los-soportas. ¡Por Dios! Como digo en el texto que sigue, las mezquitas que en toda Europa florecen a la sombra de nuestro (vuestro) olvidado laicismo y de nuestro (vuestro) pacifismo hipócrita y desubicado están llenas de terroristas o futuros terroristas. No por azar, después de los atentados de Nueva York, algunos tibias de santos han sido detenidos. Algunos arsenales de armas y explosivos del dios-misericordioso-e-iracundo han sido encontrados. Con la colaboración de la policía española, inglesa, francesa y alemana (a su vez bastante tímidas), algunas células de Al-Qaeda han sido descubiertas. Y ahora se sabe que desde 1989 el FBI hablaba de Pista Italiana, mejor dicho, de Italian Militants. Se sabe que ya en 1989 la mezquita de Milán estaba considerada una guarida de terroristas. Se sabe que el argelino-milanés Ahmed Ressan fue sorprendido en Seattle con sesenta kilos de sustancias químicas para fabricar explosivos. Se sabe que otros dos «milaneses» llamados Atmani Saif y Fateh Kamel estaban implicados en el atentado del Metro de París, que desde Milán los tibias de santos se dirigían con frecuencia a Canadá. (Sorpresa, sorpresa: dos de los diecinueve secuestradores del 11 de septiembre de 2001 habían entrado en Estados Unidos por Canadá). Se sabe además que Milán y Turín han sido siempre centros de operaciones y reclutamiento de extremistas islámicos, incluidos los kurdos. (Detalle que renueva el escándalo de Ocalan: el súper terrorista kurdo traído a Italia por un parlamentario comunista y hospedado por el gobierno de izquierdas en una elegantísima villa a las afueras de Roma). Se sabe, se descubre, que los mayores epicentros del terrorismo islámico internacional han sido siempre Milán, Turín, Roma, Nápoles, Bolonia. Se sabe, se descubre, que Como y Lodi y Cremona y Reggio Emilia y Modena y Florencia y Perugia y Trieste y Ravenna y Rimini y Trani y Bari y Barletta y Catania y Palermo y Messina, han tenido siempre cuevas binladenianas. Se habla de redes operativas, de bases logísticas, de células para el tráfico de armas, de Estructura-Italiana-para-la-Estrategia-Internacional-Homogénea. (¡Por Dios! Alguien debería contarme, un día, lo que pasaba entre tanto en España, en Francia, en Alemania, en Inglaterra, en Holanda en Escandinavia, etcétera). Se constata que los terroristas más peligrosos suelen estar en posesión de pasaportes reglamentarios y renovados por las autoridades europeas, de carnés de identidad y permisos de residencia expedidos con gran generosidad por los ministros europeos del Interior o de Asuntos Exteriores…

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