Los humanos al mar, gritan, sin saber que incluso esa frasecilla propagandística se la han soplado los emisarios de Nilfgaard. No entienden que esta frase no está dirigida a ellos, sino precisamente a los humanos, que ha de despertar el odio de los humanos, no el entusiasmo guerrero de los jóvenes elfos. Yo he entendido esto, por eso considero una idiotez criminal lo que hacen los Scoia'tael. En fin, puede que en unos años me ataquen como traidor y vendepatrias, y a ellos los llamen héroes... Nuestra historia, la historia de nuestro mundo, conoce tales casos.
Se calló, se mesó la barba. Ciri también callaba.
—Elirena... —murmuró de pronto—. Si Elirena fue una heroína, si lo que hizo se llama heroísmo, qué le vamos a hacer, entonces que me llamen traidor y cobarde. Porque yo, Yarpen Zigrin, cobarde, traidor y renegado, afirmo que no debiéramos matarnos los unos a los otros. Afirmo que debemos vivir. Vivir de tal modo que después no tengamos ninguno que pedir perdón. La heroína Elirena... Ella tuvo que hacerlo. Perdonadme, rogaba, perdonadme. ¡Cien diablos! Más vale morir que vivir sabiendo que se ha hecho algo que precisa de perdón.
Calló de nuevo. Ciri no hizo las preguntas que le oprimían los labios. Percibió instintivamente que no debía.
—Tenemos que vivir los unos junto a los otros —continuó Yarpen—. Nosotros y vosotros, humanos. Porque simplemente no tenemos otra salida. Desde hace doscientos años lo sabemos, y desde hace más de cien trabajamos en ello. ¿Quieres saber por qué entre al servicio de Henselt, por qué tomé esta decisión? No puedo permitir que este trabajo haya sido en vano. Más de cien años hemos intentado acomodarnos a los humanos. Medianos, gnomos, nosotros, incluso los elfos, porque no hablo de las rusalkas, las ninfas o las sílfides, éstas fueron siempre independientes, incluso entonces cuando todavía no estabais vosotros. Por los cien diablos, esto ha durado cien años, pero hemos conseguido de algún modo organizar una vida en común, una vida los unos junto a los otros, hemos conseguido en parte convencer a los humanos de que nos diferenciamos de ellos en muy poco...
—Nosotros no nos diferenciamos en nada, Yarpen. El enano se dio la vuelta violentamente.
—En nada nos diferenciamos —repitió Ciri—. Al fin y al cabo piensas y sientes como Geralt. Y como... como yo. Comemos lo mismo, del mismo caldero. Ayudas a Triss y yo también. Tú tuviste abuela y yo tuve abuela... A mi abuela la mataron los nilgaardianos. En Cintra.
—Y a la mía los humanos —dijo con énfasis el enano—. En Brugge. Durante un pogromo.
—¡Jinetes! —gritó uno de los soldados de Wenck que iban en avanzada—. ¡Jinetes por delante!
El comisario cabalgó hasta el carro de Yarpen, Geralt se acercó por el otro lado.
—Vete atrás, Ciri —dijo en voz alta—. Baja del pescante y métete hacia atrás.
Cuida de Triss.
—¡Desde aquí no se ve nada!
—¡No discutas! —ladró Yarpen—. ¡Atrás, pero ya mismo! Y dame el martillo de caballero. Está debajo de la pelliza.
—¿Esto? —Ciri alzó un pesado objeto, de terrible aspecto, que era como un martillo con un gancho afilado y ligeramente curvo al otro lado del peto.
—Esto —confirmó el enano. Metió el mango en la caña de la bota y la cabeza la colgó de las rodillas. Wenck, aparentemente tranquilo, miró al camino, haciendo sombra a los ojos con la mano.
—Caballería ligera de Ban Glean —dijo al cabo—. Los así llamados Coraceros de Castigo, los reconozco por las capas y los caperuzos de castor. Por favor, mantened la calma. La atención también. Las capas y los caperuzos de castor cambian con bastante facilidad de propietario.
Los jinetes se acercaron muy deprisa. Había unos diez, Ciri vio cómo en el carro detrás de ellos Paulie Dahlberg colocaba sobre las rodillas dos ballestas cargadas y Regan las cubría con albornoz. Con sigilo, Ciri se deslizó por entre la lona, cubriéndose al mismo tiempo con las anchas espaldas de Yarpen. Triss intentó levantarse, maldijo, cayó sobre el lecho.
—¡Quieto! —gritó el primero de los que cabalgaban, seguramente el jefe—. ¿Quién sois? ¿De dónde y a dónde vais?
—¿Y quién pregunta? —Wenck se enderezó sereno en la silla—. ¿Y con qué derecho?
—¡El ejército del rey Henselt, noble curioso! ¡Pregunta el decurión Zyvik, y no tiene por costumbre repetir las preguntas! ¡Responded entonces! ¡Y vivo! ¿Quién sois?
—Servicio de intendencia del ejército real.
—¡Cualquiera puede decir eso! ¡No veo aquí a nadie con los colores reales!
—Acércate, decurión, y mira atentamente este anillo.
—¿Qué leches me relumbráis aquí con anillitos? —El soldado frunció el ceño—. ¿Que tengo que conocer todos los anillos, o qué? Un anillo así cualquiera lo puede tener. ¡Vaya una señal!
Yarpen Zigrin se alzó en el pescante, tomó el hacha y con un rápido movimiento se lo colocó al soldado bajo las narices.
—Y esta señal —bramó—, ¿la conoces?
El decurión tiró de las riendas, volvió el caballo.
—¿Que me vais a asustar a mí? —vociferó—. ¿A mí? ¡Yo estoy al servicio del rey!
—Y nosotros también —dijo despacio Wenck—. Y seguramente desde hace más tiempo que tú. No grites, soldado, te lo aconsejo.
—¡De la guardia me encargo aquí! ¿Cómo tengo que saber quién leches sois vos?
—Has visto el anillo —gruñó el comisario—. Y si no conociste la señal de la joya, me da por pensar quién leches eres tú. En la banderola de los Coraceros de Castigo hay el mismo escudo, así que debieras conocerla.
El soldado mitigó sus humos visiblemente, en lo que con toda seguridad influyeron en la misma medida tanto las serenas palabras de Wenck como las jetas siniestras y dispuestas a todo que se asomaban desde los furgones de la escolta.
—Humm... —dijo, mientras se echaba el caperuzo hacia la oreja izquierda—. Sea. Pero si en verdad sois quienes decís ser, no tendréis, espero, nada en contra si le echo un ojo a lo que lleváis en los carros.
—Lo tenemos. —Wenck frunció el ceño—. E incluso mucho. Nada te importa a ti nuestra carga, decurión. No comprendo tampoco qué es lo que habrías de buscar en ella.
—No comprendéis —agitó la cabeza el soldado y bajó la mano en dirección a la empuñadura de la espada—. Entonces os diré, señores. El comercio de personas está prohibido, mas no faltan granujas que les venden esclavos a los nilfgaardianos. Si hallara gente en cepos dentro de los carros, no me iréis a decir que vais en servicio del rey. Y aunque una docena de anillos me enseñarais.
—Está bien —pronuncio seco Wenck—. Si se trata de esclavos, busca. Te lo permito.
El soldado se acercó al paso al furgón central, se inclinó sobre la silla, alzó la lona.
—¿Qué hay en estos barriles?
—¿Y qué va a haber? ¿Esclavos? —se mofó Yannick Brass, repantigado en el pescante.
—¡He preguntado qué! ¡Contesta!
—Pescado salado.
—¿Y en los cajones aquéllos? —se acercó al siguiente carro, dio una patada en el costado.
—Herraduras —refunfuñó Paulie Dahlberg—. Y allá, atrás, eso son pieles de búfalos.
—Ya veo. —El decurión agitó la mano, espoleó al caballo, fue hacia la cabeza del convoy, echó un vistazo al carro de Yarpen.
—¿Y quién es esta mujer que ahí yace?
Triss Merigold sonrió débilmente, se enderezó sobre los codos, al tiempo que realizaba un corto e intrincado gesto con una mano.
—¿Quién, yo? —preguntó bajito—. Pero si tú no me ves. El soldado murmuró nervioso, tembló ligeramente.
—Pescado salado —dijo con convicción, dejando caer la lona—. Está bien. ¿Y esta cría?
—Hongos secos —dijo Ciri, al tiempo que le miraba descaradamente. El soldado se calló, se quedó quieto con los labios abiertos.
—¿Que qué? —preguntó al cabo, arrugando la frente—. ¿Qué?
—¿Has terminado la inspección, guerrero? —se interesó Wenck con frialdad, acercándose desde el otro lado del furgón. Con esfuerzo, el soldado separó la vista de los ojos verdes de Ciri.
—Terminé. Idos, que los dioses os guíen. Pero tened cuidado. Hace dos días una partida de Scoia'tael mató a toda una patrulla de caballería junto a la barranca de los Tejones. Era un comando potente y numeroso. Cierto, la barranca de los Tejones está lejos de aquí, pero los elfos corren por el bosque más rápidos que el viento. Nos dieron orden de hacer una batida, pero, ¿atrapas así a un elfo? Eso es como querer atrapar al viento...
—Vale ya, no nos interesa —le interrumpió con aspereza el comisario—. El tiempo vuela, tenemos por delante un largo camino.
—Entonces, adiós. ¡Eh, conmigo!
—¿Has oído, Geralt? —rezongó Yarpen Zigrin, mirando la patrulla que se alejaba por el camino—. Hay de esos cabrones Ardillas por los alrededores. Lo sabía. Todo el tiempo tengo como hormigas en la espalda, como si alguien me estuviera apuntando con el arco en la cruz. No, maldita sea, no podemos seguir yendo como hasta ahora, a ciegas, silbando, dormitando y jodiendo en sueños. Tenemos que saber qué hay ante nosotros. Escucha, tengo una idea.
Ciri hizo encabritarse al alazán, se puso de inmediato al galope, agachándose sobre la silla. Geralt, sumido en una conversación con Wenck, se enderezó de pronto.
—¡No hagas tonterías! —gritó—. ¡Sin locuras, muchacha! ¿Quieres romperte el cuello? Y no te vayas demasiado lejos...
No escuchó más, avanzaba demasiado deprisa. Lo hacía conscientemente, no tenía ganas de escuchar las lecciones de todos los días.
¡No demasiado deprisa, no demasiado brusco, Ciri! Bla-bla. ¡No te alejes! Bla-bla-bla. ¡Ten cuidado! ¡Bla-bla! Exactamente como si fuera una niña, pensó. Y yo tengo casi trece años, un alazán muy rápido y una afilada espada a la espalda. ¡Y no tengo miedo de nada!
¡Y es primavera!
.
-¡Eh, ten cuidado o te vas a quemar el culo!
Yarpen Zigrin, otro listillo. ¡Bla-bla!
.
¡Adelante, aún más adelante!
El caballo, que había pateado indolente demasiado tiempo detrás del carro, lleva una carrera alegre, rápida, feliz, trota ligero, los músculos se mueven en los muslos, el flequillo húmedo deja caer gotas sobre la cara. El caballo estira el cuello, Ciri le da cuerda.
¡Adelante, caballito, no sientas el bocado ni el freno, adelante, al galope, al galope, deprisa, deprisa! ¡Primavera!
¡Adelante, aún más adelante! El caballo, que había pateado indolente demasiado tiempo detrás del carro, lleva una carrera alegre, rápida, feliz, trota ligero, los músculos se mueven en los muslos, el flequillo húmedo deja caer gotas sobre la cara. El caballo estira el cuello, Ciri le da cuerda. ¡Adelante, caballito, no sientas el bocado ni el freno, adelante, al galope, al galope, deprisa, deprisa! ¡Primavera!
Aminoró el paso, miró alrededor. Bien, por fin sola. Por fin lejos. Nadie ya te acusa, nadie te recuerda, nadie te llama la atención, nadie te amenaza con que se van a acabar estos paseos. Por fin sola, desenvuelta, libre e independiente.
Más despacio. Un ligero trote. Al fin y al cabo no se trata de un paseo sólo para divertirse, también se tienen ciertas obligaciones. Al fin y al cabo se es ahora una patrulla montada, guardia, avanzadilla.
Ja
, piensa Ciri, mirando a su alrededor,
la seguridad de todo el convoy depende de mí. Todos esperan impacientes a que vuelva y anuncie: el camino está libre y transitable, no he visto a nadie, no hay huellas ni de ruedas ni de cascos. Lo contaré y ese delgado señor Wenck de fríos ojos azules asentirá serio, Yarpen Zigrin mostrará sus amarillentos dientes de caballo, Paulie Dahlberg gritará "¡Buena es la moza!" y Geralt se sonreirá levemente. Se sonreirá, aunque en los últimos tiempos sonríe tan poco.
Ciri mira, anota en su memoria. Dos abedules caídos: ningún problema. Un montón de ramas: nada, los carros pasan. Una hendidura lavada por la lluvia: un pequeño estorbo, la rueda del primer carro la deshace, los siguientes irán detrás. Un campo muy amplio: un buen lugar para hacer un alto...
¿Huellas? Qué huellas va a haber aquí. Aquí no hay nadie. Hay bosque. Hay pájaros que chillan entre las frescas hojas verdes. Un zorro rojizo atraviesa el camino sin apresurarse... Y todo huele a primavera
.
La ruta se quiebra a mitad de una colina, se pierde en una garganta arenosa, entre pinos retorcidos y aferrados a la pendiente. Ciri abandona el camino, se encarama por el declive con ánimo de contemplar los alrededores desde la altura. Y si es posible, para tocar las hojas húmedas y perfumadas...
Desmontó, ató los ramales a un tronco, caminó lentamente entre los enebros que cubrían la colina. Al otro lado de la elevación se veía un espacio abierto que resaltaba en la espesura del bosque como el agujero de un mordisco: seguramente el resultado de un incendio que estallara allí hacía mucho tiempo, porque en ninguna parte se veían los negros restos de la quema, por todas partes reinaba el verde de los vástagos de abedules y abetos. La ruta, hasta donde alcanzaba la vista, daba la impresión de estar libre y transitable.
Y segura.
De qué es de lo que tienen miedo. ¿Scoia'tael? ¿Y qué hay que temer de ellos? Yo no tengo miedo de los elfos. No les he hecho nada
.
Elfos. Ardillas. Scoia'tael
.
Antes de que Geralt le ordenara apartarse, a Ciri le había dado tiempo de mirar los cadáveres en el puesto de guardia. Se acordaba sobre todo de uno: con el rostro cubierto por unos cabellos pegados por la sangre que se había vuelto parduzca, con el cuello doblado y arqueado en forma innatural. El labio superior alzado en un gesto endurecido y fantasmal dejaba ver unos dientes muy blancos y muy pequeños, inhumanos. Recordaba la bota de los elfos, destrozadas y gastadas, hasta las rodillas, anudadas en la parte inferior, en la superior abrochadas con hebillas forjadas.
Elfos que matan humanos, que mueren ellos mismos en la lucha. Geralt dice que hay que guardar la neutralidad... Y Yarpen, que hay que actuar de modo que no haya que pedir perdón
.
Dio una patada a una topera, escarbó pensativa con el tacón en la arena.
¿Quién y a quién, a quién y qué habría que perdonar?
.
Los Ardillas matan humanos. Y Nilfgaard los paga por ello. Los utiliza. Los instiga. Nilfgaard
.
Ciri no había olvidado aunque quería olvidar a toda costa. Lo que había sucedido en Cintra. Sus vagabundeos, su desesperación, miedo, hambre y dolor. El marasmo y el embotamiento que llegaron más tarde, mucho más tarde, cuando la encontraron y ampararon los druidas de los Tras Ríos. Lo recordaba como entre la niebla aunque querría dejar de recordarlo.