La levantaron, la pusieron sobre la capa. Geralt, sin una palabra, tomó las enjalmas, buscó la arquilla con los elixires mágicos, la abrió y maldijo. Todos los frasquitos eran idénticos y las misteriosas señales en los sellos no le decían nada.
—¿Cuál, Triss?
—Ninguno —jadeó, se sujetaba la tripa con las dos manos—. Yo no puedo... No puedo tomarlos.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Tengo alergia...
—¿Tú? ¿Una hechicera?
—¡Tengo alergia! —Rompió en sollozos causados por su rabia impotente y desesperada—. ¡Siempre la tuve! ¡No tolero los elixires! ¡Con ellos curo a otros, a mí misma sólo me puedo curar con amuletos!
—¿Y dónde tienes el amuleto?
—No sé. —Apretó los dientes—. Debo de habérmelo dejado en Kaer Morhen. O haberlo perdido...
—Mierda. ¿Qué hacemos? ¿Y no puedes echarte un sortilegio a ti misma?
—Lo he intentado. Precisamente éste es el resultado. No puedo concentrarme con estos espasmos...
—No llores.
—¡Te es fácil decirlo!
El brujo se levantó, tomó sus propias enjalmas del lomo de Sardinilla y comenzó a revolver en ellas. Triss se hizo un ovillo, un paroxismo de dolor le deformó el rostro, apretó los labios.
—Ciri...
—¿Qué, Triss?
—¿Te sientes bien? ¿Ninguna... sensación? La muchacha movió la cabeza negando.
—¿Y si fuera una intoxicación? ¿Qué es lo que comí? Pero si todos comimos lo mismo... ¡Geralt! Lavaos las manos. Vigila que Ciri se lave las manos...
—Tiéndete tranquila. Bebe esto.
—¿Qué es?
—Simples hierbas calmantes. En ellas no hay magia ni para un diente, no te perjudicará. Y suavizará las convulsiones.
—Geralt, las convulsiones... no son nada. Pero si me da fiebre... Puede que sea... disentería. O paratifus.
—¿No estás inmunizada?
Triss no respondió, volvió la cabeza, se mordió los labios, se ovilló aún más. El brujo no continuó las indagaciones.
Después de dejarla descansar un poco, subieron a la hechicera a la silla de Sardinilla. Geralt se sentó detrás de ella, la sujetó con las dos manos y Ciri, cabalgando a un lado, llevaba las riendas, sujetando al mismo tiempo las del castrado de Triss. No anduvieron ni siquiera un milla. La hechicera se escapaba de las manos, no era capaz de mantenerse sobre el arzón. De pronto comenzó a temblar en espasmos convulsivos, al momento siguiente ardía de fiebre. La gastritis se agravó. Geralt se engañaba a sí mismo con la esperanza de que fuera el resultado de una reacción alérgica a los restos de magia en su elixir de brujo. Se engañaba. Pero no lo creía.
—Ay, señor —dijo el centurión—. No habéis caído en buen momento. Me da que en peor no podíais haber caído.
El centurión tenía razón, Geralt no podía ni negarlo ni discutirlo.
La caseta de guardia encargada del puente, en la que por lo general había tres soldados, un caballerizo, un peajero y todo lo más algunos viandantes, esta vez rebosaba de gente. El brujo contó por lo menos treinta de infantería ligera con los colores de Kaedwen y más de medio centenar de escuderos que acampaban dentro de una baja empalizada. La mayor parte de ellos holgazaneaba junto a las hogueras, de acuerdo con la vieja ley de la soldadesca que decía que uno duerme cuando puede, y se levanta cuando le despiertan. Al otro lado de unas puertas abiertas de par en par se veía bureo: el interior del puesto de guardia también estaba lleno de gente y caballos. En lo alto de una torcida atalaya hacían guardia dos soldados con ballestas prestas para disparar. En el antepuente, disperso y pateado por cascos, había seis carros de campesinos y dos furgones de mercaderes, mientras que en el cercado, bajando la testa tristemente sobre el barro lleno de estiércol, estaban metidos unos cuantos bueyes carreteros.
—Un ataque hubo. Al puesto. Ayer por la noche —el centurión se adelantó a la pregunta—. Apenas alcanzamos a llegar con refuerzos, si no, acá no hubiera ya más que tierra quemada.
—¿Quién fue el agresor? ¿Bandoleros? ¿Desertores?
El soldado negó con la cabeza, escupió, miró a Ciri y a Triss, que estaba encogida sobre el arzón.
—Entrar en la cerca —dijo—, o a poco la hechicera se cae de la silla. Ya tenemos por aquí un par de magullados, uno más no hace diferencia.
En el patio, en un sombrajo abierto, yacían algunas personas con vendajes ensangrentados. Algo más lejos, entre la pared de la empalizada y un pozo de madera con una garrucha, Geralt entrevió seis cuerpos inmóviles cubiertos con tela de arpillera, bajo la cual sólo sobresalían unos pies con botas sucias y destrozadas.
—Acomodar a la hechicera allá, pegada a los heridos —el soldado señaló al sombrajo—. Ja, señor brujo, una mala pata es que esté mala. A alguno de los nuestros les arrearon en la lucha, no sería de despreciar la ayuda mágica. A uno, como que cuando le sacamos la saeta, se le quedó en las entrañas la punta, se nos va a ir el mozo gota a gota hasta la mañana, como nada se nos va... Y la hechicera que podría salvarlo se cuece ella misma en fiebre, como que parece que más de nosotros necesita ayuda que otra cosa. En mal momento, como ya se dijo, en mal momento...
Se detuvo al ver que el brujo no apartaba el ojo de los cuerpos cubiertos de arpillera.
—Dos de la guardia de acá, dos nuestros y dos... de ellos —dijo, retirando el borde de la rígida tela—. Mirar, si queréis.
—Ciri, vete.
—¡También quiero verlo! —La muchacha se asomó desde detrás de él, miró a los cuerpos con la boca abierta.
—Vete, por favor. Ocúpate de Triss.
Ciri rezongó con desgana, pero le hizo caso. Geralt se acercó.
—Elfos —afirmó, sin ocultar su asombro.
—Elfos —confirmó el soldado—. Scoia'tael.
—¿Qué?
—Scoia'tael —repitió el soldado—. Bandidos del bosque.
—Extraño nombre. Significa, si no me equivoco, "Ardillas".
—Sí, señor. Justamente, Ardillas. Ellos a sí mismos se nombran, en la lengua de los elfos. Unos dicen que porque a veces llevan la cola de la ardilla en los gorros y los bonetes. Otros, en cambio, que es porque en el monte viven y comen nueces. Cada vez más molestias tenemos con ellos, ya sus digo.
Geralt agitó la cabeza. El soldado cubrió los cadáveres con la arpillera, se limpió las manos al caftán.
—Venir —dijo—. No hay por qué estar acá, sus llevaré al comandante. De la enferma se ocupará nuestro decurión, si es que es capaz. Sabe quemar y remendar heridas, componer huesos, y puede que hasta sepa revolver jarabes, quién lo sabe, es un mozo listo, de la sierra. Venid, señor brujo.
En la barraca del peajero, oscura y llena de humo, se estaba llevando a cabo una viva y ruidosa discusión. Un caballero de pelo corto con una cota de malla y una túnica amarilla les gritaba a dos mercaderes y un adalid, lo que observaba el peajero de cabeza vendada adoptando un siniestro gesto de indiferencia.
—¡Dije que no! —El caballero golpeó con el puño en la desvencijada mesa y se enderezó, colocándose el escapulario sobre el pecho—. ¡Mientras no vuelva la partida, no os moveréis de aquí! ¡No me vais a andar vagando por los caminos!
—¡Pos si tenemos que estar en dos días en Daevon! —infló los morros el adalid, removiendo ante los ojos del caballero un corto bastón grabado y con una señal al fuego—. ¡Conduzco una caravana! ¡Si nos atrasamos, el alguacil me cortará la testa!
¡Me quejaré al voievoda!
—Quéjate, quéjate —se burló el caballero—. Y te aconsejo que en primero te metas paja en los pantalones, pues el voievoda asesta buenas coces. Pero por el momento yo doy acá las órdenes, porque el voievoda está lejos, y tu alguacil me toca los cojones. ¡Oh, Unist! ¿A quién nos traes, centurión? ¿Un mercader más?
—No —respondió el centurión, vacilante—. Es un brujo, señor. Le nombran Geralt de Rivia.
Para sorpresa de Geralt, el caballero adoptó una amplia sonrisa, se le acercó y alargó la mano para saludarle.
—Geralt de Rivia —repitió, aún sonriente—. He oído hablar de vos, y no de labios cualquiera. ¿Qué os trae por aquí?
Geralt le aclaró lo que le traía por allí. El caballero dejó de sonreír.
—No habéis venido en buen momento. Ni a lugar bueno. Tenemos guerra, señor brujo. Andurrean por los bosques una banda de Scoia'tael, no más lejos que ayer nos las vimos con ellos. Estamos esperando aquí a los bastimentos y después comenzaremos la batida.
—¿Lucháis contra los elfos?
—No sólo contra los elfos. ¿Qué os pasa a vos, señor brujo, no habéis oído hablar de los Ardillas?
—No, no he oído.
—¿Entonces dónde anduvisteis los dos años últimos? ¿Al otro lado del mar? Porque aquí, en Kaedwen, los Scoia'tael han cuidado para que se oiga hablar de ellos, sí, no lo han hecho mal. Las primeras bandas aparecieron apenas estalló la guerra con Nilfgaard. Se aprovecharon, malditos inhumanos, de nuestros apuros. Nosotros peleábamos en el sur, y ellos comenzaron una guerra de guerrillas por la espalda. Contaban con que Nilfgaard nos iba a machacar, comenzaron a gritar que si el fin del dominio de los humanos, que si la vuelta a los antiguos órdenes. ¡Humanos al mar!
¡Ésas son sus consignas, por eso asesinan, queman y roban!
—Vuestra es la culpa y vuestras las congojas actuales —se entrometió lúgubre el adalid, golpeándose en el muslo con el bastón labrado, símbolo de su función—. Vuestra, nobles y caballeros. Vosotros tiranizasteis a estas nogentes, no les dejasteis vivir en paz, y así tenéis ahora. Y nosotros en cambio por todos lados las caravanas dirigíamos y nadie nos estorbaba. El ejército no nos era necesario.
—Lo que es verdad es verdad —dijo uno de los mercaderes, sentado en un banco, que había estado callado hasta entonces—. No son más peligrosos los Ardillas que los bandoleros que correteaban por estos caminos. ¿Y con quién se liaron los elfos de primero? Pues precisamente con los bandoleros.
—¿Y a mí qué diferencia me hace el que quien me asaeta desde las matas sea un bandolero o un elfo? —dijo de pronto el peajero de la cabeza vendada—. Si en medio de la noche se me quema el bálago del tejado por cima de la testa, el techo igual se abrasa, ¿qué diferencia habrá en la mano que agarraba la tea? ¿Decís, señor mercader, que no son peores los Scoia'tael que los bandoleros? Mentira. A los bandoleros lo que les mueve es el botín, a los elfos la sangre de las gentes. No todo el mundo tiene ducados, pero sangre en las venas todos. ¿Decís que es congoja de los poderosos, señor adalid? Aún más grande mentira. ¿Y en qué les eran deudores a los inhumanos los leñadores muertos por los despoblados, los pegueros despedazados en los Hayedos, los campesinos de las aldeas quemadas? Vivían, trabajaban juntos, como vecinos, y de una vez, un flechazo en los pechos... ¿Y yo? En la vida he hecho mal a ningún inhumano, y mirad mi testa rajada por la hoja de un enano. Y si no hubiera sido por los guerreros a los que esperáis, estaría ya bajo tierra...
—¡Justamente! —El caballero de la túnica amarilla golpeó de nuevo con el puño sobre la mesa—. Protegemos vuestro asqueroso pellejo, maese adalid, ante aquéllos, como decís, elfos enfurecidos a los que, como afirmasteis, no les permitíamos vivir. Y yo os diré otra cosa: los hemos envalentonado demasiado. Los toleramos, los tratamos como a humanos, como a iguales, y ellos ahora nos meten el puñal por la espalda. Nilfgaard los paga por esto, apuesto mi cabeza, y los elfos libres de las montañas los pertrechan. Pero verdadero apoyo encuentran en los que de continuo viven entre nosotros: en elfos, medioelfos, enanos, gnomos y medianos. Ellos les ocultan, alimentan, les proveen de voluntarios...
—No todos —habló el segundo de los mercaderes, delgado, con un rostro delicado de rasgos nobles y apenas de mercader—. La mayor parte de los inhumanos condena a los Ardillas, señor caballero, y no quiere tener nada que ver con ellos. La mayoría es leal, y paga no pocas veces un alto precio por esta lealtad. Recordad al burgrave de Ban Ard. Era medio elfo y clamaba por la paz y la colaboración. Murió de una alevosa saeta.
—Disparada sin duda por un vecino, mediano o enano, que también hacía como que era leal —se burló el caballero—. ¡En mi opinión, ninguno de ellos es leal! Cada uno de ellos... ¡Hey! ¿Y tú quién eres?
Geralt miró alrededor. Justo a sus espaldas estaba Ciri, obsequiando a todos con una mirada de brillo esmeralda de sus enormes ojos. Si se trataba de la capacidad de moverse sin causar ruido, ciertamente la muchacha había hecho progresos significativos.
—Ella va conmigo —explicó.
—Hummm... —El caballero midió a Ciri con los ojos, después de lo cual se volvió de nuevo en dirección al mercader del rostro noble, hallando en él, evidentemente, un compañero de disputas de mayor porte—. Sí, señor, no me habléis de inhumanos leales. Todos son nuestros enemigos, en lo que algunos afectan mejor y otros peor el no serlo. Medianos, enanos y gnomos vivían entre nosotros desde hacía siglos, parecía que en mayor o menor concierto. Y bastó que los elfos alzaran la cabeza y estos otros también pusieron mano a las armas y se echaron al monte. Os digo, un error fue el que toleráramos a los elfos libres y a las dríadas, sus montes y sus enclaves en las sierras. Poco les era aquello, ahora gritan: "Éste es nuestro mundo, largo de aquí, extranjeros". Por los dioses, les vamos a enseñar quién se tiene que largar, no van a quedar de ellos ni las huellas. Les sacamos la piel a los nilfgaardianos y ahora nos liaremos con las bandas éstas.
—No es fácil atrapar a un elfo en el bosque —habló el brujo—. Tampoco perseguiría a un gnomo ni a un enano hasta las montañas. ¿Cuántos miembros tienen estos destacamentos?
—Bandas —le corrigió el caballero—. Bandas, señor brujo. Cuentan con hasta veinte cabezas, a veces más. Ellos llaman a estas partidas "comandos". Es una palabra de la lengua de los gnomos. Y en lo que respecta a si atraparlos es fácil o no, tenéis razón, se ve que sois especialista. Dar tumbos por bosques y selvas no tiene sentido. La única forma es cortarlos la retaguardia, aislarlos, matarlos de hambre. A aquéllos de las ciudades y villas, de las aldeas, de las labranzas...
—El problema en esto —dijo el mercader de los rasgos nobles— es que nunca se sabe quién de entre los inhumanos ayuda y quién no.
—¡Entonces hay que agarrarles por el pescuezo a todos!
—Ajá. —El mercader sonrió—. Entiendo. Ya he oído esto antes. Por el pescuezo a todos y a las minas, a campos de concentración, a las graveras. Todos. Los inocentes también. Mujeres, niños. ¿No es eso?