La sangre de los elfos (34 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

—Tienes razón —dijo—. Tienes razón, Tissaia. La guerra con Nilfgaard es una cosa, pero no se debe contemplar la masacre de los inhumanos sin hacer nada. Propongo convocar una asamblea, una asamblea general, todos, hasta los Maestros de tercer grado inclusive, es decir también aquéllos que después de Sodden se sientan en los consejos reales. En la asamblea los llamaremos a la razón y les obligaremos a atemperar a sus monarcas.

—Apoyo este proyecto —dijo Terranova—. Convoquemos la asamblea, les recordaremos a quién deben lealtad en primera instancia. Fijaos que a los reyes les asesoran ahora incluso algunos miembros de nuestro Consejo. Los reyes usan de Carduin, Filippa Eilhart, Fercart, Radcliffe, Yennefer...

Al oír este último nombre, Vilgefortz se agitó. Interiormente, hay que entender. Pero Tissaia de Vries era Gran Maestra. Tissaia percibió el pensamiento, un impulso que saltaba del taller y los aparatos mágicos a dos libros que yacían sobre la mesa. Ambos libros eran invisibles, ocultos por la magia. La hechicera se concentró, atravesó el velo.

Aen Ithlinnespeath, las profecías de Ithlinne Aegli aep Aevenien, la sibila élfica. Las profecías del fin de la civilización, las profecías del holocausto, la destrucción y el regreso de la barbarie, que tendría que llegar junto con las masas de hielo que atravesarían las fronteras de los hielos eternos. Y el segundo libro... Muy antiguo... Destrozado... Aen Hen Ichaer... La Vieja Sangre... ¿La Sangre de los Elfos?
.

—¿Tissaia? ¿Qué dices tú a esto?

—Lo apoyo. —La hechicera corrigió el anillo, que se había vuelto en el dedo hacia la dirección equivocada—. Apoyo el proyecto de Vilgefortz. Convocaremos una asamblea. Lo más deprisa que se pueda.

Metal, piedra, cristal, pensó. ¿Buscas a Yennefer? ¿Por qué? ¿Y qué tienen en común Yennefer y las profecías de Ithlinne? ¿Y la Vieja Sangre de los Elfos? ¿Qué es lo que maquinas, Vilgefortz?
.

Perdón, dijo telepáticamente Lydia van Bredevoort, entrando sin hacer ruido. El hechicero se incorporó.

—Disculpadme —dijo—, pero es urgente. Llevo esperando esta carta desde ayer. Sólo me llevará un instante.

Artaud bostezó, ahogó un berrido, buscó la garrafa. Tissaia miraba a Lydia. Lydia se sonrió. Con los ojos. No podía de otro modo.

La parte inferior del rostro de Lydia van Bredevoort era una ilusión.

Hacía cuatro años, por recomendación de Vilgefortz, su maestro. Lydia había tomado parte en una investigación sobre las propiedades de un artefacto encontrado durante unas excavaciones en una necrópolis de la antigüedad. El artefacto resultó estar rodeado por un potente anatema. Se activó sólo una vez. De los cinco hechiceros que participaron en el experimento tres murieron en el acto. El cuarto perdió los ojos, ambas manos y se volvió loco. Lydia se escapó con quemaduras, una mandíbula masacrada y una mutación de la laringe y la garganta cuyos efectos se resistían hasta el momento a los intentos de regeneración. Así que habían echado mano de una fuerte ilusión, para que la gente no se desmayara ante la vista del rostro de Lydia. Era una ilusión muy fuerte, hábilmente colocada, difícil de penetrar incluso para los Elegidos.

-Humm... -Vilgefortz dejó la carta-. Gracias, Lydia.

Lydia sonrió.
El mensajero espera la respuesta, dijo
.

-No habrá respuesta.

Entiendo. He pedido que preparen las habitaciones para los huéspedes.

—Gracias. Tissaia, Artaud, perdonad por este instante de demora. Continuemos.

¿En qué nos habíamos quedado?

En nada
, pensó Tissaia de Vries.
Pero te escucharé con atención. Porque alguna vez por fin te referirás al asunto que de verdad te interesa.

—Ah —comenzó Vilgefortz lentamente—. Ya sé de qué quería hablar. Se trata de los miembros permanentes del Consejo más jóvenes. De Fercart y Yennefer. Fercart, por lo que sé, está relacionado con Foltest de Temeria, está en el consejo real junto con Triss Merigold. ¿Y con quién está relacionada Yennefer? Has dicho, Artaud, que se encuentra entre los que sirven a los reyes.

—Artaud exageraba —dijo, serena, Tissaia—. Yennefer vive en Vengerberg, así que Demawend a veces se dirige a ella en busca de ayuda, pero no colaboran de forma estable. No se puede decir con seguridad que ella sirva a Demawend.

—¿Qué hay de sus ojos? ¿Todo bien, espero?

—Sí. Todo bien.

—Eso está bien. Muy bien. Me intranquilicé... Sabéis, quería contactar con ella pero resulta que se ha ido de viaje. Nadie sabe a dónde.

Piedra, metal, cristal, pensó Tissaia de Vries. Todo lo que lleva Yennefer es activo, no se puede descubrir con la psicovisión. Con este método no la vas a encontrar, querido. Si Yennefer no quiere que se sepa dónde está, nadie lo sabrá
.

—Escríbele una carta —dijo con serenidad, mientras se igualaba los puños—. Y transmítele la carta de la forma habitual. Le llegará indefectiblemente. Y Yennefer, dondequiera que esté, responderá. Siempre responde.

—Yennefer —introdujo Artaud— desaparece a menudo, a veces para varios meses. Los motivos suelen ser más bien triviales...

Tissaia le miró, apretando los labios. El hechicero se calló. Vilgefortz sonrió ligeramente.

—Precisamente —dijo—. Precisamente he pensado en esto. En su momento estuvo fuertemente ligada a... cierto brujo. Geralt, si no me equivoco. Me dio la sensación de que no se trataba de una mera aventurilla pasajera. Parecía que Yennefer estaba profundamente atraída...

Tissaia de Vries se enderezó, apretó las manos sobre los brazos del sillón.

—¿Por qué lo preguntas? Es algo personal. No es asunto nuestro.

—Desde luego. —Vilgefortz miró a la lista que había arrojado sobre el púlpito—. No es asunto nuestro. Pero no me mueve la curiosidad malsana sino la preocupación por el estado emocional de un miembro del Consejo. Me preocupa la reacción de Yennefer a la noticia de la muerte de ese... Geralt. ¿Pensáis que sabría pasar al orden del día, resignarse, no caer en depresión ni en una aflicción exagerada?

—Sin duda alguna —dijo Tissaia con voz fría—. Cuanto más que tales noticias le llegan cada cierto tiempo. Y siempre resultan ser rumores.

—Así es —afirmó Terranova—. El tal Geralt o como se llame, sabe apañárselas. ¿Y qué hay de extrañarse? Es un mutante, un autómata asesino, programado para matar y no dejarse matar. Y en lo que se refiere a Yennefer, no exageremos con sus supuestas emociones. La conocemos. Ella no se deja llevar por las emociones. Se divirtió con el brujo, eso es todo. La fascinaba la muerte, con la que este tipejo juega constantemente. Y cuando por fin pierda el juego, el asunto se termina.

—De momento —dijo seca Tissaia de Vries—, el brujo está vivo. Vilgefortz sonrió, miró de nuevo la carta que yacía ante él.

—¿De verdad? —dijo—. No lo creo.

 

Geralt se estremeció un poco, tragó saliva. Había pasado ya el primer golpe después de tomar el elixir, comenzaba la fase de funcionamiento, anunciada por un ligero aunque desagradable mareo, que acompañaba la adaptación de los ojos a las tinieblas.

La adaptación llegó muy deprisa. La oscuridad de la noche se aclaró, todo alrededor tomaba un matiz grisáceo, un matiz al principio nebuloso y confuso, poco a poco cada vez más contrastado, claro y nítido. En la calleja que desembocaba en el canal, un momento antes oscuro como el interior de un barril de alquitrán, Geralt podía ya ver las ratas que vagaban por los sumideros y olisqueaban los charcos y las grietas en los muros.

También su oído se aguzó por influencia del bebedizo brujeril. El muerto laberinto de callejas, en las que un instante antes apenas se escuchaba el susurro de la lluvia en los canalones, comenzó a vivir, a pulsar con sonidos. Escuchó los chillidos de los gatos que se estaban peleando, los ladridos de los perros del otro lado del canal, las risas y las exclamaciones en las ventas y posadas de Oxenfurt, los gritos y los cantos de las tabernas de los almadieros, el lejano, apenas audible trino de las flautas tocando una animada melodía. Revivieron las oscuras y soñolientas casas: Geralt comenzó a reconocer los ronquidos de las dormidas gentes, el pataleo de los bueyes en las cercas, los bufidos de los caballos en los establos. En una de las casas del fondo de la calleja resonaban los ahogados y espasmódicos jadeos de una mujer a quien le estaban haciendo el amor.

Los sonidos aumentaron, crecieron en fuerza. Ya era capaz de distinguir las palabras obscenas de las canciones picarescas, se enteró del nombre del amante de la mujer que jadeaba. Del otro lado del canal, del caserón sobre poyales de Myhrman, llegaba el desgarrado balbuceo del curandero, que a causa del tratamiento al que le había sometido Filippa Eilhart, había entrado en un estado de idiotez completa y, con toda seguridad, permanente.

Se acercaba el amanecer. Cesó la lluvia, se levantó un viento que expulsó las nubes. El cielo en el este se iluminaba cada vez más.

De pronto, las ratas del callejón se intranquilizaron, se escabulleron en diferentes direcciones, se escondieron entre los cajones y las basuras.

El brujo escuchó pasos. Cuatro o cinco personas, de momento no podía distinguir claramente cuántas. Miró hacia arriba, pero no vio a Filippa.

Inmediatamente cambió de táctica. Si en el grupo que se acercaba estaba Rience, no tenía muchas oportunidades de atraparlo. Tendría que entablar lucha con la escolta y no quería hacerlo. Lo primero porque estaba bajo el influjo del elixir, así que esas personas morirían. Lo segundo porque entonces Rience tendría tiempo para escaparse.

Los pasos se acercaban. Geralt salió de las tinieblas.

Rience salió del callejón. El brujo reconoció al hechicero instintivamente, al momento, aunque nunca lo había visto antes. La cicatriz de las quemaduras, regalo de Yennefer, estaba enmascarada por la sombra que producía la capucha.

Estaba solo. Su escolta no apareció, se había quedado en la calleja, escondida. Geralt entendió al punto por qué. Rience sabía quién le iba a esperar junto a la casa del curandero. Rience sabía que era una encerrona, y sin embargo había venido. El brujo entendió por qué. Y esto, antes de que escuchara el sordo tintineo de las espadas al salir de sus fundas. Bien, pensó. Si es lo que queréis, está bien.

—Da gusto perseguirte —dijo Rience no muy alto—. No hay que buscarte. Apareces allí donde se te quiere tener.

—Lo mismo se puede decir de ti —respondió el brujo con serenidad—. Apareciste aquí. Te quería tener aquí y aquí estás.

—Debes de haberle apretado bien las clavijas a Myhrman para que te contara lo del amuleto y te enseñara dónde estaba escondido. Y en qué forma hay que activarlo para enviar un mensaje. Pero ni siquiera si lo hubieran asado en carbones al rojo habría podido decirte Myhrman que este amuleto informa y advierte a la vez, puesto que no lo sabía. He repartido muchos de estos amuletos. Sabía que antes o después darías con alguno de ellos.

Saliendo desde la esquina aparecieron tres personas. Se movían despacio, ágilmente y sin hacer ruido. Aún se mantenían en la zona de oscuridad y mantenían las espadas desenvainadas de tal modo que no los traicionara el brillo de sus hojas. El brujo, por supuesto, los veía perfectamente. Pero no lo dejó traslucir. Bien, asesinos, pensó. Si es lo que queréis, lo vais a tener.

—Estaba esperando —siguió Rience, sin moverse del sitio—, y por fin ha llegado el momento. Tengo intención de liberar a la tierra de tu peso, rareza asquerosa.

—¿Tienes intenciones? Te sobrevaloras. Tú sólo eres una herramienta. Un esbirro pagado por otros para solucionar sus asuntos sucios. ¿Quién te ha contratado, siervo?

—Demasiado quieres saber, mutante. ¿Me llamas siervo? Y entonces, ¿qué eres tú? Un montón de mierda que está en mitad del camino, al que hay que quitar de en medio porque alguien no quiere mancharse las botas. No, no te voy a decir quién es ese alguien, aunque podría. Te diré sin embargo otra cosa para que tengas en qué pensar durante el camino al infierno. Yo ya sé dónde está la bastarda que tanto protegías. Y sé dónde está tu hechicera, Yennefer. Ella no les importa a mis superiores, pero yo tengo algo personal contra esa puta. Cuando acabe contigo me iré a por ella. Haré que lamente sus jueguecitos con el fuego. Oh, sí, lo va a lamentar. Mucho tiempo.

—No debieras haberlo dicho —sonrió siniestro el brujo, al tiempo que sentía la euforia de la lucha, provocada por el elixir que reaccionaba a la adrenalina—. Hasta que no dijiste eso tenías alguna oportunidad de salir vivo. Ahora ya no la tienes.

Una fuerte vibración del medallón de brujo le advirtió del ataque imprevisto. Retrocedió, tomando como un relámpago la espada, cuya hoja cubierta de runas rechazó y aniquiló la violenta ola de energía mágica paralizante. Rience retrocedió, alzó la mano en un gesto, pero en el último segundo le dio miedo. Sin intentar un segundo hechizo, marchó a toda prisa al fondo del callejón. El brujo no pudo perseguirlo: se echaron sobre él aquellos cuatro que pensaban que los cubría la oscuridad. Brillaron las espadas.

Eran profesionales. Los cuatro. Profesionales experimentados, diestros, hábiles. Le atacaron en parejas, dos por la izquierda, dos por la derecha. En parejas, de modo que siempre uno se cubriera tras la espalda del otro. El brujo eligió los de la izquierda. A la euforia desencadenada por el elixir se unía ahora una profunda rabia.

El primer esbirro atacó con una finta diestra sólo para poder retroceder y dejar ocasión a que el de su espalda diera un espadazo traicionero. Geralt giró en una pirueta, los esquivó y lanzó una estocada al segundo por detrás, con la misma punta de la espada, a través del occipucio, el cuello y la espalda. Estaba enfadado, golpeó con fuerza. Un manantial de sangre regó las paredes.

El primero retrocedió como un rayo, dejando sitio para la segunda pareja. Éstos se lanzaron al ataque, agitando las espadas en dos direcciones de modo que sólo pudiera pararse un golpe, mientras que el otro tendría que dar en su objetivo. Geralt no los paró, haciendo una pirueta se metió entre ellos. Para no chocarse, ambos tuvieron que interrumpir el ritmo armónico, los pasos bien ejercitados. Uno alcanzó a darse la vuelta en un suave paso de gatito, retrocedió con agilidad. El otro no pudo. Perdió el equilibrio, se puso de espaldas. El brujo, giró en una pirueta contraria, asestándole un tajo en los lomos con el propio impulso. Estaba enfadado. Escuchó cómo su afilada hoja de brujo cortaba la espina dorsal. Un penetrante grito se alzó rebotando con eco por las callejas. Los dos que quedaban le atacaron inmediatamente, le hicieron llover los golpes, necesitaba mucho esfuerzo para poder pararlos. Volvió a dar una pirueta, se liberó de los aceros cegadores. Pero en lugar de apoyar la espalda contra el muro, atacó.

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