—Madre Nenneke preguntó lo mismo al adalid —explicó Iola Segunda—. Y el adalid dijo que no, que esta vez no se trata de los Ardillas. Al parecer, castillos y alcoleas tienen orden de almacenar víveres para el caso de un asedio. ¡Y los elfos atacan en los bosques y no asedian castillos! El adalid preguntó si el santuario puede dar más queso y otras cosas. Para el alfolí del castillo. Y pidió plumas de gansos. Hacen falta muchas plumas de ganso. Para las flechas. Para disparar los arcos, ¿comprendéis?
¡Oh, dioses! ¡Vamos a tener mucho trabajo! ¡Ya lo veréis! ¡Tendremos trabajo hasta las orejas!
—No todas —dijo con sarcasmo Eurneid—. Algunas de nosotras no se manchan las manitas. Las hay que trabajan sólo dos veces por semana. No tienen tiempo para trabajar porque como que estudian las artes de la necromancia. Pero a decir verdad a mí me parece que sólo andurrean o corren por el parque y arrancan las malas hierbas con un palo. Sabes de quién estoy hablando, ¿verdad, Ciri?
—Ciri seguro que se va a la guerra —se rió Iola Segunda a mandíbula batiente—. ¡Por lo visto es hija de un caballero! ¡Una gran guerrera con una espada terrible! ¡Por fin va a poder cortar cabezas en vez de ortigas!
—¡No, ¿qué dices?, ¡pero si ella es una poderosa hechicera! —Eurneid arrugó la naricilla—. Ella va a convertir a todos los enemigos en ratones de campo. ¡Ciri! Enséñanos algún encantamiento horroroso. Hazte invisible o haz que crezcan antes las zanahorias. O haz algo para que los pollos se alimenten solos. ¡Venga, no te hagas de rogar! ¡Echa algún hechizo!
—La magia no es para hacer alarde —dijo con rabia Ciri—. La magia no es un jueguecillo de feria.
—Por supuesto, por supuesto —la adepta sonrió—. No es para hacer alarde. ¿Qué, Iola? ¡Exactamente como si escucháramos a esa arpía de Yennefer!
—Ciri cada vez se hace más parecida a ella —sentenció Iola, respirando demostrativamente por las narices—. Incluso huele parecido. Ja, seguro que es un perfumito mágico, hecho de vestiglos o de ámbares. ¿Usas perfumes mágicos, Ciri?
—¡No! ¡Uso jabón! ¡Eso que vosotras tan pocas veces usáis!
—Jo, jo. —Eurneid frunció el ceño—. ¡Ay, qué picajosa, qué rabiosa! ¡Cómo se pone!
—Hacía tiempo que no se ponía así —se hinchó Iola—. Se ha hecho así desde que está con la arpía ésa. Duerme con ella, come con ella, ni un paso se aleja de esa Yennefer. ¡Casi ha dejado de acudir a las lecciones en el santuario, y ya no tiene ni un ratito para nosotras!
—¡Y nosotras tenemos que hacer todo su trabajo! ¡En la cocina y en el huerto!
¡Mira, Iola, qué manos tiene! ¡Como una reina!
—¡Así es la vida! —chilló Ciri—. ¡Algunas tienen un poco de cerebro, así que para ellas los libros! ¡Otras tienen la cabeza de chorlito, y para ellas la escoba!
—Y tú la escoba sólo la usas para volar, ¿no es verdad? ¡Hechicera de mala muerte!
—¡Eres tonta!
—¡Tú eres la tonta!
—¡De eso nada!
—¡Claro que sí! Ven, Iola, no le prestes atención. Una hechicera no es buena compañía para nosotras.
—¡Por supuesto que no! —gritó Ciri y tiró al suelo el cubo con el grano—. ¡Las gallinas son buena compañía para vosotras!
Las adeptas, respingando las narices, se fueron, rodeadas de una ruidosa bandada de aves de corral.
Ciri maldijo en voz alta, repitiendo la blasfemia favorita de Vesemir, cuyo significado no estaba del todo claro para ella. Luego añadió unas cuantas palabras escuchadas a Yarpen Zigrin, cuyo significado era para ella un completo enigma. Expulsó de una patada a una clueca que se acercaba al grano disperso por el suelo. Levantó el cubo, lo cogió con la mano, luego giró en una pirueta brujeril y lo arrojó como si fuera un disco por encima de los tejados recubiertos de caña del gallinero. Se volvió sobre sus talones y echó a correr a través del parque del santuario.
Corría ligera, controlando hábilmente su respiración. Ante uno de cada dos árboles que pasaba ejecutaba una ágil media vuelta, marcando el golpe con una espada imaginaria para, después, realizar los quiebros y fintas ya aprendidos. Saltó la cerca hábilmente, aterrizando segura y suave sobre los pies flexionados.
—¡Jarre! —gritó, alzando la cabeza en dirección al ventanuco abierto en la pared de piedra de la torre—. Jarre, ¿estás ahí? ¡Eh! ¡Soy yo!
—¿Ciri? —El muchacho se asomó—. ¿Qué haces aquí?
—¿Puedo entrar?
—¿Ahora? Humm... Bueno, venga... Pasa.
Corrió por las escaleras como una tormenta, sorprendiendo al joven adepto en el momento en que, vuelto de espaldas, se arreglaba la ropa a toda prisa y escondía bajo unos pergaminos otros que había sobre la mesa.
Jarre se colocó los cabellos con los dedos, carraspeó y se inclinó desmañadamente. Ciri se metió los pulgares en el cinturón, agitó la melena cenicienta.
—¿Qué es esa guerra de la que todos hablan? —estalló—. ¡Quiero saberlo!
—Siéntate, por favor.
Pasó la vista por la habitación. En ella había cuatro grandes mesas repletas de libros y pergaminos. Sólo había una silla. También repleta de papeles.
—¿Guerra? —masculló Jarre—. Sí, he oído esos rumores... ¿Te interesa el tema?
¿A ti, una much...? No, no te sientes en la mesa, por favor, acabo de ordenar estos documentos... Siéntate en la silla. Un momento, espera, quitaré los libros... ¿Sabe doña Yennefer que estás aquí?
—No.
—Humm... ¿Y madre Nenneke?
Ciri frunció el rostro. Sabía de qué se trataba. Jarre tenía dieciséis años, era pupilo de la suma sacerdotisa, instruido por ella para sacerdote y cronista. Vivía en Ellander, donde trabajaba como escribano en el juzgado de la villa, pero pasaba más tiempo en la catedral de Melitele que en la ciudad, días enteros, y a veces noches, estudiando, copiando e iluminando obras de la biblioteca del santuario. Ciri nunca se lo había oído decir a Nenneke, pero estaba claro que la suma sacerdotisa no deseaba que Jarre se mezclara con las jóvenes adeptas. Y al revés. Las adeptas clavaban la vista en el muchacho y cotorreaban, considerando las distintas posibilidades que ofrecía la frecuente presencia en el santuario de algo que llevara pantalones. Ciri se asombraba desmesuradamente dado que Jarre representaba la negación de todo lo que, según ella, debía ser un hombre atractivo. En Cintra, por lo que recordaba, todo hombre atractivo llegaba con la cabeza al techo y con los hombros de un alféizar al otro, blasfemaba como un enano, barritaba como un búfalo y a treinta pasos apestaba a caballo, sudor y cerveza, sin consideración a la hora del día o de la noche. A los hombres a los que esta descripción no se amoldaba, la camarera mayor de la reina Calanthe no los consideraba dignos de suspiros ni de cotilleos. Ciri había visto también otros hombres: los sabios y suaves druidas de Angren, los sobrios y tristes colonos de Sodden, los brujos de Kaer Morhen. Jarre era distinto. Era delgado como un palo, desmañado, llevaba ropa demasiado grande, que olía a tinta y a polvo, tenía unos cabellos siempre grasientos, y en la barbilla, en vez de vello, siete u ocho largos pelillos de los que alrededor de la mitad le salían de una gran verruga. Ciri en verdad no comprendía qué le arrastraba hasta la torre de Jarre. Le gustaba hablar con él, el muchacho sabía mucho, podía uno aprender mucho de él. Pero últimamente, cuando la miraba, Jarre tenía una mirada extraña, borrosa, viscosa.
—Venga —se impacientó—. ¿Me lo vas a decir por fin, o no?
—No hay nada de lo que hablar. No habrá guerra alguna. Son sólo rumores.
—Ajá —bufó—. ¿Así que el conde ha mandado llamar a las armas para hacer sainetes? ¿Los ejércitos marchan por los caminos capdales porque se aburren? No digas pamplinas, Jarre. Pasas el tiempo en la villa y en el castillo, ¡seguro que sabes algo!
—¿Por qué no le preguntas a doña Yennefer?
—Doña Yennefer tiene asuntos más importantes en su cabeza —resopló Ciri, pero enseguida reflexionó, adoptó una simpática sonrisa y tremoló las pestañas—. ¡Oh, Jarre, dímelo, por favor! ¡Eres tan listo! ¡Sabes hablar tan bien y tan sabiamente, podría escucharte durante horas! ¡Por favor, Jarre!
El muchacho se ruborizó y los ojos se le humedecieron y extendieron. Ciri suspiró a hurtadillas.
—Humm... —Jarre se removió en el sitio, agitó indeciso las manos, evidentemente sin saber qué hacer con ellas—. ¿Qué es lo que puedo decirte? Cierto que los lugareños chismorrean, están excitados por los sucesos de Dol Angra... Pero no habrá guerra. Seguro. Puedes creerme.
—Seguro que puedo —rezongó—. Pero preferiría saber en qué se basa esta seguridad tuya. En el consejo del conde, por lo que sé, no te sientas. Y si ayer te nombraron voievoda, dilo. Te felicitaré entonces.
—Yo estudio tratados históricos. —Jarre enrojeció—. Y de ellos se puede uno enterar de más que si se sentara en el consejo. He leído la Historia de las guerras, escrita por el mariscal Pelligramo, La estrategia del duque de Ruyter, El predominio de los eleares redanos de Bronibor... Y me entiendo tan bien en la presente situación política como para poder sacar conclusiones por analogía. ¿Sabes lo que es la analogía?
—Por supuesto —mintió Ciri, arrancando una brizna de hierba de la hebilla de sus botas.
—Si añades a la historia de las guerras antiguas —el muchacho se quedó mirando el techo— la actual geografía política, es fácil concluir que los incidentes fronterizos como el de Dol Angra son casuales y sin importancia. Tú como estudiante de la magia conoces por supuesto la actual geografía política, ¿verdad?
Ciri no respondió, removió pensativa algunos de los pergaminos que estaban sobre la mesa, pasó algunas páginas de un gran libro guarnecido en piel.
—Deja, no lo toques. —Jarre se intranquilizó—. Es increíblemente valioso, una obra única.
—No me lo voy a comer.
—Tienes las manos sucias.
—Más limpias que las tuyas. Oye, ¿tienes aquí algún mapa?
—Tengo, pero guardados en el cofre —dijo con rapidez el muchacho, pero a la vista del gesto de Ciri suspiró, empujó a un lado sus pergaminos, alzó la tapadera, se arrodilló y comenzó a excavar en su contenido. Ciri, moviéndose en la silla, agitando los pies, continuó hojeando el libro. De pronto se deslizó de entre las páginas una hoja suelta con una imagen que representaba a una mujer con los cabellos peinados en espiral, completamente desnuda, abrazada a un hombre barbudo completamente desnudo. Mordiéndose la lengua, Ciri hizo girar la ilustración durante un buen rato sin poder establecer cuál era la parte de arriba y cuál la de abajo. Se dio cuenta por fin del detalle más importante del dibujillo y se echó a reír. Jarre se acercó con un gran rollo bajo la axila, se ruborizó mucho, le quitó de las manos el dibujo sin decir una palabra y lo escondió bajo los papelotes que anegaban la mesa.
—Una obra única e increíblemente valiosa —se burló ella—. ¿Ésas son las analogías que estudias? ¿Hay más dibujos de ésos? Curioso, el libro se titula
Curaciones y Sanaciones
. Me gustaría saber qué enfermedad se puede curar de ese modo.
—¿Sabes leer las Primeras Runas? —se asombró el muchacho, carraspeando con turbación—. No lo sabía...
—Hay muchas cosas que todavía no sabes. —Levantó la nariz—. ¿Qué es lo que te crees? Yo no soy una adepta para dar de comer a las gallinas. Yo soy... una hechicera. ¡Venga, enséñame por fin esos mapas!
Ambos se arrodillaron en el suelo, sujetando con las rodillas y las manos el pliego de papel que estaba tan tieso que intentaba todo el tiempo volver a enrollarse de nuevo. Ciri por fin sujetó una de las esquinas con la pata de la silla y Jarre apretó el otro con un grueso libro titulado
Vida y fechos del grand rey Radowid
.
—Humm... ¡Cuidado que está poco claro este mapilla! No me puedo orientar para nada... ¿Dónde estamos? ¿Dónde está Ellander?
—Aquí —señaló con el dedo—. Esto es Temeria, esta parte. Ésta es Wyzima, la capital de nuestro rey Foltest. Aquí, en el valle del Pontar, está el condado de Ellander. Y aquí... Sí, aquí está nuestro santuario.
—¿Y cuál es este lago? Por aquí no hay ningún lago.
—No es un lago. Es un borrón de tinta...
—Ajá. Y aquí... Esto es Cintra. ¿Verdad?
—Sí. Al sur de los Tras Ríos y de Sodden. Por aquí, oh, fluye el río Yaruga, que desemboca en el mar precisamente en Cintra. Este país, no sé si lo sabes, está actualmente dominado por los nilfgaardianos...
—Lo sé —le cortó, mientras cerraba las manos en puños—. Lo sé muy bien. ¿Y dónde está el tal Nilfgaard? No veo aquí ese país. ¿No cabe en tu mapa o qué? ¡Trae uno más grande!
—Humm... —Jarre se rascó la verruga de la barbilla—. No tengo ningún mapa así... Pero sé que Nilfgaard está más allá, en dirección al sur... Oh, más o menos aquí. Creo.
—¿Tan lejos? —Ciri se asombró, miraba el lugar en el suelo al que el muchacho señalaba—. ¿Vinieron desde allí? ¿Y por el camino vencieron a todos esos países?
—Sí, cierto. Conquistaron Metinna, Maecht, Nazair, Ebbing, todos los reinos al sur de los Montes de Amell. A estos reinos, como también a Cintra y al Alto Sodden, Nilfgaard los llama ahora provincias. Pero no fue capaz de hacerse ni con el Bajo Sodden, ni con Verden ni con Brugge. Aquí, en el Yaruga, los ejércitos de los Cuatro Reinos los detuvieron, venciéndolos en la batalla de...
—Lo sé, he estudiado historia. —Ciri apoyó en el mapa la mano abierta—. Venga, Jarre, háblame de la guerra. Estamos arrodillados sobre la geografía política. Saca conclusiones, por analogía o por lo que quieras. Te escucho.
El muchacho carraspeó, enrojeció, después de lo cual comenzó a hablar, señalando en el mapa las regiones mencionadas con la punta de una pluma de ganso.
—Las fronteras actuales entre nosotros y el sur controlado por Nilfgaard las marca, como ves, el río Yaruga. Se trata de un obstáculo prácticamente imposible de superar. No se hiela casi nunca y en la estación de las lluvias lleva tanta agua que su cauce abarca casi una milla de anchura. Durante un largo trecho, oh, aquí, corre entre unas orillas rocosas e inaccesibles, entre los escarpes de Mahakam...
—¿El país de los enanos y los gnomos?
—Sí. Y por eso el Yaruga sólo se puede forzar aquí, en su curso bajo, en Sodden, y aquí, en el curso medio, en el valle de Dol Angra...
—¿Y precisamente en Dol Angra ocurrió ese... incidente?
—Espera. Como te digo ningún ejército es capaz en este momento de forzar el río Yaruga. Los valles accesibles, éstos, por los que durante siglos marcharon los ejércitos, están fuertemente ocupados y defendidos, tanto por nosotros como por Nilfgaard. Mira el mapa. Fíjate cuántas fortalezas hay aquí. Mira, esto es Verden, esto Brugge, aquí las Islas de Skellige...