—De acuerdo —dijo Rience—. Tendréis las doscientas. Vamos.
Toublanc Michelet, asesino profesional desde el decimocuarto año de vida, no traicionó su asombro ni siquiera con un temblor de las mejillas. No contaba con conseguir sacarle más que ciento veinte, como mucho ciento cincuenta. Tuvo de pronto la seguridad de que había valorado demasiado bajo el precio de la trampa que se escondía en aquel trabajo.
El curandero Myhrman abrió los ojos en el suelo de su propia habitación. Estaba tendido de espaldas, atado como carnero. Le dolía rabiosamente el occipucio, recordaba que al caer se había golpeado la cabeza con el alféizar de la ventana. Le dolía también la sien en que le habían golpeado. No podía moverse porque le aplastaba el pecho, inmisericorde y pesada, una bota alta abrochada con hebillas. El curandero, entrecerrando los ojos y arrugando el rostro, miró hacia arriba. La bota pertenecía a un hombre alto de cabellos blancos como la nieve. Myhrman no veía su cara, estaba escondida en unas sombras a las que no alcanzaba a dispersar el farolillo que estaba sobre la mesa.
—Perdonadme la vida... —jadeó—. Perdonádmela, imploro a los dioses... Os devolveré el dinero... Todo os doy... Os mostraré dónde está escondido...
—¿Dónde está Rience, Myhrman?
Al curandero le tembló todo el cuerpo al oír aquella voz. No era de los asustadizos, había pocas cosas a las que tenía miedo. Pero en la voz del cabellos blancos estaban todas esas cosas. Y algunas más como regalo.
Con un sobrehumano esfuerzo de voluntad controló el miedo que le corría por las entrañas como un gusano asqueroso.
—¿Eh? —fingió asombro— ¿Qué? ¿Quién? ¿Cómo habéis dicho?
El hombre se agachó y Myhrman vio su rostro. Vio sus ojos. Y ante esta vista el estómago se le deslizó hasta el ano.
—No trapacees, Myhrman, no des rodeos —habló desde las tinieblas la voz familiar de Shani, la médica de la universidad—. Cuando estuve aquí hace tres días, aquí, en esta silla, a esta mesa, estaba sentada su señoría con una capa de piel de rata almizclera. Bebía vino. Y tú nunca ofreces a nadie, sólo a los mejores amigos. Me tiró los tejos, me dio la vara descaradamente para que fuera con él al baile de Las Tres Campanillas. Incluso tuve que darle en las zarpas, porque pasó a las manos, ¿recuerdas? Y tú dijiste: "Dejarla, señor Rience, no me la espantéis, tengo que llevarme bien con los académicos para que vayan bien los negocios". Y los dos os carcajeasteis, tú y tu señor Rience de la facha quemada. Así que no te hagas ahora el tonto, porque no estás con alguien más tonto que tú. Habla, mientras se te pide amablemente.
Ah, rana sabijonda, pensó el curandero. Gallina traidora, pilluela pelicana, ya te atraparé, ya me las pagarás... Como me libre de ésta...
—¿Qué Rience? —cacareó, retorciéndose, intentando en vano liberarse del tacón que le aplastaba el esternón—. ¿Y cómo voy a saber quién es y dónde está? Por acá pasa gente distinta, fulano y mengano, qué voy yo...
El hombre de cabello blanco se agachó aún más, sacó lentamente un estilete de la caña de la otra bota, apretó más aún con la que estaba sobre el pecho del curandero.
—Myhrman —dijo en voz baja—. Si quieres, cree, si no quieres, no creas. Pero si ahora mismo no me dices dónde está Rience... Si ahora mismo no me aclaras de que forma puedo contactar con él... Entonces cebaré a las anguilas del canal con tus pedazos. Comenzaré por la oreja.
En la voz del de los cabellos blancos había algo que hizo que el curandero creyera de inmediato en cada palabra. Miró a la hoja del estilete y supo que estaba más afilada que los cuchillos que él mismo usaba para seccionar las úlceras y los diviesos. Comenzó a temblar de tal modo que la bota apoyada en su pecho comenzó a saltar nerviosamente. Pero callaba. Tenía que callar. De momento. Porque si Rience volviera y preguntara por qué lo había delatado, Myhrman tenía que poder demostrar por qué. Una oreja, pensó, tengo que soportar una oreja. Luego se lo diré...
—¿Por qué perder tiempo y mancharnos de sangre? —Desde la oscuridad surgió de pronto una suave y aguda voz femenina—. ¿Para qué arriesgarnos a que dé rodeos y mienta? Permitidme que me encargue de él a mi manera. Hablará tan deprisa que se le trabará la lengua. Sujetadlo.
El curandero gritó y se revolvió en las ligaduras pero el de los cabellos blancos le sujetó con la rodilla contra el suelo, lo agarró de los pelos y le retorció la cabeza.
Junto a él alguien se arrodilló. Percibió un olor a perfume y a plumas de ave húmedas, sintió el roce de unos dedos en las sienes. Quería gritar, pero la garganta se le atascó con la angustia, sólo alcanzó a gemir.
—¿Ya quieres gritar? —murmuró en voz baja la suave voz casi junto a su oreja—. Demasiado pronto, Myhrman, demasiado pronto. Todavía no he comenzado. Pero enseguida lo haré. Si la evolución ha creado en tu cerebro alguna arruga, entonces yo te la grabaré un poco más profundamente. Y entonces verás lo que es gritar.
—¿Así que —dijo Vilgefortz, tras escuchar la relación— nuestros reyes han comenzado a planear autónomamente, evolucionando con una sorprendente velocidad del nivel táctico al estratégico? Curioso. No hace mucho, en Sodden, lo único que sabían era galopar gritando salvajemente y alzar la espada a la cabeza de sus coraceros, incluso sin fijarse en si los coraceros habían quedado atrás o galopaban en una dirección completamente distinta. Y hoy, mirad, en el castillo de Hagge deciden sobre la suerte del mundo. Curioso. Pero si he de ser sincero, me lo esperaba.
—Lo sabemos —dijo Artaud Terranova—. Y lo recordamos, nos lo advertiste. Por eso te informamos.
—Gracias por acordaros —sonrió el hechicero, y Tissaia de Vries tuvo de pronto la seguridad de que ya hacía mucho que Vilgefortz sabía de los hechos que le acababan de comunicar. No dijo ni palabra. Sentada en el sillón, erguida, igualaba sus puños de encaje, el izquierdo estaba colocado distinto que el derecho. Sintió sobre sí la mirada hostil de Terranova y los ojos divertidos de Vilgefortz. Sabía que su legendaria pedantería ponía nerviosos o divertía a todos. Pero ello no le molestaba en absoluto.
—¿Qué dice a todo esto el Capítulo?
—Primero —repuso Terranova— quisiéramos escuchar tu opinión, Vilgefortz.
—Primero —el hechicero sonrió— vamos a comer y beber algo. Tenemos tiempo de sobra, permitidme que os haga los honores de anfitrión. Veo que estáis helados y agotados del viaje. ¿Cuántos transbordos durante la teleportación, si puede saberse?
—Tres. —Tissaia de Vries se encogió de hombros.
—Yo estaba más cerca —Artaud se desperezó—. Dos me bastaron. Pero complicados, lo confieso.
—¿En todas partes el mismo tiempo asqueroso?
—En todas partes.
—Cobremos entonces fuerzas con la comida y el vino viejo de Cidaris. Lydia, ¿puedes venir?
Lydia van Bredevoort, asistenta y secretaria personal de Vilgefortz, surgió desde detrás de las cortinas como una aparición ondulante, sonrió con los ojos a Tissaia de Vries. Tissaia, controlando su rostro, le respondió con una sonrisa agradable y una inclinación de la cabeza. Artaud Terranova se levantó, se inclinó en un reverencia. Él también controló perfectamente su rostro. Conocía a Lydia.
Dos sirvientas, apresurándose y haciendo susurrar las sayas, pusieron con rapidez sobre la mesa los cubiertos, la vajilla y unas fuentes. Lydia van Bredevoort encendió las velas de los candelabros, creando delicadamente unos pequeños fueguecitos entre sus dedos índice y pulgar. Tissaia vio en sus manos restos de pintura al óleo.
Anotó en su memoria que más tarde, después de la cena, tenía que pedirle a la joven hechicera que le mostrara su nueva obra. Lydia era una pintora de talento.
Cenaron en silencio. Artaud Terranova no se moderó, echó mano a las fuentes sin avergonzarse y, todavía más a menudo y sin que el anfitrión lo ofreciera, hizo resonar la garrafa con tapaderita que albergaba el vino tinto. Tissaia de Vries comía lentamente, prestando más atención que a la comida a disponer una composición regular con los platos, los cubiertos y las servilletas, que todo el tiempo, en su opinión, estaban desigualmente colocados y herían su amor por el orden y su sentido estético. Bebía con templanza. Vilgefortz comía y bebía con aún mayor moderación. Lydia, por supuesto, ni comía ni bebía en absoluto.
Las llamitas de las velas ondulaban con largos bigotes de un fuego rojo amarillento. Gotas de lluvia tintineaban sobre los vitrales de las ventanas.
—Bueno, Vilgefortz —habló por fin Terranova, hurgando con el tenedor en la fuente en búsqueda del deseado trozo de grueso jabalí—. ¿Cuál es tu posición en relación a los actos de nuestros reyes? Hen Gedymdeith y Francesca nos han enviado aquí porque desean conocer tu opinión. Tessaia y yo también estamos interesados. El Capítulo desea mostrar en este asunto una posición común. Y si se llega a actuar de algún modo, queremos también actuar en común. ¿Qué es entonces lo que aconsejas?
—Me halaga mucho —Vilgefortz negó con un gesto de agradecimiento a Lydia, quien deseaba servirle más brécol en el plato— que mi opinión en este asunto haya de ser decisiva para el Capítulo.
—Eso no lo ha dicho nadie. —Artaud se echó más vino—. La decisión la tomaremos colegialmente, cuando el Capítulo se reúna. Pero antes de esto, que todos tengan posibilidades de expresarse, para que podamos discernir las opiniones. Así que te escuchamos.
Si hemos terminado de cenar, podemos pasar al taller, propuso telepáticamente Lydia, sonriendo con los ojos. Terranova miró su sonrisa y bebió rápidamente lo que tenía en el vaso. Hasta el fondo.
—Una buena idea. —Vilgefortz se limpió los dedos a la servilleta—. Allí estaremos más cómodos, y además tengo mejor protección contra escuchas mágicas. Vamos. Puedes llevarte la garrafa, Artaud.
—No la dejaré. Es mi añada favorita.
Pasaron al taller. Tissaia no pudo retenerse y echó un vistazo al laboratorio cargado de retortas, crisoles, probetas, cristales e incontables instrumentos de magia. Todo estaba nublado por un hechizo de camuflaje, pero Tissaia de Vries era Gran Maestra: no existía velo que no fuera capaz de atravesar. Y le interesaba bastante saber en qué trabajaba últimamente el mago. Se enteró en un daca las pajas de la configuración de los aparatos utilizados hacía poco. Servían para localizar la situación de personas perdidas y para el método de psicovisión "cristal, metal, piedra". El hechicero estaba buscando a alguien o resolvía algún problema de teoría lógica. Vilgefortz de Roggeveen era famoso por su gusto por tales problemas.
Se sentaron en unos sillones de ébano tallado. Lydia miraba a Vilgefortz, cazó en su mirada una señal y salió al punto. Tissaia suspiró imperceptiblemente.
Todos sabían que Lydia van Bredevoort amaba a Vilgefortz de Roggeveen, que lo amaba desde hacía años, en silencio, con un amor obstinado, encarnizado. El hechicero, por supuesto, lo sabía, pero fingía que no. Lydia se lo facilitaba porque nunca había traicionado ante él su sentimiento, nunca había efectuado el más mínimo paso ni gesto, ni había dado ninguna señal mental, e incluso si hubiera podido hablar, no hubiera dicho ni palabra. Era demasiado orgullosa para ello. Vilgefortz tampoco había hecho nada porque no amaba a Lydia. Podría, está claro, haber hecho de ella simplemente su amante y de esta forma profundizar su relación aún más y, quién sabe, puede que hasta hacerla feliz. Había quien le recomendaba que lo hiciera. Pero Vilgefortz no lo hacía. Era demasiado orgulloso y lleno de principios. Así que era una situación sin esperanzas pero estable y esto, por lo visto, satisfacía a ambos.
—¿Así que —interrumpió el silencio el joven hechicero— el Capítulo se preocupa por qué hacer en lo tocante a la iniciativa y los planes de nuestros reyes? Absolutamente innecesario. Simplemente hay que ignorar estos planes.
—¿Cómo? —Artaud Terranova se quedó parado con la copa en la mano izquierda y la garrafa en la derecha—. ¿He entendido bien? ¿No tenemos que hacer nada? Hemos de permitir...
—Ya lo hemos permitido —le interrumpió Vilgefortz—. Porque nadie nos pidió nuestro permiso. Y nadie lo pedirá. Repito, hay que hacer como si no supiéramos. Es el único comportamiento razonable.
—Lo que ellos han planeado amenaza con convertirse en una guerra, y a gran escala.
—Lo que ellos han planeado nos es conocido gracias a una información enigmática e incompleta, que procede de una fuente problemática e insegura. Insegura hasta tal punto que la palabra "desinformación" acude a los labios obstinadamente. Y si incluso esto no fuera verdad, sus reflexiones están todavía en fase de planeamiento y seguirán durante largo tiempo en esta fase. Y si salen de esta fase... En fin, nos adaptaremos a la situación.
—¿Quieres decir —Terranova frunció el ceño— que bailaremos al son que nos toquen?
—Sí, Artaud. —Vilgefortz le miró y los ojos le brillaron—. Bailarás al son que te toquen. O saldrás de la sala. Porque el escenario para la orquesta está demasiado alto para que puedas entrar allí y ordenarles a los músicos que toquen otra partitura. Date por fin cuenta de ello. Si juzgas que hay otras soluciones, cometes un error. Confundes el cielo con las estrellas reflejadas por la noche en la superficie de un estanque.
El Capítulo hará lo que él ordene, disimulando la orden bajo el aspecto de un consejo
, pensó Tissaia de Vries.
Somos todos peones en su tablero de ajedrez. Subió hacia arriba, creció, nos cegó a todos con su brillo, nos ha sometido a todos. Somos peones en su juego. En un juego cuyas reglas no conocemos.
La manga izquierda se había colocado de nuevo de forma distinta que la derecha. La hechicera la colocó diligentemente.
—Los planes de los reyes están en fase de realización —dijo lentamente—. En Kaedwen y en Aedirn ha comenzado la ofensiva contra los Scoia'tael. Se vierte la sangre de los jóvenes elfos. Hay persecuciones y pogromos contra los inhumanos. Se habla de un ataque a los elfos libres de Dol Blathanna y de las Montañas Azules. Se trata de un asesinato en masa. ¿Tenemos entonces que transmitirles a Gedymdeith y a Enid Findabair que les recomiendas contemplar lo que pasa sin hacer nada? ¿Hacer como que nada vemos?
Vilgefortz volvió la cabeza hacia ella. Ahora cambiarás de táctica, pensó Tissaia. Eres un jugador, has reconocido al oído los dados que ruedan por la mesa. Cambiarás de táctica. Tocarás otra cuerda.
Vilgefortz no apartó la vista de ella.