La roca tembló, vibró y junto con ella temblaba y vibraba la cumbre entera.
—La magia te extiende la mano, Ciri. Para ti, muchacha extraña, Sorpresa, Niña de la Vieja Sangre, Sangre de los Elfos. Muchacha extraña, enlazada con el Movimiento y el Cambio, con el Holocausto y la Resurrección. Destinada y siendo Destino. La magia extiende a por ti su mano desde el otro lado de las puertas cerradas, a por ti, pequeño grano de arena en el curso del Reloj de la Fortuna. Extiende a por ti sus garras el Caos, que aún no está seguro de si serás su herramienta o un obstáculo en sus planes. Lo que el Caos te muestra en los sueños es precisamente esa inseguridad. El Caos te tiene miedo, Hija del Destino. Y quiere conseguir que seas tú quien tema.
Brilló un relámpago, el trueno estalló afilado. Ciri temblaba de frío y de terror.
—El Caos no te puede mostrar quién es él de verdad. Por eso te muestra el futuro, te muestra lo que va a acontecer. Quiere conseguir que tengas miedo a los días venideros para que el miedo a lo que te sucederá a ti y a los tuyos comience a controlarte, para que se apodere de ti por completo. Por eso el Caos confeccionó los sueños. Ahora me mostrarás lo que ves en los sueños. Y tendrás miedo. Y luego lo olvidarás y controlarás el miedo. Mira a mi estrella, Ciri. ¡No apartes la vista de ella!
Un relámpago. Un trueno.
—¡Habla! ¡Te lo ordeno!
Sangre. Los labios de Yennefer, heridos y rotos, se mueven sin ruido, expulsan sangre. Con el galope quedan atrás blancas rocas. El caballo relincha. Un salto. Un abismo, un precipicio. Un grito. Un vuelo, un vuelo interminable. Un precipicio...
Humo en el fondo de la sima. Escaleras que conducen hacia abajo. Va'esse deireádh aep eigean... Algo se termina... ¿El qué?
Elaine blath, Feainnewedd... ¿Niña de la Vieja Sangre?
La voz de Yennefer parece venir de lejos, está sofocada, despierta ecos entre las paredes de piedra que chorrean agua. Elaine blath...
—¡Habla!
Los ojos violetas brillan, arden en un rostro demacrado, crispado, ennegrecido por los tormentos, oculto por la tormenta de unos cabellos negros, enmarañados, sucios. Oscuridad. Humedad. Hedor. El penetrante frío de las paredes de piedra. Un frío acero en las muñecas, en los tobillos...
Un abismo. Humo. Escaleras que conducen hacia abajo. Escaleras que hay que bajar. Hay que hacerlo porque... Porque algo se acaba. Porque se acerca el Tedd Deireádh, el Tiempo del Fin, el Tiempo de la Tormento Blanca. El Tiempo del Frío Blanco y de la Luz Blanca...
¡La Leoncilla ha de morir! ¡Razón de estado!
Vamos, dice Geralt. Por las escaleras, hacia abajo. Tenemos que hacerlo. Así ha de ser. No hay otro camino. Sólo las escaleras. ¡Hacia abajo!
Sus labios no se mueven. Están lívidos. Sangre, por todos lados hay sangre... Todas las escaleras están ensangrentadas... Cuidado con no resbalar... Porque un brujo sólo tropieza una vez... El brillo de la hoja. Grito. Muerte. Hacia abajo. Por las escaleras hacia abajo.
Humo. Fuego. Un galope rabioso, el martilleo de los cascos. Fuego alrededor.
¡Agárrate! ¡Agárrate, Leoncilla de Cintra!
Un caballo negro relincha, se encabrita. ¡Agárrate!
El caballo negro baila. En las hendiduras del yelmo adornado con alas de un ave de rapiña relucen y arden dos ojos sin piedad.
Una ancha espada que refleja el brillo del incendio cae con un silbido. ¡Un quiebro, Ciri! ¡Una finta! ¡Pirueta, parada! ¡Quiebro! ¡Quiebro! ¡Demasiado despaciooooo!
El golpe ciega el brillo de los ojos, sacude el cuerpo entero, el dolor paraliza al momento, embota, insensibiliza, y luego estalla de pronto con una fuerza monstruosa, se clava en la mejilla con una terrible y horrorosa garra, tira, traspasa al bies, irradia al cuello, a la nuca, al pecho, a los pulmones...
—¡Ciri!
Sintió en la espalda y en la parte de atrás de la cabeza el frío inmóvil, áspero y desagradable de la piedra. No recortaba cuándo se había sentado. Yennefer estaba de rodillas junto a ella. Delicada, pero decididamente, le enderezaba los dedos, le retiraba la mano de la mejilla. La mejilla le latía, pulsaba con dolor.
—Mamá... —gimió Ciri—. Mamá... ¡Cómo duele! Mamá...
La hechicera tocó su rostro. Tenía las manos frías como el hielo. El dolor desapareció al instante.
—He visto... —susurró la muchacha, cerrando los ojos—. Lo que en los sueños... El caballero negro... A Geralt... Y aún... A ti... ¡Te vi, doña Yennefer!
—Lo sé.
—Te vi... Vi cómo...
—Nunca más. Nunca más tendrás que verlo otra vez. Nunca vas a volver a soñar con ello. Te daré una fuerza que expulsará de ti las pesadillas. Para eso te traje aquí, Ciri, para mostrarte esa fuerza. Desde mañana comenzaré a dártela.
Vinieron días difíciles, días laboriosos, días de estudio intenso, de trabajo fatigoso. Yennefer era categórica, exigente, a menudo severa, algunas veces autoritaria y amenazadora. Pero jamás era aburrida. La antigua Ciri sujetaba con esfuerzo los párpados en la escuela del santuario, y a veces daba cabezadas durante las lecciones, adormecida por la monótona y suave voz de Nenneke, de Iola Primera, de Cortusa o de otras sacerdotisas maestras. Con Yennefer esto era imposible. Y no sólo a causa del timbre de voz de la hechicera, a las frases cortas y fuertemente acentuadas que usaba. Más importante era el contenido de las lecciones. Lecciones de magia. Unas lecciones fascinantes, excitantes, absorbentes.
Ciri pasaba la mayor parte del día con Yennefer. Volvía al dormitorio tarde por la noche, caía en la cama como un tronco, se quedaba dormida inmediatamente. Las adeptas se quejaban de que roncaba mucho, intentaron despertarla. Sin resultado.
Ciri dormía profundamente. Sin sueños.
—Oh dioses. —Yennefer suspiró con resignación, removió sus negros rizos con las dos manos, bajó la cabeza—. ¡Pero si es tan fácil! Si no consigues aprender este gesto, ¿qué será con los más difíciles?
Ciri se dio la vuelta, refunfuñó, resopló, se frotó la mano endurecida. La hechicera suspiró de nuevo.
—Mira otra vez al dibujo, mira cómo hay que colocar los dedos. Presta atención a las flechas aclaratorias y a las runas que describen el gesto que hay que hacer.
—¡Ya he mirado mil veces al dibujo! ¡Entiendo las runas! Vort, cáelme. Ys, veloë. De sí, lento. Alrededor, rápido. La mano... oh, ¿así?
—¿Y el dedo pequeño?
—¡No se puede ponerlo así sin doblar al mismo tiempo el dedo corazón!
—Dame la mano.
—¡Ayyy!
—Más despacio, Ciri, porque si no Nenneke vendrá corriendo otra vez, pensando que te despellejo viva o que te estoy friendo en aceite. No cambies la posición de los dedos. Y ahora realiza el gesto. ¡Gira, gira la muñeca! Bien. Ahora mueve la mano, suelta los dedos. Y repite. ¡No, así no! ¿Sabes lo que has hecho? ¡Si hubieras echado de esta forma un hechizo de verdad hubieras llevado la mano en cabestrillo durante un mes! ¿Es que tienes los dedos de madera?
—¡Tengo la mano acostumbrada a la espada! ¡Es por eso!
—Tonterías. Geralt lleva toda la vida dándole a la espada y tiene los dedos muy hábiles y... humm... muy delicados. Venga, feúcha, inténtalo otra vez. ¿Lo ves? Basta con que quieras. Basta intentarlo. Otra vez. Bien. Mueve la mano. Y otra vez. Bien.
¿Estás cansada?
—Un poco...
—Deja que te masajee la mano y el antebrazo. Ciri, ¿por qué no usas la crema que te di? Tienes las patas ásperas como un cormorán... ¿Y qué es esto? ¿La marca de un anillo, verdad? ¿Acaso me equivoco o te prohibí ponerte bisutería?
—¡Pero es que le gané ese anillito a Myrrhy jugando a la peonza! Y sólo lo he llevado medio día...
—Ya es medio día de más. No lo vuelvas a llevar, por favor.
—No entiendo por qué no puedo...
—No tienes que entender —le interrumpió la hechicera, pero en su voz no había furia—. Te pedí que no llevaras ningún adorno de ese tipo. Si quieres ponte una flor en los cabellos, trénzate una guirnalda. Pero ningún metal, ningún cristal, ninguna piedra. Es importante, Ciri. Cuando llegue el momento te lo aclararé. De momento confía en mí y haz lo que te pido.
—¡Tú llevas tu estrella, pendientes y anillos! ¿Y yo no puedo? ¿Acaso es porque soy... virgen?
—Feúcha. —Yennefer sonrió, le acarició la cabeza—. ¿Estás obsesionada con esto? Ya te expliqué que no tiene mayor importancia el que lo seas o no. Ninguna. Mañana lávate el pelo, ya va siendo hora, por lo que veo.
—¿Doña Yennefer?
—Dime.
—Puedo... En el marco de esa sinceridad que me prometiste... ¿Puedo preguntarte algo?
—Puedes. Pero, por los dioses, que no sea sobre la virginidad, por favor. Ciri se mordió los labios y guardó silencio un largo rato.
—En fin —suspiró Yennefer—. Así sea. Pregunta.
—Porque sabes... —Ciri se ruborizó, se mojó los labios—. Las muchachas en los dormitorios andan cotilleando todo el rato y cuentan diversas historias... Sobre la fiesta de Belleteyn y otras parecidas... Y a mí me dicen que soy una mocosa y que soy una niña porque ya es hora... Doña Yennefer, ¿cuál es la verdad? ¿Cómo saber que ya ha llegado el momento...?
—¿... para ir a la cama con un hombre?
Ciri se cubrió de rubor. Estuvo callada un instante y luego alzó los ojos y meneó afirmativamente la cabeza.
—Eso es fácil de saber —dijo Yennefer con naturalidad—. Si comienzas a darle vueltas a esto, es señal de que ya ha llegado la hora.
—¡Pero yo no quiero para nada!
—No es ninguna obligación. No quieres, no vas.
—Ajá. —Ciri de nuevo se mordió los labios—. Y ese... bueno... hombre... ¿Cómo se sabe que es el adecuado para...?
—¿... ir a la cama?
—Mmm.
—Si acaso se tiene elección —la hechicera deformó los labios en una sonrisa— y no se tiene mucha práctica, lo primero que se valora no es el hombre sino la cama.
Los ojos esmeraldas de Ciri tomaron la forma y el tamaño de platos.
—¿Cómo que... la cama?
—Exactamente. A los que no tengan cama alguna, los eliminas de inmediato. Entre los que queden, eliminas a los que tengan camas sucias y descuidadas. Y cuando queden sólo los que tengan camas limpias y bien arregladas eliges al que más te guste. Por desgracia no es un método seguro al ciento por ciento. Puede una meter bien la pata.
—¿Es una broma?
—No. No es una broma. Ciri, desde mañana vas a dormir aquí, conmigo. Traerás todas tus cosas. En el dormitorio de las adeptas, por lo que oigo, se pierde en cotorrear mucho tiempo que debiera estar destinado al descanso y al sueño.
Después de aprender las posiciones de la mano, los gestos y movimientos básicos, Ciri comenzó a estudiar los hechizos y sus fórmulas. Las fórmulas eran fáciles. Escritas en la Antigua Lengua, que la muchacha usaba a la perfección, se le quedaban fácilmente en la memoria. Con la entonación necesaria para pronunciarlos, muchas veces bastante complicada, tampoco tenía problemas. Yennefer estaba satisfecha a todas luces, día a día se iba haciendo cada vez más amable y simpática. Cada vez más, haciendo una pausa en los estudios, las dos cotilleaban acerca de algo, bromeaban, incluso comenzaron a encontrar divertido burlarse delicadamente de Nenneke, la cual "visitaba" a menudo las lecciones y ejercicios, erizada e hinchada como una gallina clueca, lista a meter a Ciri bajo sus alas protectoras, a defenderla y salvarla de las imaginarias severidades de la hechicera y de las "torturas inhumanas" de su educación.
Obediente a las órdenes, Ciri se trasladó a la habitación de Yennefer. Ahora estaban juntas no sólo de día, sino también de noche. A veces los estudios también tenían lugar por la noche: algunos gestos, fórmulas y hechizos no se debían utilizar a la luz del día.
La hechicera, satisfecha con los progresos de la muchacha, redujo la velocidad de su educación. Tenían ahora más tiempo libre. Pasaban las tardes leyendo libros, juntas o por separado. Ciri atravesó las páginas del Diálogo sobre la naturaleza de la magia de Stammelford, de Los poderes de los elementos de Giambattista, de Magia natural de Richert y Monck. Hojeó también —porque no fue capaz de leerlas en su totalidad— obras como El mundo invisible de Jan Bekker o El secreto de los secretos de Agnes de Glanville. Echó un vistazo también al antiquísimo y amarillento Codex de Mirthe y al Ard Aercane, e incluso al famoso y horrible Dhu Dwimmermorc, lleno de grabados que daban miedo.
Consultó también otros libros, no relacionados con la magia. Leyó algo de La historia del mundo y del Tratado de la vida. No omitió tampoco obras más ligeras de la biblioteca del santuario. Con el rubor en el rostro devoró Los jueguecillos del marqués La Creahme y Dama real de Anna Tiller. Leyó Los infortunios del amor y La hora de la luna, antologías de poesía del famoso trovador Jaskier. Lloró con los romances sutiles y misteriosos de Essi Daven, recogidos en un pequeño tomito de hermosa encuadernación que llevaba el título de La perla azul.
A menudo aprovechaba su privilegio y hacía preguntas. Y obtenía respuestas. Cada vez más a menudo, sin embargo, era ella misma la destinataria de preguntas. Yennefer al principio parecía no interesarse en absoluto por su vida, ni su infancia en Cintra, ni las posteriores vivencias de la guerra. Pero luego las preguntas se fueron haciendo cada vez más concretas. Ciri se veía obligada a responder. Lo hacía con bastante desagrado porque cada pregunta de la hechicera abría una puerta en su memoria que se había prometido no abrir nunca, que anhelaba dejar cerrada de una vez para siempre. Consideraba que desde que se encontrara con Geralt en Sodden había comenzado "otra vida", que aquélla, en Cintra, había sido borrada finalmente y sin posibilidad de volver. Los brujos de Kaer Morhen nunca le habían preguntado por nada y antes de llegar al santuario Geralt incluso le exigió que no traicionara ni con una palabra ante nadie quién era ella. Nenneke, quien por supuesto sabía todo, cuidaba de que para otras sacerdotisas y adeptas Ciri fuera sin más la hija natural de un caballero y de una aldeana, una niña para la que no había lugar ni en el castillo del padre ni en la palloza de la madre. La mitad de las adeptas en el santuario de Melitele era precisamente niñas de éstas.
Y Yennefer también conocía el secreto. Era aquella "en quién se podía confiar". Yennefer preguntaba. Sobre aquello. Sobre Cintra.
—¿Cómo te escapaste de la ciudad, Ciri? ¿De qué modo conseguiste burlar a los nilfgaardianos?