La sangre de los elfos (35 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

No se esperaban eso, no les dio tiempo a retroceder y se separaron. Uno atacó a la contra, pero el brujo evitó su ataque, giró y dio un natural hacia atrás, a ciegas, guiándose sólo por el movimiento del aire. Estaba enfadado. Apuntó bajo, a la barriga.

Acertó. Escuchó un grito ahogado, pero no tenía tiempo para mirar. El último de los esbirros ya estaba sobre él, ya golpeaba con un remiso siniestro. Geralt lo paró en el último momento, estático, sin giro, con un movimiento de reducción. El esbirro, usando del impulso de la parada, se encogió como un muelle y dio un corte en media vuelta, amplio y fuerte. Demasiado fuerte. Geralt ya estaba girando. La hoja del asesino, bastante más pesada que la del brujo, cortaba el aire, el esbirro tuvo que seguir el golpe. El impulso le dio la vuelta. Geralt terminó su media vuelta justo junto a él, muy cerca. Vio su rostro enarcado, asustado. Estaba enfadado. Dio un tajo. Corto, pero fuerte. Y seguro. Directo a los ojos.

Escuchó el penetrante grito de Shani que se revolvía en el abrazo de Jaskier sobre el puente que conducía a la casa del curandero.

Rience, que se había echado hacia atrás la capa, salió de lo profundo del callejón, alzando y extendiéndose delante de sí ambas manos, de las cuales comenzaba a emanar una luz mágica. Geralt aferró la espada con las dos manos y sin pensarlo echó a correr en su dirección. Al hechicero no le aguantaron los nervios. Sin terminar el encantamiento, comenzó a correr, gritando algo ininteligible. Pero Geralt le entendió. Sabía que Rience estaba pidiendo ayuda. Que pedía que le salvaran.

Y la salvación llegó. La calle empezó a arder con una luz deslumbrante, en la pared descantillada y llena de chorreras de una casa relució el óvalo de fuego de un teleportal. Rience se lanzó hacia él. Geralt retrocedió. Estaba muy enfadado.

 

Toublanc Michelet gimió, se retorció, apretando con sus dos manos su barriga herida. Sentía cómo la sangre se le escapaba, fluyendo impetuosa por entre los dedos. No muy lejos yacía Flavius. Todavía un instante antes había temblado. Ahora estaba ya inmóvil. Toublanc apretó las mandíbulas, luego abrió los ojos. Pero la lechuza que estaba junto a Flavius no era seguramente una alucinación, porque no había desaparecido. Gimió de nuevo y volvió la cabeza.

Una moza, por la voz, muy joven, se agitaba estridentemente.

—¡Suéltame! ¡Están heridos! Yo tengo... ¡Yo soy médica, Jaskier! Suéltame, ¿me oyes?

—No los puedes ayudar —respondió con voz sorda el llamado Jaskier—. No después de una espada de brujo... Ni siquiera te acerques. No mires... Te lo ruego, Shani, no mires.

Toublanc sintió que alguien se arrodillaba junto a él. Sintió el olor a perfume y plumas mojadas. Escuchó una voz tenue, suave, tranquilizadora. Distinguía las palabras con dificultad, le estorbaban los enervantes gritos y sollozos de la moza. De la... médica. Pero si la médica gritaba, ¿quién se había arrodillado junto a él? Toublanc gimió.

—... va a estar bien. Todo va a estar bien.

—Hide... pu... ta... —tartamudeó—. Rience... Nos dijo... Un paleto normal... Y era... un brujo... Tram... pa... Ayud... aa... Mis... tripas...

—Calla, calla, hijo. Tranquilízate. Ya está bien. Ya no te duele. ¿Verdad que ya no te duele? Dime, ¿quién os trajo aquí? ¿Quién os contactó con Rience? ¿Quién le recomendó? ¿Quién os metió en esto? Dímelo, por favor, hijo. Y entonces todo irá bien. Dímelo, por favor.

Toublanc sintió sangre en la boca. Pero no tenía fuerza para escupir. Con la mejilla apretada sobre la húmeda tierra, abrió la boca, la sangre fluyó por sí misma.

No sentía ya nada.

—Dímelo —repitió la voz suave—. Dímelo, hijo.

Toublanc Michelet, asesino profesional desde los catorce años, cerró los ojos, sonrió con una sonrisa sangrienta. Y susurró lo que sabía.

Y cuando abrió los ojos vio un estilete de angosta hoja, con una pequeña empuñadura dorada.

—No tengas miedo —dijo la voz suave, y la punta del estilete tocó sus sienes—. No te va a doler.

Y verdaderamente no dolió.

 

Alcanzó al hechicero en el último segundo, justo antes de teleportarse. Había tirado la espada ya antes, con lo que tenía las manos libres, los dedos extendidos durante el salto se aferraron a la punta de la capa. Rience perdió el equilibrio, el tirón lo hizo doblarse, lo obligó a echarse hacia atrás. Forcejeó rabiosamente, con un violento movimiento se desabrochó la capa hebilla por hebillla, se liberó de ella.

Demasiado tarde.

Geralt lo volteó con un puñetazo del puño derecho en el hombro y de inmediato golpeó con el izquierdo, en el cuello, bajo la oreja. Rience se tambaleó pero no cayó. El brujo lo alcanzó con un suave salto y le dio con fuerza con el puño bajo las costillas. El hechicero gimió y agitó las manos. Geralt lo agarró de los faldones del jubón, lo hizo girar y lo derribó a tierra. Rience se puso de rodillas, sacó la mano, abrió la boca para emitir un encantamiento. Geralt apretó el puño y le pegó desde arriba. Directamente a la boca. Los labios estallaron como grosellas.

—Ya tienes un regalo de Yennefer —gargajeó—. Ahora vas a recibir el mío.

Golpeó otra vez. La cabeza del hechicero retrocedió, la sangre fluyó sobre su frente y su mejilla. Geralt se asombró un tanto: no sentía dolor, pero indudablemente había resultado herido en la lucha. Era su propia sangre. No se preocupó, no tenía tiempo para buscar los daños y ocuparse de ellos. Cerró el puño y aplastó otra vez a Rience. Estaba enfadado.

—¿Quién te ha enviado? ¿Quién te ha contratado?

Rience le escupió sangre. El brujo lo golpeó una vez más.

—¿Quién?

El óvalo ígneo del teleportal ardió con mayor intensidad, la luz que irradiaba anegó por completo el callejón. El brujo sintió la pulsante fuerza que emanaba del óvalo, la sintió incluso antes de que su medallón comenzara a temblar salvajemente para advertirle.

Rience también percibió la energía que fluía del teleportal, presintió la ayuda que se acercaba. Gritó, se agitó como un gigantesco pez. Geralt le puso la rodilla sobre el pecho, alzó una mano, colocando los dedos en la Señal de Aard, apuntó al portal ardiente. Eso fue un error.

Del portal no salió nadie. Solamente irradió de él una fuerza, y Rience atrapó la fuerza.

De los dedos tensionados del hechicero surgieron unas púas de acero de seis pulgadas. Se clavaron en el pecho y los brazos de Geralt con un chasquido sonoro. Una energía explotó de las púas. El brujo se echó hacia atrás con un salto convulsivo. La sacudida fue tal que sintió y escuchó cómo se le quebraban y estallaban los dientes apretados por el dolor. Por lo menos dos.

Rience intentó erguirse pero cayó de nuevo de rodillas, a gatas se fue acercando al teleportal. Geralt, respirando con dificultad, sacó el estilete de la bota. El hechicero miró hacia atrás, se levantó, se tambaleó. El brujo también se tambaleaba, pero más rápido. Rience miró hacia atrás de nuevo, gritó. Geralt apretó el estilete en la mano. Estaba enfadado. Muy enfadado.

Algo le agarró por detrás, le dejó inerte, inmóvil. El medallón en el cuello pulsaba con violencia. El dolor en el hombro herido latió espasmódicamente.

Unos diez pasos delante de él estaba Filippa Eilhart. Una luz opaca surgía de sus manos alzadas: dos estelas, dos rayos. Ambos tocaban su espalda, sujetando sus brazos como tenazas de luz. Se retorció, sin resultado. No podía moverse del sitio. Sólo podía mirar cómo Rience, con un paso titubeante, alcanzaba el teleportal, que pulsaba con una claridad láctea.

Rience con paso lento y sin apresurarse, se acercó a la luz del teleportal, se metió en él de un chapuzón, se disolvió, desapareció. Un segundo después el óvalo se extinguió, sumiendo por un instante a la calleja en una negrura impenetrable, densa, aterciopelada.

 

En algún lugar entre los callejones gritaban los gatos que estaban envueltos en una lucha. Geralt miró su espada, que había recogido mientras andaba en dirección a la hechicera.

—¿Por qué, Filippa? ¿Por qué lo hiciste?

La hechicera retrocedió un paso. Aún tenía en la mano el estilete que un instante antes había clavado en el cráneo de Toublanc Michelet.

—¿Por qué preguntas? Lo sabes.

—Sí —afirmó él—. Ahora ya lo sé.

—Estás herido, Geralt. No sientes el dolor porque estás embotado por tu elixir de brujo, pero mira cómo sangras. ¿Te has calmado hasta el punto de que pueda acercarme sin miedo y ocuparme de ti? ¡Diablos, no me mires así! Y no te acerques a mí. Un paso más y me veré obligada a... ¡No te acerques! ¡Por favor! No quiero hacerte daño, pero si te acercas...

—¡Filippa! —gritó Jaskier, sujetando aún a Shani, quien estaba llorando—. ¿Te has vuelto loca?

—No —dijo con énfasis el brujo—. Ella está bien de la cabeza. Y sabe muy bien lo que hace. Todo el tiempo sabía lo que hacía. Nos utilizó. Nos traicionó. Nos engañó...

—Tranquilízate —repitió Filippa Eilhart—. No lo entiendes y no hace falta que lo entiendas. Tenía que hacer lo que hice. Y no me llames traidora. Porque precisamente hice esto para no traicionar una causa mayor de lo que puedes imaginarte. Una causa mayor y más importante, tan importante que hay que sacrificar por ella todos los asuntos menores, si llega el momento de elegir. Geralt, al diablo, nosotros estamos hablando aquí y tú estás en un charco de sangre. Tranquilízate y permite que Shani y yo nos ocupemos de ti.

—¡Ella tiene razón! —gritó Jaskier—. ¡Estás herido, joder! ¡Tenemos que apañarte y largarnos de aquí! ¡Podéis regañar luego!

—Tú y tu gran causa... —El brujo, sin prestar atención al trovador, dio un tambaleante paso al frente—. Tu gran causa, Filippa, y tu elección, es un herido apuñalado a sangre fría después de que dijera lo que querías saber y de lo que yo no debía enterarme. Tu gran causa es Rience, al que permitiste que escapara para que no dijera por azar el nombre de su señor. Para que pueda seguir matando. Tu gran causa son estos cadáveres, que no tenía por qué haber habido. Perdón, me he expresado mal. No son cadáveres. ¡Son asuntos menores!

—Sabía que no lo ibas a entender.

—No entiendo, desde luego. Nunca. Pero sé de qué se trata. Vuestras grandes causas, vuestras guerras, vuestra lucha por la salvación del mundo... Vuestro fin, que justifica los medios... Aguza el oído, Filippa. ¿Escuchas esas voces, esos chillidos? Estos gatos luchan por una gran causa. Por el dominio indivisible sobre un montón de desperdicios. No es poca cosa, vierten su sangre y se arrancan la piel. Están en guerra. Pero a mí, ambas guerras, la de los gatos y la tuya, me importan bastante poco.

—Eso es lo que te parece —dijo la hechicera—. Todo esto acabará por importante, y antes de lo que te supones. Tienes ante ti a la necesidad y a la elección. Te has enredado en el destino, querido mío, más de lo que juzgabas. Pensabas que tomabas bajo tu protección a una niña, una muchachilla. Te equivocaste. Has acogido el fuego que en cada momento puede hacer encenderse al mundo. Nuestro mundo. El tuyo, el mío, el de otros. Y vas a tener que elegir. Como yo. Como Triss Merigold. Como tuvo que elegir Yennefer. Porque Yennefer ya ha elegido. Tu predestinada esta en sus manos, brujo. Tú mismo se la pusiste en las manos.

El brujo se estremeció. Shani gritó, se escabulló de Jaskier. Geralt la detuvo con un gesto, se incorporó, miró directamente a los ojos de Filippa Eilhart.

—Mi predestinada —dijo con esfuerzo—. Mi elección... Te diré, Filippa, lo que yo he elegido. No permitiré que metáis en vuestras sucias maquinaciones a Ciri. Te lo advierto. Cualquiera que se atreva a hacerle daño a Ciri acabará como esos cuatro que yacen aquí. No lo voy a jurar ni a prometer. No tengo nada por lo que hacerlo. Simplemente advierto. Me acusaste de ser un mal tutor, de que no sé defender a esa niña. La voy a defender. Como sé hacer. Voy a matar. Voy a matar sin piedad...

—Te creo —dijo con una sonrisa la hechicera—. Sé que lo harás. Pero no hoy, Geralt. No ahora. Porque en este momento te estás desmayando por la hemorragia. Shani, ¿estás lista?

 

Capítulo séptimo

Nadie nace hechicero. Demasiado poco sabemos todavía de la genética y de los mecanismos de la herencia. Demasiado poco tiempo y medios dedicamos a la investigación. Por desgracia, estamos constantemente haciendo intentos de transmisión hereditaria de las aptitudes mágicas en una forma, por así decirlo, natural. Y el resultado de estos pseudoexperimentos muy a menudo los encontramos en las cloacas de las ciudades y junto a los muros de los santuarios. Demasiado a menudo nos encontramos con idiotas y catatónicas, profetas babeantes e incontinentes, veedoras, milagreras y sibilas de aldea, cretinos con el cerebro degenerado por una Fuerza heredada e incontrolada.

Tales cretinas y débiles mentales también pueden tener descendencia, pueden transmitirles sus capacidades y seguir degenerando. ¿Acaso alguien puede prever y describir qué aspecto tendrá el último eslabón de la cadena?

La mayoría de nosotros, hechiceros, pierde la capacidad de procrear a causa de los cambios somáticos y las perturbaciones en el funcionamiento de la hipófisis. Algunos —y más a menudo algunas— se capacitan para la magia preservando la normalidad de las gónadas. Pueden concebir y dar a luz, y tienen el descaro de considerar esto una suerte y una bendición. Y yo repito: nadie nace hechicero. ¡Y nadie debiera nacer como tal! Consciente de la importancia de lo que escribo, respondo a la pregunta dada en la Asamblea de Cidaris. Respondo categóricamente: cada una de nosotras debe decidir lo que quiere ser: hechicera o madre.

Exijo la esterilización de todas las adeptas. Sin excepciones.

Tissaia de Vries, La fuente envenenada

 

—Os diré algo —habló de pronto Iola Segunda, apoyando la cesta con el grano en la cadera—. Va a haber guerra. Así lo dijo el adalid del conde que vino a por queso.

—¿Guerra? —Ciri se retiró los cabellos de la frente—. ¿Con quién? ¿Con Nilfgaard?

—No escuché hasta el final —reconoció la adepta—. Pero el adalid dijo que nuestro conde recibió órdenes del propio rey Foltest. Ha mandado llamar a las armas y todos los caminos están atimbotados de soldados. ¡Ay, ay! ¿Qué pasará ahora?

—Si hay una guerra —dijo Eurneid—, entonces seguro que es con Nilfgaard. ¿Con quién si no? ¡Otra vez! ¡Dioses, esto es horrible!

—¿No exageras un poco con lo de la guerra, Iola? —Ciri echó el grano a los pollos y a las gallinas pintas que giraban alrededor suyo en un animado y cacareante remolino—. ¿No se tratará otra vez de una simple partida contra los Scoia'tael?

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