La sangre de los elfos (37 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

—¿Y esto, qué es esto? ¿Esta mancha blanca tan grande?

Jarre se acercó más, ella sintió el calor de su rodilla.

—El bosque de Brokilón —dijo—. Es un terreno prohibido. El reino de las dríadas del bosque. Brokilón también defiende nuestro flanco. Las dríadas no permiten pasar allí a nadie. Tampoco a los nilfgaardianos...

—Humm... —Ciri se inclinó sobre el mapa—. Aquí está Aedirn... Y la ciudad de Vengerberg... ¡Jarre! ¡Para inmediatamente!

El muchacho retiró con rapidez sus labios del cabello de la muchacha, se puso tan rojo como un clavel.

—¡No quiero que me hagas eso!

—Ciri, yo...

—He venido a ti con un asunto importante, como hechicera a ver a un erudito — dijo fría y digna, con un tono que imitaba a la perfección la voz de Yennefer—. ¡Así que compórtate!

El "erudito" se ruborizó aún más y adoptó un gesto tan tonto que la "hechicera" necesitó esforzarse para no reírse. Ciri volvió a inclinarse sobre el mapa.

—De toda tu geografía —siguió—, hasta ahora no hemos sacado nada. Me hablas del Yaruga, y sin embargo los nilfgaardianos ya cruzaron una vez al otro lado. ¿Qué se lo puede impedir ahora?

—Entonces —carraspeó Jarre, limpiándose el sudor, que de pronto le había surgido en la frente— tenían contra sí sólo a Brugge, Sodden y Temeria. Ahora somos una alianza bien unida. Los Cuatro Reinos. Temeria, Redania, Aedirn y Kaedwen...

—Kaedwen —dijo orgullosa Ciri—. Sí, ya sé de qué trata esa alianza. El rey Henselt de Kaedwen le proporciona ayuda secreta y especial al rey Demawend de Aedirn. Esa ayuda la llevan en barriles. Y si el rey Demawend sospecha que alguien es un traidor, echa piedras en los barriles. Les pone una trampa...

Se interrumpió, al acordarse de que Geralt le había prohibido hablar de lo sucedido en Kaedwen. Jarre la miró con suspicacia.

—¿Cierto? ¿Y cómo sabes tú de todo eso?

—Lo leí en un libro escrito por el mariscal Pelícano —bufó—. Y en otras analogías. Cuéntame qué es lo qué pasó en ese Dol Angra, o como quiera que se llame. Y primero muéstrame dónde está.

—Aquí. Dol Angra es un amplio valle, el camino que conduce desde el sur hacia los reinos de Lyria y Rivia, hasta Aedirn, y luego hasta Dol Blathanna y Kaedwen... Y a través del valle del Pontar hasta nosotros, hasta Temeria.

—¿Y qué pasó allí?

—Hubo una lucha. Al parecer. No sé mucho de este tema. Pero es lo que decían en el castillo.

—¡Pues si hubo lucha —Ciri adoptó un gesto preocupado— entonces ya es la guerra! ¿Qué es lo que me andas contando?

—No es la primera vez que ha habido lucha —le explicó Jarre, aunque la muchacha vio que estaba cada vez menos seguro de sí mismo—. En las fronteras hay incidentes muy a menudo. Pero no tienen ninguna importancia.

—¿Y por qué no la tienen?

—Hay equilibrio de fuerzas. Ni nosotros ni los nilfgaardianos podemos hacer nada. Y ninguna de las partes puede darle al contrincante un casus belli...

—¿Dar lo qué?

—Un motivo para la guerra. ¿Comprendes? Por eso los incidentes armados de Dol Angra son con toda seguridad accidentes, seguramente un ataque de bandoleros o enredos de contrabandistas... En ningún caso puede tratarse de acciones de ejército regular, ni de los nuestros, ni de los nilfgaardianos... Porque esto sería precisamente un casus belli...

—Ajá. Escucha, Jarre, y dime...

Se incorporó. Alzó de pronto la cabeza, tocó con los dedos las sienes, frunció el ceño.

—Tengo que irme —dijo—. Doña Yennefer me llama.

—¿Puedes escucharla? —se interesó el muchacho—. ¿En la distancia? En qué forma...

—Tengo que irme —repitió, al tiempo que se levantaba y se limpiaba las rodillas de polvo—. Escucha, Jarre. Me voy con doña Yennefer por un asunto muy importante. No sé cuándo volveremos. Te adelanto que se trata de asuntos secretos, que afectan exclusivamente a las hechiceras, así que no hagas preguntas.

Jarre también se levantó. Se arregló la ropa, pero seguía sin saber qué hacer con las manos. Los ojos se le humedecieron en una forma asquerosa.

—Ciri...

—¿Qué?

—Yo... yo...

—No sé qué quieres —dijo impaciente, dirigiendo hacia él sus enormes ojos esmeraldas completamente abiertos—. Y tú por lo visto tampoco lo sabes. Me voy. Adiós, Jarre.

—Hasta la vista... Ciri. Buen viaje. Voy... voy a pensar en ti...

Ciri suspiró.

 

—¡Aquí estoy, doña Yennefer!

Entró a la habitación como el proyectil de una catapulta que, tras golpear la puerta y abrirla, se estrellara contra la pared. Un escabel que se interponía en el camino amenazaba con romperle la pierna, pero Ciri lo saltó con habilidad, realizó una media pirueta llena de gracia y simuló un tajo con la espada. Luego sonrió alegre por el éxito de la maniobra. Pese a lo rápido de sus movimientos no jadeaba, respiraba con armonía y con tranquilidad. Dominaba ya perfectamente el control de la respiración.

—¡Aquí estoy! —repitió.

—Por fin. Desnúdate y a la bañera. Y rapidito.

La hechicera no miró hacia atrás, no se volvió de la mesa, contempló a Ciri a través del reflejo en el espejo. Yennefer se estaba peinando con lentos movimientos sus humedecidos rizos negros, los cuales se alisaban bajo la acción del peine para, un instante después, retorcerse de nuevo en una ola brillante.

La muchacha se deshebilló las botas como un relámpago, las arrojó a un lado, se liberó de la ropa y se introdujo con un chapoteo en la bañera. Agarró el jabón y comenzó a restregarse enérgicamente el antebrazo.

Yennefer estaba sentada, inmóvil, miraba por la ventana, jugueteaba con el peine. Ciri resoplaba, gorgoteaba y escupía, porque le había entrado jabón en los ojos. Agitó la cabeza, reflexionando sobre si existía algún hechizo que permitiera lavarse sin agua, jabón ni pérdida de tiempo.

La hechicera soltó el peine pero, aún sumida en sus pensamientos, miró por la ventana, a la bandada de cuervos y cornejas que volaba hacia el este entre graznidos chirriantes. Sobre la mesa, junto al espejo y a una imponente batería de frasquitos con cosméticos, yacían unas cuantas cartas. Ciri sabía que Yennefer esperaba estas cartas desde hacía tiempo, que de que las recibiera dependía cuándo iban a dejar el santuario. Pese a lo que le había dicho a Jarre, la muchacha no tenía ni idea de a dónde iban ni por qué razón. Pero en esas cartas...

Chapoteando con la mano izquierda para pasar desapercibida, colocó los dedos de la mano derecha en un gesto, se concentró en la fórmula, clavó la vista en las cartas y envió un impulso.

—Ni te atrevas —le dijo Yennefer sin volverse.

—Pensaba... —carraspeó—. Pensaba que alguna sería de Geralt...

—Si hubiera sido así, te la habría dado. —La hechicera dio la vuelta a la silla, se sentó enfrente de ella—. ¿Te queda todavía mucho de bañarte?

—Ya he terminado.

—Levántate, por favor.

Ciri obedeció. Yennefer sonrió.

—Sí —dijo—. Ya has dejado atrás la infancia. Te has redondeado allí dónde se debe. Baja los brazos. Tus codos no me interesan. Venga, venga, sin rubores, sin falsas vergüenzas. Es tu cuerpo, la cosa más natural en el mundo. El que madures, también es natural. Si tu fortuna hubiera sido otra... Si no hubiera sido por la guerra, haría ya tiempo que serías la mujer de algún príncipe o infante. Te das cuenta, ¿verdad? Hemos hablado de los temas referidos al género tan a menudo y con tanta precisión como para que sepas que ya eres una mujer. Fisiológicamente, se entiende.

¿No habrás olvidado lo que hemos hablado?

—No. No me he olvidado.

—Espero que durante tus visitas a Jarre tampoco hayas tenido problemas con tu memoria, ¿no?

Ciri apartó la vista, pero sólo un instante. Yennefer no sonrió.

—Sécate y ven junto a mí —dijo con frialdad—. No salpiques, por favor.

Ciri, envuelta en toallas, se sentó en un escabel junto a las rodillas de la hechicera. Yennefer peinaba sus cabellos, cortando de vez en cuando con las tijeras algún mechón revoltoso.

—¿Estás enfadada conmigo? —preguntó la muchacha con indecisión—. ¿Porque... estuve en la torre?

—No. Pero a Nenneke no le gusta. Lo sabes.

—Pero yo no... Ese Jarre no me interesa para nada. —Ciri enrojeció ligeramente—. Yo sólo...

—Precisamente —masculló la hechicera—. Tú sólo. No te hagas la niña, porque ya no lo eres, te recuerdo. A ese muchacho cuando te ve se le cae la baba y comienza a tartamudear. ¿Es que no te das cuenta?

—¡No es mi culpa! ¿Qué le puedo hacer?

Yennefer dejó de peinarla, la midió con sus profundos ojos violetas.

—No te burles de él. Porque eso es abyecto.

—¡Yo no me burlo de él para nada! ¡Sólo hablo con él!

—Quisiera creer —la hechicera hizo chasquear las tijeras al cortar otro mechón que no se dejaba colocar por nada del mundo— que durante esas conversaciones recuerdas lo que te pedí.

—¡Lo recuerdo, lo recuerdo!

—Es un muchacho inteligente y perspicaz. Una, dos palabras imprudentes pueden ponerlo en la dirección correcta, sobre la pista de asuntos que no debe conocer. De los que nadie debe saber. Nadie, absolutamente nadie debe saber quién eres.

—Lo recuerdo —repitió Ciri—. No le he soltado ni palabra a nadie, puedes estar segura. Dime, ¿es por eso que tenemos que irnos? ¿Tienes miedo de que alguien pueda enterarse de quién soy? ¿Por eso?

—No. Por otras razones.

—¿Acaso porque... porque puede haber guerra? ¡Todos hablan de una nueva guerra! Todos hablan de ello, doña Yennefer.

—Ciertamente —confirmó fría la hechicera, haciendo chasquear las tijeras junto a la oreja de Ciri—. Es un tema del grupo de los llamados inagotables. Se hablaba de guerras, se habla de ellas y se seguirá hablando. Y no sin causa: ha habido guerras en el pasado y las habrá en el futuro. Agacha la cabeza.

—Jarre dijo... que no habrá guerra con Nilfgaard. Habló de no sé qué analogías... Me enseñó un mapa. Yo no sé qué decir. No sé lo que son esas analogías, seguramente son algo muy complicado... Jarre lee diversos libros eruditos y se hace el listo, pero yo pienso...

—Me interesa lo que piensas, Ciri.

—En Cintra... Entonces... Doña Yennefer, mi abuela era mucho más lista que Jarre. El rey Eist también era listo, navegaba por los mares, lo había conocía todo, incluso el narval y la serpiente marina, apuesto a que hasta más de una analogía había visto. ¿Y de qué sirvió? De pronto aparecieron ellos, los nilfgaardianos...

Ciri bajó la cabeza, la voz se le quebró en la laringe. Yennefer la abrazó, la apretó con fuerza.

—Por desgracia —dijo en voz baja—. Por desgracia tienes razón, feúcha. Si la capacidad de aprovechar las experiencias y de sacar conclusiones fuera decisiva, hace ya mucho que habríamos olvidado qué es la guerra. Pero a los que quieren guerra nunca los han detenido ni les detendrán las experiencias ni las analogías.

—Entonces... Entonces es verdad. Habrá guerra. ¿Por eso tenemos que irnos?

—No hablemos de ello. No nos preocupemos de antemano. Ciri sorbió las narices.

—Yo ya he visto la guerra —susurró—. No tengo ganas de verla otra vez. Nunca. No quiero estar sola de nuevo. No quiero tener miedo. No quiero perder de nuevo todo, como entonces. No quiero perder a Geralt... ni a ti tampoco. No quiero perderte. Quiero estar contigo. Y con él. Siempre.

—Lo estarás. —La voz de la hechicera tembló ligeramente—. Y yo estaré contigo, Ciri. Siempre. Te lo prometo.

Ciri volvió a sorber las narices. Yennefer tosió bajito, soltó las tijeras y el peine, se levantó, se acercó a la ventana. Los cuervos seguían graznando, mientras volaban en dirección a los cerros.

—Cuando llegué aquí —habló de pronto la hechicera con su voz habitualmente sonora, que temblaba un poco—. Cuando nos vimos por vez primera... No te gusté.

Ciri callaba. Nuestro primer encuentro, pensó. Lo recuerdo. Estaba con otras muchachas en la Gruta, Cortusa nos mostraba las plantas y las hierbas. Entonces entró Iola Primera, susurró algo al oído de Cortusa. La sacerdotisa frunció el ceño con desagrado. Y Iola Primera se acercó a mí con un gesto extraño. Prepárate, Ciri, dijo, ve deprisa al refectorio. Te llama la madre Nenneke. Ha venido alguien.

Una mirada extraña, significativa, la excitación en los ojos. Y el susurro. Yennefer. La hechicera Yennefer. Más deprisa, Ciri, apresúrate. La madre Nenneke te espera. Y ella espera.

Supe al momento, pensó Ciri, que era ella. Porque la había visto. La había visto la noche anterior, en mis sueños.

Ella.

Entonces no conocía su nombre. En mis sueños no hablaba. Sólo me miraba, y detrás de ella, en la oscuridad, vi unas puertas cerradas...

Ciri suspiró. Yennefer se dio la vuelta, la estrella de obsidiana en su cuello refulgió con miles de reflejos.

—Tienes razón —reconoció seria la muchacha, mientras miraba directamente a los ojos violetas de la hechicera—. No me gustabas.

—Ciri —dijo Nenneke—. Acércate a nosotras. Te presento a doña Yennefer de Vengerberg, Maestra de la Magia. No tengas miedo. Doña Yennefer sabe quién eres. Se puede confiar en ella.

La muchacha hizo una reverencia, colocando las manos en un gesto de respeto. La hechicera, con la tela de su largo vestido negro crepitando por el movimiento, se acercó, la tomó por la barbilla, le levantó la cabeza sin ceremonias, la volvió hacia la izquierda, hacia la derecha. Ciri sintió la rabia y la resistencia que le crecían dentro: no estaba acostumbrada a que nadie la tratara de esta forma. Y al mismo tiempo le pinchó el aguijón ardiente de la envidia. Yennefer era muy hermosa. En comparación con la belleza pálida, delicada y bastante corriente de las sacerdotisas y las adeptas que Ciri veía cada día, la hechicera brillaba con una belleza consciente, incluso demostrativa, acentuada, subrayada en cada detalle. Sus rizos como ala de cuervo, que caían en cascada sobre los hombros, refulgían, reflejaban la luz como plumas de pavo, retorciéndose y ondulando con cada movimiento. Ciri se avergonzó de pronto, se avergonzó de sus codos arañados, de sus manos agrietadas, de sus uñas quebradas, de sus cabellos rotos en mechones grises. De pronto deseó poderosamente tener lo que tenía Yennefer: un cuello bello y muy desnudo, y sobre él una hermosa cinta de terciopelo negro y una preciosa y brillante estrella. Unas cejas iguales, acentuadas con carbón y unas largas pestañas. Una boca orgullosa. Y esas dos redondeces, que se alzaban con cada inspiración, apretadas por la tela negra y la blanca puntilla...

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