—Espera. —Henselt se rascó con fuerza la barba—. Más de un rey, decís. Entonces dejad por un momento en paz a Foltest. Hay otros. En su momento Calanthe quería casar a su nieta con el hijo de Ervyll de Verden. Puede que Ervyll también olfatee Cintra. Y no sólo él...
—Humm... —murmuró Vizimir—. Es cierto. Ervyll tiene tres hijos... ¿Y qué decir de los aquí presentes que también poseen descendencia del género masculino? ¿Eh?
¿Meve? ¿Acaso no nos estás echando jabón a los ojos?
—A mí me podéis excluir. —La reina de Lyria adoptó una sonrisa aún más graciosa—. Por el mundo pululan, cierto, dos vástagos míos... Fruto del olvido producido por la voluptuosidad... Si no los han colgado ya, claro. Dudo que de pronto alguno de ellos quisiera reinar. No tenían para ello ni predisposición ni inclinaciones.
Ambos eran más tontos incluso que su padre, que en paz descanse. Quien conociera a mi difunto marido sabe lo que esto significa.
—Cierto —dijo el rey de Redania—. Yo lo conocí. ¿De verdad que tus hijos son más tontos? Joder, pensaba que no se podía ser más tonto... Perdona, Meve...
—No es nada, Vizimir.
—¿Quién más tiene hijos?
—Tú, Henselt.
—¡Mi hijo está casado!
—¿Y para qué está el veneno? Por el trono de Cintra, como alguien sabiamente ha dicho aquí, más de uno sacrificaría su felicidad personal. ¡Valdría la pena!
—¡No me hacen gracia tales insinuaciones! ¡Y déjame en paz! ¡Otros también tienen hijos!
—Niedamir de Hengfors tiene dos. Y él mismo es viudo. No es muy viejo. No olvidemos tampoco a Esterad Thyssen de Kovir.
—Yo los excluiría —negó Vizimir—. La Liga de Hengfors y Kovir planean una alianza dinástica entre ellos. Cintra y el sur no les interesan. Humm... Pero Ervyll de Verden... Lo tiene cerca.
—Hay alguien más que también lo tiene cerca —advirtió de pronto Demawend.
—¿Quién?
—Emhyr var Emreis. No está casado. Y es más joven que tú, Foltest.
—Maldita sea. —El rey de Redania arrugó la frente—. Si esto fuera verdad...
¡Emhyr nos jodería bien! Está claro, el pueblo y la nobleza de Cintra irán siempre detrás de la sangre de Calanthe. ¿Imagináis lo que pasaría si Emhyr atrapara a la Leoncilla? ¡Coño, lo que nos faltaba! ¡Reina de Cintra y emperatriz de Nilfgaard!
—¡Emperatriz! —resopló Henselt—. De verdad exageras, Vizimir. ¿Para qué necesita Emhyr a la muchacha, para qué diablos se va a casar? ¿Por el trono de Cintra? ¡Emhyr ya tiene Cintra! ¡Conquistó el país y lo convirtió en una provincia nilfgaardiana! ¡Está sentado en el trono con todo el culo y aún tiene suficiente sitio para removerse!
—En primer lugar —advirtió Foltest—, Emhyr gobierna Cintra con el derecho, o mejor con la falta de él, del agresor. Si tuviera a la muchacha y se casara con ella podría reinar legalmente. ¿Entiendes? Un Nilfgaard que se enlaza por matrimonio con la sangre de Calanthe ya no es el Nilfgaard invasor contra el que se afila las uñas todo el sur. Es un Nilfgaard vecino, con el que hay que contar. ¿Cómo querrías expulsar tal Nilfgaard detrás de Marnadal, detrás del paso de Amell? ¿Atacando un reino en cuyo trono se sienta legalmente la Leoncilla, nieta de la Leona de Cintra? ¡Voto a bríos! No se quién busca a esa niña. Yo no la buscaba. Pero os anuncio que comenzaré ahora mismo. Todavía pienso que la muchacha está muerta pero no nos podemos permitir el riesgo. Resulta que es un personaje demasiado importante. ¡Si sobrevivió, tenemos que encontrarla!
—¿Arreglamos ya con quién la vamos a casar si la encontramos? —dijo Henselt—. Tales asuntos no debieran dejarse al azar. Podríamos también entregársela a los partisanos de Vissegerd como estandarte, atada a una larga alcándara, que la lleven al frente cuando ataquen aquella orilla.
Pero si la Cintra recuperada ha de servirnos a todos... Creo que sabéis de lo que se trata. Si atacamos a Nilfgaard y recuperamos Cintra, podremos sentar a la Leoncilla en el trono. Pero la Leoncilla sólo puede tener un marido. Un marido que sea el que cuide de nuestros intereses en la desembocadura del Yaruga. ¿Quién de los presentes se ofrece voluntario?
—Yo no —se burló Meve—. Renuncio al privilegio.
—Y yo no excluiría a los que no están presentes —dijo serio Demawend—. Ni a Ervyll, ni a Niedamir ni a los Thyssen. Y el tal Vissegerd, tenedlo presente, puede sorprenderos y hacer un uso inesperado del estandarte atado a una larga alcándara.
¿Habéis oído hablar de los matrimonios morganáticos? ¡Vissegerd es viejo y feo como una mierda de vaca, pero si atiborra a la Leoncilla con una decocción de absenta y damiana puede que se enamore de él inesperadamente! Señores, ¿entra en nuestros planes un rey Vissegerd?
—No —murmuró Foltest—. En los míos no.
—Humm... —Vizimir vaciló—. En los míos tampoco. Vissegerd es herramienta y no socio, y ése es el papel que tiene que interpretar en nuestros planes de ataque a Nilfgaard. Además, si el que tan obstinadamente busca a la muchacha es Emhyr var Emreis, no podemos arriesgarnos.
—No podemos en absoluto —confirmó Foltest—. La Leoncilla no puede caer en manos de Emhyr. No puede caer en las de nadie... en las manos inadecuadas... viva.
—¿Infanticidio? —Meve frunció el ceño—. Una solución muy fea, señores reyes. Indigna. Y creo innecesariamente drástica. Primero encontraremos a la muchacha, porque aún no la tenemos. Y cuando la encontremos, me la dais a mí. La esconderé durante dos años en algún castillo en las montañas, la casaré con alguno de mis caballeros. Cuando la veáis de nuevo tendrá ya dos niños y, oh, una tripa así.
—Es decir, si he contado bien, por lo menos tres posibles pretendientes y usurpadores más. —Vizimir movió la cabeza—. No, Meve. Es de verdad feo, pero la Leoncilla, si sobrevivió, ahora tiene que morir. Es razón de estado. ¿Señores?
La lluvia golpeaba contra la ventana. Entre las torres del castillo de Hagge aullaba el viento.
Los reyes callaban.
—Vizimir, Foltest, Demawend, Henselt y Meve —repitió el mariscal—. Se han reunido en secreto en el castillo de Hagge en el Pontar. Deliberaron secretamente.
—Vaya un simbolismo —dijo, sin volverse, un hombre delgado, moreno, con un caftán de alce que tenía señales de cerrojos de armadura y manchas de herrumbre—. Precisamente al pie de Hagge, no hace todavía cuarenta años, Virfuril venció al ejército de Medell, fortaleciendo su poder en el valle del Pontar y trazando la frontera actual entre Aedirn y Temeria. Y hoy, mira, Demawend, hijo de Virfuril, invita a Hagge a Foltest, hijo de Medell, y para completar se trae también a Vizimir de Tretogor, Henselt de Ard Carraigh y a la viudita alegre de Meve de Lyria. Se encuentran y deliberan en secreto. ¿Imaginas sobre qué deliberan, Coehoorn?
—Me lo imagino —dijo el mariscal. No dijo ni una palabra más. Sabía que el hombre que estaba vuelto de espaldas no soportaba que nadie alardeara en su presencia de elocuencia, así que sólo comentó los hechos.
—No invitaron a Ethain de Cidaris. —El hombre del caftán de alce se volvió, puso las manos a la espalda, anduvo lentamente desde la ventana a la mesa y de vuelta—. Ni a Ervyll de Verden. No invitaron a Esterad Thyssen ni a Niedamir. Esto quiere decir que están muy seguros o muy inseguros. No invitaron a nadie del Capítulo de los Hechiceros. Interesante. Y significativo. Coehoorn, intenta que los hechiceros se enteren de estas deliberaciones. Que sepan que sus monarcas no les tratan como iguales. Me da la sensación de que los hechiceros del Capítulo tenían sus dudas a este respecto. Deshazlas.
—A la orden.
—¿Hay nuevas de Rience?
—Ninguna.
El hombre se detuvo junto a la ventana, estuvo allí de pie largo tiempo, viendo a la lluvia mojar las cumbres de las montañas. Coehoorn esperó, apretando y aflojando nerviosamente la mano apoyada sobre el pomo de la espada. Se temía que se iba a ver obligado a escuchar un largo monólogo. El mariscal sabía que el hombre que estaba de pie junto a la ventana consideraba tales monólogos como conversaciones, y las conversaciones como honor y muestra de confianza. Lo sabía, pero seguía sin gustarle escuchar monólogos.
—¿Qué te parece este país, virrey? ¿Has conseguido ya amar tu nueva provincia?
Dio un respingo, sorprendido. No se esperaba esta pregunta. Pero no se lo pensó demasiado. La falta de sinceridad y la indecisión podían costar muy caro.
—No, vuestra majestad. No la amo. Este país es tan... siniestro.
—Antes era distinto —respondió el hombre, sin volverse—. Y será distinto algún día. Lo verás. Verás aún una hermosa y alegre Cintra, Coehoorn. Te lo prometo. Pero no te entristezcas. No te voy a retener aquí mucho tiempo. Algún otro asumirá el virreinato de la provincia. Tú me vas a ser necesario en Dol Angra. Te irás inmediatamente después de sofocar la rebelión. Necesito a alguien responsable en Dol Angra. Alguien que no se deje provocar. La viudita alegre de Lyria o Demawend... Querrán provocarnos. Te llevarás una muestra de jóvenes oficiales. Enfriarás sus cabezas calientes. Os dejaréis provocar cuando yo dé la orden. No antes.
—¡Así será!
Desde la antecámara les alcanzó el sonido de las armas y las espuelas, voces alzadas. Llamaron a la puerta. El hombre del caftán de alce se volvió hacia la ventana, hizo un gesto de aprobación con la cabeza. El mariscal se inclinó ligeramente, salió.
El hombre volvió a la mesa, se sentó, inclinó la cabeza sobre los mapas. Los miró largo tiempo, al fin apoyó la frente sobre las manos unidas. El enorme brillante de su anillo estalló en miles de fuegos a la luz de las velas.
—¿Vuestra majestad? —La puerta chirrió levemente.
El hombre no varió su posición. Pero el mariscal advirtió que las manos le temblaban. Lo reconoció por el reflejo del brillante. Despacio y con precaución cerró la puerta detrás de sí.
—¿Noticias, Coehoorn? ¿De Rience?
—No, vuestra majestad. Pero buenas noticias. La rebelión en las provincias ha sido sofocada. Destrozamos a los rebeldes. Sólo unos pocos consiguieron escapar hasta Verden. Tenemos a su caudillo, el duque Windhalm de Attre.
—Bien —dijo al cabo el hombre, con la cabeza todavía apoyada en las manos—. Windhalm de Attre... Mándalo decapitar. No... Decapitar no. Ejecutar de otro modo. Espectacular, largo y cruel. Y en público, se entiende. Es necesario un castigo ejemplar. Algo que asuste a otros. Pero, por favor, Coehoorn, ahórrame los detalles. En los informes no tienes que entretenerte en descripciones pintorescas. No encuentro placer en ello.
El mariscal movió la cabeza, tragó saliva. Él tampoco encontraba placer en ello. Ningún placer en absoluto. Tenía la intención de dejar la preparación y la ejecución del castigo a los especialistas. No tenía ninguna intención de preguntar por los detalles. Ni mucho menos estar presente en ella.
—Estarás presente en la ejecución. —El hombre alzó la cabeza, tomó una carta de la mano, puso el sello—. Oficialmente. Como virrey de la provincia de Cintra. Me sustituirás. Yo no tengo intenciones de contemplarlo. Es una orden, Coehoorn.
—¡Así será! —El mariscal ni siquiera intentó esconder su disgusto y turbación. Ante el hombre que había dado las órdenes no se debía ocultar nada. Y raramente alguien lo conseguía.
El hombre miró a la carta abierta, casi inmediatamente la echó al fuego, a la chimenea.
—Coehoorn.
—¿Sí, vuestra majestad?
—No voy a esperar al informe de Rience. Despierta a los magos, que preparen una telecomunicación con el punto de contacto de Redania. Que transmitan mi orden verbal que debe ser inmediatamente llevada a Rience. El contenido de la orden es el siguiente: Rience tiene que dejarse de hacer encaje de bolillos, que se deje de entretener con el brujo. Porque esto puede acabar mal. No se puede uno entretener con el brujo. Yo lo conozco, Coehoorn. Él es demasiado inteligente como para conducir a Rience a la pista. Repito, Rience tiene que organizar inmediatamente un atentado, tiene que eliminar inmediatamente de este juego al brujo. Matarlo. Y luego desaparecer, esconderse y esperar órdenes. Y si cayera antes en la pista de la hechicera, ha de dejarla en paz. A Yennefer no le puede caer un pelo de la cabeza.
¿Lo has aprendido, Coehoorn?
—Sí.
—La telecomunicación ha de ser cifrada y sólidamente asegurada contra lecturas mágicas. Advierte a los hechiceros de esto. Si hacen una chapuza, si personas inadecuadas se enteran del contenido de esta orden, les haré responsables.
—Así será. —El mariscal carraspeó, se incorporó.
—¿Qué más, Coehoorn?
—El conde... Ya está aquí, vuestra majestad. Ha venido conforme vuestras órdenes.
—¿Ya? —sonrió el hombre—. Una prisa digna de elogio. Tengo la esperanza de que no ha reventado ese caballo prieto que todos le envidian. Que entre.
—¿He de estar presente en la conversación, vuestra alteza?
El caballero al que hicieron venir desde la antesala entró en la habitación con paso enérgico, poderoso y ruidoso, envuelto en chirridos de la armadura negra. Se detuvo, se enderezó con orgullo, se retiró de los hombros una capa negra que estaba mojada y salpicada de barro, colocó la mano sobre la empuñadura de una potente espada. Apoyó en la cadera el yelmo negro adornado con las alas de un ave de rapiña. Coehoorn miró al rostro del caballero. Encontró en él un orgullo descarado, áspero y militar. No encontró nada de lo que se debiera encontrar en el rostro de un hombre que acababa de pasar los últimos dos años en una torre, en un lugar del que, como todo apuntaba, sólo se podía salir para ir al cadalso. El mariscal se sonrió por debajo de su bigote. Sabía que el desprecio a la muerte y la valentía irracional de los jovenzuelos surgía exclusivamente de su falta de imaginación. Lo sabía perfectamente. Él mismo fue alguna vez un jovenzuelo así.
El hombre que se sentaba a la mesa apoyó la barbilla en las manos, miró con atención al caballero. El jovenzuelo se tensó como una cuerda.
—Para que todo esté claro —le dijo el hombre de detrás de la mesa—, has de saber que el error que cometiste en este lugar hace dos años, por lo menos no te ha sido perdonado. Recibirás todavía otra oportunidad. Te daré aún otra orden. De la forma en que la ejecutes dependerá mi decisión en lo que respecta a tu suerte.
El rostro del joven caballero ni siquiera tembló, no temblaron tampoco las plumas de las alas del yelmo que tenía apoyado en el muslo.
—Nunca engaño a nadie, nunca doy a nadie falsas esperanzas —siguió el hombre—. Así que has de saber que tienes unas ciertas perspectivas de salvar tu cuello del hacha del verdugo, si, por supuesto, esta vez no cometes ningún error. De un indulto completo tienes pocas probabilidades. De obtener mi perdón y mi olvido... ninguna.