Geralt se liberó de los dos guardias que lo estaban intentando atar. A uno le clavó el puño en la barbilla y lo arrojó por la borda. El otro se echó sobre él con un gancho de hierro, pero se le doblaron las piernas y cayó en el abrazo de Olsen, con el puñal del aduanero clavado bajo una costilla hasta la empuñadura.
El brujo saltó la baranda. Antes de que las aguas llenas de plantas acuáticas se cerraran sobre su cabeza, escuchó aún el grito de Linus Pitt, profesor de historia natural en la Academia de Oxenfurt.
—¿Qué es esto? ¿Qué género es? ¡No existen tales animales!
Se sumergió junto a la barca temeria, evitando de milagro el golpe de un arpón que le quiso endilgar uno de los hombres del calvo. El guardia no alcanzó a golpear de nuevo, cayó al agua con una flecha en la garganta.
Geralt, agarrando el arpón que el guardia había soltado, tomó impulso con los pies en el casco, buceó en el remolino que se agitaba, pinchó con fuerza a algo que esperaba que no fuera Everett.
—¡Esto no es posible! —escuchó los gritos del bachiller—. ¡Tales animales no pueden existir! ¡O por lo menos no debieran existir!
Con esta última afirmación estoy completamente de acuerdo
, pensó el brujo, al mismo tiempo que pinchaba con el arpón en la coraza dura y erizada de excrecencias de la abejorra. El cadáver del guardia temerio se removía inerte entre las mandíbulas de sierra del monstruo, salpicando sangre. La abejorra agitaba a toda velocidad su aplastada cola, se sumergía hacia el fondo, alzando nubes de légamo. Escuchó un grito agudo. Everett, revolviendo el agua como un perrito, se agarró a los pies del calvo, que estaba intentando subirse a la barca por las cuerdas que colgaban de la borda. Los dos soltaron las cuerdas. El guardia y el niño desaparecieron con un borbolleo bajo la superficie. Geralt se lanzó en su dirección, buceó. El que casi inmediatamente tocara con los dedos el cuello de castor del muchacho fue una absoluta casualidad. Arrancó a Everett del atolladero de plantas acuáticas, nadó de espaldas, impulsándose con los pies llegó hasta la barcaza.
—¡Aquí, don Geralt! ¡Aquí! —escuchó gritos y aullidos que se apagaban los unos a los otros—. ¡Dádsela! ¡Una cuerda! ¡Agarra la cuerda! ¡Mierdaaaaa! ¡La cuerda!
¡Geralt! ¡Con el bichero, con el bichero! ¡Mi hijooooo!
Alguien sacó al niño de su abrazo, trepó hacia arriba. En ese mismo momento alguien lo agarró por detrás, le golpeó en el occipucio, se cubrió y lo empujó bajo el agua. Geralt soltó el arpón, se volvió, atrapó a su atacante por el cinturón. Con la otra mano quiso agarrarlo por los cabellos pero no funcionó. Era el calvo.
Se sumergieron los dos, sólo por un minuto. La barca temeria estaba ya algo alejada de la barcaza, Geralt y el calvo, abrazados, estaban en el centro. El calvo lo agarró por el cuello, el brujo le metió el pulgar en el ojo. El guardia gritó, le soltó, se alejó nadando. Geralt no pudo alejarse, algo le tenía agarrado por el pie y le arrastraba hacia abajo, a las profundidades. Junto a él, como si fuera corcho, la superficie estaba salpicada de pedazos de cuerpo humano. Ya sabía qué era lo que le tenía sujeto, inútil resultaba la información de Linus Pitt que le llegaba desde la cubierta de la barcaza.
—¡Es un artrópodo! ¡Del género Amphipoda! ¡De la clase de los megalomandibulares!
Geralt martilleó rabioso con las manos en el agua, intentando sacar el pie de las tenazas de la abejorra, que le arrastraban hacia unas mandíbulas que chasqueaban rítmicamente. El magister bachiller había tenido razón otra vez. Las mandíbulas no eran pequeñas.
—¡Atrapa la cuerda! —gritó Olsen—. ¡Atrapa la cuerda!
En las orejas del brujo silbó un arpón que se clavó con un chasquido en la coraza del monstruo, sumergida y cubierta de algas. Geralt agarró el asta, se apoyó en él, se impulsó con fuerza, encogió el pie libre y con fuerza pateó a la abejorra. Se liberó de las garras con púas, dejando en ellas la bota, un buen trozo de pantalón y no poca piel. En el aire silbaban más arpones, en su mayoría errados. La abejorra encogió las patas, agitó la cola, se sumergió con gracia en las verdes profundidades.
Geralt agarró la cuerda que le cayó en la cara. Un bichero, rasgándole dolorosamente un costado, lo capturo por el cinturón. Sintió el tirón, subió hacia arriba, alzado por muchas manos se encaramó por encima de la baranda y rodó sobre las tablas de la cubierta, esparciendo agua, fango, limo y sangre. Junto a él se acumularon los pasajeros, la tripulación de la barcaza y los aduaneros. El enano de las pieles de zorro y Olsen disparaban con sus arcos, inclinados sobre la borda.
Everett, mojado y verde de las algas, castañeteaba los dientes abrazado por su madre, sollozaba y les explicaba a todos que él no había querido.
—¡Don Geralt! —le gritó Chapotes en los oídos —. ¿Vivís acaso?
—Su puta madre... —El brujo escupió unas algas—. Demasiado viejo estoy para todo esto... Demasiado viejo...
Junto a él, el enano soltó la cuerda del arco y Olsen bramaba alegre.
—¡Derecha a la tripa! ¡Ja, ja, ja! ¡Bonito disparo, señor peletero! ¡Eh, Boratek, devuélvele el dinero! ¡Con ese disparo se ha ganado un descuento!
—Esperad —tosió el brujo, intentando en vano levantarse—. ¡No matéis a todos, diablos! ¡Tengo que tener a alguno vivo!
—Hemos dejado a uno —le aseguró el aduanero—. El calvorota ése, que se chungueaba conmigo. Al resto lo hemos asaetado. El calvucho, oh, por allá nada. Ahora lo pescamos. ¡Vengan acá esos bicheros!
—¡Un descubrimiento! ¡Un gran descubrimiento! —gritaba Linus Pitt, dando saltos junto a la borda—. ¡Un género completamente nuevo, desconocido! ¡Un ejemplar único!
¡Ah, cómo os estoy de agradecido, señor brujo! ¡Este género figurará a partir de hoy en los libros como... como Geraltia maxiliosa pitti!
—Señor bachiller —gimió Geralt—. Si de verdad queréis mostrarme vuestro agradecimiento... Entonces que esa puta se llame Everetia.
—También es bonito —accedió el erudito—. ¡Ah, vaya un descubrimiento! ¡Qué maravillosa y única ocasión! Seguramente la única que vivía en el delta...
—No —dijo de pronto Chapotes con voz siniestra—. No es la única. ¡Mirad!
Una alfombra de nenúfares que alcanzaba hasta un islote no muy lejano comenzó a temblar, se balanceó violentamente. Vieron una ola, y luego un cuerpo enorme y alargado, que recordaba un tronco podrido, agitando rápidamente numerosos tentáculos y abriendo y cerrando las mandíbulas. El calvo se dio la vuelta, lanzó un penetrante grito y nadó, revolviendo las aguas con manos y pies.
—Qué ocasión, qué ocasión —anotó presto Pitt, estirado hasta el límite—. Tentáculos prensiles en la cabeza, cuatro pares de maxilares en forma de tenazas... Un fuerte abanico caudal... Afiladas pinzas...
El calvo miró hacia atrás de nuevo, gritó aún más penetrantemente. Y la Everetia maxiliosa pitti estiró los tentáculos prensiles de la cabeza y agitó con fuerza el abanico caudal. El calvo revolvió el agua en un desesperado y fútil intento de huir.
—Que las aguas le sean leves —dijo Olsen. Pero no se quitó el sombrero.
—¡Mi padre —a Everett le castañeteaban los dientes— sabe nadar más rápido que ese señor!
—Llevaos de aquí a este niño —ladró el brujo.
El monstruo cerró las tenazas y chasqueó las mandíbulas. Linus Pitt palideció y se dio la vuelta.
El calvo lanzó un corto grito, se atragantó y desapareció bajo la superficie. El agua se cubrió de rojo oscuro.
—Mierda. —Geralt se sentó pesadamente en la cubierta—. Estoy ya demasiado viejo para esto... Decididamente demasiado viejo...
¿Para qué decir más? Jaskier simplemente adoraba la pequeña ciudad de Oxenfurt.
El terreno de la universidad estaba rodeado de un anillo de murallas, mientras que junto a la muralla había otro anillo: el anillo grande, bullicioso, sofocado, agitado y ruidoso de la ciudad. La ciudad de madera multicolor de Oxenfurt, con callejas estrechas y tejados puntiagudos. La ciudad de Oxenfurt, que vivía de la Academia, de los escolares, los profesores, los eruditos, los investigadores y sus invitados, que vivía de la ciencia y del saber, de todo lo que acompaña el proceso del conocimiento. En la pequeña ciudad de Oxenfurt, de los residuos y los fragmentos de la teoría nacían la práctica, el interés y el beneficio.
El poeta cabalgaba despacio por una embarrada calleja atestada de gente, pasando al lado de talleres, barracas, puestos, tiendas y tenderetes en los cuales gracias a la Academia se producían y se vendían decenas de miles de productos y maravillas inalcanzables en otros rincones del mundo y cuya producción se consideraba en otros rincones del mundo como imposible o estéril. Pasó por fondas, tabernas, casetas, quioscos, mostradores y parrillas de las cuales surgían los deliciosos olores de multitud de platos refinados y desconocidos en otros rincones del mundo, cocinados en una forma que era desconocida en otros lugares, con añadidos y especias que en otros lugares no se conocían y no se usaban. Esto era Oxenfurt, la colorida, alegre, bulliciosa y perfumada ciudad de los prodigios, de los prodigios en los que personas sagaces y llenas de iniciativa conseguían transformar la seca e inútil teoría atrapada a pedacitos en la universidad. Era ésta también la ciudad de las diversiones, del festín eterno, la fiesta continua y el guirigay incansable. Las calles estaban repletas de día y de noche de música, de cantos, del tintineo de las copas y del golpeteo de las jarras, ya que es sabido que nada aviva tanto la sed como el proceso de asimilación del conocimiento. Pese a que los reglamentos del rector prohibían a los estudiantes y bachilleres el beber y el ir de jarana antes de la caída de las tinieblas, en Oxenfurt se bebía y se iba de jarana a todas horas, sin parar, puesto que es sabido que, si algo puede avivar más la sed aún que el proceso de asimilación del conocimiento, esto es su prohibición completa o parcial.
Jaskier chasqueó a su castrado medio moro, medio bayo, siguió cabalgando, abriéndose paso a través de la muchedumbre que vagabundeaba por las callejas. Buhoneros, tenderos y engañabobos ambulantes anunciaban ruidosamente sus mercancías y servicios, acrecentando el barullo que reinaba a su alrededor.
—¡Calamares! ¡Calamares fritos!
—¡Ungüento para los tumores! ¡Sólo en mi puesto! ¡Infalible y milagroso ungüento!
—¡Gatos cazadores, gatos de hechicería! ¡Escuchad, buenas gentes, como maúllan!
—¡Amuletos! ¡Elixires! ¡Filtros amorosos, potenciadores y afrodisíacos! ¡Con sólo una pizca hasta un cadáver toma vigor! ¿Quién lo quiere, quién lo quiere?
—¡Saco dientes, casi sin dolor! ¡Barato, barato!
—¿Qué significa barato? —se interesó Jaskier, mientras mordía un calamar pinchado en un palo que estaba más duro que una suela.
—¡Dos taleros por hora!
El poeta se estremeció, golpeó a su castrado con los talones. Miró de soslayo. Los dos individuos que iban tras sus pasos desde el ayuntamiento se detuvieron junto a la barbería y hacían como que se interesaban por el precio de los servicios del barbero, que estaban escritos con tiza en una tabla. Jaskier no se dejaba engañar. Sabía lo que les interesaba de verdad.
Siguió adelante. Dejó a un lado el gran edificio del lupanar El Capullo de Rosa, donde, como sabía, se ofrecían servicios refinados, desconocidos o no muy populares en otros rincones del mundo. Durante algún tiempo su razón forcejeó con su carácter a causa del fuerte deseo de entrar para un rato. Triunfó la razón. Jaskier suspiró y se dirigió hacia la Universidad, intentando no mirar en dirección a los mesones desde los que le llegaban los sonidos de alegres diversiones.
Sí, para qué decir más. El trovador amaba la pequeña ciudad de Oxenfurt.
Miró hacia atrás de nuevo. Los dos individuos no habían usado de los servicios del barbero aunque indudablemente debieran haberlo hecho. Ahora estaban delante de una tiendecilla de instrumentos musicales, fingiendo interés en las ocarinas de barro. El tendero se afanaba, alababa la mercancía, confiando en las ganancias. Jaskier sabía que no debía contar con ellas.
Dirigió el caballo hacia la Puerta de los Filósofos, la puerta principal de la Academia. Resolvió rápidamente las formalidades, consistentes en inscribirse en el libro de invitados y llevar el castrado al establo.
Al otro lado de la puerta de los filósofos le saludó otro mundo. El terreno de la universidad estaba desconectado de la estructura urbana común y corriente, no era, como la villa, escenario de una lucha encarnizada por cada pulgada de espacio. Todo era aquí casi como lo habían dejado los elfos. Amplias avenidas regadas con gravillas de colores entre pequeños palacios de una esbeltez que alegraba la vista, empalizadas caladas, muretes, setos, canales, puentecillos, parterres y verdes parques, que sólo resultaban mancillados en unos pocos lugares por alguna edificación grande y severa, construida en tiempos posteriores, postélficos. Todo estaba limpio, era tranquilo y noble: estaba prohibida toda forma de comercio y de servicios pagados, sin olvidar las diversiones ni los placeres de la carne.
Por las avenidas del parque paseaban escolares, leyendo sus libros y pergaminos. Otros, sentados en los bancos, en el césped o en los muretes, conversaban acerca de las lecciones, discutían o jugaban discretamente a la peonza, a "pídola", al "todos a una" o a otros juegos para personas inteligentes. Dignos y orgullosos paseaban por allí también los profesores, sumidos en conversaciones o disputas.
Vagabundeaban los bachilleres jóvenes con la vista clavada en el culo de las estudiantes. Jaskier advirtió con alegría que nada había cambiado en la Academia desde sus tiempos.
Soplaba el viento del delta, trayendo un débil olor a mar y un algo más fuerte hedor a sulfuro de hidrógeno procedente del imponente edificio de la Cátedra de Alquimia, que dominaba el canal. Entre los arbustos del parque que rodeaba los dormitorios estudiantiles gorjeaban verderones amarillo-grises, y en un álamo estaba sentado un orangután, que seguramente había escapado del zoológico de la Cátedra de Historia Natural.
Sin perder tiempo, el poeta marchó con rapidez por el laberinto de bulevares y setos. Conocía el terreno de la universidad tan bien como su propio bolsillo, y no es de extrañar: había estudiado aquí cuatro años y luego durante un año más había impartido clases en la Cátedra de Trova y Poesía. Le habían propuesto el trabajo de profesor cuando había aprobado el examen final con resultados sobresalientes, dejando en estupor a los examinadores entre los que durante los estudios se había creado la opinión de vago, juerguista e idiota. Luego, después, cuando tras algunos años de vagabundear por el país con el laúd su fama como ministril había llegado lejos, la Academia comenzó con más insistencia a reclamar sus visitas y sus lecciones magistrales como invitado.