—¡Triiiiiss! —Ciri se incorporó en la silla, azuzó al caballo con los talones. Los Scoia'tael se volvieron en su dirección, silbaron las flechas junto a la oreja de la muchacha. Sacudió la cabeza sin aminorar el galope. Escuchó el grito de Geralt que le ordenaba huir al bosque. No tenía intenciones de obedecer. Se agachó, cabalgó directa hacia los arqueros que apuntaron hacia ella. Sintió de pronto el penetrante olor de la rosa blanca clavada en su jubón.
—¡Triiiiiss!
Los elfos saltaron ante la acometida del desaforado caballo. A uno lo golpeó ligeramente con la espuela. Escuchó un agudo silbido, el corcel se revolvió violentamente, relinchó, se echó hacia un lado. Ciri vio la saeta profundamente clavada por debajo de la grupa, justo pegada a su muslo. Sacó los pies de los estribos, se alzó, giró en la silla, tomó un fuerte impulso y saltó.
Cayó suavemente sobre la caja del furgón volcado, hizo equilibrio con los brazos y saltó de nuevo, aterrizando con los pies doblados junto a Yarpen, que gritaba y agitaba el hacha. Junto a él, en el segundo carro, luchaba Paulie Dahlberg, y Regan, echado hacia atrás, con los pies apoyados sobre la tabla, sujetaba el tiro con considerable esfuerzo. Los caballos relinchaban salvajemente, pataleaban, tiraban del timón aterrados ante las llamas que devoraban la lona.
Ciri se echó sobre Triss que yacía entre cajas y barriles dispersos, la aferró por la ropa y comenzó a tirar de ella en dirección al carro volcado. La hechicera gimió, echándose las manos a la cabeza. Junto a Ciri golpetearon de pronto cascos, bufaron caballos: dos elfos, sacando sus espadas, atacaron a Yarpen, quien se dirigía furioso hacia ella. El enano se revolvió como un demonio, rechazó hábilmente con el hacha los golpes que le caían encima. Ciri escuchó maldiciones, jadeos y el lastimero tintineo del metal.
Del convoy que ardía se separó otro tiro, que corrió en su dirección, dejando detrás de sí humo y llamas, fragmentos de tela ardiente. El conductor colgaba inerte del pescante, junto a él estaba Yannick Brass, que mantenía con problemas el equilibrio. Con una mano sujetaba las riendas, con la otra se defendía de dos elfos que galopaban a ambos lados del furgón. El tercer Scoia'tael, igualándose al galope con el tiro de caballos, les clavaba en los costados flecha tras flecha.
—¡Salta! —gritó Yarpen, más alto que el propio tumulto—. ¡Salta, Yannick!
Ciri vio cómo hacia el carro desbocado se acercaba al galope Geralt, cómo con un corto y seco golpe de la espada derribaba de la silla a un elfo, y Wenck, apareciendo por el lado contrario, acabó con otro, el que disparaba a los caballos. Yannick dejó caer las riendas y saltó justo enfrente del caballo del tercero de los Scoia'tael.
El elfo se incorporó sobre los estribos y le lanzó un tajo. El enano cayó. En ese momento el carro que estaba ardiendo se estrelló contra los luchadores, los atropelló y los dispersó. Ciri consiguió en el último instante sacar a Triss de entre los cascos de los caballos desbocados. El balancín se resquebrajó con un chasquido, el furgón dio un bote, perdió una rueda y se volcó desparramando a su alrededor la carga y las tablas que ardían lentamente.
Ciri arrastró a la hechicera bajo el carro volcado de Yarpen. La ayudó Paulie Dahlberg, que apareció de pronto junto a ella, y a ambos los cubría Geralt, que obligó a Sardinilla a interponerse entre ellos y los Scoia'tael que atacaban. Alrededor del carro se formó un tumulto, Ciri escuchó el sonido de las espadas, gritos, relinchos de caballos, golpeteo de cascos. Yarpen, Wenck y Geralt, rodeados por los elfos por todos lados, luchaban como diablos enloquecidos.
A los que luchaban los dispersó de pronto el tiro de Regan, quien estaba forcejeando en el pescante con un rechoncho mediano vestido con un jubón de piel de lince. El mediano estaba sentado sobre Regan e intentaba atravesarlo con un largo cuchillo.
Yarpen saltó ágilmente sobre el carro, aferró al mediano por el cuello y lo echó abajo de una patada. Regan aulló penetrantemente, tomó las riendas, azotó los caballos. El tiro dio un respingo, el carro se bamboleó, tomó repentina velocidad.
—¡En círculo, Regan! —vociferó Yarpen—. ¡En círculo! ¡Alrededor!
El carro giró y se dirigió de nuevo hacia los elfos, dispersándolos. Uno saltó, agarró la rienda derecha por la parte delantera pero no consiguió retenerla, el impulso lo empujó bajo los cascos y las ruedas. Ciri escuchó un macabro grito.
Otro elfo, galopando a su lado, dio un tajo de revés con la espada. Yarpen se agachó, la hoja resonó contra el aro que sujetaba la lona, el impulso le llevó al elfo hacia delante. El enano se encogió de pronto, movió la mano con rapidez. El Scoia'tael aulló y se tensó sobre la silla, luego cayó a tierra. Entre sus omoplatos había un hachazo.
—¡Venga, venid, hijos de puta! —bramó Yarpen haciendo molinetes con el hacha—. ¿Quién más quiere? ¡Deprisa, en círculo, Regan! ¡En círculo!
Regan, agitando la cabellera ensangrentada, encogido en el pescante entre los silbidos de las saetas, aullaba como un loco y castigaba sin piedad a los caballos. El tiro pasó a toda prisa en una cerrada curva, creando una barrera móvil que vomitaba fuego y humo alrededor del carro volcado junto al que Ciri arrastraba a la magullada y medio inconsciente hechicera.
No lejos de allí bailoteaba el caballo de Wenck, un semental grisáceo. Wenck se encogió, Ciri vio la saeta de blanca pluma que le sobresalía de un costado. Pese a la herida se las vio hábilmente con dos elfos a pie que le atacaban por ambos costados. Ante los ojos de Ciri, una segunda flecha se le clavó en el pecho. El comisario dejó caer su pecho sobre el cuello del caballo, pero se mantuvo en la silla. Paulie Dahlberg le salió en ayuda.
Ciri se quedó sola.
Echó mano a la espada. La hoja, que durante los entrenamientos saltaba de su espalda como un rayo, ahora no se dejaba extraer por nada del mundo, se resistía, se atascaba en la vaina como en alquitrán. Entre el torbellino que giraba alrededor, entre movimientos tan rápidos que hasta desaparecían ante los ojos, su espada parecía innatural y extrañamente lenta, parecía que transcurrieron siglos antes de que saliera del todo. La tierra temblaba y se agitaba. Ciri de pronto se dio cuenta de que no era la tierra. Eran sus propias rodillas.
Paulie Dahlberg, manteniendo en jaque con su hacha al elfo que le atacaba, arrastraba por el suelo a Wenck. Junto al carro pasó Sardinilla, Geralt le cayó encima al elfo. Había perdido su cinta en algún lugar, los cabellos blancos ondeaban al galope. Resonaron las espadas.
Otro Scoia'tael, a pie, salió de detrás del carro. Paulie soltó a Wenck, se enderezó, aferró el hacha. Y se quedó quieto.
Frente a él había un enano con un gorro adornado con una cola de ardilla y con una barba negra enlazada en dos trenzas. Paulie vaciló.
El de la barba negra no vaciló ni un segundo. Le golpeó con el hacha que sujetaba con las dos manos. La hoja del hacha aulló y cayó, atravesando la clavícula con un horrible crujido. Paulie se hundió sin un gemido, al instante, parecía que la fuerza del golpe le hubiera cortado las dos piernas.
Ciri gritó.
Yarpen Zigrin saltó del carro. El enano de la barba negra giró, asestó un golpe. Yarpen evitó el golpe con un hábil requiebro medio girando, lanzó un quejido y golpeó terrible hacia abajo, destrozando la negra barba, la laringe, la mandíbula inferior y el rostro hasta las narices. El Scoia'tael se retorció y cayó de espaldas, escupiendo sangre, aporreando con las manos y clavando los tacones en la tierra.
—¡Geraaaalt! —gritó Ciri al sentir detrás de ella un movimiento. Al sentir detrás de ella la muerte.
Era sólo una forma confusa, captada con el rabillo del ojo, un movimiento y un brillo, pero la muchacha reaccionó rápidamente, con una parada al sesgo y una finta que le habían enseñado en Kaer Morhen. Atrapó el golpe, pero estaba demasiado insegura sobre sus pies, demasiado echada hacia un lado, para cobrar impulso. La fuerza del golpe la empujó contra la caja del carro. La espada se le resbaló de la mano.
Delante de ella había una hermosa elfa de largas piernas y altas botas. La elfa frunció horriblemente el rostro, alzó la espada, agitando los cabellos que sobresalían por bajo la capucha. La espada brillaba cegadora, brillaban los brazaletes en las muñecas de la Ardilla.
Ciri no era capaz de moverse.
Pero la espada no cayó, no la golpeó. Porque la elfa no la miraba a ella, sino a la rosa blanca prendida al jubón.
—¡Aelirenn! —gritó la Ardilla con fuerza, como intentando romper su propia vacilación con el grito. Pero no alcanzó a ello. Geralt, empujando a Ciri, le rasgó el pecho ampliamente con la espada. La sangre salpicó el rostro y la ropa de la muchacha, manchas rojas motearon los blancos pétalos de la rosa.
—Aelirenn... —gimió con fuerza la elfa, cayendo de rodillas. Antes de que su rostro tocara el suelo, aún tuvo tiempo de gritar una vez más. Fuerte, prolongada, desesperadamente.
—¡Shaerraweeeeedd!
La realidad volvió tan repentinamente como repentinamente había desaparecido. A través del sordo y monótono sonido que le llenaba los oídos Ciri comenzó a oír voces. A través de la húmeda y brillante cortina de lágrimas comenzó a ver a los vivos y los muertos.
—Ciri —susurró Geralt, que estaba agachado sobre ella—. Despiértate.
—La lucha... —gimió, sentándose—. Geralt, qué...
—Ya ha pasado todo. Gracias a los soldados de Ban Glean, que acudieron en nuestra ayuda.
—No has sido... —susurró, cerrando los ojos—. No has sido neutral...
—No lo he sido. Pero tú vives. Triss vive.
—¿Qué tal está?
—Se golpeó en la cabeza al caer del carro que Yarpen intentaba salvar. Pero ya está bien. Cura a los heridos.
Ciri miró a su alrededor. Entre el humo de los furgones que se quemaban pasaban figuras armadas. Y alrededor yacían cajas y barriles. Una parte de ellos estaba destrozada, y su contenido esparcido por el suelo. Eran piedras comunes y corrientes, grises, del campo. Ciri las miró con estupefacción.
—La ayuda para Demawend de Aedirn —rechinó los dientes Yarpen Zigrin, que estaba junto a ella—. Ayuda secreta y extraordinariamente importante. ¡Un convoy de especial importancia!
—¿Era una trampa?
El enano se dio la vuelta, la miró a ella, a Geralt. Luego miró de nuevo a las piedras caídas de los barriles, escupió.
—Sí —confirmó—. Una trampa.
—¿Para los Ardillas?
—No.
A los muertos los colocaron en filas iguales. Yacían los unos junto a los otros sin distinción: elfos, humanos y enanos. Entre ellos estaba Yannick Brass. Estaba la elfa morena de las botas altas. Y el enano de la barba negra y enlazada en dos trenzas, brillante de la sangre coagulada. Y junto a ellos...
—¡Paulie! —sollozaba Regan Dahlberg, con la cabeza de su hermano sobre las rodillas—. ¡Paulie! ¿Por qué?
Guardaron silencio. Todos. Incluso aquéllos que sabían por qué. Regan volvió hacia ellos su rostro deforme y húmedo por las lágrimas.
—¿Qué le voy a decir a madre? ¿Qué le voy a decir? Guardaron silencio.
No muy lejos, rodeado por los soldados en los colores oro y sable de Kaedwen, yacía Wenck. Respiraba pesadamente y cada inspiración le empujaba a los labios una burbuja de sangre. Junto a él murmuraba Triss, de pie había un caballero con una armadura brillante.
—Bien, ¿y qué? —preguntó el caballero—. ¿Señora hechicera? ¿Vivirá?
—He hecho lo que he podido. —Triss se levantó, apretó los labios—. Pero...
—¿Qué?
—Usaron esto. —Le enseñó una flecha con una punta extraña, golpeó con ella en un barril que había al lado. La punta de la flecha se abrió, estallo en cuatro agujas espinosas y en forma de gancho. El caballero maldijo.
—Fredegard... —habló con esfuerzo Wenck—. Fredegard, escucha...
—¡No debes hablar! —le gritó Triss—. ¡Ni moverte! ¡El hechizo apenas aguanta!
—Fredegard —repitió el comisario. La burbuja de sangre de sus labios estalló, en su lugar apareció al instante una segunda—. Nos equivocamos... Todos nos equivocamos. No era Yarpen... Prejuzgamos falsamente... Doy garantías por él. Yarpen no traicionó... No trai...
—¡Calla! —gritó el caballero—. ¡Calla, Vilfrid! ¡Eh, presto, traed las parihuelas! ¡Las parihuelas!
—Ya no hace falta —dijo con voz sorda la hechicera, mirando los labios de Wenck, en los que ya no se formaban burbujas. Ciri se volvió, apretó el rostro contra el costado de Geralt.
Fredegard se irguió. Yarpen Zigrin no le miraba. Miraba a los muertos. A Regan Dahlberg, que seguía arrodillado junto a su hermano.
—Era necesario, don Zigrin —dijo el caballero—. Estamos en guerra. Era una orden. Teníamos que asegurarnos...
Yarpen callaba. El caballero bajó la mirada.
—Perdonad —susurró.
El enano volvió lentamente la cabeza, le miró. A Geralt. A Ciri. A todos. Humanos.
—¿Qué habéis hecho de nosotros? —preguntó con amargura—. ¿Qué habéis hecho de nosotros? ¿Que hicisteis... de nosotros?
Nadie le respondió.
Los ojos de la elfa de largas piernas estaban vidriosos y opacos. En sus labios fruncidos se había congelado un grito.
Geralt abrazó a Ciri. Con un lento movimiento, tomó de su jubón la rosa blanca, moteada de oscuras manchas, la arrojó sin decir palabras sobre el cuerpo de la Ardilla.
—Adiós —susurró Ciri—. Adiós, Rosa de Shaerrawedd. Adiós y...
—Y perdónanos —terminó el brujo.
Yerran por el país, importunos e faltos de vergonza, a sí mismos nombrándose rastreadores de todo mal, atrapadores de lobisones et exterminadores de fantasmas, luego de sacar soldada a los crédulos, vánse tras tan infame ganancia, para en cercano lugar perpetrar parecidas trapaçadas. Hayan la más fácile entrada en chouzas del siervo onrado, simple et ignorante, que toda infelicidad e malos sucesos imputa a los fechizos, creaturas e monstros contra natura, a la mano de planetas o de spírictus dañinos. En vez de a los dioses orar, en vez de ricas oferendas traer al sanctuario, tales rústicos están dispuestos a dar al vil bruxo fasta el último real, en la credencia de que aqueste bruxo, aqueste mutante impío, capaz es de cambiar su suerte y de vencer su infortuna.
Anónimo: Monstrum, o descripción de los bruxos
No tengo nada contra los brujos. Que cacen vampiros si quieren. Siempre que paguen impuestos.