Read La señal de la cruz Online

Authors: Chris Kuzneski

Tags: #Intriga, #Policíaco

La señal de la cruz (44 page)

—Déjame adivinar. Fue envenenado por un sacerdote.

—No. Murió al dar a luz. Verás, al parecer Juan VIII era una mujer, y embarazada.

—¿Una mujer?

—Increíble, ¿a que sí? La autoridad máxima de la Iglesia católica romana mintió a todos durante muchos años para poder alcanzar su objetivo. Los votos no le importaban. Lo único que quería era ser papa.

—¿Y se llamaba Juan siendo una mujer?

—No era su verdadero nombre. Ese era su nombre pontifical. Por otra parte, la leyenda del papa Juan va más allá de la historia cristiana. Las cartas medievales del tarot solían honrarla con la carta de la papisa antes de que la Iglesia católica tuviera poder suficiente para cambiar el nombre de la carta, que desde entonces fue conocida como «la sacerdotisa». Esperando minimizar así el escándalo. Y no ha sido la única que se ha saltado las reglas de la Iglesia. Por lo que he leído, durante siglos los papas han tenido cientos de hijos. Además, muchos papas han conseguido el trono por medios ilegales que incluían el soborno, el chantaje y la extorsión. Y peor aún, muchos de ellos cometieron crímenes mientras eran papas, desde robos hasta acosos, pasando por asesinatos.

Payne permaneció callado mientras meditaba las palabras de Jones:

—Si tú trabajaras en el Vaticano y oyeras rumores sobre un manuscrito antiguo que amenazara totalmente aquello a lo que le habías dedicado tu vida, ¿qué harías?

—No quiero ser grosero, pero creo que has hecho una pregunta incongruente. Para mí la pregunta apropiada sería: ¿Qué no haría yo?

El camión se detuvo a medio kilómetro del palacio. Payne se acercó a la ventanilla de comunicación con la cabina del conductor, ansioso por hablar con Ulster y Franz sobre el Hofburg. Sabía que ambos habían estado allí. Lo que desconocía era lo que sabían sobre seguridad y distribución del terreno. Les pregunto:

—¿Cuántas veces han estado dentro del palacio?

—Una pregunta difícil —respondió Franz—. Después de tantos años he perdido la cuenta. ¿Unas mil veces?

—¿Bromea?

—¡Claro que no! ¿Acaso Petr no te lo ha dicho? Académicos de Viena han estado viniendo a los archivos durante años, sobre todo para ver al abuelo de Petr. El Hofburg es un museo nacional, que reúne varios museos. Los encargados del Hofburg han traído muchos artículos a los archivos para que nosotros los estudiemos. Con frecuencia eran o muy grandes o demasiado valiosos como para ser movidos sin ayuda. Por eso tenemos los camiones.

—¿Eso quiere decir que también conocen a los guardias de seguridad?

Franz rió:

—¡Ja, ja! Conozco todos sus nombres.

De pronto parecía que entrar en el Hofburg no iba a ser tan difícil como Payne había pensado.

Jones se quedó en el camión con Ulster y Franz, mientras Payne atravesaba andando el Volksgarten, una extensión de tierra rojiza que decoraba el área más cercana al edificio del Parlamento. Unos pasos detrás lo seguía María, con una gorra de béisbol, y el rostro escondido detrás de unas gafas de estrella de cine que le había comprado a un vendedor callejero.

Un poco más atrás estaba el doctor Boyd, la persona por la que Payne estaba más preocupado, ya que su foto estaba en primera página de todos los periódicos de la ciudad. Por suerte, armonizaba perfectamente con un grupo de escoceses que caminaba en la misma dirección. Sus rasgos pálidos y su cabeza calva estaban escondidos debajo de una gorra con visera y le habían embadurnado la nariz con una gruesa capa de protector solar. Al principio se negó, alegando que así parecería un hombre viejo. Payne le aseguró que de eso se trataba. Todos en Europa buscaban a un asesino despiadado, no a un anciano con la cara embadurnada de crema.

Tardaron varios minutos en cruzar el serpenteante camino que llevaba a la parte delantera del Heldenplatz, el patio principal que había delante del Hofburg. Payne se paró a atarse los cordones del zapato en la acera de adoquines, permitiendo así que Boyd y María le alcanzasen. Después, ya en grupo, cruzaron delante de un fila de
fiakers
, carruajes tirados por caballos, usados en la ciudad durante más de trescientos años. Boyd preguntó:

—¿Cómo vamos a hacerlo? ¿Debo caminar hacia la estatua y examinarla?

Payne contestó:

—No veo por qué no… Pero en cuanto el camión llegue, nos vamos en seguida.

Señaló una estatua ecuestre cerca de la verja externa:

—Yo voy a quedarme ahí y les echaré un ojo. Mientras la inspecciona, hágase un favor e investigue por qué ese hijo de puta se está riendo.

La estatua del hombre riéndose era idéntica a la de Milán. Aunque los efectos de la exposición al aire libre habían provocado diferencias en el mármol, María no tenía ninguna duda de que las dos habían sido hechas por el mismo artista, algo que confundía a Boyd. ¿Por qué un artista perdería su tiempo tallando dos estatuas idénticas? ¿Por qué no variar la postura del personaje o la expresión de su rostro o la mirada? ¿Y por qué se estaba riendo de forma tan nítida en ambas versiones? María susurró:

—¿Habrá alguna forma de localizar a ese escultor?

Boyd parpadeó unas cuantas veces antes de asimilar la pregunta:

—Es curioso que me lo preguntes, puesto que yo estaba pensando lo mismo. Parece que cualquier investigación nues tra esté condenada a terminar en un callejón sin salida. A pesar de que existe gran número de esculturas y pinturas que datan de los días del imperio, rara vez los nombres de los artistas romanos fueron registrados. En su cultura, el arte era para ser visto y no para que se reconociera el talento creativo de su autor.

—¿Tampoco el de los maestros?

Boyd giró la cabeza:

—Dime, querida, ¿quién diseñó el Coliseo? ¿O el Panteón? Y estamos hablando de dos de los edificios más famosos del mundo; aún así, nadie sabe quién los diseñó. Ésa era la manera de ser de los romanos. No valoraban al artista.

—Entonces, mejor ignorar al artista y centrarnos en la historia de la pieza. Si a los romanos no les interesaba mantener un registro, tal como a usted y a mí nos gustaría, tal vez nosotros sí podamos determinar dónde fueron hechas las estatuas o por qué las situaron en ciudades diferentes. ¿Quién sabe? Tal vez todo lo que estamos buscando esté en algún lugar dentro de estas paredes.

Boyd suspiró:

—Eso espero, querida. Si no, jamás sabremos la verdad sobre Cristo.

63
Biblioteca Nacional de Austria
(
en el interior del Hofburg
),
Viena, Austria

F
ranz acercó el camión a la Josefsplatz, una pequeña plaza en el lado este del Hofburg. Hacía medio siglo, unas tropas americanas arriesgaron su vida para pasar de contrabando a los caballos Lipizzaners para ponerlos fuera del alcance de manos alemanas. Ahora él pagaba la deuda metiendo de contrabando a unos americanos en el hogar de los Lipizzaners, esquivando la vigilancia de la guardia armada, esa en la que su padre haía luchado durante la segunda guerra mundial bajo el Tercer Reich.

Ironía, deliciosa ironía.

Desde la cabina de seguridad, Karl reconoció el camión y presionó el botón que permitía el acceso. La sólida puerta de acero estaba recubierta con unas decorativas púas y empezó a abrirse poco a poco. Franz aparcó en un patio estrecho, asegurándose de no quedar debajo de una cámara de seguridad.

—Hola —le dijo al anciano el guardia alemán—. Me preguntaba si algún día te volvería a ver.

Franz salió del camión y saludó al otro con un cálido abrazo:

—¿Por qué dices eso, Karl?

—Pensaba que quizá uno de los dos ya estaría muerto.

Franz se rió mientras señalaba el asiento del copiloto.

—¿Recuerdas a mi jefe, Petr Ulster?

—¡Por supuesto! La familia Ulster es venerada por estos lugares.

Ulster estrechó la mano del guardia.

—Me alegro de verle de nuevo.

Los tres pasearon en dirección a la parte trasera del camión; todos se sentían muy cómodos entre sí. Normalmente, Karl solía ser muy estricto con las entregas, pero hacía la vista gorda cuando se trataba de Franz. Sus caminos se habían cruzado tantas veces, que habían llegado a tener una verdadera amistad.

—Tienes suerte de que te haya abierto la puerta. No tenía que haberlo hecho.

Una serie de motivos pasaron por la mente de Franz.

—¿Por qué no?

—Están limpiando esta parte del edificio, y está cerrado a todos hasta el domingo.

—No queremos meterte en problemas —dijo Ulster—. ¿Quieres que volvamos luego?

—No, señor Ulster, eso no será necesario. Aquí siempre haremos una excepción con usted.

Karl les observaba mientras Franz abría la escotilla:

—¿Hoy vienen a recoger o a dejar algo?

—Dejar. Definitivamente dejar —respondió Ulster sonriente.

El sentido común le decía a Payne que entrar en un lugar que contenía algunos de los más grandes tesoros del mundo no iba a ser tan fácil como Franz decía. Pero Franz sabía lo que hacía, porque Karl los miró descargar una de las cajas sin inspeccionarla. Ni tampoco el resto de la mercancía. Simplemente tuvieron que esperar a que Karl se metiera de nuevo en su cubículo para salir disimuladamente por la parte trasera del camión.

Los cuatro entraron en la planta baja del ala del siglo
XVIII
, cerca de la entrada de la Biblioteca Nacional, sede de una de las colecciones más impresionantes de libros y manuscritos del mundo. A la colosal sección central de la biblioteca se la llama La Sala Grande y tiene exactamente la misma longitud que la Josefsplatz, setenta y cinco metros de largo por catorce de ancho y diecinueve de alto, y está recubierta de estanterías de madera tallada, frescos brillantes, columnas corintias y varias estatuas de mármol. Ese día la biblioteca estaba cerrada al público pero los rayos del sol que entraban a través de las ventanas circulares de la cúpula del techo la iluminaban.

Payne fue el primero en entrar a la enorme sala, caminando sin hacer ruido. Con la cabeza bien alta y los ojos bien abiertos, avanzó más de quince metros escudriñando las galerías que quedaban por encima de él como si se tratara de un vistoso teatro de ópera. Lo único que parecía fuera de lugar era una caja enorme de madera que reposaba en mitad del suelo, gracias a Ulster y Franz. Dijeron que ése era el procedimiento común, depositar el objeto en su destino último, allí donde iba a ser abierto por un becario o por el encargado de la instalación. Pero en ese caso, planeaban abrirlo ellos mismos. Mientras Payne regresaba junto a sus compañeros, susurró:

—¿Por dónde debemos empezar?

Las filas de estantes se extendían hasta más allá de donde alcanzaba la vista de Boyd. Más de dos millones y medio de libros llenaban aquella biblioteca, más de doscientos cuarenta mil mapas, doscientos ochenta mil vistas geográficas, cuarenta y tres mil manuscritos del siglo VI y más de veinticuatro mil autógrafos.

—Debemos buscar una lista de las esculturas del Hofburg o un registro de los artistas austríacos de la época de Cristo. Por desgracia, hay muy pocas posibilidades de que esos documentos estén en inglés.

—Eso me deja fuera —admitió Payne—. ¿Hay algo que pueda hacer para ayudaros?

—De hecho —dijo Boyd—, tienes muy buena vista para los detalles. Tal vez puedas buscar fotografías de nuestro risueño amigo. ¿Quién sabe? Él es el responsable de que estemos merodeando por aquí.

Payne asintió, encantado de, por una vez, hacer algo que no estuviera relacionado con alguna actividad ilegal o con disparar a los chicos malos:

—¿Dónde deben de estar?

—La mayor parte de los volúmenes antiguos los tienen en el segundo o en el tercer piso. Con suerte, María y yo encontraremos ahí documentos que daten de tiempos de Cristo.

—Yo iré con ellos —añadió Jones—. Por si los pisos de arriba no estuvieran despejados.

Payne vio cómo movían con dificultad la caja con los libros, pero no les echó una mano. Sabía que tenía cosas más importantes por las que preocuparse que levantar cosas pesadas, por ejemplo, buscar guardias en la planta baja. También quería echar un vistazo por si veía al hombre riéndose, pero hasta que estuviera convencido de que estaban solos, su mayor preocupación era asegurarse de que la biblioteca no era un lugar peligroso.

La seguridad era lo primero, sólo después venía el éxito. Era un buen lema de vida. Con el arma en la mano, Payne se movió lentamente hacia la parte trasera de La Sala Grande, pasando a través de un arco cubierto de frescos y sostenido por unas columnas en forma de árbol. Más allá estaba la parte más espectacular de la Biblioteca Nacional. Tenía más de veinticinco metros de altura y la forma de un domo que permitía la entrada de la luz natural en el interior. Payne caminó hacia el centro de la Sala del Domo, con los ojos fijos en el techo, entonces sintió su móvil vibrando en su cadera:

—¿Hola? —susurró.


¿Signor
Payne? —dijo Frankie—. ¿Es usted? No estaba seguro de si iba a contestar. He estado llamando a cada hora desde ayer. ¿Por qué no me contestaba?

Payne no tenía tiempo de explicárselo, tenían que terminar la conversación en menos de un minuto o se arriesgaba a que lo localizaran.

—Lo apagué para no quedarme sin batería.

—¡Ah!, bien pensado. Lo usa sólo en emergencias. ¡Eso es ser inteligente!

Algunos recuerdos de la conversación del día anterior acudieron a su mente. No sólo porque Payne le había colgado a Frankie antes de que pudiera darle datos sobre los soldados muertos de Orvieto, sino porque fueron atacados en Küsendorf menos de una hora después de la conversación. Quizá, después de todo, su móvil no era tan seguro. Entonces Payne dijo:

—Escribe todo lo que me quieras decir, y quiero decir «todo». Te llamaré luego desde un número de fax al que me podrás enviar el informe. Pero no lo mandes desde tu fax personal. Hazlo desde uno público que no pueda ser localizado. ¿Entiendes?

—Sí, pero…

—Y deja de llamar a este móvil. No es seguro.

Payne le colgó antes de que Frankie pudiera decir una palabra más, y muy orgulloso de que su conversación hubiera durado sólo veintitrés segundos.

Por desgracia, eso no impidió que sucediera lo mismo que el día anterior, y poco después, Payne y todo su grupo volvían a ser descubiertos.

Nick Dial no tenía tiempo ni los papeles a punto para volar a China. Pero inmediatamente después de descifrar el enigma llamó a la oficina de
NCB
en Pekín.

Other books

4 Plagued by Quilt by Molly MacRae
The Nonesuch by Georgette Heyer
The Problem With Crazy by Lauren McKellar
Jessica's Ghost by Andrew Norriss
Poisoned Chocolates Case by Berkeley, Anthony
Kinetics: In Search of Willow by Arbor Winter Barrow