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Authors: Chris Kuzneski

Tags: #Intriga, #Policíaco

La señal de la cruz (46 page)

—Para nada. Viajo a Italia para impedir el siguiente.

Dante Pelati se encaminó hacia la oficina de su padre y lo vio sentado detrás de su escritorio, sosteniendo una foto de familia. Su padre era un hombre muy reservado, alguien que prefería mantener las distancias con la mayoría de la gente. La excepción había sido el hermano mayor de Dante.

Roberto era el primogénito de Benito, lo que lo convertía en el príncipe heredero de su mundo. Ambos compartían un vínculo que Dante jamás pudo alcanzar. Al menos no mientras Roberto estuvo vivo.

—¿Te llegó mi mensaje? —preguntó Benito.

Sus ojos estaban rojos e inflamados y sus pómulos humedecidos de lágrimas, algo que Dante jamás había visto. Disfrutó con la escena.

—Vine inmediatamente. ¿Qué puedo hacer por ti?

Benito colocó la foto sobre el escritorio y se volvió hacia Dante. Sabía que ahora él era la clave de todo, de todo lo que la familia Pelati había estado escondiendo durante siglos. Y eso obligaba a Benito a hacer algo que le incomodaba. Estaba a punto de tener una conversación personal con su segundo hijo.

—Ya sé que nunca he estado cuando me necesitabas… como un padre debe estar… Me doy cuenta de eso ahora, y… es uno de los más grandes remordimientos de mi vida.

Dante se quedo atónito. Había esperado toda su vida oír esas palabras, siempre imaginando qué tendría que pasar para que esos sentimientos salieran de labios de su padre. Ahora lo sabía.

—Puedo pedirte disculpas y quedarme tan tranquilo… Pero eso estaría mal… Mereces algo más que eso… Mereces saber la verdad.

Benito se hundió en su silla, respirando con dificultad. Ya había pronunciado ese discurso otra vez, tiempo atrás, cuando Roberto había alcanzado la edad adecuada. Pero esta vez iba a ser diferente. Benito ahora no hablaría sobre los secretos escondidos en Orvieto ni sobre lo que esperaba hacer con ellos. En lugar de eso, iba a hablar de un plan que ya estaba en marcha. Uno que estaba a punto de completarse.

—Padre —dijo Dante—, ¿la verdad sobre qué?

—La verdad sobre nuestra familia.

65

U
na pila de periódicos sujetos con un cordel amarillo brillante estaba cerca del escritorio. Habían pasado unos días desde que Payne vio las noticias por última vez, y quería leer lo más reciente sobre Orvieto. Buscó entre la pila de periódicos uno escrito en inglés. Se lo llevó arriba y encontró un sitio tranquilo desde donde podía estar pendiente de los guardias y leer sobre el hombre más peligroso de Europa.

Todas las notas de prensa describían al doctor Charles Boyd como un asesino sanguinario, un hombre que haría cualquier cosa para conseguir sus objetivos. Pero no tenían ninguna teoría sobre dónde podía estar. Hablaban de que era un fugitivo peligroso, que dejaba un rastro de sangre y cuerpos muertos por donde pasaba, pero no se decía nada sobre las Catacumbas ni sobre el helicóptero que trató de asesinarlo. Tampoco sobre sus treinta años de enseñanza ni sobre todos los premios que había ganado en Dover. ¿Por qué? Porque ese tipo de cosas podrían volver ambigua su imagen y convertirlo en alguien humano. Y todo mundo sabe que lo humano no vende. La violencia vende. Eso es lo que la gente quiere leer. Eso es lo que hace que se vendan periódicos.

Para probar la teoría de Payne bastaba con leer el artículo junto al de Boyd. El título se refería al «Asesino del Crucifijo», y justo debajo, una fotografía mostraba un primer plano de alguien que había sido asesinado en Dinamarca.

Normalmente, Payne hubiera pasado de esa historia, pero la foto y el encabezado eran tan sensacionalistas que llamaron su atención más que el resto de artículos del periódico. Había algo en la palabra «crucifijo» que lo puso alerta. Leyó rápidamente la historia por encima; se explicaba lo que había ocurrido en Helsingor y también lo acontecido en Libia. El artículo concluía con una nota del editor donde se refería a una noticia de última hora de la sección de deportes que rezaba: «Pope es la tercera víctima».

«¡Joder!», exclamó Payne entre dientes; sabía perfectamente quién era Orlando Pope.

Se trataba de uno de los nombres más conocidos del mundo de los deportes, comparable a Tiger Woods y Shaquille O'Neal. Si lo habían matado, su historia iba a ocupar muchos titulares en todo el mundo, dejando al doctor Boyd en segundo plano. Payne buscó la sección de Deportes pero allí no encontró más que un breve párrafo que decía que Pope había sido encontrado crucificado en Fenway Park y que nada más se podía decir dado lo intempestivo de la hora. No había fotos ni declaraciones de los miembros de su equipo. Era la historia más importante de la década en lo que al mundo del deporte se refería, y él no se había enterado de nada.

Un poco frustrado, Payne cogió el periódico y fue a contarle la noticia a Jones. Antes de que pudiera hacerlo, Jones y María empezaron a hablar con Boyd, quien había leído por encima un texto moderno que detallaba la historia del Hofburg y la realeza que le dio forma. Boyd confiaba en encontrar el nombre del gobernante que construyó la parte del edificio donde estaba esculpido el hombre riéndose.

—¿Ha encontrado algo? —preguntó María.

Boyd continuó leyendo varios segundos antes de volverse hacia ellos:

—¿Hmm? ¿Qué me preguntabas?

Ella sonrió. Típico del doctor Boyd.

—¿Si ha encontrado algo?

—Trocitos y cositas, querida. Trocitos y cositas. Si tuviera una pequeña pista para que me guiara, estoy seguro de que podría encontrar lo que buscamos.

Hizo un gesto dramático con la mano, indicando el resto de la biblioteca.

—Estoy seguro de que la respuesta está por aquí, en algún lugar.

—Seguro —dijo ella sonriendo—. D. J. tiene una teoría que quiero que escuche.

Boyd miró a María y luego a Jones, tratando de averiguar si estaban hablando en serio. La mirada de sus rostros le dijo que sí lo estaban haciendo.

—Adelante. Soy todo oídos.

Payne también estaba escuchando. Pero antes de que Jones pudiera decir una sola palabra, la atención de Payne se desvió hacia un ruido que oyó en la biblioteca. Primero una puerta abriéndose, después unos pasos silenciosos. Múltiples pasos. Mucha gente entrando en el recinto al mismo tiempo. Tal vez era el equipo de limpieza o el equipo de la guardia armada, Payne no podía verlo desde allí. De cualquier modo, sabía que corrían peligro.

—Escóndelos —le dijo Payne a Jones.

Jones sabía lo que tenía qué hacer. Habían estado juntos el tiempo suficiente como para conocer las tácticas del otro a la perfección.

Payne sacó la Luger de su cinturón y corrió despacio hacia el segundo piso, escabullándose entre las columnas y las estatuas. Miles de libros se alineaban en las estanterías detrás de él, protegiéndolo de un ataque por la retaguardia, mientras que una barandilla de madera rodeaba la galería que tenía delante. Su posición era elevada, al menos cuatro metros sobre el primer piso. Se agachó por debajo de una mesa y miró entre los soportes tallados de la barandilla, desde donde era posible ver casi toda La Sala Grande.

Dos hombres bien vestidos permanecían entre las sombras de la entrada principal mientras otro toqueteaba algo detrás del tapiz en la pared derecha. Payne no sabía qué estaba haciendo, pero se quedó con dos posibilidades: o manipulaba un sistema de seguridad o bien un panel eléctrico. Lo supo un par de segundos después, cuando el techo se inundó de luz.

Payne seguía mirando a aquellos hombres mientras se acercaban. Se encontraban a treinta metros de él, de manera que Payne no podía escucharlos ni verlos. Los oía murmurar de vez en cuando, también oía las rápidas réplicas de sus conversaciones, pero nada que pudiera comprender. En parte por la distancia, en parte por la barrera del idioma. Fuera como fuese, no tenía idea de quiénes eran aquellos hombres ni por qué estaban allí.

Su intuición le decía que no los buscaban a ellos. De ser así, no estarían caminando por la sala y haciendo ruido. Estarían corriendo y refugiándose cerca las paredes, apuntando sus armas hacia cada esquina y grieta hasta averiguar dónde se escondían ellos. Al no ver nada de eso, Payne pensó que esos tipos no sabían que ellos estaban allí, y que podían sentirse a salvo siempre y cuando se mantuvieran callados.

La teoría de Payne se vino abajo un instante después, cuando uno de ellos gritó:

—Boyd, no tiene sentido esconderse. Sé que estás aquí. Sal y demuestra que eres un hombre.

Payne había presenciado muchos errores en sus años de combate, pero aquélla era la primera vez que alguien se atrevía a desafiar a otro a que saliera de su escondite. Gritar: «Sal de donde quiera que estés» no suele considerarse una posibilidad en las operaciones militares. Pero su sorpresa siguió en aumento cuando el doctor Boyd salió de detrás de un mueble, con una mirada desafiante grabada en su rostro, una mirada que indicaba que iba a hacer algo tan estúpido como retar a aquel tipo. Y efectivamente, Boyd gritó desde La Sala Grande:

—¡Ven a por mí, maldito gilipollas!

Payne sintió que se venía abajo. De todas las pifias, de todas las actitudes imbéciles que había visto en su vida, aquélla era la peor. ¿Cómo era posible que un espía entrenado por la CIA, alguien que se supone que es un genio, estuviese a punto de arriesgar su vida y poner en peligro todo lo que habían conseguido? ¡El muy idiota! ¿Qué diablos creía que estaba haciendo?

Boyd estaba a seis metros de ellos e ignoraba por completo que Payne estaba debajo de una de las mesas. Por un instante, Payne estuvo tentado a obligarlo a que se callara y así proteger al resto. Un par de balas en las rodillas y hubiera caído volando desde la barandilla, como la madre de Damien cuando éste la golpeó con su triciclo en
La profecía
. Pero esta idea se esfumó de su mente cuando vio a María que se acercaba con sigilo a donde estaba Boyd. Ahora sí el mundo de Payne se ponía definitivamente patas arriba. Algo estaba pasando, pero no sabía qué. ¿Había más guardias que él todavía no había visto? ¿Se estaban rindiendo María y Boyd? ¿O era que a Jones y a él los habían traicionado?

Payne obtuvo su respuesta en cuanto vio quiénes eran los recién llegados. La cara sonriente de Petr Ulster, cuyos pómulos brillaban bajo las luces de La Sala Grande, miró hacia arriba, en dirección a Payne y le dijo:

—¡Jonathon, chavalín! Ahí estás. Espero que no te importe, pero he creído que necesitábamos refuerzos.

Todos se encontraron abajo, donde se dieron las explicaciones pertinentes y donde Boyd se reunió con un antiguo colega, el doctor Hermann Wanke, que vestía traje y corbata y calzaba unas deportivas. Alegaba que así haría menos ruido mientras paseaba por el Hofburg, pero por el brillo de sus ojos, Payne dedujo que lo hacía para su propia diversión. Mucha gente consideraba que Wanke era el mayor experto en historia de Austria, de manera que él creía que podía comportarse como un excéntrico por derecho divino. Personalmente, a Payne no le importaba cómo vistiera siempre que ayudara en su misión. Le preguntó a Wanke cómo había conocido al doctor Boyd, y éste se arrancó con un soliloquio de cinco minutos sobre sus días en Oxford, una universidad en la que, según Wanke, ambos se llevaron de maravilla a pesar de la notable diversidad de sus orígenes.

El otro hombre, que también se habían conocido allí, era Max Hochwálder, el asistente de Wanke, que siempre hablaba en voz baja. Estaba más próximo a la edad de Boyd que a la de Payne, aunque era difícil de juzgar puesto que era muy reacio a hablar, y su cabellera corta y rubia ocultaba el rastro de algunas canas. Le dio a Payne un apretón de manos un tanto tímido, y después cayo en el olvido, como desaparecido en una habitación repleta de importantes personalidades.

Después de unos cuantos minutos de charla, Payne se dio cuenta de que había llegado el momento de volver a trabajar. Comenzó con la pregunta mas obvia. ¿Por qué estaba Wanke en el Hofburg?

—Investigación, Herr Payne, investigación.

Su inglés era perfecto, con poco o ningún acento, aunque de vez en cuando soltaba un término alemán sólo por gusto.

—Estaba considerando la posibilidad de examinar una de las colecciones reales cuando vi a mis antiguos colegas, Petr y Franz. Me figuré que algo estaban tramando y decidí divertirme a su costa.

Les demostró lo que había hecho y gritó cierta cantidad de términos austríacos que parecían salidos más de la boca de un guardián de campo de concentración que de una rata de biblioteca.

—Si levantaban las manos es que estaban haciendo algo vergonzoso. Algo en lo que no quería estar implicado.

Ulster se frotó el rostro avergonzado, una reacción que le indicó a Payne que haber reclutado a Wanke no era algo planeado, sino que había tenido que improvisar al encontrarse con él.

—A partir de ahí fue fácil —dijo Wanke—. Mandé a Franz afuera para entretener al guardia mientras Petr me ponía al corriente. En el instante en que oí el nombre de Charles, supe que tenía que ayudar. Aunque Charles no quisiera.

—Espero haber obrado bien —se disculpó Ulster—. Sabía que tenía que mentir y tratar de mantener a Hermann alejado del asunto, pero considerando su experiencia, pensé que nos podría ser de utilidad. Al menos yo espero que sea así. No me gustaría pensar que he hecho algo mal.

Boyd se encogió de hombros con una expresión de resignación en el rostro que resumía sus sentimientos sobre la nueva situación. No iban a insultar a Ulster, ni a echarlo a patadas sólo por haber invitado a uno de los antiguos colegas de Boyd, un hombre que sabía mas sobre la historia de Austria que cualquier otra persona, para que les ayudara en la investigación. Sí tenía que hacer componendas con alguien, su elección no había sido del todo mala. Por suerte, Ulster no había contado ningún secreto, como ellos temían: le había dicho lo más elemental sobre el hombre que se reía pero nada sobre las Catacumbas. Entonces Boyd informo a Wanke de algunos hechos y Wanke pasó inmediatamente de ser un excéntrico latoso a un historiador de primera clase.

—¿Por dónde comenzar, por dónde comenzar? —masculló.

Después, sin decir nada más, se dirigió hacia las entrañas de la biblioteca, seguido por Boyd, Ulster, María y su asistente con alma de mimo. Payne cogió a Jones antes de que se les uniera, y le dijo que tenían que hablar.

—¿Qué pasa? —preguntó Jones.

—Últimamente tengo la sensación de que pasamos tanto tiempo preocupados por Boyd que ya hemos perdido la pista de lo que realmente importa. Un asunto, por cierto, mayor que las Catacumbas.

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