—No, muchas gracias —dijo James y, con un gesto de la mano, añadió—: Ve, Ramu. Me las arreglaré por mi cuenta.
El recién nombrado presidente del Consejo notó de nuevo aquella sensación de inquietud e incomodidad. No recelaba de la información que el extraño sartán le había transmitido, pues un sartán no podía mentirle a otro; sin embargo, había algo que no encajaba demasiado. ¿Qué tenía aquel desconocido?
James permaneció inmóvil, con una leve sonrisa, bajo la mirada escrutadora de Ramu.
Éste abandonó por fin su intento de recordar. Probablemente, no sería nada. Nada importante. Además, al fin y al cabo, lo que fuera había sucedido hacía mucho tiempo. Ahora tenía otros problemas más urgentes, más inmediatos. Con una inclinación de cabeza, abandonó la cámara del Consejo.
El misterioso sartán se quedó en la estancia observando a Ramu hasta que éste hubo salido. Entonces murmuró para sí:
—Claro que te acuerdas de mí. Estabas entre los guardias que acudieron a detenerme ese día, el día de la Separación. Eras uno de los que vinieron para conducirme por la fuerza a la Séptima Puerta. Yo le había dicho a Samah que impediría sus planes. Tu padre me temía, pero no me sorprende; en esa época, Samah tenía miedo de cualquier cosa.
Exhaló un suspiro, se acercó a la mesa de piedra y pasó la yema del dedo por el polvo. Pese a la reciente inundación, el polvo seguía cayendo del techo e impregnaba todos los objetos del Cáliz con una fina capa blanquecina.
—Pero, cuando llegaste, Ramu —continuó susurrando James—, yo ya no estaba. Preferí ocultarme. No podía impedir la Separación, de modo que intenté proteger a los que dejasteis atrás, pero no pude hacer nada para ayudarlos. Eran demasiados los que morían y yo no era de mucha utilidad para nadie, en esos momentos.
»Pero ahora sí que lo soy.
El aspecto del sartán cambió, se alteró. El hombre atractivo de mediana edad se transformó en un instante en un anciano de barba larga y áspera, vestido con una indumentaria de color pardo y tocado con un sombrero raído y deforme. El viejo se acarició la barba con aire de sentirse sumamente orgulloso de sí mismo.
—¿Fastidiarlo todo? ¡Espera a saber lo que he hecho, esta vez! He llevado el asunto perfectamente. He hecho exactamente lo que me dijiste, especie de sapo estirado con escamas...
»Es decir... —Zifnab se dio unos tirones de la barba, pensativo—, creo que he hecho lo que me dijiste. "Cueste lo que cueste, lleva a Ramu al Laberinto." Sí, éstas fueron tus palabras exactas...
»Al menos, creo que fueron ésas. Aunque, ahora que recuerdo... —El anciano empezó a retorcerse la barba hasta formar nudos—. Quizás fue: "Cueste lo que cueste, lleva a Ramu lejos del Laberinto"...
»De lo de "Cueste lo que cueste", no tengo ninguna duda—a Zifnab, esto parecía consolarlo—. Es lo que viene luego lo que me hace dudar. Quizá..., sería mejor volver atrás y consultar el guión...
Sin dejar de murmurar por lo bajo, el anciano se acercó a una pared y desapareció a través de ella.
Un sartán que entraba entonces en la cámara del Consejo se llevó un sobresalto al oír una voz torva que decía, desalentada:
—¿Qué habéis hecho esta vez, señor?
EL LABERINTO
El dragón verdeazulado de Pryan se elevó sobre las copas de los árboles. Alfred miró hacia el suelo un momento, se estremeció y decidió mirar a cualquier parte menos abajo. Volar era muy distinto cuando era otro quien tenía las alas, y se agarró con más fuerza a las escamas del dragón. Al tiempo que intentaba borrar de su mente el hecho de que estaba suspendido en equilibrio precario e inestable a lomos del dragón, a buena altura sobre el suelo, Alfred buscó la fuente de aquella luz maravillosa. Volvió la cabeza despacio y con cautela y se atrevió a echar una mirada a su espalda.
—La luz procede del Vórtice —gritó Vasu. El dirigente montaba otro dragón—. Mira, observa la montaña hundida.
Agarrado al dragón, nervioso, Alfred alargó el cuello cuanto pudo y, cuando miró hacia donde indicaba el patryn, lanzó una exclamación de asombro.
Era como si un sol ardiera en el seno de la montaña. Por todas las grietas, por todos los surcos, surgían rayos de luz cegadora que iluminaban el cielo y se derramaban sobre la tierra. La luz bañaba las grises murallas de Abri y arrancaba de ellas un destello plateado. Parecía como si los árboles que habían vivido tanto tiempo bajo la grisácea luminosidad del Laberinto alzaran sus ramas retorcidas hacia aquel nuevo amanecer, igual que un anciano acerca sus artríticos dedos al calor de la lumbre.
Pero Alfred comprobó con tristeza que la luz apenas penetraba en el Laberinto. Era una tenue vela en la vasta oscuridad, nada más.
Y la oscuridad la engulló muy pronto.
Alfred continuó mirando mientras pudo, hasta que la luz quedó oculta tras las montañas que se alzaban, escarpadas, como manos huesudas colocadas ante su rostro para prohibirle la esperanza. Suspiró, se volvió y advirtió el intenso resplandor rojizo en el horizonte, delante de él.
—¿Y eso? —preguntó—. ¿Qué es? ¿Lo sabes, dirigente?
Vasu dijo que no con la cabeza y respondió:
—Empezó la noche posterior al ataque contra Abri. En esa dirección queda la Última Puerta.
—Una vez, en las islas Volkaran, vi a los elfos quemar una ciudad amurallada —comentó Hugh
la Mano
, al tiempo que entrecerraba sus oscuros ojos para intentar distinguir algo—. Las llamas saltaban de casa en casa. El calor era tan intenso que algunos edificios estallaban antes incluso de que los alcanzara el fuego. De noche, el resplandor iluminaba el cielo. Y era muy parecido a eso.
—Sin duda, se trata de un fuego mágico creado por mi Señor para mantener a raya a las serpientes dragón —replicó Marit fríamente.
Alfred suspiró. ¿Cómo era posible que Marit continuara teniendo fe en su Señor, Xar? Los cabellos de la patryn estaban pegajosos de su propia sangre, derramada por Xar al destruir el signo mágico que los había unido. Tal vez era ésa la causa. Ella y Xar habían estado en comunicación. Era ella quien los había traicionado, quien había revelado a Xar su situación. Tal vez su Señor, de algún modo, aún seguía ejerciendo su influencia sobre Marit. «Debería haberla detenido desde el principio —se dijo—. Cuando traje a Marit al Vórtice, vi el signo mágico y supe qué significaba. Debería haber advertido a Haplo que su amiga lo traicionaría».
Y, a continuación, Alfred se puso a discutir consigo mismo: «Pero Marit le salvó la vida en Chelestra. Era evidente que Haplo la amaba, y ella a él. Ellos dos trajeron el amor a una cárcel de odio. ¿Cómo iba yo a cerrar la puerta a este sentimiento? Pero, si se lo hubiera dicho, Haplo tal vez habría podido protegerse... No sé». Con un suspiro de tristeza, continuó diciéndose: «No sé..., hice lo que creí mejor...
Y tal vez la fe de Marit en su Señor está justificada. ¿Quién puede decir lo contrario?».
Los dragones verdeazulados de Pryan volaron a través del Laberinto, rodeando las elevadas cimas y lanzándose a través de los pasos entre montañas. Al acercarse más a la Última Puerta, descendieron hasta casi rozar las copas de los árboles para ocultarse a los posibles ojos vigilantes. La oscuridad se hizo más intensa; una oscuridad extraña, no natural, pues todavía faltaban varias horas para el crepúsculo. Aquella oscuridad no afectaba sólo a los ojos, sino también al corazón y a la mente. Era una oscuridad maléfica, mágica, provocada por las serpientes dragón, que llevaba consigo el ancestral miedo a la noche propio de la infancia. Aquellas tinieblas hablaban de seres horribles y desconocidos que acechaban, justo donde la vista no alcanzaba, dispuestos a saltar sobre uno y llevárselo.
El rostro de Marit, pálido y tenso, estaba bañado por el resplandor mortecino de sus propias runas de advertencia. En contraste con su piel, las venas de la frente parecían negras. Hugh
la Mano
volvía la cabeza constantemente para observar a su alrededor.
—Nos están vigilando —avisó a los demás.
Alfred se encogió al oír aquellas palabras, que la oscuridad parecía devolver en unos ecos burlones y festivos. Agachado sobre el cuello del dragón, tratando de ocultarse tras él, el sartán notó que iba a desmayarse (su forma de defensa preferida). Conocía los síntomas —sensación de mareo, un nudo en el estómago, la frente perlada de sudor— y luchó contra ellos. Apretó la mejilla contra las frías escamas del dragón y cerró los ojos.
Pero estar a ciegas era peor que ver pues, de pronto, asaltó a Alfred el vivido recuerdo del momento en que, como dragón, caía de las alturas en una espiral vertiginosa, demasiado débil y herido como para detener el descenso. El suelo giraba sin freno y se alzaba a su encuentro...
Una mano lo sacudió.
Alfred soltó una exclamación y se incorporó con un respingo.
—Un poco más y te caes —le dijo Hugh—. No pensarás desmayarte, ¿verdad?
—No, no —murmuró Alfred.
—Muy bien —continuó
la Mano
—. Echa un vistazo ahí delante.
Alfred se afianzó en su montura y se secó el sudor helado del rostro. La bruma de confusión que le nublaba los ojos tardó un momento en disiparse y, al principio, no tuvo idea de qué era lo que estaba mirando. La oscuridad era intensísima y ahora se mezclaba con un humo sofocante...
Humo. Alfred continuó mirando y todo fue cobrando forma.
Una forma terrible: la ciudad del Nexo, la hermosa ciudad construida por los sartán para sus enemigos, estaba en llamas.
La oscuridad mágica de las serpientes dragón no surtía efecto sobre los dragones de Pryan, que continuaron su vuelo imperturbables, sin desviarse de su destino, fuera cual fuese. Alfred no tenía idea de adonde lo llevaban, ni le importaba demasiado saberlo. Dondequiera que fuese, sería un lugar espantoso. Acongojado y aterrorizado, el sartán deseó dar media vuelta y escapar hacia la luz brillante que irradiaba de la montaña.
—Menos mal que voy montado a lomos del dragón. —La voz de Vasu surgió de la oscuridad, con tono abatido. Las runas de la piel del dirigente emitían un intenso resplandor rojo y azulado—. De lo contrario, no habría tenido el valor suficiente como para llegar hasta aquí.
—Me avergüenza decirlo, dirigente —terció Marit con voz grave—, pero yo siento lo mismo.
—No hay de qué avergonzarse —intervino el dragón—. El miedo crece de las semillas plantadas dentro de vosotros por las serpientes. Las raíces del miedo buscan cada rincón oscuro de vuestro ser, cada recuerdo, cada pesadilla y, una vez que lo encuentran, penetran en estas zonas oscuras y se nutren de ellas. Y la pérfida planta del miedo florece.
—¿Cómo puedo arrancarla? —preguntó Alfred con voz trémula.
—No se puede —respondió el dragón—. El miedo es parte de uno. Las serpientes lo saben y por eso lo utilizan. No dejéis que el miedo os atenace. No tengáis miedo del miedo.
—¡Precisamente lo que me ha sucedido toda la vida! —exclamó Alfred, desolado.
—Toda tu vida, no —replicó el dragón.
Quizá fue cosa de la imaginación de Alfred, pero el sartán creyó ver que la criatura sonreía.
Marit contempló a sus pies los edificios del Nexo, sus muros y pilares de piedra, sus torres y agujas, convertidos en negros esqueletos iluminados por dentro por las llamas voraces. Los edificios eran de piedra, pero las vigas maestras y los suelos y los tabiques interiores eran de madera. La piedra estaba protegida por las runas, trazadas en un principio por los sartán y reforzadas más tarde por los patryn. En un primer momento, Marit se preguntó cómo era posible que la ciudad hubiese caído; después, recordó las murallas de Abri. Estas también estaban protegidas por la magia rúnica, pero las serpientes se habían arrojado ellas mismas contra las defensas, como enormes arietes, hasta provocar pequeñas grietas en las murallas, resquebrajaduras que se ensanchaban y se extendían hasta deshacer las runas y desbaratar la magia.
El Nexo. Marit nunca había considerado hermosa la ciudad. Siempre había pensado en ella en términos prácticos, como la mayoría de los patryn. Sus murallas eran gruesas y firmes, sus calles eran lisas y bien trazadas y sus edificios, recios, sólidos y bien asentados. Esta vez, a la luz del fuego que la estaba destruyendo, Marit apreció su belleza, la esbeltez y delicadeza de sus cúpulas y altas agujas, la armoniosa sencillez de su diseño. Mientras la contemplaba, una de las agujas se inclinó y cayó al suelo, de donde se levantó una rociada de chispas y una nube de humo.
Marit fue presa de la desesperación. Su Señor no podía haber permitido que aquello sucediera. Xar no debía de estar allí. Eso, o estaba muerto. Sí, todo su pueblo debía de haber muerto.
—¡Mirad! —Vasu exclamó de pronto—. ¡La Última Puerta! ¡Todavía está abierta! ¡Aún sigue en nuestro poder!
Marit apartó a duras penas la mirada de la ciudad en llamas y escrutó entre el humo y la oscuridad, tratando de divisar el suelo. Los dragones inclinaron las alas, viraron e iniciaron el descenso desde lo alto en grandes espirales.
Los patryn del suelo levantaron el rostro hacia ellos. Marit estaba demasiado lejos como para ver sus expresiones, pero adivinó por sus gestos los pensamientos que corrían por sus mentes. La llegada de un enorme ejército de dragones alados sólo podía significar una cosa: la derrota. El golpe de gracia.
Vasu también se percató del miedo y empezó a cantar, usando el lenguaje rúnico de los sartán; su voz resonó con claridad entre el humo y bajo la oscuridad iluminada por las llamas.